Fotografía de Sebastián Arpesella
Finales, interrupciones, ideas que se apropian de nosotros y nos persiguen como satélites marchitos. Algo de esos elementos que flotan en esta cita de El día que apagaron la luz, el segundo libro de la escritora argentina Camila Fabbri, resuena en mí a la hora de buscar un inicio a este texto entre los muchos, muchísimos, subrayados que tengo de sus libros.
Parto por esa frase y por ese libro que me atravesó como un puñal porque encierra una idea que recorre sus obras –el accidente, la tragedia permanente como amenaza, la interrupción repentina– pero también por un motivo que es puramente autorreferencial. Estuve esa noche del incendio de Cromañón en ese verano pegajoso en Buenos Aires y también fue en cierta forma, para mí, un final: fue el último verano que pasé en Argentina antes de venirme a vivir a Chile. Como muchas de las personas que pueblan el libro de Camila, deambulé esa noche del 2004 por hospitales y calles en la madrugada, tan mareada como todos quienes transitábamos por ahí. Yo era periodista, tenía veintisiete años, esa noche había salido con un chico que apenas conocía y al volver a casa encontré diez, veinte, treinta llamadas perdidas. No sé cuántas. Los celulares eran casi una novedad, yo tenía uno por mi trabajo, pero no lo acostumbraba a llevar conmigo. Por algún motivo vi todas las llamadas y, casi al mismo tiempo, encendí la televisión y vi el fuego, y luego la orden de salir a reportear por las calles de la madrugada, ir buscando hospitales en una noche que nunca se acababa o, como dice uno de los entrevistados por Camila en el libro, “un nocturno eterno, como si fuera un videojuego de casas embrujadas”.
El libro relata, entre otras cosas, cómo esa noche –que comenzó con un recital de la banda de rock Callejeros en un boliche de Once y terminó con casi doscientos muertos, la mayoría muy jóvenes– se convirtió para miles de chicos en un antes y un después, una caída demasiado precipitada a la vida adulta, a lo irreversible de la muerte, y a la certeza de que vivir es también estar caminando al filo de un precipicio, ese temor que una vez que se instala es difícil de disipar. Voy a citar aquí a la narradora del cuento “Paisaje de ambulancias” del libro Estamos a salvo.
“Fue la primera sensación, demasiado abrupta, de estar en la cima de un objeto alto y puntiagudo teniendo la certeza de que, en cualquier instante, un viento apenas precipitado podría hacerme caer (…) Con la primera luz, empecé a caer a una velocidad muy lenta. La vida adulta. La vida cotidiana. Velatorios de amigos demasiado jóvenes, olor a quemado en la ropa de los amigos que lograron escapar. Después vino el comienzo de clases. Los chicos y las chicas ahora estaban silenciosos y cautos, como animales que vieron lo peor y no podrían narrarlo porque no saben”.
Tampoco quienes estábamos ahí y ya no éramos tan jóvenes sabíamos. Pero Camila, muchos años después de esa tragedia, reconstruye eso que parece imposible de asir, ese escenario de escombros, zapatillas de lona, miradas perdidas, morgues, abrazos, llantos, silencio, pero también una adolescencia atravesada por una banda sonora que tiene temas de Los Piojos, de Los Redondos, Los Gardelitos, y cerveza tibia y fotologs y cigarrillos fumados en la puerta de un liceo.
Camila lleva además estos temores a su obra de ficción, un mundo donde esta amenaza del accidente, del antes y después, no es abordada desde la derrota o desde la desolación, sino desde la más profunda constatación de lo que es nuestro destino. En sus textos logra construir personajes contradictorios, un poco extraños, un poco entrañables, un poco irresistibles, donde el humor y el sarcasmo e incluso lo luminoso coexisten con la tragedia, donde el quiebre también puede ser una separación, una despedida o el paso a la vida adulta.
