Estás equivocado.
Te identificas con esta ciudad,
en la que no naciste.
Sófocles

Servicio de utilidad pública

La mujer quería un libro para su hermano, en lo posible uno de aventuras, pero sin mucha violencia, es decir no demasiado crudo, pero tampoco una novela rosa o un relato con moraleja. Además, dos requisitos importantes, sorprendentes para el vendedor, debía cumplir el libro: nada de armas en la portada ni nada de tapas duras; sólo una edición en rústica en lo posible sin ningún tipo de dibujos ni mapas.

Hallar un buen relato de aventuras con poca violencia y sin crudeza es bastante difícil. Pero si tal relato fuera posible, ¿serían sus tapas duras un signo inequívoco de violencia y crudeza?

¿Qué clase de libro buscaba esta mujer para su hermano? «Mi hermano está en el bote», dijo entonces ante el ceño fruncido del vendedor, y de ese modo el terreno comenzó a aclararse.

Tenemos a un lector encerrado en un penal donde seguramente vive hacinado: ¿qué quiere leer este tipo (suponiendo que quiera o pueda leer)? En el encierro nadie necesita estímulos agobiantes, más bien todo lo contrario, piensa el vendedor: tal vez el transitorio alivio concedido por una película de chistes tontos o por un libro escrito con buenas intenciones, pese a que, como dijo André Gide, con estas sólo se hace mala literatura. ¿Pero qué tal si el reo lo que quiere es intensificar su calvario? ¿Qué tal si…? No, no, no, reclama la mujer: una historia de aventuras de verdad, con barcos, aviones o naves espaciales de mentira, algo tranquilo pero tampoco una tontería de esas para «ser mejor».

En cuanto a las características físicas del libro, ahora se comprende: un arma, un mapa y el empastado (que puede servir para ocultar droga, por ejemplo) levantarían demasiadas sospechas entre los gendarmes, y el libro no llegaría jamás a las manos del lector preso, a no ser que –cosa bastante dudosa en este caso– sea un tipo con poder. ¿Qué libro, pues, le enviamos al preso? Irritada ante la inmovilidad del vendedor, la mujer misma ha hecho el trabajo escogiendo uno que no está nada mal, que de hecho está muy bien, aunque, por supuesto, eso sólo se verá hasta que su hermano lo lea.

Nunca se sabe con certeza el destino de los libros vendidos, pero al menos en este episodio una cosa sí es segura: el volumen en cuestión –una delicia, la verdad– literalmente va a ir a parar a la cárcel. ¿Servirá de algo allá dentro? (Pero ¿servía de algo aquí afuera?)

Fusil

Así como hay lectores para quienes toda lectura es una maravilla –hecho que los convierte en personajes difíciles y hasta peligrosos–, hay otros que creen encontrar en cualquier parte las pistas conducentes al «fusil». Generalmente estos lectores rozan los sesenta o setenta años, aunque hay buscadores de fusil de cuarenta y hasta de treinta. Como sea, y tengan la edad que tengan, no es recomendable aludir en presencia de ellos a un escritor latinoamericano, porque para los buscadores de fusil son estos –empezando por los del boom– los fusileros por antonomasia. Y si a uno se le ocurre nombrar a un escritor de moda será objeto de sorna y de una seguidilla de alusiones en el mejor de los casos sarcásticas. Se trata de lectores obsesivos –clientes de lujo, después de todo– porque en su búsqueda no tienen más remedio que leer a quienes huelen a fusileros para condecorarlos como tales, y así, un buen día, pasar por el local y declarar: «¡Qué fusil!».

La historia de la literatura –a estas alturas está claro– es una gran guerra de fusiles. Y, antes de que cualquier buscador de fusiles me diga nada, diré que esta afirmación me la fusilé, entre otros, de Museo de la novela de la eterna (Primera novela buena), de Macedonio Fernández: «Todo se ha escrito, todo se ha dicho, todo se ha hecho, oyó Dios que le decían y aún no había creado el mundo, todavía no había nada. También eso ya me lo han dicho, repuso quizá desde la vieja, hendida Nada. Y comenzó». Las líneas de Macedonio deberían figurar –tal vez lo hagan– en la cabecera de cualquier buen buscador de fusil. Pero me temo que ninguno de ellos estaría dispuesto a aceptarlas y menos aun a asumirlas: se acabaría la gracia (la obsesión) de la búsqueda, y de paso se le faltaría el respeto a Dios, es decir a Dante, a Cervantes o a Shakespeare, de quienes nunca (¡nunca jamás!) se podrá decir que cayeron tan bajo como para oír nada. Imagino al anciano Harold Bloom saltando en una pata.

