Rafael Gumucio
Andrés Barba
Rafael Gumucio: Buenos días. Andrés Barba es uno de los escritores españoles —ya hablaremos de lo poco español que es, aunque nació en Madrid en 1975—, uno de los escritores, digo, más gozosos que se pueda encontrar. Por desgracia no he leído todas sus novelas —que son muchas—, pero leí algunas y leí sus ensayos y traducciones. Incluso quienes crean que no han leído ningún libro de Andrés Barba probablemente han leído muchos, porque ha hecho más de treinta traducciones, sobre todo del inglés, de autores como Joseph Conrad, Henry James, Herman Melville, Lewis Carroll, Allen Ginsberg, Scott Fitzgerald, Dylan Thomas, entre otros. En eso parece latinoamericano y no español, porque son traducciones que están en la vieja tradición latinoamericana y vamos a hablar también de eso.
Andrés estudió filología hispánica y ha ganado la mayor parte de los premios más importantes en lengua española: por ejemplo, fue finalista del Premio Herralde de Novela en 2001 por La hermana de Katia y ganador en 2017 por República luminosa; ganó el Premio Torrente Ballester de Narrativa en 2006 por Versiones de Teresa y el Anagrama de Ensayo en 2007 por La ceremonia del porno, coescrito con Javier Montes. En 2010 fue seleccionado por la revista Granta como uno de los veintidós jóvenes escritores más importantes de habla hispana.
Pero quiero empezar, por supuesto, por lo que es mi interés específico, que es el humor. Hace un tiempo me encontré con La risa caníbal, publicado por Alpha Decay, que es una recopilación de ensayos sobre el tema y, bueno, lo leí con mucha pasión y me quedé detenido en un análisis que hace Andrés sobre la relación entre Chaplin y Hitler. Todos sabemos que Chaplin hizo una película, El gran dictador, que parodia al personaje de Hitler. Pero me interesó la interacción entre ambos personajes, que era mucho más compleja de lo que yo a primera vista pensé.
Andrés Barba: La parodia del gran dictador me parece que es, de alguna forma, un giro copernicano del pensamiento y de la acción del humor sobre la política, porque hasta ese momento de Chaplin que es, insisto, inaugural, la parodia se establecía como lo habían establecido los griegos: primero llegaba el aedo y recitaba la oda y detrás, en un momento marginal y periférico con respecto a la acción principal, llegaba el paroda y, utilizando los elementos de la oda, hacía la parodia en un momento de descanso, de esparcimiento. La parodia permitía a los espectadores soportar las acciones heroicas de los héroes, reírse un poco de ellas y volver refrescados a la oda, a escuchar otra vez la narración heroica. El paroda en el mundo clásico es el representante de lo inmoral, de lo bajo, de lo accidentado, de lo rastrero, de lo periférico. Chaplin es un paroda, es decir, su narración está vinculada a la imitación y la ridiculización de un discurso idealista que era el discurso de Hitler. Sin embargo, Chaplin tiene algo que no tiene ningún paroda y es que él es el representante de la moral. El discurso idealista es el discurso inmoral y el discurso cómico es el discurso moral y ahí hay una inversión total de los términos históricos en los que se establece la parodia. Por eso es un momento inaugural del humor en términos políticos. El representante de la humanidad, en este caso, es el humor, no el discurso idealista. Chaplin le da la vuelta a todo.
RG: Claro, como tú dices, el humano es el pobre, el perdido, y el inhumano es el grande. Esa es una paradoja muy buena.
AB: Sí, Chaplin recoge una tradición de Diógenes de Sinope, que básicamente es una especie de prueba de resistencia de materiales. A Diógenes de Sinope la tradición lo sitúa sentado desnudo sobre un tonel, rodeado de perros, frente a la academia platónica y cuando Platón dice que el hombre es un bípedo implume, Diógenes de Sinope despluma un pollo y lo suelta por la academia diciendo: ahí va el hombre de Platón. Esa es la tradición cínica del humor sobre la política y sobre el discurso idealista. El discurso idealista es peligroso, nos lleva a la guerra, a la muerte, al enfrentamiento. El discurso irónico, cínico o humorístico, según se mire históricamente, es un discurso de salvación, es un discurso materialista que agarra al discurso idealista y lo vuelve a la tierra una y otra vez o le da la vuelta para mostrar lo ridículo que es realmente. Entonces, la función del humor es una función higienizante desde el punto de vista político, porque pone de manifiesto lo absurdo que es el discurso idealista.
RG: Tú vives en Posada y te crees argentino, cosa que poca gente entenderá, pero bueno, hay un humor en eso. Como te crees argentino, hablemos de Milei. Él no tiene mucho humor ni sentido del ridículo, pero usó el humor como una forma de hacerse el simpático y el agradable como también lo hizo Hitler (no es baladí que Hitler haya usado el mismo bigote del hombre más cómico del mundo). Trump también ha usado el humor como una forma de hacer más simpático su discurso paranoide, a veces totalitario. Con ellos, pareciera que el humor como destructor de ideas e ideologías peligrosas no está cumpliendo ese papel.
