«Borges… ¡oh, claro! Jorge Luis Borges», decía yo en Chile cuando se hablaba del escritor argentino, y aunque su nombre aparecía familiar en mi mente, rodeado de prestigio y de importancia, jamás lo había leído, ni hubiera sabido decir nada de él.

Pero llegando a Buenos Aires comencé a oírlo nombrar con tal veneración por unos, y con tal desprecio por otros, que en mi mente su prestigio aumentó enormemente. Sin embargo, aún no lo leía. Hasta que una tarde, sentado con Enrique Zuleta, el extraordinario crítico literario de la Universidad de Mendoza, a una mesita de la confitería El Águila, observando cómo los habitantes del Barrio Norte, aristocrático, europeo, y absurdo en su pequeñez de aldea, entraban a divertirse, exclamó: «¡Ché, pero lo tenés que leer! ¡Ahora mismo!». Pagamos, y en la librería contigua al «Águila» Zuleta compró los dos tomos de cuentos de Borges, Ficciones y El Aleph, y me los colocó debajo del brazo, reconviniéndome seriamente para que los leyera, y diciéndome que antes del fin de la semana me llamaría para que habláramos sobre Borges.

No fue necesario que Zuleta aguardara tantos días, sin embargo, porque aquella noche misma, en mi destemplada habitación del Barrio sur, con la lámpara encendida sobre la silla que me servía de velador y escuchando la insistente y penetrante lluvia porteña que azotaba el viejo adoquinado de madera de la calle México, me tragué uno de los volúmenes completo, y a la hora de la oración del día siguiente pude llamar a Zuleta citándolo a comer para comentar a Borges.

Con los dos volúmenes bien leídos comprendí perfectamente por qué la literatura de Borges era alabada con tal veneración por unos, y combatida con saña –pero con inmenso respeto siempre– por otros. Sucede que, al contrario de las últimas tendencias, la literatura borgiana es esencialmente «literaria», si entendemos por esto aquellas obras cuya fuente de inspiración es más bien la imaginación azuzada por el conocimiento de toda clase de literatura, más que la experiencia humana común, y su relación con la historia. Los cuentos de Borges son experiencia imaginativa, experiencias del pensamiento, experiencias de la literatura más que nada –es decir, en ellos el idioma y el pensamiento transformado en símbolo van tan unidos que son una sola cosa al tratar de alcanzar una verdad metafísica. La experiencia que nosotros llamamos vital –el amor, las pasiones, la emoción, el interés por los individuos como tales– está ausente, pero suplantada por una riquísima experiencia de pensamiento e imaginación. Así, aunque yo estaba predispuesto contra este tipo de literatura, la lectura de Borges me conquistó completamente, y me convencieron los símbolos encerrados en sus tribunos de la época de Diocleciano, una moneda de veinte centavos, un inventado novelista inglés, logrando asomarme a través de ellos a una verdadera y asombrosa inteligencia.

Días más tarde, una amiga me llevó a casa de Borges a tomar el té. Es un hombre de estatura mediana, de tipo un poco nórdico, de cincuenta y tantos años. Durante los últimos tres años se ha estado quedando casi ciego, de manera que, además de poder escribir muy poco, depende en forma absoluta de su madre, con quien vive, para que sea esta su conexión con el mundo externo. Esta señora, que a pesar de sus años conserva una extraordinaria vitalidad, juventud y belleza, lo trata como a un niño mimado, y es quien le lee y toma dictado de lo que escribe. Ofician, además, en casa de Borges, hermosas señoras un poco maduras y un poco literarias, que siempre lo acompañan llevándolo al teatro –donde goza a pesar de su ceguera–, a comer en restaurantes y a reuniones sociales. Borges, que es hombre de mundo y lleno de humor una vez que se ha dejado atrás la timidez casi enfermiza del principio, deleita con la ironía y el tenor de su conversación. Poco a poco, durante el té, fueron saliendo a la conversación temas literarios, y al saber que yo era estudioso de la literatura inglesa su entusiasmo se encendió como una llama. Él, que es profesor de literatura inglesa en la Facultad de Letras, además de ser director de la Biblioteca Nacional, se entusiasma hablando de ese tema aún más que de literatura francesa, ya que tiene una abuela inglesa y se siente profundamente vinculado a esa raza.

