En las salas de espera del dentista, leo y escribo en mi iPad.

Antes, cuando empezaba a frecuentar este consultorio hace más de quince años, leía y escribía en mi cuaderno de notas: ya desde los años noventa del siglo pasado venía a este lugar situado en los Campos Elíseos para que le arreglaran los dientes a mi madre, fallecida en 1997. Hay muy poca relación entre esta calle y ese paraíso imaginado en la antigua Grecia, sobre todo en este tramo que va a dar al periférico. Pero tampoco existe mucho parecido entre la Grecia actual y la de Homero, Pericles o Esquilo.

En los noventa no existía aún el tuiter y se iniciaba el uso del celular, los aparatos eran gigantes y, a nuestros ojos actuales, antediluvianos. Los consultorios eran más silenciosos y se podía leer más a gusto. Desde hace cuatro años, por lo menos, he empezado a matar el tiempo revisando los tuits en mi celular, otra de mis ocupaciones favoritas en la sala de espera y también en las mañanas cuando despierto, con una taza de café en la mano.

En el Guardian, me llaman la atención ciertas declaraciones de la alguna vez famosa y guapa actriz Jacqueline Bisset, quien se queja de que las mujeres mayores desean seguir haciendo el amor, pero los hombres de edad prefieren acostarse con las jóvenes.

Todo es pasajero, decía Proust, las calles, las avenidas y los años.

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(Dientes puntiagudos de roedor, ávidos, carnívoros, de hombre o de primate, relumbran en la oscuridad: Cabeza VI de Bacon, serie exhibida en la galería Hanover de Londres, 1949.)

Los grandes cuadros abandonados del taller de la Royal Hospital Road que habitó Bacon en la década de los treinta inscriben su existencia enigmática en este contexto. ¿En qué contexto, me pregunto? Son el testimonio de un período de su obra casi enteramente soslayada por el pintor inglés, de la cual tuvo mucho cuidado en no dejar rastro, destruyendo todo lo que había pintado desde 1933, época en que su pintura fue expuesta al lado de la de Picasso en la Mayor Gallery. Sí, aunque podría parecer que Bacon se dejaba manipular por sus amigos o por sus amantes, siempre guardó un rígido control sobre su producción, al grado de que en cierto momento de su trayectoria decidió quemar todas las obras de su autoría, es decir, las que todavía estaban almacenadas en su sitio de trabajo: consideró que no estaban lo suficientemente logradas. Por fortuna, unos cuantos cuadros de esa primera época ya pertenecían a coleccionistas visionarios a quienes Bacon las había obsequiado o quienes se las habían comprado para ayudarlo. Formaron parte de los acervos de varios museos muy importantes, el de Arte Moderno de Nueva York, el Guggenheim, la galería Tate o el Kunsthalle de Hamburgo.

En 1944, Bacon le rendirá un gran homenaje al pintor malagueño residente en París: se trata nada menos que del famoso tríptico intitulado Tres figuras debajo de una crucifixión.

He utilizado ya estos textos en otro de mis libros llamado Saña, pero no importa, el orden de los factores en literatura altera definitivamente el producto.

A menudo me equivoco y escribo acerbo –que quiere decir amargo– en vez de acervo, que quiere decir, según el diccionario de la Real Academia, montón de cosas menudas y según yo conjunto de objetos o escritos que conforman una colección.

Hay que notar que en esas pinturas designadas por Picasso como abstracciones, pintadas hacia 1929 –y modelo de las que destruyó Bacon–, el elemento más destacado sería la dentadura, altamente estilizada, apenas señalada con unos trazos, procedimiento primordial en otro de los cuadros, uno casi abstracto de ascendencia cubista, pintado hacia esa misma época y conocido como La señorita [La demoiselle (tête)]: una figura dibujada como si fuera un termómetro: una delgada línea roja central enmarcada por varias rayas blancas torpemente dibujadas: los dientes.

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Sigo sentada en este consultorio, el de mi médico de cabecera, el que está en los Campos Elíseos. Estoy al lado de muchos otros pacientes a los que miro indiferente, aunque sean hermanos del mismo dolor, aunque haya algunos que me divierten o me entretienen, por su aspecto o vestimenta o últimamente por sus monólogos en el celular. Reviso de vez en cuando las revistas desparramadas sobre la mesa de la sala de espera, bastante pequeña, pienso, para la afluencia cada vez más inmoderada de personas.