AB: Hay dos cosas en lo que has dicho. Una es el episodio Chaplin-Hitler, que es fascinante desde donde lo mires, con la propia elección del bigote de Hitler. Hitler comenzó su carrera política con un bigote distinto, un bigote tipo nietzscheano, tipo el bigotón prusiano de toda la vida, pero lo cambia a ese bigote que, como dices tú, es el bigote del ya, en ese momento, payaso más célebre del mundo, que era Charles Chaplin. Y Chaplin cuenta en sus memorias que cuando Hitler elige ese bigote, él siente que hay algo en el destino de Hitler que queda encarnado en él de pronto. Él se da cuenta de que tiene que hacer una película sobre Hitler, que financia él de su bolsillo y transfiere todo lo que estaba planeando para hacer una película sobre Napoleón a una película sobre Hitler, a una película sobre el totalitarismo.
Por otro lado, es fascinante lo que ocurre hoy con la conexión de política y humor. Comienza, yo creo, con un político bufón, que es Berlusconi, que utiliza toda la parafernalia y la teatralidad del bufón clásico, de la comedia del arte, para hacer política, pero eso no es exactamente lo que ocurre con Trump, Boris Johnson o Milei, por ejemplo. El miedo máximo del político clásico es la caricatura, el ridículo, el no ser tomado en serio. Pero estos nuevos políticos, digamos, de la postverdad, han aglutinado las dos cosas, el discurso idealista y el discurso cómico en un solo personaje. Y se han vuelto totalmente inexpugnables. Trump es su propia caricatura, es el discurso idealista y al mismo tiempo es su discurso irónico. Boris Johnson, igual. Milei es una caricatura de sí mismo. Es imposible hacer una caricatura de Milei porque Milei es la caricatura de Milei. Al fusionar las dos cosas, estos nuevos políticos se han encontrado como una especie de cuadratura del círculo donde no importa que el discurso idealista resbale hacia el discurso humorístico. Es fascinante cómo eso está acompañado por el otro gran dilema de nuestro siglo, que es el tema de la verdad ¿Qué carajo es la verdad?, ¿por qué un político hoy puede decir algo que todos sabemos que es falso, por lo que no le pediremos ninguna explicación más adelante y que le pueda hacer ganar las elecciones? Esa sensación de que todo es performático, de que todo es falso, de que existimos en una representación y que la representación tiene comedia también, ha convertido a la política en una especie de bola de pinchos que no se puede agarrar, porque desde cualquier lugar es posible una respuesta irónica. Estamos entrampados en un lugar absolutamente peligroso, que permite que gente como Milei esté donde está.
RG: Trump era invitado habitual a todo tipo de programas humorísticos, se ridiculizaba a sí mismo.
AB: Y no le importaba. Sabía que ridiculizarse a sí mismo era hacerse más fuerte, en realidad. No era denigrarse, sino todo lo contrario.
RG: Lo divertido es que cuando él fue presidente empezó a molestarse con las imitaciones que hacía Saturday Night Live, que tenían el inconveniente de que a veces no parecían una imitación, porque Trump diría en la semana siguiente, en serio, lo que Alec Baldwin había dicho en el programa de manera cómica. Entonces Trump había usado el humor para llegar al poder, pero cuando estaba arriba ya no le parecía tan divertido.
AB: Hay que ser muy idiota, yo creo, para estar en el poder y olvidar que lo que te hace más poderoso es controlar el humor. La monarquía más indestructible de este planeta, que es la inglesa, es una monarquía que no sólo permite, sino que fomenta y habilita el humor sobre la monarquía inglesa. En cambio, una de las monarquías más cuestionadas de toda la Unión Europea, que es la española, funciona en un contexto casi de censura total, donde los insultos a la monarquía son un delito tipificado, por el que la gente va a prisión. Tú haces un tuit denigrante para la monarquía y vas a la cárcel. Eso es una forma de demostrar abiertamente lo inseguro que estás de tu propia legitimidad. Porque alguien que está seguro de su legitimidad no solo permite el humor, sino que lo fomenta. Se cuenta (yo no sé si es cierto) que en la Unión Soviética estalinista había un ministerio que producía chistes sobre Stalin y los hacía circular. Eso indicaría, si fuera cierto, un enorme grado de inteligencia política.
RG: Esto nos permite desplazarnos hacia la tradición inglesa, con la que estás familiarizado por tus traducciones de clásicos, y que justamente busca la peculiaridad, la exageración, el exceso, el error. Se coleccionan las torpezas y errores, los tropiezos de los personajes para construir novelas, que es todo lo contrario de lo que pasa en tradiciones como la nuestra, la hispánica. ¿Cómo influyó eso en tu escritura?