Resentimiento del vendedor de libros durante un día en el que nadie se digna ni siquiera a mirar el local

Todo comienza bien: despreocupado, el vendedor de libros se apersona a las tres de la tarde con olímpico descaro. Abre el local mientras saluda a sus vecinos vendedores, que han estado ahí desde las diez de la mañana sudando la gota gorda. Luego instala una mesa y selecciona concienzudamente los libros que pondrá a la vista del ávido cliente de cultura, pero como el tal no aparece pasadas más o menos dos horas, al vendedor de libros se le comienza a agriar el carácter.

Primero se recrimina haber llegado tan tarde a abrir el local; un rato después, al percatarse de que el azote no ha dado resultados, comienza a dudar de su «selección de material», de modo que realiza un recambio de casi la totalidad de los volúmenes más visibles. Pero, pasada una hora más, y cuando la maldita lluvia hace desaparecer a los potenciales compradores y el estómago empieza a chillar, el vendedor empieza a transitar por la vía del resentimiento. Todos han vendido sus porquerías, y a él, que tiene joyas, nadie se ha dignado a dirigirle una mirada. Muy bien, gente: sigan camino a sus casas, créanselo todo y sean muy felices.

A los coyotes lo que más les arruina la vida no es la negación de una rebaja o que una primera edición se les escurra entre los dedos, sino que los llamen coyotes.

Así el vendedor de libros logra que su estómago se tranquilice durante al menos unos minutos antes de cerrar. Observa con escepticismo las ediciones empastadas de libros de Quevedo y Séneca y la pregunta entonces es inevitable: ¿qué están haciendo aquí? Ante la incapacidad de resolver el enigma, el vendedor se ha decidido por fin a cerrar, resignado, famélico y rabioso a la vez, pero es justo en ese momento cuando aparece un anciano que se pone a hojear tranquilamente un volumen de las Obras completas de José Martí. Vaya, la sabiduría de la vejez. La senilidad como último refugio de cultura. El druida que entre la desolación y el despojo es todavía capaz de distinguir la planta mágica…

–Joven –suelta de golpe el anciano dejando a Martí a un lado–, ¿entre sus curiosidades no tendrá Caldo de pollo para el alma?

Como respuesta, el vendedor desconecta la luz del local y suelta una carcajada gutural capaz de espantar al anciano y hacerlo huir al trote, casi corriendo, casi como en los mejores días de su lejana juventud.

Yaloleí

Suele pasar con lectores de Joseph Roth, el novelista mimado del local. Curiosa estirpe, por cierto: mujeres encorvadas, jóvenes prematuramente encanecidos, fervientes admiradores de Singer. Ellos lo han leído todo y ante ellos la humilde enciclopedia del vendedor queda reducida al tamaño de una nuez.

Al principio es difícil mantener la calma y no mosquearse ante el repetido «ese ya lo leí, este también, y aquel igual». Ya lo leí ya lo leí ya lo leí. Lo increíble es que el alarde no obedece a una charlatanería ni a un reflejo incontenible por darse aires de superioridad, sino a la triste comprobación de una certeza: en efecto, los han leído todos, y sufren. Sufren, pobre gente, porque van por ahí buscando lo nuevo, algún título que se les haya escapado, alguna maldita novelita perdida, algún miserable capitulillo pasado por alto en su lectura de los dieciséis tomos de la Comedia Humana.

Pero después viene la alegría: el vendedor de libros entiende el juego y comienza a maniobrar con la ansiedad de estos lectores. No le queda más opción que inventar títulos inexistentes, que es una manera degradada de homenajear o insultar a Borges y su idea de un posible libro compuesto por una serie de prólogos que no existen. No se trata de inventar autores, nada de eso, sino de agregar con un poquito de malicia algunos cuantos títulos a la bibliografía de un autor. ¿Ya leyó Estridencia, de Gombrowicz? ¿No? ¡Lástima! Lo vendimos recién ayer, pero tal vez nos llegue otro ejemplar la próxima semana. Y así, tan fácil, en los ojos de estos lectores comienza a brillar una chispa esperanzadora capaz de alejarlos al menos por un rato de su tristeza. Por supuesto, si a la semana siguiente Yaloleí –que ha buscado en internet cualquier rastro de Estridencia– viene blandiendo un cuchillo dispuesto a ajusticiar al farsante vendedor, este siempre se podrá escudar en la disparidad de las malditas traducciones y depositar todo el peso de la culpa en los hombros de las editoriales españolas. Joder.

