Crema Simón, crema del Harem, benjuí, pachulí, leche de Circasia, polvos de Kananga, cremas de almendras y de lechugas. ¡Qué enormidad de cremas hemos conocido en los anuncios y en los tocadores de las mujeres!

En Alemania, en Inglaterra y en las naciones nórdicas se habla menos del cutis y se conocen menos cremas. En las naciones donde se juntan la raza blanca con la india y negra las cremas para blanquear adquieren importancia vital. La judía Helena Rubinstein descubrió que las señoritas australianas, descendientes de ingleses, tenían el cutis partido, agrietado y oscuro. Inventó una crema para mejorar-las, o alimento para el cutis, al que llamó skinfood. Ganó cien mil dólares.

Lo que aquí desean algunas morenas es parecer rubias. Si pueden se hacen teñir el pelo. Decía un peluquero de Santiago: No hay negocio mejor que éste. Las hago rubias y les obligo a venir todos los meses a retocarse. Son mil pesos mensuales por cada una.

¿Es así en otras partes?

No. Aquí se cuidan más del aspecto exterior. El cutis y el pelo. Se trata de parecer lo más blancas, o gringas, que sea posible. Oigamos lo que dicen unas señoritas:

-La fulana llegó de Europa. Es otra. Su cara y su color son maravillosos.

La otra responde:

-Es que allá venden cremas inmejorables; en cambio, las de aquí son falsificadas u ordinarias.
Creo que no tienen razón dichas señoritas. El aspecto del cutis no proviene de la superficie, sino del interior. Ninguna morena podría imitar la lozanía lechosa de las mujeres del norte de Europa. No es asunto de cremas. Cuando una sudamericana de origen nórdico europeo regresa de alguna región nórdica de Europa, su cutis es más puro, más blanco y más vivo. Esto no proviene del uso de cremas, sino del clima europeo, que restablece en la sudamericana el color de origen de la piel de sus antepasados, oscurecido y secado bajo la Cruz del Sur. Es muy sabido que el clima sudamericano oscurece la piel del europeo. Hace aparecer una pantalla plomiza en las caras, a manera de máscara defensiva. Color indio. Nuestro clima modifica no solamente el color de la piel, sino la contextura de los cabellos, de los ojos, de todo el cuerpo y del carácter. Hay un decrecimiento de los miembros y ensanchamiento del tórax. Cambian las pulsaciones y el aparato respiratorio. Todo en general. El blanchissage natural observado en las damas sudamericanas cuando regresan de París dio alas al más absurdo de los mitos femeninos: el de pregonar la operación del esmalte, o enyesamiento de las caras y de los bustos en cierta clínica parisiense. Clínica que existió sólo en las imaginaciones del 1900. La cuestión consiste en dar invariablemente juicios falsos, o equivocados, de las personas y de las cosas.

La preocupación por el asunto cutáneo se exacerba precisamente a causa de la pérdida de su lozanía y blancura en los climas adversos, como hice ver en el caso de las mujeres australianas. Una australiana podrá parecernos inglesa a nosotros. Para un británico de Inglaterra, australianas, samoanas y neozelandesas han dejado de ser genéricamente inglesas, como los vascos de aquí han dejado de ser vascos. Para mí es cómico oír a un mestizo moreno cuando se golpea el pecho y clama: Nosotros los vascos.

El valor social de un cutis blanco y de una apariencia europea no ha sido solamente una propensión ingenua de niñas sudamericanas. Dicha propensión es más fuerte en otras repúblicas, como Perú, Venezuela, Cuba y Brasil. Señalaron el fenómeno Ulloa, Humboldt, Depons y cuantos observadores inteligentes visitaron nuestra América. Humboldt encontró una familia de zambos semidesnudos, en las orillas del río Apure, que se decían blancos. Le preguntaron con vivo interés por el rey de España. Respecto de este capítulo de la obra de Humboldt, dice Madariaga: Valioso documento que ilumina hasta lo más hondo del alma de las Indias. Hasta allí, a orillas del Apure, al borde del bosque infestado de tigres, lejos de toda sociedad, aun de todo techo, la sangre blanca, dentro de la piel morena, anhelaba salvarse. Esfuerzo desesperado del blanco para volver a sí mismo.