AB: Llevo ya unos quince años traduciendo, he traducido a muchísimos autores italianos y anglosajones y hay algunos más contagiosos que otros, hay autores más tóxicos, hay autores que son súper tóxicos, como Thomas de Quincy. Uno se pone a traducir a Thomas de Quincy y todo lo que escribes después es como si estuviera posesionado de tu espíritu o algo así y hay otros, curiosamente, a los que uno querría parecerse todo el tiempo y no encuentra cómo. Acabo de terminar el teatro completo de Natalia Ginzburg y he traducido antes seis o siete libros suyos y no termino de encontrar dónde está la magia, esa magia tan brutal de Natalia Ginzburg, con esa escritura tan sencilla, cómo lo consigue. Eso es raro, porque usualmente cuando haces una traducción percibes muy bien cómo se hizo el texto. Llevas meses traduciendo a Conrad, por ejemplo, y de repente percibes en el texto que el autor está completamente perdido. Conrad, cuando está perdido, hace una descripción de tres páginas sobre el paisaje. Quedan rastros torpes de la escritura, pero son muy bonitos, porque ves cómo funciona la inteligencia narrativa de un autor.
Con Henry James ocurre algo parecido. Henry James tiene una forma de caracterizar maravillosa, donde se destila la sabiduría y las observaciones de años enteros en una frase que a veces, en una lectura apresurada, uno podría pasar por alto. Recuerdo una muy bonita de Washington Square que presenta al que trata de seducir a la protagonista, que es un perverso, dice: «Todo el mundo pensaba que Morris Townsend era un hombre muy inteligente porque, aunque nunca decía nada, se reía siempre en el momento apropiado», y me pareció que esa es la típica frase por la que un lector pasa de corrido casi sin darse cuenta, pero hay años de inteligente observación de la naturaleza humana en esta frase y hace falta una especie de generosidad y de grandeza muy particulares para soltar una frase así, escrita como si nada, para filtrar todo lo que has aprendido sin tratar de llamar la atención sobre la frase, haciéndola más pomposa o más retórica. Esos gestos de grandeza son los gestos que uno percibe solo con lecturas muy atentas o con traducciones, traducciones de los textos.
RG: Y en James a veces una frase como esa puede ser el motor de un cuento. Como el cristal que está roto por dentro, pero del que nadie ve la rotura, y ese es el símbolo de las parejas que salen en La copa dorada.
AB: He traducido muchos clásicos, de Melville traduje Moby Dick, todo Conrad, muchas cosas de Henry James, Hawthorne, Lewis Carroll y hay un aprendizaje a partir de esos grandes autores que estaban en la transición del siglo, que querían hacer grandes libros y eran muy arrojados y audaces. Es un aprendizaje para la escritura y es que uno no puede plantearse escribir un libro cuando tiene la respuesta de antemano. Los libros tienen que ser una investigación para el escritor. Y en el momento en el que dejan de ser una investigación, los libros se desarman. Se desarman como estructura pasional. El vínculo sentimental con ese libro se disuelve de alguna forma. Y eso me ha pasado. Yo he sentido que me pasaba en la escritura de algunos libros míos. Cuando ya tenía diseñado todo lo que quería decir a continuación, mi interés se desvanecía. Uno se convertía inmediatamente en un escritor profesional, digamos, que para mí es la peor criatura en la que uno puede convertirse. Un hacedor de libros profesional. La relación con los libros tiene que estar siempre anclada en un lugar de misterio y de búsqueda y de investigación.
RG: ¿Qué pasó cuando encontraste que tenías la solución a tu problema y tenías que seguir escribiendo el libro?
AB: Ahí tienes que boicotear tu propia solución. Tienes que boicotear la salida fácil. Porque si no, lo que te queda por delante es un cronograma que dice lunes 15, escena armario, no sé qué, y ahí mueres, ¿no? Te conviertes en el funcionario de la escritura. Se acabó.
RG: Estaba leyendo tu biografía Vida de Guastavino y Guastavino, que son padre e hijo, y me parece que no escribes sin haber pensado antes algún juego, alguna paradoja. Creo que es una herencia de estos autores, que justamente pensaban desde la paradoja.
AB: La biografía para mí era un género que nunca me había interesado mucho, siempre un poco como lector, pero como escritor nunca, y me pareció un género fascinante cuando tuve que hacer este libro. Con las biografías ocurre un poco la tentación de revisar en retrospectiva la vida del muerto con la coherencia que da la muerte, analizando las cosas que tuvieron valor y sentido retrospectivamente, cuando la vida ya está cerrada.