Operación Coyote

A los coyotes lo que más les arruina la vida no es la negación de una rebaja o que una primera edición se les escurra entre los dedos, sino que los llamen coyotes. Desde luego, como todo comerciante con intenciones de mantenerse vivo, los libreros deben practicar continuamente el coyotaje, lo cual significa, dicho en metálico, comprar barato (un libro o una biblioteca) y vender caro. Se dirá que la operación constituye la base de cualquier actividad comercial en nuestro tan apacible sistema capitalista, sólo que los coyotes, al llevarla a cabo, ya tienen un innombrable cliente a la vista para el libro o la biblioteca coyoteados. Por eso el coyote es un tipo discreto, y por eso no aguanta que lo llamen coyote.

En general los coyotes recorren grandes distancias en un solo día, pues es muy factible que se les aparezca una primera edición en un tianguis de Cuautepec para un comprador que vive en El Pedregal, pero que, por esas casualidades de la vida, justo ese día decidió darse un baño de pueblo, salir sin celular y meterse en Balderas.

Claro que hay otros coyotes más orgullosos y sedentarios que prefieren esperar sentados la llegada de un hallazgo para el cual poseen una extensa cartera de clientes cuya bibliofilia es tan obscena como su cuenta corriente. En Balderas es conocido el caso de un coyote que en una sola tarde, con un solo libro, mediante un par de llamadas, estiró cuatrocientos pesos hasta unos treintaicinco mil, y quién sabe si el que compró el libro después no lo haya vendido al doble: se han visto demasiados casos ya donde el más bibliófilo de los clientes se convierte en el más colmilludo de los coyotes. ¿O no, colegas?

La maestra y los gatos

La maestra es como los gatos: un día te saluda y al otro te gruñe. Los domingos se deja caer por el local, desde donde puede darle a la plática (sobre el clima, Freud, los gatos, Nezahualcóyotl o Calamity Jane) sin perder de vista el suyo, ubicado a unos treinta metros de distancia. Es bibliotecóloga y trabajó durante más de veinte años en la Biblioteca México, currículo del que nadie en Balderas, ni en librería de viejo alguna de esta ciudad, puede presumir.

Llevaba una vida tranquila, esas vidas grises tan propias de las bibliotecarias, solteronas de comida corrida en la fondita de la esquina, algún revolcón de fin de año con cierto colega igual de gris, hasta que se deschavetó. «Se me van las cabras al monte, Martín», me dijo una tarde de domingo. Y a veces, dice, se siente tan lurias que ella sola va y pide permiso para entrar en la casa de la risa. Se pasa una temporadita ahí y luego de vuelta a vender libros y coleccionar gatos.

Los gatos me siguen desde cuando chambeaba en la biblioteca, aclara. No sé, llegaban del parque, me imagino, y yo les daba algo de comida, cualquier cosa, y luego desaparecían por un tiempo pero siempre regresaban, y así, los pinches gatos, son chulos, ¿no? Ve, ve cómo te miran, como si te leyeran la mente los cabrones, como si estuvieran igual de locos que tú, ¿no?

Muy tocadiscos estará, pero hace tiempo se dio cuenta de que con los libros no iba a sacar lo suficiente para el Pentotal ni para dar de comer a los gatos, y se decidió a vender también cigarros, dulces y aspirinas. Una vez, me contó, se le quedó un frasco de Valium entre sus libros, y ante el interés de un cliente –aquí sonríe abiertamente, mostrándome su único par de dientes–, se lo vendió.

–Joven –suelta de golpe el anciano dejando a Martí a un lado–, ¿entre sus curiosidades no tendrá Caldo de pollo para el alma?