Para comprobarlo, sólo debemos detenernos en Paulina Almada, la protagonista de la novela La reina del baile, publicada en 2023 y finalista del Premio Herralde, una mujer en sus treinta que repite todo el tiempo “Por el amor de Cristo” aunque no cree en Dios, o su amiga y compañera de oficina Maite, que es “una multinacional del dolor”, “un casete con una cinta enredada” que solo habla de amores e imposibilidades. O acercarse a los personajes que habitan los cuentos de Camila, pequeños mundos con pliegues y capas donde también late el misterio o algo del orden de lo inquietante, y que la sitúan en una tradición de grandes cuentistas de la literatura argentina, que va desde Horacio Quiroga, Julio Cortázar o Silvina Ocampo a autoras más recientes como Samanta Schweblin.
Para hablar de su escritura, esa que la llevó a ser reconocida en 2021 por la revista Granta como uno de los veinticinco mejores autores de habla hispana menores de treinta y cinco años, Alejandro Zambra menciona “descripciones bellamente caprichosas y un fraseo personalísimo”, Leila Guerriero la define como “una voz que parece llegada del espacio exterior” y Rodrigo Fresán ha dicho esto:
“Fabbri es la mujer que cayó a la Tierra. Y, por lo tanto, su uso y manejo del lenguaje (…) es algo muy particular y único. El de Fabbri es un idioma fabbril y febril: fabbricado por ella para ella (…) En el fraseo y sintaxis de Fabbri todo es no raro pero sí enrarecido a partir de un manejo a toda velocidad, pero en cámara lenta (…) en el que los símiles y los adjetivos que se ensamblan con los sujetos parecen en principio irreconciliables pero enseguida se nos hacen inevitables y justos y precisos y perfectos y tan bien aceitados”.
Todo en el mundo Fabbri, como dice Fresán, parece venido de otro planeta, pero a la vez está ahí tan cerca de nosotros, ahí en la autopista, en una casita en Necochea, en una fábrica en Tacuarembó, una lancha que atraviesa el Delta del Tigre, o en un taxista que se llama Luis Serbio. Todo está mirado con el prisma de una cámara despiadada que a la vez es tan capaz de interpelarnos. ¿Quién no ha despertado sin saber por un minuto dónde está? ¿Quién no ha sido abandonado de un momento a otro? ¿Quién no ha soñado con una caída en el vacío? ¿Quién no ha pensado que esa separación lo atravesaba en mil pedazos como una bomba atómica?
Y aquí hablo de uno de mis cuentos favoritos de Camila que forma parte de su primer libro, Los accidentes, publicado en 2015 por Notanpuan y que en Chile circuló en una edición muy hermosa, de tapas amarillas, de la editorial Elefante. El cuento se llama “Mi primer Hiroshima” y nos lleva a los efectos irrevocables que tiene el amor en Lorena, su protagonista, similares a la masacre y la radiación causadas por la bomba atómica, un cuento que luego fue llevado al teatro porque Camila, además de escribir narrativa, estudió arte dramático y montó también otras obras como Brick o Condición de buenos nadadores.
Pero volvamos al cuento, donde la madre mira un documental sobre Hiroshima y le explica a su hija que lo hace para “sentirse menos peor con sus cosas. Esto me decía, y me dejaba un legado. Una enseñanza. De lo bueno que era ver que hubo mutilaciones”.
Como en una noche de desvelos frente a un documental o una tarde de domingo frente a esas maratones de programas de National Geographic (ese canal que además es fuente de todos los epígrafes de Estamos a salvo y da título a uno de los cuentos de Los accidentes), en los relatos de Camila vemos apareamientos, explosiones, comportamientos aparentemente erráticos y sin sentido, rituales caprichosos, como una fiesta de quince en el fondo del kiosco de Maxi o el casamiento del cuento “Coches familiares”, donde los invitados bailan y comen y el novio de la protagonista y sus amigos se tiran bollos de pan “hipnotizados por la costumbre”.
