EL TRAQUETEO DE UNA IMPRENTA EN UN SALON de su casa ambientó la vida adulta de Carlos George-Nascimento, y sostuvo la primera editorial con un foco prioritario sobre las letras chilenas. De una vida de cuento en las islas Azores, el portugués pasó a acoger las historias, narraciones, versos e investigaciones de escritores que se sintieron tales sólo después de su aprobación. A Neruda le agradeció “su obrita”, y a Mistral le reprochó su deslealtad. Nascimento no fue la editorial de un erudito sino de un hombre con “aptitud de conocer”, y cuya dedicación y sensibilidad levantó un catálogo de un acierto tras otro.

No era la primera ni sería la última vez que un infiltrado en el círculo de especialistas agitaba las aguas culturales. Carlos George-Nascimento, hombre hoy asociado al libro como Lucho Gatica al canto, se jactaba de haberse afirmado en un negocio sobre el que, en un inicio, “sabía tanto como lo que hoy sé de aviación”. Y eso era casi nada. Pero una dedicación completa y una aguzada disposición al riesgo lo ubicaron en pocos años como el más celebrado editor del país. Ya encumbrado en su prestigio, el portugués diría que aprendió a leer dos veces: durante su infancia, en Portugal, y de adulto, en Santiago, al tener que levantar un negocio literario descifrando entre líneas los códigos, las potencialidades y la psicología de los autores chilenos.

El éxito de la editorial Nascimento fue inseparable del entusiasmo con que el circuito local de lectores y escritores acogió a su fundador. Casi no hay excepciones en el aprecio por un empresario de larga mirada; sensible en la lectura, animoso en el debate cultural y generoso en el patrocinio de poetas y ensayistas. Al momento del tributo, en 1966, su obituario en La Nación aplaudió la vocación de apuesta de quien estuvo dispuesto a publicar por su cuenta “obras selectas para esas minorías que, al fin, son las conductoras”. Al dirigir con bríos su apuesta literaria, Carlos George-Nascimento fue forjando también en sí mismo a un experto que asumió su falta de erudición como una ventaja en la conexión emocional con los textos.

Su celebrada visión es certeza estadística: 32 premios nacionales y dos premios Nobel acogieron a su criterio una primera edición. Un escrito le servía no por su tema, su autor o su ambición, sino por la frescura que captaba en su esencia: “Soy un hombre de la calle que siente la inquietud de lo nuevo. Percibo las tendencias que se divorcian literariamente para encontrar su manera de ser. Sentí a Neruda. Sentí a Huidobro. Sentí a la Mistral. ¿Sensibilidad? Yo creo que aptitud de conocer”.

La atribulada historia del libro en Chile tuvo en Nascimento una parada de fértil descanso, sin réplica en aspectos tales como la relación entre editor y escritor, la innovación en formatos y diseño gráfico y su amplitud de géneros. Fue una impronta empresarial que hasta hoy se ubica como vara de medida para cualquier editorial independiente. Para Andrés Sabella, el portugués “fecundó el libro chileno”.

La herencia
Un guión en su nombre legal fue la prueba de responsabilidad con la que Carlos George-Nascimento quiso asumir los negocios de su familia materna. Fue él quien convirtió sus dos apellidos en uno, en parte para ahorrarse explicaciones sobre qué hacía a cargo de la librería Nascimento, de la cual surgió más tarde la editorial homónima.

Parte de la librería llegó a sus manos doce años después de su arribo a Chile. Para 1917, el inmigrante de las Azores tenía 34 años de edad, un título de contador obtenido en Concepción y un conocimiento apenas básico sobre humanidades. Su nieta, Ximena George-Nascimento, cuenta que “había estudiado lo máximo que permitía la escuelita de Corvo. A un costado de la única iglesia del pueblo, un cura enseñaba a niños de varias edades con educación personalizada; entonces mi abuelo supo tanto como pudo enseñarle ese cura. Pero era algo muy limitado. Cuando yo fui por primera vez a la isla, y eso fue el año 2000, había 412 habitantes; imagínate”.