(…) Me alegré de que el tema «América» asomara en su conversación. Borges, un espíritu completamente europeo por su formación y preferencias, sería interesante averiguar qué pensaba de lo americano, de sus literaturas y de la posibilidad de encontrar «lo americano», que me parece es una de las preocupaciones básicas de nuestra generación. Le dije, entonces, que cuando conocí a don Federico de Onís y le dije que quería irme a España para «aprender realmente a escribir en español rico», el insigne lingüista me dijo que para eso era menester permanecer en América, no ir a España. Pero, continué diciendo a Borges, era difícil para el escritor contemporáneo que escribe en español tomar una actitud frente a los distintos «modos» que el español toma en distintas partes. Y forjarse un idioma que sea entendido en todas partes, sin sacrificar el color y la variedad.

–¿Por qué no le gusta el español como modo de expresión?

–No me gusta nada, es un mal instrumento literario. A mí me hubiera gustado tener que escribir en otra lengua, pero nací aquí y debo escribir en español. Es un idioma tan duro y de sonido tan poco armonioso que es muy difícil escribir una página eufónica en español. Por ejemplo, los adverbios terminados en «mente», partícula tan importante dentro del sonido de la palabra, es lo que uno oye, en cambio no oye la parte verdaderamente importante de la palabra. En inglés, en cambio, el «ly» final de los adverbios es casi imperceptible. Y es así con todo, con las palabras terminadas en «ión», y con las terminaciones verbales. La única solución sería llegar a una prosa con frases tan largas que hubiera que concentrarse completamente en sólo el significado de la frase, olvidándose del sonido, seguir sólo la idea, olvidándose de la prosa. Pero esto sucede sólo en los tratados científicos, y una novela escrita así no sería de muy fácil lectura, ¿no le parece?

El español ha llegado a sus momentos culminantes cuando ha tratado de imitar a otros idiomas: Garcilaso imitando el italiano, fray Luis de León imitando el latín, y sobre todo Darío imitando el francés. Me parece que el próximo gran paso del idioma castellano se dará, en este momento histórico, cuando algún poeta de México, por ejemplo, debido a la estrecha conexión con Estados Unidos, trate de imitar la música del inglés. Toda la historia literaria está hecha de estos experimentos.

Sin embargo, el español de América es menos duro que el español de España, y es superior a él. Y el español de Hispanoamérica, aunque parezca contradicción, es inferior al francés. El francés es un idioma feo y pobre, pero tan bien trabajado que ha dado una gran literatura, es una gran literatura hecha con un idioma pobre. El francés, que carece totalmente de palabras esdrújulas y casi totalmente de graves, se parece un poco al guaraní en su monotonía, con todas las palabras igualmente agudas…

–Se ha oído decir mucho que usted dice que no le gusta la literatura española, ¿por qué?

–Me parece que lo específicamente español de la literatura hispánica es anterior al idioma, y quedó expresado íntegramente en el latín de Séneca. Se puede decir que las letras españolas son sentenciosas, proclaman la resignación y la dureza del destino. Todo eso está en Séneca, magníficamente expresado. Y, además, una literatura dedicada a proclamar esas cosas de la vida no puede gustarme.

A mí me parece que uno de los más grandes escritores del idioma español es Darío, y es grande porque trata de imitar el francés, a Verlaine y a Hugo, y lo consigue. Es curioso que Darío sea tan grande, a pesar de su cursilería de principios de siglo.

–¿Cuál deberá ser la actitud del escritor americano frente a la variedad de «modos» del español?

–Es necesario buscar un idioma español general, inteligible dentro de lo posible, en todos los países de habla hispana. (…) hay que evitar el purismo castizo del exceso de hispanismos. Los españoles tienen la costumbre de darle excesiva importancia a las frases hechas, a los idiotismos, a los proverbios, cosa que no se aviene con lo actual y es un lastre en la prosa. No existe una prosa «pura» desde el punto de vista académico, y no sirve. La Academia Española fomenta el cultivo de todas estas cosas en el idioma, dándole excesiva importancia a ciertas expresiones escuchadas una vez en un mesón de Extremadura, por ejemplo, y aceptándolas, pero, al mismo tiempo, rechazando en forma antojadiza otras cosas, y sobre todo, trazando