En los libros de Camila Fabbri los seres humanos también somos animales que nos movemos frente a la cámara y al ritmo de la voz en off de un documental, y por eso la leemos expectantes, atentos a las señales, a los silencios, al punto de quiebre.
“Creo que en mi escritura siempre vuelve algo acerca de los niños, las niñas, los animales, los peligros. Algo de lo silencioso, de lo que no se puede nombrar pero está ahí sucediendo o a punto de suceder. Ese instante silencioso previo al accidente o a la catástrofe, sea enorme o pequeñita. Ese silencio tan cargado de sentido que tienen los animales, esa manera lateral de comunicación que tiene mucho de la infancia, ahí donde las personas todavía no aprendieron a decir eso que deben decir pero igualmente lo atraviesan como pueden”, dijo Camila en una entrevista con Cuadernos Hispanoamericanos.
Camila, quien también es actriz, y directora de cine –su primera película, Clara se pierde en el bosque, se estrenó el año pasado en San Sebastián–, es una observadora extremadamente minuciosa, capaz de rearmar cada una de esas piezas que toma con su mirada y reubicarlas en el espacio de la ficción para devolvernos un espejo poderoso, ampliado, que nos lleva a nuevos territorios, pequeños pliegues de nuestras propias tragedias y fantasías. Su mirada se fija en pequeños detalles como el traje de baño desgastado de una treintañera o la mesa con náilon aún colgando en que un padre y un hijo comen pizza fría, o en los rasgos que escoge para tratar los temas de las columnas que escribe para medios como La Agenda o El Diario y que van desde la atleta olímpica Simone Biles a los personajes de Gran Hermano. Todo bajo su prisma, tan singular como su escritura.
La escritora argentina Selva Almada ha descrito esa mirada así: “Como un vidrio estrellado por una piedra, no termina de romperse, pero se resquebraja y entre esas delgadísimas astillas de cristal roto Fabbri se asoma para narrar”.
Nosotros, sus lectores, caminamos con ella esquivando el peligro de las delgadísimas astillas, recorremos con su mirada extrañada eso que por momentos parece familiar y por otros momentos un poco de otro mundo. Al leerla corremos peligro, nos exponemos a su radiación, no estamos a salvo, pero da igual, porque ya sabemos que no existe un lugar seguro y, además, en esa lectura nos entregamos al goce del lenguaje, la imaginación y el humor, nos entregamos a la literatura, al mundo Fabbri, un mundo del que –les aseguro– no querrán salir.
Si hubiera algo que se llamara narrativa del personaje diría que pertenezco a ese club. Diría: soy de River Plate, de Virgo, soy serpiente de tierra en el horóscopo chino y también ejerzo en narrativa del personaje. Pero tal cosa no existe, o todo lo contrario, catalogar la narrativa en subgéneros es algo que existe por demás. De un tiempo a esta parte, me di cuenta de que para escribir ficción lo primero que necesito tener es un personaje. Es ese el real punto de partida. Saber quién es, qué prefiere y qué no, en qué usa su tiempo libre. Fabricar personas que a simple vista puedan verse llanas, con vidas ordinarias que se debatan entre cumplir un horario laboral, ir al supermercado, intentar en el amor o en la familia, etcétera. Fabricar personas que a simple vista parezcan normales es lo esencial y tal vez lo más difícil de escribir literatura. Porque en todo lo aparentemente calmo se esconde bien, o mejor, lo intrínseco de la condición humana. Eso que nos vuelve hábiles para movernos a diario, y también nos diferencia de todo el resto. Nuestras contradicciones son nuestro ADN. Construir personas normales solamente en apariencia es contar la verdad. Y para escribir ficción hay que saber, mínimamente, cuál es la verdad.
Los personajes se encuentran en la vida cotidiana, por eso para escribir primero es necesario vivir: cumplir un horario laboral, ir al supermercado, intentar en el amor o en la familia, etc. Toda esa gente que nos cruzamos a diario es materia prima para la escritura, tan esencial como una computadora, un lápiz, un papel. Para identificar qué vuelve personaje a esos cuerpos que se mueven en la vía pública, a la par nuestra, son necesarios algunos elementos. Cosas que fui descubriendo cuando era mucho más joven, cuando empecé a tomar clases de actuación, por ejemplo.