De pronto apunto algo; interrumpo como de costumbre esa operación cuando me invitan a pasar a uno de los cuatro cubículos donde volverá a repetirse la misma escena soportada pacientemente durante quince años, los mismos que llevo aquí escribiendo esta novela.

Ya acostada en el sillón reclinable que ha dejado de ser último modelo, espero otra media hora a que aparezcan la auxiliar dental o el dentista, y, debido a la lentitud de los procedimientos para confeccionar piezas perfectas, y a la enorme afluencia de pacientes, y también a que soy un modelo de procrastinación y suelo posponerlo todo para otra mejor ocasión, ha pasado un largo período antes de que mi mordida y mi sonrisa mejoren.

La operación se inicia siempre de la misma manera: me instalan en el sillón, me colocan un babero en el cuello, lo sujetan con pinzas, me piden cortésmente que me limpie el lápiz de labios o lo retire con un pañuelo desechable, me colocan un cojín protector en la nuca para estar más cómoda y para paliar la inmoderada curva que mi mala posición ha marcado en mi espalda, reclinan luego el mueble y, una vez extendida, me sacan el puente provisional o el fijo con un aparato que hace presión y me lesiona la encía; me limpian el exceso de saliva con otro kleenex, y en esta ocasión específica de la que estoy escribiendo en este momento, repetida N veces, desatornillan con un desatornillador diminuto los implantes, esos mismos que, después de mucho resistirme y de largo tiempo perdido entre visitas y más visitas a varios laboratorios y consultorios de diversos dentistas, me ha logrado poner el implantólogo.

Me insertan en la boca abierta una especie de escudilla, su nombre técnico es cucharilla (se ha formado un ripio), en realidad moldes rellenos con cera líquida o silicón de diversos colores: servirá para modelar las piezas postizas que podrán sostenerse gracias a los implantes. La escudilla y el alginato me producen náuseas, sobre todo si el molde se ha insertado en la parte inferior de la mandíbula. Mi cavidad bucal es pequeña y con gran gentileza mi dentista de cabecera ha mandado confeccionar una cucharilla a la medida de mi mandíbula para que de esa forma se mitiguen las náuseas.

Cuando el alginato se endurece, lo extraen con un rápido movimiento: me asusta, siento como si me arrancaran los pocos dientes sanos que aún decoran mi boca; vuelven a pedirme que la abra, colocan un aspersor para secar la saliva, comparan el color de los dientes con un muestrario que exhibe una cantidad increíble de tonos diferentes muy matizados, me permiten cerrar la boca, descanso, vuelvo a abrirla, vuelvo a cerrarla, me toco con la punta de la lengua los muñones, siento el hueco que han dejado los implantes extirpados y mi médico de cabecera empieza a hablarme con entusiasmo de los nuevos dientes que adornarán mi boca, esas prótesis que por mi capacidad infinita de procrastinar y mi terrible miedo a cualquier intervención quirúrgica no me habían podido colocar.

Para finalizar vuelven a ajustarme el puente provisional. Luego me pedirán que de nuevo abra grande la boca y pondrán dentro de ella un papel llamado de articulación para checar la mordida; si esta no es correcta, dejará huellas en el papel.

Las operaciones dentales son, como lo he dicho interminables veces, monótonas y reiterativas, como las de la vida cotidiana: despertar, desayunar, leer el periódico, tuitear, oír las noticias cuando estaba Carmen Aristegui, bañarse, lavarse los dientes, hablar por teléfono, mandar mensajes de WhatsApp…, sentarme luego a escribir y pasar la mañana entera frente a la computadora sin alzar la vista y sin seguir los consejos del oftalmólogo quien me dice que debo hacerlo, levantar la vista cada media hora, descansar por lo menos diez minutos y parpadear de vez en cuando para proteger mis ojos.

