UNO En una de esas típicas listas de consejos para escritores, Kurt Vonnegut recomienda comenzar una narración tan cerca del final como sea posible. Pienso que, como en todo lo demás, tiene razón, pero esto supone que el autor necesariamente conoce el final de la historia que está contando, algo que puede ser útil si estamos filmando una película pero que deja poco espacio para la sorpresa del propio autor. De hecho, creo que si conociera el final de lo que estoy escribiendo preferiría escribir un resumen solamente; creo que si escribir se tratara solo de narrar una historia desde el punto A al punto Z bastaría con escribir solo sinopsis. Veo en esta desidia mía el mismo aburrimiento del que habla Paul Valéry al afirmar que jamás podría ser un novelista, porque sería incapaz de escribir una frase como «La marquesa salió a las cinco». Un cansancio con el que Valéry fue muy consecuente si pensamos que dejó de escribir a los cincuenta y cinco años y que vivió dos décadas más.

DOS Recuerdo ser adolescente, estar interesado solo en los escritores que murieron jóvenes y también desear una muerte temprana a todos los buenos escritores vivos. Leía las biografías de los autores que me gustaban buscando muertes violentas o rasgos de locura antes de los treinta años; generalmente, ese dato me bastaba para hacerme parcial del susodicho, aunque solía conformarme con datos sobre una desmedida ingesta de drogas o una juventud que hubiese consumido buena parte de sus dones.

A los diecisiete años estaba en condiciones de recitar, si se daba el caso, fragmentos nada despreciables de Arthur Rimbaud, el conde de Lautréamont y John Keats. Todos ellos formaban parte de un devocionario personal en cuya segunda línea pronto estuvieron Martín Adán, Raymond Radiguet, Alain-Fournier y Georg Büchner. No todos murieron a los veinte años, pero todos dejaron una obra en apariencia definitiva, una afirmación sobre la juventud, su energía informe y las fuerzas exteriores que intentan conducirla por los canales de la familia, el trabajo y la convención.

TRES A los trece años leí «Funes, el memorioso» en la Antología del cuento hispanoamericano de Ricardo Latcham. Esa fue mi primera exposición a Borges y, por algún tiempo, la única. La única, porque después de leer este cuento alguien se ocupó de transmitirme la imagen de un Borges anciano, ciego y derechista, una imagen que me produjo una repulsión espontánea que solo un buen puñado de años y una lectura apasionada me llevarían a superar.

Lo mismo me pasó poco después con T.S. Eliot, a los dieciocho años; la imagen de un católico siútico me hizo arriscar la nariz con la misma intensidad con que más tarde leería y releería Prufock and Other Observations. Con el tiempo empecé a admirar la vejez prematura de Eliot como un acto vital, me vi a mí mismo tomando el té en la casa de ciertas damas con quienes nunca tendría correspondencia, y me vi recitando de memoria ciertos pasajes de sus poemas mientras andaba en bicicleta. Hoy creo ver al joven Eliot en el Eliot viejo, al Borges joven en el Borges viejo, y viceversa.

CUATRO Cuando alguien muere queda fijo en el tiempo, su pensamiento no progresa en ninguna dirección y sus ideas quedan enmarcadas como definitivas, algo que puede acomodar a quienes pretenden dar un uso práctico o simbólico a las ideas y a la vida de los difuntos útiles. La experiencia me ha llevado a desconfiar de toda definición. Siento más afinidad con la misión surrealista de matar al muerto mediante la práctica razonada de la máxima de omnibus dubitandum. Hablando de escritores, tal vez la muerte es el momento en que recién comienza el diálogo, el punto final que señala que ha llegado la hora de sentarse a conversar.

CINCO El día 5 de abril de 1994 lo pasé en Puerto Montt; era mi cumpleaños número quince. Debo haber pasado el día escuchando música, y probablemente entre los discos que escuché estuvieron Bleach o In Utero, mis dos discos favoritos de Nirvana. Ese mismo día, en Seattle, Kurt Cobain sacó su kit de heroinómano de una caja de habanos, se picó una cantidad demencial de heroína y se disparó en la cabeza con una escopeta. Yo me enteré tres días después, mientras veía las noticias con mi familia. Mañana cumplo treintaicinco años y también se cumplen veinte años de la muerte de Kurt Cobain. No quiero exagerar, pero sí puedo decir que hay líneas de In Utero que me implantaron ideas que no tardé en buscar y encontrar en la literatura, líneas que prefiguraban ideas que no dudaría en defender hoy o cualquier día de la semana.