Cuando tenía quince, dieciséis años, era una persona muy tímida. La mayoría de las cosas que decía en público no se oían, y si quería llamar la atención de un grupo de gente tenía que gritar y parecía que lo que iba a decir venía con enfado cuando en realidad no. El ímpetu no tenía que ver con las ideas, sino más bien con cuánto volumen podía ponerle a las palabras. Una cuestión de pulmones, nomás, o de falta de confianza. No todas las personas necesitan tener un lugar en el centro de los hechos. Naturalmente nos vamos acomodando en algo así como estamentos invisibles, y yo estaba en el eslabón de abajo, con el volumen tenue y sin deseos de destacar. Con el tiempo eso fue un problema porque pecaba de desinteresada, parecía que formar parte de algo no estaba en mis planes. Tenía que demostrar lo contrario, entonces me anotaron o me anoté, ya no recuerdo, en clases de actuación.
Empecé en un centro cultural en el que se trataba más que nada de jugar. Las propuestas se basaban en imitar el sonido y el caminar de algunos animales, mirar a los ojos a algún compañero hasta perder la vergüenza, mover el cuerpo al punto del ridículo. En otras palabras, salir un poco del molde de la vida misma. Al año siguiente me anoté en una escuela de actuación un poco más especializada en la formación, y arranqué con un grupo de adolescentes también. Todos tenían como máximo dieciocho años. El ejercicio principal que hacíamos ahí era la improvisación. Hacer de cuenta que éramos otra persona. La invitación a tener una existencia paralela me pareció fascinante y hasta el momento era algo que nunca había experimentado. Como todo lo que uno ve con cariño a esa edad, me autoconvencí de que quería dedicarme a eso y que haría lo posible por convertirme en actriz. Una especie de loco afán salido de ningún lado, pero el motor de la adolescencia funciona así.
Cuando terminé el colegio, entonces, me anoté también en la Universidad de Artes Dramáticas y en un curso privado de actuación –altamente recomendado– que pagaría con el sueldo que ganaría como telemarketer, trabajando de lunes a viernes, seis horas diarias, respondiendo dudas de gente extraña acerca de cosas que nunca entendí tampoco. Las clases de la universidad tenían como eje fundamental la improvisación, también. Qué fortuna. Experimentábamos ser otra persona, en una situación inventada que tuviera bordes lo suficientemente verosímiles para que el espectador conectara con lo que estaba viendo. Y ese espíritu iría creciendo hasta volverse una afición. Entonces en un mes, por ejemplo, había sido una vendedora de zapatos de las altas ligas, una madre soltera sin dinero, una hija que descubre que sus padres no son realmente sus padres, etcétera. Cada uno de esos personajes tenía que ser encarnado con una verdad que no tenía que ver, necesariamente, con gestos o aspectos físicos. Esas verdades se construían de manera exprés, en el instante mismo de la improvisación, y tenía que ver con el pasado de ese personaje, de dónde venía, qué le había pasado para actuar así, qué herramientas tenía para afrontar lo que le pasaba en el presente, o por qué decidía callar cuando callaba. Interpretar esos personajes minúsculos y pasajeros era un desafío de muchas dimensiones. Era una responsabilidad, y había que contemplarlo todo. En ambas clases de actuación nos invitaban a mirar las escenas de nuestros compañeros, también, buscando indicios que indicaran cuál era el engranaje que hacía que esa escena funcionara o no. ¿Correspondía a ese personaje hacer lo que hacía, sabiendo de dónde venía y hacia dónde se proyectaba? ¿Era justo exigirle cosas que no estaban en su estructura y provocaban movimientos ajenos, incluso inverosímiles? ¿Estábamos sobreidentificando un error que no había o estábamos afinando el radar?
