Estoy jugando, descalza, sobre un pasillo de cuadrados grises que parecen una colección interminable de rayuelas. Las lámparas cubren el techo y se van achicando hacia el fondo, hasta desaparecer, como en un túnel. Una música indescifrable de vacaciones de verano se escapa de una peluquería, mientras unos señores conversan, fumando, afirmados en las puertas de vidrio, iluminados por los letreros de las tiendas de la galería Imperio.

Tengo seis años y soy miope. Todavía nadie se ha dado cuenta, así es que para mí la vida entera es un lugar borroso.

Poco a poco distingo a mi padre, que viene corriendo a rescatarme. Me levanta. Ahora estoy volando y escucho que llora y me reta, mientras deja caer su bolsa con una cajita verde, que se abolla, estrepitosa, sobre la piedra fría del piso.

El centro era su país. No Providencia o la casa de sus padres en La Florida, ni mucho menos Copiapó, donde vivíamos con mi abuela. Apenas llegábamos a Santiago me invitaba a recorrer su lugar detenido en el tiempo.

Caminábamos por calles y galerías, en una continuidad como de trenes y túneles: afuera, adentro; paseo, pasillo; vereda, baldosa; bocinazos, música; sol, neón. Cruzábamos el portal, buscando sombra y avanzábamos por laberintos que en sus paredes, entre los pequeños negocios, escondían obras de arte que me parecían dibujos rupestres en una cueva.

Así, ajustando las pupilas, salíamos al otro extremo de la manzana.

Yo me tomaba con fuerza de su dedo meñique e intentaba memorizar los nombres (Juan Esteban Montero, Crillón, Edwards, Gran Palace, del Ángel), mientras él volvía a ser el empleado alto, delgado, de bigote y lentes de marco oscuro que dejó el Santiago golpeado de fines del 73 para irse a vivir a una ciudad sin galerías.

Quería mostrarme todo, en una suerte de iniciación capital: me llevó al Paula, cerca del Teatro Municipal, donde conocí el café helado y el sándwich de ave pimentón. Muy cerca, en el Mermoz, probé el sabor rasposo del jugo de chirimoya, servido siempre en un jarrito metálico que sudaba frío. Y en la tienda Calpany de calle Huérfanos me invitó por primera vez a elegir mis zapatos, unas chalitas blancas de aspecto ortopédico, que eran nobles, hermosas y firmes, como la cajita verde que se abolló esa tarde en que me perdí.

El cartel de publicidad de la tienda anunciaba que estos calzados eran los «únicos en su envase metálico», una expresión un poco desangelada para un objeto cargado de tanta poesía.

Desde ese día, el «envase metálico» se transformó para mí en un cuento ilustrado que llegué a memorizar: sobre el extremo inferior de la tapa, dibujado en trazos azules, un niño de pantalones cortos y calcetines blancos llevaba puesto un solo zapato. En sus manos sostenía el otro, mientras lo limpiaba con una franela roja.

Estaba concentrado y parecía sonreír.

Yo imaginaba que él frotaba una lámpara mágica, porque aparecían a su alrededor una serie de hilos entrecortados y sinuosos, que se movían junto a unos pequeños volantines de colores, como los de Nemesio Antúnez, quien también pintó varios en una de las galerías. Las líneas daban movimiento a la naturaleza rígida de la lata y la mayor parte de los volantines estaban separados de los hilos, porque tal vez habían sido liberados por el pequeño.

Desde los años sesenta se produjeron varias ediciones de la cajita Calpany: había de color vainilla, blanca o turquesa, con tapa roja o negra. La mía era verde aguamarina con tapa blanca. La última versión era completamente verde. La imagen del niño ocupaba toda la estructura y él seguía lustrando el zapato, pero ya no había volantines.

Durante sus últimos años, mi madre tuvo una afición.

–Vamos a sacar plata a la pieza de mi mami –me dijo, una vez que viajé a visitarla a Copiapó.

Llegamos hasta la dirección de nuestra antigua casa. Ahora había una sucursal del banco Itaú de dos pisos y ventanas polarizadas.

–Este es el único cajero que uso –declaró, orgullosa, instalada en el lugar exacto donde alguna vez estuvo el dormitorio que compartí con mi abuela durante diez años.

Me ubiqué justo en la esquina desde donde la observaba cada tarde, sentada frente a su ventana. Ella apenas podía ver, por culpa de las cataratas: solo escuchaba los ruidos de los autos, las conversaciones de quienes pasaban, los gritos de los vendedores y reconocía, quizás, algunas sombras que circulaban por el fin de la jornada. Refugiada en su sitial blanco de madera, metía las manos en los bolsillos del delantal, sacaba un pedacito de marraqueta, lo mordía y lo volvía a guardar. Luego, cruzaba las manos y movía silenciosamente los pulgares, que giraban uno sobre el otro mientras se perdía en su realidad filtrada.

Yo ya tenía mis lentes, así es que observaba con definición e intentaba imitar ese movimiento. Eso era la paz: el sonido de la calle fuera de campo, mi abuela a contraluz, el delantal, los pedazos de pan, sus ojos de agua, el ritual de los pulgares.

Pasaba las horas ordenando sus cosas. Yo le preguntaba siempre lo mismo: abuelita, qué busca. La felicidad, respondía.

Sonaban la tele en blanco y negro, las teleseries, las noticias de los militares, el único canal.

Sobre su mesa, iluminada por la ventana callejera, instalaba la cajita de Calpany, ahora transformada en su costurero de fragmentos. Yo me acercaba y jugaba con la tapa, la hundía y la soltaba y el sonido se parecía al de los sapitos de lata. Ahí tenía un cartoncito con restos de hilos enrollados, un par de botones pegados en unas cintas de scotch, una tiza desgastada, una huincha de medir, un trozo de tela con agujas encajadas, un crochet y restos de lana de todos los colores, con los que tejía en braille unos tomaollas desprolijos, que tenían un lado de lana y el otro fabricado con un retazo de género que le costaba tanto coser. Todavía los guardo.

Abuelita, la ayudo.

2022

Calpany quebró y clausuró su fábrica de la calle Einstein, en Recoleta, el año 2002. Llegó a tener 21 locales en Santiago y varios en el sur de Chile. El Paula cerró en 2006 y la galería Imperio comenzó a ser demolida el 2014 para transformarse en un mall.

Tomo mi cajita, que ahora está llena de lápices, y la vuelvo a observar. En la parte de abajo tiene impresa una lista de sucursales. Elijo la de Huérfanos 785, voy hasta allá e intento replicar el ejercicio de mi mamá. Ahora hay una óptica, al igual que en la dirección donde estaba el Mermoz. Avanzo hasta la exgalería Imperio y entro al mall, que es luminoso y tiene muchos negocios, pero nada de eso me lleva a ningún lugar.

Salgo a la ciudad y empiezo a caminar, en medio del ruido y del calor. A poco andar, la galería Juan Esteban Montero me hace un guiño y entro, buscando sombra. Miro al suelo y veo una larga alfombra de mosaicos con formas de artesanías de Quinchamalí. Al costado, los negocios: un spa, un local de colaciones, un centro médico y –otra vez– una óptica. Miro hacia arriba, al final de las luces y reaparece, como un arte rupestre, un mural cansado de Nemesio Antúnez. A lo lejos, escucho una música indescriptible de vacaciones.

Me saco un zapato y reconozco el suelo frío.

Me quito los lentes y ahora sí, por un rato, vuelvo a perderme en la galería borrosa de la infancia.