Cuando los gatos sueltos de golpe son demasiados y andan maullando por ahí, eso quiere decir que la maestra se ha ido otra vez. Al regresar, hace inventario de los libros y los gatos y ni pienses en acercarte porque te gruñirá y te culpará, con un dedo acusatorio y un chinga tu madre, de la falta de cualquiera de ellos. Pero al siguiente día te saludará tranquilamente, riéndose incluso, con una cierta miradita de desprecio netamente gatuno que parece decirte pobre pendejo, aquí sigues, y tú asientes y te ríes con cara de ídem.

El monje

Es a un tiempo el amuleto y la mascota del local. Se trata de un pequeño monje de barba blanca tallado en madera que está leyendo muy concentradamente un libro inidentificable, protegido del mundo.

Mucha gente ha ofrecido dinero por él, pero el monje no se entera, fijos los ojos en el libro. Su lugar predilecto, como Henry Miller, durante un tiempo estuvo sobre Anaïs Nin, sobre The Diary of Anaïs Nin (1931-1955), una cajita compuesta por cinco tomos y un librito con fotografías de la escritora que ya llevaba más de tres años en el local hasta que alguien –para mala suerte del monje– lo compró.

No se tiene muy claro cómo vino a parar aquí, en medio de este bullicio. La hipótesis más difundida señala que sirvió como parte de pago en una transacción oscura, al parecer de índole prostibularia; la menos difundida involucra al monje como miembro de una colección mayor de monjes ubicados en puntos estratégicos de la ciudad. Pero, como sea, lo importante es que el monje cumple las funciones de amuleto   y mascota del local. Amuleto nada más por la persistencia, por la casi milagrosa permanencia de este espacio ante condiciones adversas y por ninguna otra razón más. Y mascota, por un tema de publicidad: el monje, como un cachorro o un bebé, llama la atención y es, a veces, un buen anzuelo a la hora de atraer gente.

Tal vez él consideraría un poco denigrante u ofensivo servir de «amuleto» y más de «mascota» en este terreno con penetrante aroma a meados, pero hasta ahora no ha dado prueba alguna de disgusto; mientras lo dejen leer en paz y tan cómodamente (pues no tardó en hallar nueva morada sobre los dos tomos de la Historia de mi vida de Giacomo Casanova editados por Atalanta que, debido a su precio, nadie comprará), pueden hacer de él lo que mejor les parezca. Excepto comprarlo.

El vendedor, sus autonimias

Roland Barthes escribió sobre la «reverberación siempre fascinante» que se atisba en la trama circular, autorreflexiva, de ciertos hechos, según la cual estos «no pueden reproducir sino devol- viendo»: por ejemplo, el caso de «un actor que va al teatro en su día libre» o el de una dactilógrafa que «no puede escribir sin borrones la palabra borrón». A todas estas cosas Barthes las llamó autonimias, en el tal vez más extraordinario –y autonímico– de sus libros: Roland Barthes por Roland Barthes.

Por eso el vendedor piensa en él cuando, luego de cerrar, se mete a una librería de las grandes.

¿No se harta de los libros acaso? ¿No tiene otra cosa mejor que hacer? Quién sabe, pero ahí está la librería y él va y se mete. Desde un punto de vista económico, resulta frustrante; los libros que le interesan se salen de su presupuesto y aquí el vendedor no puede preguntar «¿ya es lo menos?», tampoco argüir que al libro le falta la camisa o tiene la hojita dobladita: ciertamente existen autonimias vedadas.

Al vendedor, por otra parte, el regateo tampoco se le da (no es un profesional, sino un diletante), y así sus compras librescas se sostienen sobre los cimientos azarosos del mercado. Porque existen vendedores de libros viejos que se sacan de la manga unos precios tan altos como imbéciles; aunque hay otros, por el contrario, que sin saber muy bien lo que tienen son capaces de casi regalarte una edición valiosa de un libro valioso.

Pero haciendo a un lado estas indagaciones tan sabidas, lo cierto es que el vendedor va, mira, toquetea y huele libros por puro placer, incluso por el puro placer masoquista de no poder llevarse aquellos libros que le interesan o por el placer aun más grande de llevárselos como el lector supone bien. Por cierto, uno de los textos fragmentarios de Roland Barthes por Roland Barthes concluye así: «… escribir sobre sí mismo puede parecer una idea pretenciosa, pero es también una idea simple: simple como una idea de suicidio».