Una vez me tocó interpretar a Laura, la hija apocada de la familia desmembrada de El zoo de cristal, una de las obras más lindas y complejas de Tennessee Williams. Los dramas hogareñofamiliares eran mis favoritos, tanto para actuar como para leer. Todo lo que ocurriera bajo techo, donde había mesas, sillas y heladeras. Laura era una chica de veintipocos que no salía a la calle porque tenía miedo. Pero ese terror al mundo no era anunciado, ella simplemente defendía la vida a oscuras, sus objetos, sus tareas domésticas. Yo no terminaba de encontrar errores en el discurso de Laura. Vivir adentro no me parecía del todo mal, o acaso el terror al afuera era algo que ella y yo compartíamos. Quiero decir que no veía estrictamente las contradicciones en ese personaje y no había algo que yo considerara que ese personaje tenía que corregir para tener una vida un poco más estable. El hecho de, genuinamente, no desacreditar sus terrores me hizo interpretar una Laura muy verdadera. Esto en palabras de Julio, nuestro profesor. Había una condición invisible y muy enraizada que hacía que mi cuerpo, mi tono, mi forma de sentarme y de percibir los ruidos, respondían orgánicamente a Laura. Compartíamos vocaciones de nutria. Ahí entendí que quizás yo no estaba actuando ya, que muchas veces poner el cuerpo y que esos roles coincidieran tenía que ver, también, con la historia personal del actor y no tanto con la composición. No solamente importaba el pasado, el presente y el futuro del personaje, sino que también era esencial el del intérprete.
Nadie lo dijo deliberadamente, pero así lo entendí yo.
No me convertí en actriz profesional, pero en esas clases aprendí a leer lo que era una escena y también a vislumbrar la importancia de los personajes, dentro o fuera de ella. Como si el personaje fuera el núcleo de la célula y todo lo demás orbitara alrededor, en una dependencia casi absoluta.
Algunos años después, sin embargo, me fui dando cuenta de que poner el cuerpo no era lo que yo quería. Después de haber visto los cables, como alguien que abre un electrodoméstico para analizar el sistema operativo, tenía ganas de pensar en eso. Lo que yo quería era poner en práctica las escenas desde el sistema de la escritura. Entonces robé personajes que había creado en la Universidad de Artes, y otros que inventaron mis compañeros. No me di cuenta de que había adquirido un pequeño tesoro: infinitos puntapiés para empezar a escribir. Y a esos, agregué otros. El concepto de personaje se antepuso, entonces empecé a repasar compulsivamente también los personajes de ficción que había visto hasta entonces. Si iba a escribir, tenía que volver a ellos pero con la mirada cambiada, a ver qué podía extraer de ahí. Macedonio Fernández dijo que la literatura no está hecha de buenas intenciones, y alguien que no recuerdo quién era también dijo que los escritores son depredadores. Sí. Algo de todo eso junto.
Pensé, por ejemplo, en Ruth y Claire Fisher de la serie Six Feet Under, en Mafalda y Susanita de Quino, en Sarah Connor de Terminator, sobre todo en la uno, cuando ella todavía no tiene mucha idea de que su existencia salvará al mundo; en el desquicio de Norman Bates al no aceptar la muerte de su madre. Pensé en la belleza de la juventud de los hermanos Franny y Zooey Glass, en Kevin McCallister –más conocido como Mi pobre angelito–, en todos los personajes de la película argentina Buenos Aires Viceversa del año 96, en una Argentina con una democracia totalmente nueva, pensé en la asquerosa obsesión de Humbert Humbert por la adolescente prohibida o en la codicia salvaje y vengativa de Thomas Ripley. Todos ellos podrían pertenecer a un mismo árbol genealógico, de una familia acaudalada que se reúne a cenar todas las navidades, y a tomar una copita de licor cuando dan las doce, mientras los niños abren sus regalos. En esta navidad que los reuniría a todos ellos, por ejemplo, los niños odian a los adultos y los adultos no soportan los ruidos agudos de los niños. Los regalos no son los esperados, o algunos sí, pero eso no cambia en nada el afecto tenue que se tienen. No ven la hora de volver a sus casas para estar solos, pero tienen que responder al ritual porque eso es lo que los mantiene en paz consigo mismos. Hay algunas coincidencias entre ellos, claro que sí, pero lo que abunda es todo lo que los distancia. Cuando sea la hora prudente se dirán adiós, jurarán contactarse para hacer planes juntos, subirán a sus autos de primera gama y huirán por el resto del año, hasta que los almanaques así lo indiquen y tengan que volver a verse las caras. Todo eso mismo que hacemos nosotros, los del mundo ordinario. Exactamente igual, pero con nuestras vidas más ligeras. Sin tanto imaginario.