Consigno aquí esos movimientos, aunque es imposible dar cuenta exacta en la escritura de las recurrentes veces en que se repiten incansables las mismas operaciones: escribir, borrar –en la computadora es más fácil rehacer o cambiar de lugar los textos que cuando escribía a mano o a máquina–, o ya en el dentista sentir cómo introducen el papel de articulación dentro de mi boca abierta: abra grande la boquita, repiten, muerda, repiten, vuelva a morder, deje señal en el papel, vuelva a abrir la boca, vuelva a morder, deje señal en el papel y así al infinito, oyendo la letanía que profiere la técnica dental: muerda-abra-muerdaabra-muerda-abra-muerda…

Cuando desaparece la huella en el papel, se prepara el pegamento, una mezcla lo bastante fuerte para mantener firme el puente sin que se mueva cuando mastico, y que permita a la vez desprenderlo sin demasiado esfuerzo la próxima vez que tenga yo consulta. Para que el pegamento se adhiera, colocan un rollo de algodón prensado en mi boca, aprieto firmemente, lo sacan, vuelven a introducirlo, la técnica dental empuja con violencia la prótesis, se disculpa por hacerlo y me recomienda que no coma nada por lo menos en media hora.

¿Cómo siente su mordida, me pregunta Lulú? No dejan sin embargo de producirse desaguisados, aunque me aseguren que han ajustado el puente provisional con un pegamento muy resistente. Y esos desaguisados se producen en las ocasiones menos favorables, ya sea los fines de semana, cuando estoy de viaje o en medio de una fiesta en la que, con una copa en la mano y una sonrisa en la boca, departo con amigos, reservada y libremente.

Para consolarme pienso que en literatura el orden de los factores altera irremisiblemente el producto.

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(A Francis Bacon, el gran pintor angloirlandés, le fascinaban las imágenes incongruentes; mientras más incongruencia, mayor era la atracción.)

A CABALLO REGALADO NO SE LE MIRAN LOS DIENTES

Intercalación paremiológica: tener colmillo quiere decir tener experiencia, habilidad, maña, inteligencia o astucia para conseguir las cosas, a veces no de manera legítima. Al pasar los años, las encías se contraen de manera natural, dejando así expuesta la mayor parte del diente. Lo que nos hace pensar que la sabiduría y la experiencia llegan con la edad, con los años; al utilizar esta frase estamos dando a entender que alguien con colmillo tiene experiencia o domina muy bien ciertas situaciones o actividades.

Para proteger sus huesos dentales una amiga mía debe usar un paladar falso. Una especie de muralla de contención o contrafuerte para prevenir derrumbes.

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El dentista, como los hojalateros, arregla –perogrullada– la carrocería bucal.

Si tomo en cuenta esa comparación que hizo mi dentista –la dentadura es semejante a la carrocería de un automóvil–, dos años largos separaban la mía, completamente destrozada, de la apariencia perfecta que podría tener un Rolls Royce, apariencia elegante que muy probablemente tendré cuando me hayan colocado las nuevas prótesis.

Debo aclarar que esto sucedió durante aquellas sesiones ya perdidas en el tiempo de los primeros dos años en que empecé a frecuentar a mi actual dentista de cabecera. Según él, la apariencia de mi boca era semejante a la de un Volkswagen. Preciso, me lo dijo mientras arreglaba la parte inferior de mi boca, donde pusieron dos implantes, al lado de seis dientes que como los de Cervantes aún conservo en perfecta actividad; han sostenido un puente intacto y en uso continuo sin ninguna resquebrajadura desde hace diez años.

Me explico, el Volkswagen o Bochito es un automóvil ya descontinuado, fabricado durante largo tiempo en México y Brasil y una de las marcas más populares entre los consumidores de medianos recursos. Estos automóviles, como toda la tecnología moderna, se han convertido ahora en ready mades a la manera de los objetos inmortalizados por Duchamp; solo sirven como chatarra o para que Gabriel Orozco haga una instalación en el Museo de Arte Moderno de Nueva York.

Estando como de costumbre con la boca abierta, mi dentista hizo esa comparación, no con Duchamp, sino con los Volkswagen. A mí me recuerda esos cuadros de Bacon que representan personajes con la boca abierta enseñando, desenfadados, sus horribles deformaciones dentales.