El valor que se da a la blancura de las personas es parte en la corriente inextinguible, semioculta, de la lucha de clases. El mestizo más feo y moreno anhela mezclarse con mujeres rubias y blancas. Génesis del malón. Cierta dama, experta dueña de casa con salones para niñas, me decía: Los más exigentes son los feos chatos. Los buenos mozos blancos se van con cualquiera chinita. Oí decir al poeta Vicuña Cifuentes que el año 1891 una poblada de arrabales pasó por las calles centrales. Gritaban: ¡Ahora será para nosotros la carne blanca!. Se referían a las señoritas de la clase que don Francisco Encina llamó aristocracia vasco-castellana.

De esta manera el pueblo moreno contribuye espontáneamente al descrédito de su casta. Se evidencia cada día más que dicha casta pierde su hermosura física por la desnutrición, la mala vida y la ausencia de educación. Se intensifica la casta inferior, definida por Ibsen en el drama titulado El enemigo del pueblo. En todas las naciones ocurre algo parecido, sólo que aquí con mayor relieve, por cuanto la casta pobre parece ser de otra raza. Creo que el tipo mongoloide popular proviene en parte de la subali-mentación. En ciertas regiones de Rumania, el pueblo, alimentado exclusivamente con arroz, adquirió un aire mongólico, con el color amarilloso. En Cañas y barro, Blasco Ibáñez cuenta de individuos valencianos que huelen a barro, con una viscosidad que penetra hasta los huesos, el pelo descolorido y pobre, las caras enjutas, el perfil anguloso y el hedor de los zagalejos que les dan cierta semejanza con las anguilas, como si una nutrición monótona e igual de muchas generaciones hubiera acabado por fijar en aquella gente los rasgos del animal que les sirve de sustento.

Las mujeres morenas chilenas, con lindo pelo negro y ojos maravillosos, pudieron imponer su tipo si las hubieran cuidado y ponderado. En cambio, la clase alta las acható con el nombre despectivo de chinas. Así han decaído y sirven para pronunciar con sádico relieve la belleza comparativa de sus pa-tronos, con mayor volumen de procedencia blanca. Estas mujeres populares son las que más uso hacen de cremas, de potingues y de específicos indescriptibles para blanquear. Consultan al Averiguador Universal respecto de manchas cutáneas, de vello, de frentes calzadas y de quemaduras. El deseo de blanquear deriva en patéticos maniquíes callejeros con caras como murallas dadas con albayalde, frentes afeitadas y cabelleras terriblemente doradas. Al natural serían mejores y a veces, para un inglés o alemán, verdaderos bocatos di cardinale di Napoli. Nadie está contento con lo que tiene. El tipo moreno de chilena bien cuidada sería ideal en Londres, en Berlín o en Moscú. Más de una morenaza, vendedora de diarios en Santiago, es lady por allá lejos.

El prestigio espiritual de lo rubio y lo blanco se exhala de diversas maneras. En la encuesta encabezada por la frase Señorita, ¿cuál es su ideal?, la respuesta más corriente fue: Alto, delgado, rubio, de ojos verdes. Más extraño todavía es que los morenos populares sean los más activos denigradores de su casta. Hubo en casa un portero con tipo de alacalufe, pelo quisco y color de aceituna. Cuando anunciaba a un rubio decía: Muy distinguido. Cierta vez anunció a una dama.

-¿Cómo es? -le pregunté.
Su respuesta fue:
-De tipo ordinario.

Era morena y, para mi gusto, muy hermosa.

En Rancagua llamaban ratonas de molino a ciertas chiquillas muy morenas que se empolvaban con frenesí. La manera ostensible de ciertas mujeres chilenas para parecer rubias y blancas pone de relieve un asunto más hondo que el de la elegancia y la coquetería. Yo les digo: la hermosura no es rubia ni blanca. En Córdoba, en Provenza, en Rumania hay morenas maravillosas. La mujer más linda de París, en 1912, era la morena Lantelme. Cuando la vi por primera vez quedé como petrificado. En cambio, en París, es abundante un tipo de rubias desnutridas. Las rotas de París. El indio rubio es corriente en Europa. Hay indios rubios y gringos pobres.