SEIS Nunca he dejado de sentir el alivio que experimenté a los veinte años al leer una frase de Pound donde dice algo como: para lo único que me ha servido llegar a viejo es para darme cuenta de que a los dieciséis años tenía la razón. Fue como la entrega de un cheque en blanco que llevé orgullosamente prendido a la chaqueta durante años. Bajo esa enseña cometí lo que más de alguno podría juzgar como los más descomunales errores, pero que bajo esa óptica eran tan solo movidas estratégicas de largo plazo.

SIETE Recuerdo una conversación juvenil repetida hasta la extenuación con un amigo que hoy vive en Río de Janeiro. En sus vueltas y revueltas pensábamos encontrar el punto exacto en la vida de un artista en que su obra tuviese todos los rasgos de la perfección, aquel punto en que cada adición a su bibliografía o discografía fuese del todo innecesaria. La conversación se trataba básicamente de restar vida y publicaciones a nuestros artistas favoritos hasta dejarlos jóvenes y perfectos, sin nada de la grasa de la vejez y la complacencia

-Bob Dylan debió haber muerto después de grabar Desire.
-No, debió morir después de Blood on the Tracks.
-No, después de John Wesley Harding.
¿Te acuerdas del accidente que tuvo en 1966, después de la gira de Blonde on Blonde? Ahí debió morir.

Esta conversación y sus variantes exigían las muertes de Iggy Pop en 1977, de Mick Jagger en el Altamont Speedway Free Festival de 1968 y de Lou Reed después de la grabación de Berlin. No nos consolábamos con la vejez de Bob Dylan o Lou Reed, éramos demasiado jóvenes para apreciar la obra de un artista maduro o el simple hecho de que siguieran vivos y trabajando. Los queríamos con grandes finales. Los queríamos muertos justo después de grabar un disco que dejara la idea de su obra rodeada de hermosas guirnaldas fúnebres.

OCHO Corre 1971. Charlie Brown y Linus están apoyados en el muro donde suelen ir a reflexionar. Ese es el primer cuadro de la tira cómica, los dos en silencio mirando hacia ninguna parte. En el segundo cuadro Linus dice: «Este mes Bob Dylan cumple treinta años». En el tercer cuadro se repite el silencio y en el cuarto cuadro el calvo de marras responde: «Es lo más deprimente que he escuchado en la vida».

¿Por qué era tan deprimente? No solo porque «la voz de su generación» junto con convertirse en adulto y en padre de familia había desaparecido de la vida pública, sino porque Charles M. Schulz se estaba haciendo eco de una frase atribuida al joven Dylan: «No se puede confiar en nadie mayor de treinta años».

NUEVE Siendo niño disfrutaba al imaginar qué ocurría con los personajes de una historia una vez concluido el libro o la película que los contenía. Me gustaba imaginar el porvenir de los personajes porque era una forma de responder al vacío que rodea una historia al recibir el punto final. En parte por eso me gustaba leer las historias de Tom Sawyer, Papelucho o Mampato: el que se tratase de historias seriadas me permitía regresar a esos personajes que se me habían vuelto entrañables y necesarios.

En las obras de arte que transcurren en el tiempo los finales son lo más importante. Hay quienes dicen que los finales de las canciones no importan, que podrían ser eternas secuencias de estrofas y coros, pero no estoy de acuerdo.

No tengo ningún interés en renunciar a ciertos personajes; tal vez por eso me aferro a las afirmaciones de Edmond Jabès, aquellas donde señala que en realidad nunca se termina de escribir un libro, que este invariablemente continúa en el libro que lo sucede, y así toda la vida. Tal vez por eso me gustan las novelas que no acaban o los escritores que afirman que todas sus obras forman parte de una misma obra mayor. Me gusta esa idea, ese resistirse al fin, a ese vacío en que la escritura se vuelve definitiva, conclusiva, cerrada en sí misma y los personajes simplemente desaparecen.

Ese sentimiento fue una importante fuente de combustible a la hora de leer Ulises a los veinte años. La alegría ante la reaparición de Stephen Dedalus después de «partir por millonésima vez al encuentro de la realidad de la experiencia para forjar en su espíritu la conciencia increada de su raza», después de su indocumentado paso por París y su regreso a Dublín poco antes de la muerte de su madre. Creo que pude leer Ulises por primera vez solo porque buscaba cada aparición de Stephen, ese pretencioso joven que habría enviado copias de sus poemas a todas las bibliotecas del planeta.

En mi última pasada por Ulises descubrí que ya no me interesaba saber qué pasaba con el poeta Dedalus; sus dolores y sus envidias me son indiferentes. Creo que ahora siento por él algo mucho más parecido a lo que Leopold Bloom siente cuando lo ve lírico, borracho y paranoico insultando a todo el mundo.