Pensé de inmediato en mi primer viaje a Alemania en noviembre de 1953, en esa época en que las ciudades alemanas eran oscuras y conservaban las huellas de los continuos bombardeos aliados, una represalia para vengar los que la aviación nazi lanzara antes contra sus ciudades, hecho del que se queja amargamente en un ensayo W.G. Sebald, aquí en mi regazo, como los otros muchos libros leídos en los consultorios de los muy distintos médicos que me han obligado a visitarlos.

En ese viaje me alojé en la casa del tío de una amiga con quien viajaba. Era judío, había estado en un campo de exterminio, donde habían muerto su esposa y sus hijos. Cuando los aliados liberaron el campo de Auschwitz, situado en Polonia, de donde era originario, prefirió emigrar a Alemania e instalarse en Múnich. Allí conoció a otra sobreviviente que también había perdido a su familia en Auschwitz. Se casaron y vivían en un departamento con varias piezas y dos hijas; la mujer tenía el pelo oscuro, pero se lo pintaba de rubio y ambos tenían en el antebrazo los tatuajes distintivos de los campos de concentración, como por otra parte ya lo he contado de distinta manera en mi libro Las genealogías.

Con sus pequeñas celebraban a la vez la Januká y la Weihnachten, es decir una fiesta judía y la Navidad, fiesta cristiana. A mi amiga Liba y a mí nos alojaron en la única pieza del departamento que no tenía calefacción; servía de refrigerador: en los alféizares de las ventanas había peras, manzanas y bocales rellenos de conservas de fresa y otros frutos del bosque. Nosotras dormíamos en catres y nos cobijábamos con unos maravillosos y suaves edredones de plumas, parecidos a los que mis padres trajeron a México cuando emigraron desde Ucrania. Era, eso sí, difícil levantarse en la mañana; la habitación estaba helada.

Retomo el hilo: recostada en el sillón último modelo del consultorio del dentista, con la boca abierta y con una cucharilla rellena de alginato dentro de ella, sigo recordando al tío de mi amiga (hermano de su padre, aunque completamente distinto en su catadura: el de Liba era alto y delgado, nuestro huésped, rechoncho y bajito de estatura), y lo recordé porque para alentarme y distraerme de la operación mi dentista me aseguraba que cuando terminara de arreglar mi boca, cuya apariencia era en ese momento semejante a la de un viejo Volkswagen, tendría el aspecto de un Rolls Royce.

Obviamente, una metáfora.

Y ese recuerdo se asocia con otro, el tío de mi amiga tenía un Volkswagen color verde seco (como mis zapatos-fetiche: los uso para escribir: yo, Nora García), provisto de una palanquita instalada al lado de la puerta del conductor; se levantaba automáticamente cuando intentaba dar vuelta a la derecha o a la izquierda del camino: esos automóviles se siguieron fabricando en Alemania después de la Segunda Guerra e invadieron el mundo entero; el modelo había sido diseñado por algún ingeniero alemán para satisfacer los deseos de su Führer y lograr que la gente del pueblo pudiese desplazarse en autos eficientes y baratos, al alcance de todos los bolsillos: es bien sabido que en alemán Volk quiere decir pueblo y Wagen, vehículo, pero para Hitler la palabra Volk se aplicaba solamente a la gente de origen ario.

Con los Fiat en Italia sucedió algo semejante, su diseño fue el resultado de un deseo de Benito Mussolini: confeccionar un modelo de auto que pudiese motorizar a todos los italianos.

Después de la guerra, la gente en general pudo usar los automóviles diseñados en Alemania solo para el pueblo elegido, usurpando ese concepto o leitmotiv que les sirvió como lema para exterminar a los judíos quienes hasta ese momento habían creído constituir el verdadero y único pueblo elegido por Dios.

De ese viaje me ha quedado indeleble el recuerdo del Volkswagen del tío de Liba y la silueta de la Frauenkirche, la catedral muniquense, en esa época casi totalmente destruida, ¿desdentada?, a causa de los intensos bombardeos que la ciudad había sufrido. Cada vez que recuerdo ese viaje persiste el asombro: ¿por qué había yo escogido visitar Alemania, todavía patria del nazismo, y para colmo durante el invierno? Y, ¿por qué los parientes de mi amiga habían elegido esa ciudad si los alemanes los habían deportado desde algún pueblecito de Polonia hasta Auschwitz? La única respuesta que encuentro a esas preguntas es una imagen terriblemente intensa, la de una catedral destruida que en un documental dedicado a Heinrich Böll ocupa un lugar excepcional.