Ofician, además, en casa de Borges, hermosas señoras un poco maduras y un poco literarias, que siempre lo acompañan llevándolo al teatro – donde goza a pesar de su ceguera–, a comer en restaurantes y a reuniones sociales.

rayas divisorias regionales entre las expresiones; y en lugar de fundir el idioma en uno solo, en el fondo fomenta las diferencias. Lo que fomenta la Academia Española es lo opuesto de lo que fomentaba la Academia Francesa, que quería que se dijera todo con pocas palabras, dotándolas de una gran precisión. Así, con el idioma se debía llegar a una riqueza expresiva dentro de una relativa economía de medios; juzgar la excelencia literaria por la abundancia del lenguaje es aplicar en la literatura un criterio estadístico. En matemáticas, con diez signos se pueden hacer las más extraordinarias y complicadas operaciones. Con el idioma se debía llegar igualmente a una riqueza expresiva dentro de una relativa economía de medios. Nada de verborrea, todo por la precisión.

En cuanto a las frases hechas, a los idiotismos, a los proverbios, tengo que señalar que Cervantes, a estos «proverbios» del Quijote, que llenaban la boca de Sancho continuamente, lejos de considerarlos dechados de sabiduría, los consideraba ridículos. No le gustaban a Cervantes y se reía de ellos. Lo mismo en Quevedo, en ese museo de ridiculeces que es el Cuento de cuentos, que en cambio ha atravesado los siglos como una maravilla de sabiduría.

Para hacer esto me parece necesario buscar un equilibrio entre dos puntos extremos. En primer lugar, rechazar los localismos ininteligibles y las jergas pueblerinas y rurales a que fueron tan aficionadas las escuelas criollistas y costumbristas, y me parece del todo absurdo e insostenible lo que hizo Lugones en La guerra gaucha, que tuvo que agregarle un léxico, porque de otro modo es imposible leerla. Creo que lo que en realidad hay que hacer es lo hecho por Etchebarne en Juan Nadie, vida y muerte de un compadre. Aquí, siendo que hubiera sido de cajón emplear palabras lunfardas y dialecto arrabalero, Etchebarne no lo hace, dando, en cambio, una especie de estilización del idioma local con gran perfección y sutileza, dando, más que nada el «tono» y el “ritmo” de lo hablado.

–¿Cree usted que existe eso que se llama la «búsqueda de lo americano» en la literatura?

–Lo americano, o lo argentino, tiene que ser una fatalidad para el escritor, y si no asume esa fuerza, es una mascarada. No se puede «tratar» de ser americano.

Puedo decir que uno de los rasgos más típicos de las grandes literaturas es interesarse por temas de otros países. Así, uno de los rasgos más típicos de la literatura inglesa es interesarse por temas italianos –desde el Troilo de Chaucer hasta Henry James y Huxley. No hablemos de Shakespeare, qué lástima hubiera sido que se preocupara solamente por temas ingleses e ignorase el tema escandinavo de Hamlet, italiano de Romeo y Julieta, etc.

No debe buscarse lo americano, si lo hacemos resulta teórico.

Quiero señalar como algo en este sentido interesante el Martín Fierro de Hernández. Si se compara el texto de Hernández con alguno de sus precursores, por ejemplo Estanislao del Campo, veremos cuán desafectadamente natural es la prosa de Hernández, y cómo, mediante la entonación de sus versos, da el tono de lo que es el hablar gaucho. Ser gaucho todo el tiempo debe de ser algo sumamente cansador, y Fierro es a veces un ser humano, no todo el tiempo gaucho.

El idioma es más que nada comunicación, no veo la necesidad de insistir en las diferencias locales que hacen la comunicación más difícil.

El gran escritor no tiene para qué usar un crecido número de palabras, eso es juzgar la literatura con criterio estadístico.

En 1926 aparece Don Segundo Sombra de Güiraldes, una especie de poema en prosa, elegiaco, sobre la vida de un gaucho del norte de la provincia de Buenos Aires. Fue un éxito enorme, e inmediatamente comenzaron a aparecer imitaciones. Si Güiraldes había escrito sobre el gaucho del norte de la provincia, ¿por qué no escribir algo sobre el gaucho del sur de la provincia? Y salió la novela de (Eduardo) Acevedo Díaz; luego la de (Carlos) Reyles, (Enrique) Amorim, etc. Es como si todos quisieran «bigger and better gauchos».