Al desgranar algunas escenas de los personajes que armaron mi imaginario para escribir, encuentro esos instantes que me obsesionaron para siempre. Donde entendí la potencia que tiene la ficción y su efecto altamente contagioso.
Hay algo en Ruth Fisher, por ejemplo, la madre de familia en la serie Six Feet Under del año 2005, creada por el guionista y director norteamericano Allan Ball. Hay algo en Ruth Fisher, ese personaje infinito, como un cubo Rubik en el que los colores no se alinean fácilmente. Algo en ese personaje de más de sesenta años que se arrodilla en el suelo para llorar a su marido muerto en un accidente de auto pero que también tiene fantasías amorosas con su peluquero, que está cerca de ella en ese mismo funeral. Alguien vieja, abandonada en sí, pero a la vez luminosa, con aroma a colonia de baño y a hamburguesas de McDonalds a la vez. Una mujer sepultada en su tristeza pero con un deseo sexual diligente, casi ingenuo. La actriz Frances Conroy interpretó a Ruth como si se le hubiera ido la vida en eso. La serie constó de seis temporadas que fueron algo así como seis o siete años de contrato exclusivo con la cadena HBO, con Six Feet Under y con el rol de una madre viuda liderando la empresa funeraria familiar sin quererlo, sin tener la menor idea de cómo se embalsama un cuerpo, habitando una casa enorme en las afueras de Estados Unidos. ¿Qué es lo que vuelve tan memorable a este personaje? Todos los elementos inesperados que la habitan. Ese Frankenstein que no se detiene.
Pero también está Claire Fisher, su hija menor de pelo anaranjado. La que todavía está en el colegio cuando arranca la serie y hacia el final ya es una fotógrafa profesional que se va del país porque tiene que trabajar y crecer, esas dos cosas que suelen ser sinónimos. La niña después adulta de comentarios sagaces y un sarcasmo divino, la que no quiere vincularse de ninguna manera con el negocio familiar pero que sin embargo conduce una camioneta funeraria color verde, porque no gastará su dinero en comprarse otro auto, porque ese funciona bien, y no hay nada que indique que no pueda darle un uso civil más allá de que haya sido diseñada para transportar cadáveres. ¿Qué es lo que vuelve tan memorable a este personaje, también?
Mi encuentro con los personajes de Six Feet Under fue, entonces, de un placer televisivo pero también de un análisis quirúrgico, también placentero. Había algo en la práctica de ver ficciones que, de repente, se me había vuelto tridimensional. Ya no tenía tanta importancia la anécdota en sí, el giro que las situaciones encontraban para enredarse y resolverse, sino que el temple de cada actriz, actor y personaje, la toma de decisiones, los silencios, las oraciones redactadas previamente a ser dichas y luego grabadas, toma tras toma, se convertían ahora en la biblia del lenguaje. Como quien estudia imagen y sonido y al ver una película solamente puede pensar en el detrás de escena, en dónde está puesta la cámara, en qué metraje tiene la película o en cuánto habrá costado cada locación, algo así me pasó a mí cuando empecé a mirar las escenas sabiendo que el pacto de ficción funcionaría, solamente, o la mayoría de las veces, porque había personajes enraizados que así lo permitían. Six Feet Under fue una de las primeras ficciones duraderas, repito que son seis temporadas, que llevó como bandera el espíritu constitutivo de lo que llamé antes narrativa del personaje. La continuidad de las historias podía darse de una manera tan completa porque había personajes férreos que lo permitían. Con esta serie, yo también aprendí a escribir.