Efectivamente, hasta los diecinueve años, Carlos George se había acomodado en la vida plácida que les depara a sus escasos habitantes la más pequeña (17,5 kms. cuadrados) de las islas en el archipiélago de los Azores, un lugar tan tranquilo que el editor recordaba que la cárcel vacía se ocupaba para preparar anualmente el guiso carnívoro del bodo. Su tío Juan de Nascimento vivía en Chile desde 1875, a cargo de una librería con su apellido. ¿Convenía aceptar su invitación a visitarlo? “Ése es un país magnífico”, le respondió su padre, quien había navegado ya por nuestras costas. “Es muy fértil, tiene un clima admirable, las gentes son buenas, sobrias, sencillas. El chileno es muy honrado: da su palabra y no falla. Hijo mío, marcha tranquilo a esa tierra bendita”.

El joven portugués se embarcó hacia Chile en 1905, pero para instalarse muy lejos de la librería familiar. En Concepción trabajó en la casa de empeño de dos compatriotas (los Coelho, también de Corvo), estudió contabilidad, y consiguió empleos de compra y venta. Más tarde, el trabajo y el matrimonio con la penquista Elena Márquez lo mantuvieron atado a la región del Bío-Bío. Sólo la muerte de su tío y la noticia de su herencia sobre parte de la librería lo convencieron de mudarse a Santiago. Años más tarde, su compromiso con la edición permanente de la revista Atenea (publicación de ciencias, letras y artes de la Universidad de Concepción) fue su modo de mantener el vínculo con su primera residencia chilena.

La asesoría inicial que recibió de los escritores Eduardo Barrios y Raúl Simón (de seudónimo César Cascabel) fue señera, pero en ningún caso determinante. El portugués trazó su negocio primero desde su lógica, la de la contabilidad: le compró la librería completa a los otros herederos y adquirió las deudas precisas para extenderla. Confiaba en que el resto sería cosa de dedicación: “Con los años se aprende a leer… y a leer también la psicología del escritor”, creía, amasando ya la idea de la editorial. Más tarde, destacarían consejeros como Hernán del Solar, Armando Donoso, Guillermo Feliú Cruz, y el escritor costarricense Joaquín Gutiérrez, yerno suyo y posterior director de Quimantú.

El salto de Nascimento al negocio de impresión y distribución de libros puede asociarse a lo que Bernardo Subercaseux identifica en Historia del libro en Chile (Alma y cuerpo) como un período de expansión editorial que siguió a la crisis de 1929, y que tuvo firmes pilares en el éxito de editoriales como Zig-Zag y Ercilla. Pero es probable que el boom hubiese dejado fuera al grueso de la producción nacional de no ser por el empresario portugués. No había dudas de la profundidad del trabajo literario en marcha entre los escritores locales de la primera mitad del siglo XX, pero tampoco de la tirantez con que éstos se relacionaban con el negocio.

“En ese tiempo estaban la editorial Walton, de la librería del mismo nombre, que publicó obras de Huidobro; y también la editorial Letras, propiedad de Amanda Labarca y su marido, quienes también publicaron libros chilenos”, precisa Subercaseux. “Tal vez la novedad de Nascimento es que le dio cabida a libros de poesía. Era una época en la que las ediciones, en términos materiales, eran pobres y pocos dignas. Y me refiero no sólo a las editoriales pequeñas, sino también a Ercilla, a Zig-Zag, a todas”.

Para George-Nascimento, la extensión de la librería al negocio editorial era un modo de instalar pruebas evidentes, competitivas y necesarias de la salud de la literatura chilena, ante un público aún afrancesado y de compulsiva desconfianza ante las letras locales: “En un largo período, luché contra la corriente. Con algunas contadísimas excepciones, los escritores nacionales no interesaban al público. Cuando hace más de medio siglo, un cliente entraba en una librería y se le ofrecía una obra de autor de esta tierra, la respuesta era invariable: Los escritores chilenos no saben escribir, argüían con rara uniformidad”.