La desaparición de Stephen al final de la novela es su salida final. Sale de la casa de Leopold Bloom y, después de orinar juntos en el muro, desaparece. Podemos suponer que encontró un trabajo de profesor de inglés en Trieste, que guardó un cartapacio lleno de relatos breves en su maleta y tomó el ferry desde Dublín a Inglaterra junto a una chica de Galway.

DIEZ Hemos llegado a descartar la idea de un autor único de la Ilíada y la hemos reemplazado por una sucesión de aedos que paulatinamente dieron forma a este poema épico. Pero el reemplazo de la figura de Homero por una constelación de hipotéticos poetas planteó numerosas preguntas, preguntas a las que Martin L. West ha dedicado el trabajo de su vida. West descubrió que el texto efectivamente era un patchwork de varias autorías, logró datar la composición de los episodios insertados en el poema y también produjo una edición de la Ilíada de la cual se eliminaron los fragmentos espurios.

¿A qué conclusiones llegó Martin L. West? Primero, al comparar la Ilíada con los fragmentos de los demás poemas épicos del ciclo troyano descubrió que era el de composición más antigua, lo que nos permite inferir que toda la producción épica sobre el ciclo troyano se realizó de acuerdo a una idea que, básicamente, consistía en narrar todo lo que el autor de la Ilíada había decidido dejar fuera de su poema. Esto nos lleva a una segunda conclusión. Alguien muy parecido a Homero existió. Ese poeta fue quien decidió narrar solo la historia de la cólera de Aquiles, no el rapto de Helena y toda la guerra de Troya, sino solo un episodio acotado que acaba con la entrega del cuerpo de Héctor a su padre. La elección del punto de partida del poema y, más aun, su punto final son la prueba de la existencia de un plan muy razonado y de un autor. O eso es lo que quiero pensar.

ONCE Me gusta imaginar a los aedos de la Grecia antigua componiendo sus poemas épicos para acabar con el vacío y el silencio que la composición demasiado acotada de la Ilíada les hacía sentir. Me divierte imaginarlos como fanáticos que se deleitan en la composición de secuelas y precuelas cuyos argumentos todo el mundo conocía. Amo a esos hipotéticos poetas nerds arcaicos cuyas obras enumera Proclo en su Crestomatía. No me cabe ninguna duda de que la creación de estas obras obedeció a más razones que la simple ñoñez o fanatismo de estos poetas, pero es difícil no verlos como antiguos parientes de los fanáticos de Star Wars o Star Trek. De hecho, la única forma en que me explico la composición de una obra como la Telegonía, el relato de la muerte de Odiseo a manos de su hijo Telégono, es la incapacidad de conformarse con un punto final.

DOCE Mario Vargas Llosa fue una de las personas más involucradas en la revaloración de La casa de cartón de Martín Adán, a fines de los años cincuenta. La entonces veinteañera promesa de la literatura peruana hizo un guiño a un autor que ya había pasado tres largas temporadas en el manicomio y que podía más fácilmente ser encontrado en las páginas de la crónica roja que en la sección cultural de los periódicos. Este autor había publicado con veinte años un libro maravilloso que empezó a escribir cuando tenía dieciséis, un libro que siempre se negó a llamar una novela y que se empeñó en definir como una serie de bosquejos sobre su infancia en el barrio limeño de Barranco.

En 1958, cuando se reeditó La casa de cartón (original de 1928), Martín Adán tenía cincuenta y dos años y había publicado tres libros de poesía, uno de ellos gracias a un premio ministerial, pero su obra seguía siendo percibida como hermética, difícil, y por tratarse de un alcohólico que prácticamente vivía en instituciones psiquiátricas no se le tomaba en serio. Para sumar desgracias, la puesta en valor de su obra juvenil traía consigo el reproche de ser catalogado como la promesa jamás cumplida de la literatura peruana, un anciano alcohólico encerrado en un manicomio cuya única gracia fue haber sido el objeto de un poema de Allen Ginsberg en su paso por Lima en 1960.

TRECE Agradezco tener amigos dispuestos a mostrarme lo que escriben. Más bien lo que agradezco es la confianza que depositan en mis comentarios, que en la mayoría de los casos suelen dirigirse a cómo deben terminar los textos, sean poemas o relatos. En cambio, los comentarios de cada uno de mis amigos apuntan a distintos aspectos de un texto; por ejemplo, uno de ellos siempre se centra en la búsqueda de la palabra exacta y la eliminación de todo aquello que entorpece la intención de la obra; otro es un experto en sugerir títulos; otro, tal vez el que tiene el don más impresionante, piensa el texto en su totalidad y tiende a proponer cambios estructurales que apuntan a una mayor simplicidad o, más bien, a ocultar las complejidades de la estructura. Después de verlos en acción suelo imaginarlos como un equipo experto en activar bombas, algo así como Los magníficos.