Acaso lo que la vuelve cúlmine es una de las escenas finales, ya para la última temporada grabada en el 2010 aproximadamente, que narra un sincericidio entre madre e hija. Claire tiene que irse del país por una oportunidad laboral única, de esas que llegan para dimensionarlo todo. La vemos en la cocina, buscando algo en la heladera, y allá a lo lejos está su madre Ruth, sentada en un sillón. Llora mientras mira fotos del pasado, su hijo mayor ha muerto, y Claire la abraza y le dice que está bien, que si ella se lo pide se puede quedar. Le hace mucho daño ver a su madre tan triste. En ese instante, Ruth le pregunta si realmente haría eso. Si se quedaría en la casa, con su madre. Claire lo piensa un instante y le responde que sí. Se abrazan. Sabemos perfectamente quién es cada una. Ella, una hija que quiere huir hace años del núcleo funerario familiar; ella, una madre conservadora, pero con destellos de sabiduría. Vemos a Claire con mucha cara de susto. No entendiendo bien qué es lo que acaba de decir. Hasta que Ruth le dice que no. Que absolutamente no. Que jamás le pediría una cosa así. Que se arrepintió toda su vida de haberse quedado en su casa a cuidar a una mujer enferma, y de no haberse dado nunca otra opción. Que no va a permitirle que cometa el mismo error. Como una orden materna, como si le pidiera que limpie su habitación o que pasee al perro, le pide: que vaya y que viva. Y las dos se funden en un abrazo. Parecen dos niñas llorando de felicidad. No hay mucho que agregar a este instante perfecto. La construcción de años de dos personajes choca y estalla. Esa es la coronación de una obra. O al menos lo es para mí.
Llegué a la serie cuando tenía veintipocos. Empezaba a estudiar dramaturgia en la Escuela Municipal de Arte Dramático de Buenos Aires. Un curso que no llegaba a ser carrera por la cantidad de materias que tenía previstas en el programa, pero los que cursábamos igual decíamos que era una carrera. No era cuestión de subestimar. El curso de dramaturgia de la Emad era el lugar al que aspiraba la mayoría de los escritores, directoras y quizás también actores y actrices de Buenos Aires o del interior. Ingresaban solamente quince cursantes y los docentes eran pocos, entre los que estaba Mauricio Kartún, el gran dramaturgo argentino contemporáneo. El curso constaba de un taller de escritura y algunas materias más que alimentaban el espíritu de la historia del teatro argentino, del teatro extranjero, de la semiótica del género. El taller de escritura tenía lugar dos veces por semana y la pauta era escribir tres obras de teatro durante la cursada de dos años. En mi caso, cumplí con la tarea. Escribí un monólogo que se llamó Condición de buenos nadadores, que después incluí en uno de mis libros como un cuento; escribí Lautaro y la pólvora, una obra sobre unos niños que fabricaban bombas dentro de juguetes al cuidado de una madre anciana que no podía ser la madre porque no daba la edad pero no importaba, nadie explicaba el por qué, y por último, la historia de un niño corredor de karting, fanático del mítico corredor brasileño Ayrton Senna, tanto así que se encontraba con su fantasma que le daba indicaciones acerca de cómo llevar adelante su vida.