La cita se incluye en una breve biografía escrita por Guillermo Feliú (M. Carlos George-Nascimento, editor de la literatura chilena), y que es uno de los escasos estudios sobre la impronta de este hombre inspirador. Pueden también encontrarse pistas en publicaciones de Arturo Aldunate Phillips (Algo del hablar literario de Chile, 1984) y en ediciones especiales de publicaciones periódicas ya desaparecidas, como Occidente o Asimpres. Felipe Reyes investiga desde hace un tiempo, y por motivación personal, la vida, obra e importancia de este editor. Como en una novela policial, dice, se ha abocado a la búsqueda de datos que puedan darle forma a una biografía que explique “qué ojo tan certero pudo agrupar a esa cantidad de nombres y obras fundamentales de la literatura chilena”.

“Su infancia y juventud en Portugal como descendiente de balleneros, su periplo antes de llegar a Chile y sus comienzos como editor son ya bastante novelescos”, describe Reyes, “pero también quiero contar la historia de la editorial y, de paso, revisar también la evolución del libro en Chile. En mi opinión, era una época en que la literatura chilena era mucho más abierta, y donde, más allá de discrepancias o rencillas, convivían civilizadamente los numerosos grupos existentes. Nascimento estuvo ahí como testigo privilegiado: los poetas de la década del 20 con los modernistas; los de la generación del 38 con los criollistas, o la ruptura de todo lo anterior por la generación del 50… Además del capítulo dedicado a la guerrilla entre Neruda, De Rohka y Huidobro (durante la década del 20 los tres coincidirían en el catálogo de Nascimento). En esto concuerdo con varios de los testimonios de escritores de la época recogidos para esta investigación: se trataba de otro Chile”.

No había dudas de la profundidad del trabajo literario en marcha entre los escritores locales de la primera mitad del siglo XX, pero tampoco de la tirantez con que éstos se relacionaban con el negocio. Para Carlos George-Nascimento, la extensión de la librería al negocio editorial era un modo de instalar pruebas evidentes, competitivas y necesarias dela salud de la literatura chilena, ante un público aún afrancesado y de compulsiva desconfianza ante las letras locales: “En un largo período, luché contra la corriente. Con algunas excepciones, los escritores nacionales no interesaban al público. Cuando hace más de medio siglo, un cliente entraba a una librería y se le ofrecía una obra de autor de esta tierra, la respuesta era invariable: ‘Los escritores chilenos no saben escribir’, argüían con rara uniformidad”.

Los más importantes escritores agradecidos de Carlos George-Nascimento ya no están para entrevistas. Dejaron dedicatorias, columnas y notas de tributo hacia este hombre alto y de voz grave, siempre serio. Si su editorial se convirtió en “la casa del escritor” fue, según Guillermo Feliú, por la amplitud de criterio y carácter bondadoso de su dueño. En el citado texto biográfico, el investigador asegura que “no recuerdo absolutamente de nadie que en sus relaciones con el célebre editor hubiera tenido dificultades, o éste con ellos. Era serio, delicado, formal, acucioso, cumplidor en todos sus compromisos y si acaso no podía darles satisfacción tenía la suficiente energía moral para declarar leal y francamente la situación”.

De esa franqueza supo bien Gabriela Mistral. Enrique Bunster dejó escrito que, hacia los años 40, el editor se enteró de que la poetisa “hacía comentarios poco favorables de la forma en que se liquidaban sus derechos de Desolación. En la primera oportunidad en que ella vino a Chile, don Carlos fue a verla a la casa en la que se hospedaba, en el barrio de Los Leones, y le pidió que precisara sus cargos. En un comienzo, contestó la Mistral, el libro tenía gran demanda y yo recibía puntualmente las liquidaciones… Desde hace dos años o no hay venta o usted se olvida de ordenar las remesas. No hay venta, declaró el editor, de haberla, no me quedaría con su dinero. Es muy raro que no haya venta… No tiene nada de raro. Usted reeditó el libro en una editorial de Montevideo sin mi consentimiento y a bajo precio, y esa edición es la que se está vendiendo en Chile. Soy yo el perjudicado, y no usted”.