Un recuerdo gemelo, en donde coinciden iglesias bombardeadas, ciudades oscuras y edredones contra el frío, sería la visita que por ese entonces hice también a la ciudad de Colonia, con su catedral semidestruida y sus vitrales destrozados.

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Muchos años después, en 1987, visité por primera vez Berlín, de nuevo en invierno; me alojé en la ciudad occidental, cerca de lo que fue la calle principal antes de la caída del muro, se llamaba Kurfürstendamm o Dam simplemente, donde se mantienen erguidos los restos oscuros de una iglesia de la que queda apenas una torre como recuerdo simbólico de la guerra. Atravesé el Checkpoint Charlie para visitar luego el Berlín oriental, caminé por las calles heladas, desiertas y grises y llegué a mi destino, el Museo Pérgamo (de mágico nombre), donde se exhiben enormes ciudades arrancadas de su origen: una verdadera transferencia de la monumentalidad. Se diría que los templos y calles allí exhibidos carecen de su esencia y muestran solamente alguno de sus atributos, la palpable demostración de un exilio edificado, cuyo escaso arraigo se contiene apenas en el espacio de una museografía. De regreso al otro lado, el Berlín occidental, visité el pequeño museo arqueológico cuya señal distintiva la determinaba lo minúsculo. Captó mi atención una famosa escultura pequeña y coloreada de Nefertiti, cuyo tuerto perfil, resplandeciente y noble, dibuja para mí una cifra enigmática, una señal que quizás aclare el sentido de mis transcursos por tierras alemanas: su humilde talla evoca en mi imaginación un cuadro de Gaspar David Friedrich que admiré alguna vez en el museo de Hamburgo (en 1990), otra famosa ciudad alemana, cuadros cuyo color –de linaje literario y de un gris vivo, según mi querida joven amiga Mariana Frenk, fallecida a los ciento cinco años– ilumina al pintor, quien, pintado de espaldas, contempla un paisaje ejecutado a la manera romántica. Es posible ver el paisaje, gozarlo en su luminosidad total, pero quizás nunca sabremos qué es lo que piensa el artista, colocado siempre fuera de la realidad, como la estatua famosa del conquistador Champlain, dándole la espalda al río San Lorenzo en Canadá o un paisaje inquietante de Roberto Aizenberg, el pintor argentino, en ese cuadro llamado Padre e hijo contemplando la sombra de un día, dos figuras minúsculas, de espaldas a quien las mira, observan el río de La Plata, nunca sabremos qué es lo que contemplan, ni por qué al padre se le ocurrió detenerse allí junto a su hijo.

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Ayer en el Museo Judío de Berlín (un nuevo ayer estático en el tiempo, pero cronológicamente diferente), varios años después de haberlo visitado por primera vez, y doce ahora que lo relato, encontré que los inmensos espacios vacíos que tanto me habían impresionado y permitían admirar el hermoso y majestuoso diseño del nuevo edificio se habían rellenado con objetos de toda índole y se había destruido la armonía arquitectónica que al principio tenía.

Los espacios vacíos hablaban con mayor elocuencia de la desaparición.

Uno de ellos era alucinante, una especie de pozo construido de tal forma que al caminar producía vértigo y se experimentaba una sensación de pérdida total. Otro de los patios, o al menos así lo recuerdo, reproducía los grabados que Gisèle Lestrange, esposa de Paul Celan, había imaginado para entender (¿?) los campos de concentración, zonas limítrofes confeccionadas con objetos simbólicos, palabras o imágenes alusivas que en hebreo se conocen como yeruvim.

¿Cavamos una tumba en el aire donde hay estrechez, escribía Paul Celan?

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Pero no he salido en realidad de la antesala del consultorio de alguno de mis dentistas –lugar eterno, inviolable, reiterativo, las revistas desparramadas sobre la mesa; varios pacientes esperan con la dignidad que el nombre mismo de su actividad les confiere y yo sigo escribiendo eternamente este texto como nueva y desdentada Penélope.

Sigo a la espera de Ulises.