En la confección de estas obras de teatro (mis primeras piezas acabadas, de alguna manera, ya que hasta ese momento la idea de concretar un texto no existía para mí, solo tenía algunos cuentos brevísimos en mi computadora) empecé a entrar en la noción sagrada y determinante de la existencia del personaje en la ficción. Tanto el taller de escritura como el bagaje compartido por Mauricio Kartún me sumergieron en la idea de que cada línea de diálogo de una obra tenía un hilo tan potente como impenetrable: la personalidad del emisor. Descubrí que estaba escribiendo obras en las que había niños que, de alguna manera, salvaban a alguien. Infantes con ideas superadoras. Esos eran mis personajes favoritos
¿De dónde venía esto?
De Mafalda, por ejemplo. La tira de humor gráfico del dibujante argentino Joaquín Lavado, más conocido como Quino. Esos niños de ocho, nueve años que se encuentran a jugar en la plaza o en la cuadra, en una Argentina de fines de los sesenta, cercana a la revuelta obrera y sindical. Mafalda como personaje principal, con sus vestidos a lunares y sus peinados inflados, una niña que se pregunta constantemente adónde irá a parar su país, cuándo se detendrá la guerra de Vietnam, qué pasará con la OTAN, y si alguna vez irá a acabar el hambre en el mundo, mientras riega las plantas en macetas de su departamento de tres ambientes, donde vive con su madre y su padre, que apenas llegan a fin de mes. Una familia tipo clase media argentina, en la que la madre es ama de casa y el padre llega tarde por la noche, después de muchas horas de oficina. La niña se pregunta todo el tiempo ¿por qué las clases sociales? ¿Por qué la crisis? ¿Es posible vivir sin destruir al de abajo? La pequeña marxista no juega a ser mamá como sus amigas, está en este mundo para algo más. Los niños que hablan como adultos instruidos y preocupados fue otro gran hallazgo para mí. Partimos de una niña común y le agregamos observaciones agudas, obtenemos un personaje legendario. A partir de esas lecturas de Quino que hice de forma exhaustiva en la infancia fue que empecé a desarrollar personajes de niños que dicen lo que el resto no dirá. El mundo adulto siempre está preparado para poner en duda lo que dice un niño, así que pareciera que sus verdades son escuchadas con menos dolor. Entendí que la única forma de decir lo que no se puede decir es trayendo a un niño a la escena.
En mi pesquisa también estaba Kevin McCallister, el niño de ficción por excelencia de la saga Mi pobre angelito, educación sentimental de toda niña nacida en la década de los noventa. Kevin, abandonado a su merced en su propia casa por un dúo de padres olvidadizos y una familia tan numerosa como millonaria e imposible. Un instante de terror de Kevin y después a seguir, porque había que cuidar la casa de dos ladrones que querían robarla. El niño que descubre que con algunas ideas no muy elaboradas puede salvar la economía de la familia e incluso puede pasar un buen rato, olvidándose por un instante de que está solo. De que su existencia no era tan esencial, entonces. Más allá de la gracia con la que está contada, la historia podría ser de los hermanos Grimm. La fábula del olvidado es, en el fondo, una historia terrible. Pero ese giro que encuentra la comedia norteamericana es lo que vuelve a la película una especie de hit incuestionable. El niño con atributos adultos, el niño que no teme, el que piensa y resuelve. También empecé a escribir con esta estructura totalmente inmersa en mi inconsciente. Había visto la película más de diez veces. Mi pobre angelito era, ante todo, la historia de un niño que necesita olvidar.
Hay más personajes que quisiera nombrar pero me detendré aquí. Tendré tiempo en la segunda contienda.
Podría pensar, entonces, que en el entramado de un personaje está contenida toda su historia: presente, pasado, futuro. Aunque no la veamos a simple vista, ahí está. Una forma de escribir ficción es, acaso, decodificar la variante infinita que puede existir en una persona que camina por la calle. Como una clave numérica o la contraseña de una caja fuerte: las opciones crecen y crecen. Nunca se detienen. Así como opera la genética en la descendencia, como escritores daremos infinitos personajes al mundo, así como personas que nacen a diario. Y los haremos vivir y padecer, eso también es parte de nuestro trabajo.