Acaso el aprecio hacia el estilo de trabajo de Carlos George-Nascimento tenga que ver con su compromiso con el proceso completo de gestión, facturación, distribución y difusión de un libro; y todo ello de un modo tan sincero que hoy sería incompatible con los ritmos de producción de mercado. “Me permito recordar con afecto profundo, con una sonrisa de solidaridad humana, el galpón oscuro del centro de Santiago de Chile donde don Carlos George-Nascimento, sentado en una silla de palo y en medio del fragor de las prensas, revisaba las páginas frescas de un José Santos González Vera, de un Pedro Prado, de un Eduardo Barrios, de un Mariano Latorre, los viejos maestros que mi generación iconoclasta zarandeaba entonces con entusiasmo digno de mejor causa”, invitaba Jorge Edwards en su discurso de septiembre del 2006 ante el Congreso Iberoamericano de Editores, en Madrid (y en el que también citó el similar esfuerzo editorial de Carmelo Soria). “La edición”, prosigue Edwards, “ha cambiado en forma vertiginosa, aquí y en todas partes, y es absurdo oponerse por principio a este cambio, pero creo que siempre, dentro de su inevitable y necesaria modernización, debería conservar algo de estos orígenes: un espíritu generoso, un sentido de la amistad y de la lealtad, un algo de quijotismo, una fe sin concesiones, sin fronteras, sin dogmatismos de ninguna especie, en la cultura, en la reflexión intelectual, en la creación literaria, en el conocimiento científico y técnico, en todos los valores de fondo encarnados en el libro y que la edición se encarga de comunicar, de hacer circular por todas partes, de transmitir. Para mí, y lo digo después de una alarga experiencia y de una relación constante y variada con el mundo editorial, la edición es una gran aventura, una apertura al futuro, y a la vez, sin que una cosa excluya en absoluto a la otra, un homenaje constante a la memoria histórica y al pasado”.

El catálogo
Si una de las marcas excepcionales de Nascimento fue su fecundidad –al año de la muerte de su fundador, 1966, se listaban más de cinco mil títulos en el catálogo–, habrá que anotar, también, que esta abundancia comenzó a manifestarse con inusual rapidez. Un primer libro en 1917 (la segunda edición de Geografía elemental, de Luis Caviedes), otros tres al año siguiente (El hermano asno, de Eduardo Barrios; La señorita Ana, de Rafael Maluenda, y Cien nuevas crónicas, de César Cascabel), y un primer y gran volumen lírico en 1918: las cuatrocientas páginas de Poesías, de Pedro Antonio González.

Que George-Nascimento manifestaba “debilidad por la poesía” era un comentario frecuente en el círculo literario de la época, pero que a los observadores cronológicamente más distantes les parece impreciso. “En poesía estuvieron sus grandes aciertos, pero fue un hombre que también corrió un riesgo enorme con algunos ensayistas, por ejemplo”, acota Alfonso Calderón, asesor de la editorial en su última etapa. “Don Carlos decía que, para un editor, el gusto por la poesía era una forma elegante de suicidio. La frase es muy linda porque habla de un estilo de negocio que ya es imposible de encontrar. Él era un editor que leía los libros. Para un poeta, eso era un alivio infinito frente al trato que se habían acostumbrado a encontrar en otras editoriales”. Entre los poetas contactados y publicados por primera vez por Nascimento están Braulio Arenas, Efraín Barquero, Nicanor Parra, Vicente Huidobro, Juvencio Valle, Volodia Teitelboim, Manuel Rojas, Humberto Díaz-Casanueva y Pablo de Rokha.

A seis años de su inicio, la editorial adquirió una linotipia de ocho mil dólares y su propia imprenta (máquina Marinoni, 16 mil pesos), las cuales marcaron desde entonces la rutina familiar en calle Arturo Prat. La máquina de prensa se instaló a pasos del salón, la cocina y los dormitorios del matrimonio y sus hijos, causándole un disgusto resignado a doña Elena y una culpa silenciosa a su marido. Los dos primeros libros en salir del traqueteo fueron Desolación y Crepusculario. Así, lo que entonces fue una apuesta, hoy se analiza como la justificación sola y suficiente para la trascendencia completa de Nascimento como editorial.