Y creo que no solo hay que saber cómo terminar un texto, sino también cuándo dejar de escribir. Salvador Dalí, en Los cincuenta secretos mágicos de la pintura, recomienda ver los propios cuadros a través de una concha de caracol usándola como catalejo. Esto ayudaría a descubrir el momento exacto en que cualquier pincelada está de más. Afortunadamente, el progresivo encogimiento de la novela hace que la existencia de un secreto mágico similar para los escritores no sea de extrema necesidad.

CATORCE En las obras de arte que transcurren en el tiempo los finales son lo más importante. Hay quienes dicen que los finales de las canciones no importan, que podrían ser eternas secuencias de estrofas y coros, pero no estoy de acuerdo. Desde el Bolero de Ravel en adelante la música popular ha adoptado el crescendo como una de sus fórmulas más efectivas. Una buena parte de las canciones de Roy Orbison y de las composiciones de Giorgio Moroder para Donna Summer y, en ese sentido, del desarrollo de la música bailable que llevó a cabo Frankie Knuckles serían impensables sin el crescendo, esa ruta inescapable que nos conduce al éxtasis, a la petit mort, a un final soñado y explosivo en la cama o en la pista de baile.

QUINCE En 1985, Orson Welles tenía setenta años, había filmado más de veinticinco películas, estaba casado con una mujer cuarenta años más joven y había bajado más de treinta kilos. Ese año aceptó ser entrevistado en un programa de televisión y responder las preguntas de siempre sobre Citizen Kane, su amistad con Marlene Dietrich, las razones de su exilio en Europa y su matrimonio con Rita Hayworth. Sobre ella solamente dijo: «La mujer más dulce y tierna de mi vida». El entrevistador le pide que diga cómo es tener setenta años y que recite unos versos de Shakespeare; Welles utiliza hábilmente la pregunta para bromear sobre la muerte, la vejez, el amor y el dolor. Entonces el periodista le pregunta si le parece que el dolor es una fuente de inspiración para un artista; él lo ignora y responde, súbitamente hablando en serio: «El dolor es muy distinto a esta edad, no es como el dolor del amor perdido o el de un proyecto o un negocio que se va al carajo, esos son dolores jóvenes, vitales. El verdadero dolor es el arrepentimiento de la vejez, el pensar en todas las veces en que uno no hizo lo correcto». Dos horas después de esta entrevista Orson Welles estaba muerto, pero nos dejó una lección: antes del fin, hay que hacer lo correcto.

DIECISÉIS Yo creo en el acto de escribir como si uno se atara un lápiz al pie y luego saliera a caminar, es así de simple, incluso ante la inminencia del fin. Es sabido que incluso dándole la cara a la muerte los seres humanos no dejamos de escribir; prueba de ello es el Holocausto, cuando miles de personas siguieron llevando sus diarios, escribiendo lamentos para niños asesinados, ensayos, poemas y ficción. En una celda de Cracovia, Gusta Davidson Draenger escribió un diario en papel higiénico; Zalman Gradowski, un miembro de los sonderkommandode Auschwitz, dejó testimonio de sus conversaciones en la antesala de la cámara de gas y lo enterró en una botella. Antes de ser ejecutado en el campo de concentración de Klooga, en Estonia, Herman Kruk escribió las últimas entradas en su diario y las enterró en el mismo lugar.

Emanuel Ringelblum estuvo prisionero en el gueto de Varsovia con su mujer y su hijo, y fue el motor principal del Oyneg Shabes, un archivo destinado a preservar la memoria de la vida en el gueto. Ringelblum pedía colaboraciones a escritores, científicos, periodistas y gente que no tenía ninguna relación con la escritura, y recibió textos que documentaban las alzas en el pan, las escenas de pobreza y desesperación en las calles y también escenas de humor. En la primavera de 1943, cuando la destrucción del gueto parecía inevitable, los textos fueron escondidos en latas de leche y enterrados para asegurar su preservación. Poco después, Ringelblum y su familia escaparon del gueto y se escondieron fuera, pero fueron descubiertos y junto a otras personas ejecutados en la prisión de Pawiak, en las ruinas del gueto de Varsovia.

DIECISIETE Me pregunto cómo va a ser el último ser humano, el encargado de poner el punto final a esta especie. Cómo va a ser el último miembro del genus homo que merezca el nombre de ser humano y si, dos horas antes de morir, nos dedicará un momento y pensará en todos nosotros, la horda innumerable de muertos, convertidos en polvo hace rato, junto con todas nuestras religiones, nuestras tostadoras de pan, nuestras elecciones municipales, nuestros desodorantes ambientales, toda la música, toda la literatura y todo lo que alguna vez fue.