–¿A quiénes, y por qué, considera usted los grandes novelistas del momento en Argentina?

–La novela argentina atraviesa por un momento difícil y de cierta pobreza. Para mí, lo mejor que se ha publicado como novela en los últimos años es El sueño de los héroes, de Adolfo Bioy Casares. Es una novela que relata la vida de un grupo de «compadres» del barrio Saavedra, en el límite de la ciudad con la provincia. Es curioso que Bioy Casares, como lo dijo él mismo, tomó como modelos para sus muchachos de barrio pobre a muchos de sus propios amigos aristocráticos, los que integraban un club de tenis para ser exacto, y trasponiendo sus personalidades y psicologías los proyectó en sus personajes, que son vivos, verídicos y llenos de vigor. Me parece que esta es la verdadera manera de novelar. No como lo hacía el pobre Gálvez,1 que cuando quería escribir algo sobre carreras de caballos se iba con una libreta de notas a un bar del bajo Belgrano, y se pasaba reuniendo datos una o dos horas. Esto puede o puede no dar una exactitud a las novelas de Gálvez, ¿pero eso qué importa? ¿De qué sirve la exactitud en una novela? De nada. Es cierto que esto es tomado de Zola pero no debemos olvidarnos que Zola, además, tenía una soberbia imaginación trágica que deformaba sus realidades «científicas» hasta transformarlas en obras de fantasía. Creo que Bioy Casares, a pesar de ser un aristócrata que bien poco conocerá, me imagino, de primera mano el barrio Saavedra de 1920-1925, ha hecho una gran novela porque no ha tenido miedo de hacer transposiciones que han dotado de gran vida a sus personajes.

Ofician, además, en casa de Borges, hermosas señoras un poco maduras y un poco literarias, que siempre lo acompañan llevándolo al teatro – donde goza a pesar de su ceguera–, a comer en restaurantes y a reuniones sociales.

Quiero, además, aludir de nuevo a Etchebarne y Juan Nadie, vida y muerte de un compadre, que es un poema épico que relata la vida de un malevo. Por la perfección de su actitud idiomática, por la fuerza y dureza –no dureza vanidosa como la de Hemingway–, es uno de los más importantes libros de la Argentina.

–¿Cree usted, como se ha dicho, que la novela es un género muerto?

–La novela, lejos de estar cerca de la muerte, está enriqueciéndose más y más cada día. Es cierto que la novela, como era entendida en el siglo pasado, con descripciones detalladas de paisajes, con el relato de la decadencia o del surgimiento de una familia, con planos de batalla etc., esa, como Wells bien lo dijo, está bien muerta. La novela tiene que parecerse lo menos posible al periodismo y al documento, y se ha alejado de ello enriqueciéndose con la poesía, el ensayo, la filosofía, todas cosas que, en el transcurso de este siglo, han llegado a formar parte del cuerpo de la novela, ampliándolo, enriqueciéndolo y salvándolo de la muerte.

–¿Cuáles son las cosas que usted más aprecia en una novela, y aquellas que no cree tan necesarias?

–No creo que en la novela sean demasiado importantes los elementos exclusivamente formales, como lo serían en la poesía, por ejemplo. Ni un purismo en el lenguaje, ni un exceso de oficio hacen de la novela algo grande. Las novelas tienen que poseer una vitalidad –en cualquier plano– para interesar, y, además, poseer algunos personajes con los cuales nos podamos identificar. Si se cuida demasiado el aspecto formal se termina en lo exclusivamente decorativo, como Miró, cuyos libros no son nada más que vanidad –es increíble que alguien como él deseara hacer de cada una de sus páginas una página de antología– y no tienen nada que ver con una novela. En cambio un Roberto Arlt, nuestro compatriota, escribía descuidadamente, pero sus novelas, especialmente El juguete rabioso, tienen verdadera fuerza vital.

 


* Extracto de José Donoso un progress. Sus diarios tempranos, 1950-1965, editado por Cecilia García-Huidobro, de próxima aparición en Ediciones UDP.

1 Manuel Gálvez (1882-1962). Su novela más conocida es El gaucho de «Los Cerrillos».