Fue el escritor Eduardo Barrios quien puso en contacto a Neruda con el editor (“Vendrá a hablar con usted un muchacho muy tranquilo, modesto, que usa el seudónimo de Pablo Neruda. Va a ser un gran poeta. Dará que hablar algún día. No lo pierda de vista”). Primero para una publicación especial de Crepusculario, pero luego –todavía con más entusiasmo– para que el empresario le prestara atención a Veinte poemas de amor y una canción desesperada (1924). “Muy bien, publicaremos su obrita”, contaría Neruda que le dijo el portugués. Ni tranquilo ni modesto, como había advertido Barrios, Neruda fue un fichaje exigente, que esperaba excepciones para sus libros. “Poseía una gran fuerza de convicción. Siempre pedía tipografía y disposición especiales”, recordaba el editor, quien más tarde acordó con el poeta la publicación de Páginas escogidas de Anatole France (1924) –en la que Neruda ofició de traductor, seleccionador y prologuista–; los poemarios Tentativa del hombre infinito, El habitante y su esperanza y Anillos (todos de 1926); una segunda versión, mejorada, de los Veinte poemas…, en 1932, y una edición inicial y limitada a cien copias de Residencia en la tierra (1933). Entre poesía, prosa y antologías, aparecerían más tarde Las furias y las penas (1939), Todo del amor (1953), Las uvas y el viento (1954), Viajes (1955), Oda a la tipografía (1956), Antología (1957), Aún (1969) y Cuatro poemas escritos en Francia (1972).

Crepusculario, el primero de esa seguidilla de célebres poemarios, fue un libro cuadrado; un capricho del propio Neruda que generaba considerables pérdidas en el corte del papel y contravenía la disposición de la editorial a realizar ediciones amables para el lector. El diseñador Juan Guillermo Tejeda observa en Nascimento muchas de las características de una empresa “de librero, que piensa en el comprador y que no busca llamar forzosamente la atención pues confía en una clientela fiel. En términos gráficos, Nascimento responde a un oficio tradicional, sobrio, con buen margen y una tipografía abierta; ediciones sencillas pero de buen gusto, como las francesas”. Sobre sus portadas de cartulina apenas se observaban imágenes; en un principio, sólo letras centradas y, más tarde, ilustraciones de pocas líneas, en no más de tres colores. La encuadernación con hilo aseguraba ediciones firmes hasta hoy.

Muchas de esas portadas fueron ilustradas por Osvaldo Salas, mítico dibujante y militante comunista que quedó en el panteón del caricaturismo chileno por su personaje de Don Inocencio, popularizado en las páginas de El Siglo. El artista distendía también con sus dibujos la entrega anual del catálogo de Nascimento, la herramienta fundamental del negocio, sobre todo para encargos desde el extranjero. El catálogo comenzó a publicarse en 1931. Repasando las 52 páginas de la edición de 1961 encontramos 17 categorías de publicaciones (teatro, biografías, memorias, medicina e higiene, ensayo, entre otras) y un índice alfabético de autores desde Antonio Acevedo Hernández a Vera Zuroff.

La edición más voluminosa en ese y en todos los catálogos de la editorial fue la historia de Chile de Francisco Antonio Encina. Historia de Chile desde la prehistoria hasta la revolución de 1891 (1940-1952) se extiende por veinte volúmenes y 11.760 páginas. Sus primeros tres mil ejemplares se promocionaron como un trabajo que “ha removido la conciencia nacional y ha renovado totalmente la visión de nuestro pasado”, y se ofrecía en encuadernación rústica y de cuero, a 80 y 140 escudos la colección, respectivamente. Desde Estados Unidos, la publicación especializada Pacific Historical Review celebraba que “por primera vez en la historiografía chilena, los hallazgos, las interpretaciones e incluso la autenticidad de los escritos del sacrosanto Barros Arana son criticados, cuestionados y corregidos con rigor y sin temor”. Para Nascimento –que del historiador también publicó, entre otros textos, biografías de Portales, Balmaceda y Bolívar; esta última de siete tomos– la obra magna de Encina constituyó su más grande hazaña, pero también su modelo de negocio más inesperado.

“El entendimiento entre el historiador y el editor no fue difícil: eran dos caracteres sencillos, francos y nobles”, describe Guillermo Feliú. Al año siguiente de esa edición, George-Nascimento ofreció en una entrevista detalles de su peculiar acuerdo: “Don Francisco era un hombre generoso y no me quiso comprometer con la publicación de una obra tan voluminosa. Me propuso hacerlo entre los dos. Aportó cincuenta mil pesos para el primer tomo. Su preocupación primordial era que la Historia se vendiera al precio más bajo posible para que circulara al máximo. Fijamos un precio de 50 pesos sin siquiera sacar el costo. Los volúmenes posteriores los edité solo. Dos veces me prestó 150 mil pesos (que le devolví dentro de 90 días) para la adquisición de lotes de papel especial que se utiliza para su obra. Después fue necesario reajustar los precios a 100 pesos por volumen. Entonces fue cuando me dijo don Francisco: Véndalo en 90. Para que no se perjudique, cedo mi diez por ciento (…) Don Francisco me ayudó con su amistad, con su cariño y con su obra. No con su dinero”.

El cierre
Si Carlos George-Nascimento fue un editor digno de elogios trasversales y unánimes, la medida de su habilidad financiera depende, más bien, de quién sea el que opine. Para Ximena, su nieta, el fundador de Nascimento fue un hombre “sin espíritu de lucro; consciente de que se arriesgaba y competía con gente que no tenía sus mismos objetivos culturales, pero con los cuales tampoco le interesaba equipararse. Así fue descuidando aspectos técnicos, como la renovación de maquinaria. Fue un hombre que no se hizo rico con su negocio, pero pudo vivir de su gran pasión”. El ya citado Guillermo Feliú estableció que “probablemente, el valor del dinero desapareció [de su visión] ante la significación moral de la obra en la que se empeñaba”.

Alfonso Calderón cree que el manejo de una apuesta como esa hacía casi imposible delegar responsabilidades, pues se sostenía en el compromiso absoluto de su fundador: “Si don Carlos no hubiese sido personalista, la editorial no funciona. Así eran muchas de las editoriales antes, pero todo se maneja ahora de otro modo. Los hijos no podían continuar con el proyecto con esa misma pasión, y renovar la maquinaria hubiese significado un endeudamiento muy grande. Mis recuerdos de Nascimento son como de una empresa todavía de carácter artesanal, en donde se olía la imprenta. No era la asepsia de la impresión actual”.

A medida que George-Nascimento comenzó a asumirse más cómodamente como un impulsor cultural, amplió para sí el concepto de las ganancias derivadas de un libro. Una edición podía no rendir dinero, pero ser una inmejorable introducción en un nuevo círculo de especialistas, por ejemplo. Seducido por el intercambio al interior del círculo literario chileno, el editor inauguró en 1930 tertulias semanales, cada sábado en la librería de Ahumada 125 (luego trasplantada a San Antonio 390). Milton Rossel describió los encuentros para El Mercurio (“Evocación de la Librería Nascimento”, 1966) como “una verdadera peña literaria”, citando la presencia, más o menos frecuente, de Eduardo Barrios, Mariano Latorre, Luis Durand, Ricardo Latcham, Mariano Picón, Augusto D’Halmar, Pedro Prado, José Santos González Vera, Enrique Molina y Joaquín Edwards Bello: “Se reunían escritores de distintas promociones y de diversas tendencias literarias y políticas. Su presencia ejercía en ellos una suerte de patriarcado (…) Concurrían al mediodía cuanto escritor se encontraba en Santiago, y también aquellos que aspiraban a serlo o a que don Carlos les editara sus originales (…) Su figura y su actitud eran inconfundibles. Bastante alto, prosodia extraña, voz tonante a ratos, modales pausados. Recio en todos los aspectos. Don Carlos G. Nascimento era más que el dueño de una librería, más aun que el editor de tantos autores nacionales y extranjeros. Podríamos considerarlo como animador de la actividad literaria chilena”.

Sostenida en un principio por las deudas contraídas y las ganancias de la librería, la editorial fue poco a poco revirtiendo su suerte para bien, pero nunca como para saberse a resguardo o permitir la jubilación de don Carlos. Ximena recuerda que el abuelo se quedaba hasta el final “trabajando todos los domingos en las cuentas de la empresa”. La muerte de Carlos George-Nascimento, en 1966, dejó a la editorial firme en su prestigio y su buen catálogo, pero también frente a cambios técnicos y sociales que requerían pautas de trabajo por completo diferentes.

Desde la dirección, Carlos George-Nascimento Márquez, el único de los cuatro hijos del editor portugués dispuesto a la tarea, hizo por el negocio familiar bastante más de lo que suele reconocerse. Junto a Hernán Loyola, primero, y luego Alfonso Calderón, desarrolló la Biblioteca Popular, y apoyó la publicación de las conferencias ordenadas por la Agrupación de Amigos del Libro en el ciclo “¿Quién es quién en las letras chilenas?”. Pero la dinámica que había aprendido de su padre no era la que podía solucionar la urgente renovación técnica que exigían sus sistemas ni, menos, superar la inesperada e irremontable intervención militar de la empresa durante parte de la dictadura.

Luego de septiembre de 1973, varios miembros de la familia partieron al exilio. Carlos George-Nascimento hijo optó por jubilarse, pero le advirtió al uniformado que a la fuerza se sentó en su oficina que “puede sacar al gerente, pero no al propietario”. Así, con militares y todo, el heredero se mantuvo como el dueño de la editorial hasta su cierre, sin sueldos pendientes ni registro de quiebras. El fin de la editorial se anunció en 1978, aunque pueden encontrarse ediciones de años posteriores, como algunos libros de Oreste Plath, por ejemplo. Las secciones de cartas y columnas de los diarios de esos años registran el intercambio escrito de una suerte de duelo abierto, con incontables viudos de un estilo de negocio que se iba para siempre.

Pero una editorial nunca desaparece del todo, cuando deja para siempre un legado palpable, perfectamente revisable. Los lomos ásperos y opacos de los libros Nascimento no son lujos de coleccionista, sino presencia frecuente en la biblioteca de cualquier chileno interesado. Algunos los mantienen por herencia, otros porque son títulos sin ediciones alternativas. La autobiografía de Alone, los estudios folclóricos de Oreste Plath, las primeras novelas de Mariano Latorre, los ensayos literarios de Andrés Sabella, las crónicas de viaje de Pedro Lira, las obras de Antonio Acevedo Hernández existen sólo gracias al taller de Arturo Prat 1428.

En 1995, Ximena George-Nascimento, hija del último director de la editorial, intentó revivir el negocio familiar con una librería homónima en Providencia, entre las calles Suecia y Los Leones. Durante la ceremonia de apertura, Ernesto Livacic leyó un texto alusivo a la historia de ese nombre entramado con nuestra literatura. Las malas ventas motivaron el cierre a los nueves meses; “el tiempo necesario para parir un desastre”, se ríe su dueña. Quedan descendientes con ese apellido compuesto en Santiago y Costa Rica (allí vive Elena, la única hija viva del fundador de la editorial), y sus casas acumulan recuerdos de la aventura de su padre y de su abuelo. No saben si esas cartas, manuscritos y máquinas puedan guardar un interés más allá de su círculo. Los chilenos más jóvenes ya no les preguntan por la editorial al escuchar su nombre. Carlos George-Nascimento –un hombre en extremo discreto, que jamás escribió sus memorias ni dio más de dos o tres entrevistas– debiese estar conforme. “Sólo he buscado hacer de la editorial una digna representante de la cultura chilena”: así definió, alguna vez, su esfuerzo. La trascendencia personal se ubicó, en su caso, bajo estantes y estantes de libros.