RG: Este libro, para quienes no lo han leído, es la historia de dos arquitectos o constructores, padre e hijo, esenciales en la historia de Nueva York, que es una ciudad mucho más producto de aventureros que de iluminados. Lo que tú desnudas es una enorme estafa, de un señor que inventó como suya una forma de construcción que es antiquísima y muy conocida en el Mediterráneo.
AB: Sí, él patentó un sistema de construcción medieval que era como patentar la rueda, es un pícaro clásico. Pero era un sistema de construcción complejo que requería una mano de obra especializada y que en realidad lo que hizo fue introducir una arquitectura ignífuga en un país cuyo dilema arquitectónico máximo era que los edificios se quemaban y, cuando se quemaban, lo hacía la mitad de la ciudad detrás. Entonces él incluye eso y ocurre algo muy particular y es que en un momento en el que Estados Unidos no tiene identidad arquitectónica, no tiene identidad como nación, en realidad, está buscando su identidad en todos los niveles, entre ellos también la arquitectura. Y Guastavino lo que hace es llegar en el momento apropiado, traer un animal de un país muy lejano, que era la arquitectura mediterránea, implantarlo ahí y se convierte en uno de los rasgos identitarios de la arquitectura norteamericana que es el modernismo transferido de esa arquitectura de Guastavino.
Es interesante porque lo primero que tiene que hacer uno cuando escribe una biografía es tratar de hacer sentir al lector el desconcierto con el que ese personaje estaba viviendo su vida. Por ejemplo, en el caso de Guastavino y Guastavino, son padre e hijo, arquitectos, fundan una compañía que dura más de cuarenta años. Los propios norteamericanos pensaban que Guastavino era un solo tipo, cuando en realidad eran dos. Habría podido ser como una especie de arquitecto vampiro que está durante 50 años haciendo edificios sin fin. ¿Qué haces con eso? Hay una confusión que fue real en la vida. ¿Por qué no transferir esa confusión de que en realidad no eran dos, sino una sola persona también al libro? Es decir, ¿por qué no hacer que el lector lea confundido algo que era confuso también para sus contemporáneos? Eso es interesante porque en realidad sería, ¿cómo tenemos que representar el mundo?, ¿cómo lo percibimos o cómo es? Bueno, esa es la eterna pregunta de la representación de la realidad. ¿Cómo tenemos que hacer una biografía?, ¿cómo la percibieron sus protagonistas, cómo la percibieron sus contemporáneos o cómo la percibimos nosotros desde hoy?
RG: Claro, cuando tú desnudas que Grand Central Station en el fondo es una instalación mediterránea, un poco kitsch, piensas qué habría hecho Gaudí de haber atravesado el Atlántico.
AB: Bueno, Gaudí existe porque existe Guastavino. Guastavino es el primero que utiliza un sistema medieval para hacer cosas que nadie había hecho en un mundo industrial. Lo interesante es que el mundo gringo es extraordinariamente infantil con respecto a su propia conciencia identitaria, y ser infantil es una cosa de la que es fácil reírse desde una perspectiva no infantil, como tenemos en Occidente, en Europa, en Latinoamérica también, con respecto a los gringos. Es muy fácil reírse de un gringo, pero, por otro lado, es difícil reírse de un gringo porque su infantilismo genera un entusiasmo que es casi indestructible. Creen literalmente que están inventando todo, todo el tiempo, lo que les hace vivir en una especie de estado de euforia. Nueva York es una ciudad de la euforia, del descubrimiento, del violento descubrimiento de la identidad.
Básicamente lo que dice Guastavino es, a ver, ¿un puente qué es?, ¿un puente es una bóveda por debajo? Pues aquí se puede encontrar la gente, debajo de esta bóveda, ¿no? Es un lugar genial. Y todo el mundo dice, claro, cuando hay una bóveda, hay un lugar. Entonces lo que tengo que hacer es abrir bóvedas dentro de los edificios. La idea de Guastavino es transferir un problema que tiene la ciudad, que era que no había lugares públicos donde la gente se pudiera encontrar, lo integra dentro de las masas arquitectónicas. Entonces, esos lugares que hoy nos parecen majestuosos, como Grand Central Station, por ejemplo, eran ideas de Guastavino en realidad. Esto es el palacio, el palacio es la estación, señores. No tenemos que hacer una estación de tren, tenemos que hacer un palacio que además sea una estación de tren. Entonces, ahí es donde da vuelta completamente a la tortilla.
RG: Y que además es un templo, porque la forma, la bóveda siempre es el templo.
AB: Sí, la bóveda es la estructura mágica por antonomasia.
RG: Pero es una estructura básicamente religiosa. El Capitolio en Estados Unidos, el Panteón. Se transforma Grand Central Station en un templo y eso es lo que le da la fuerza. Tú dices, esto no es una estación de trenes, esto es un templo a la ciudad.
AB: De lo que va verdaderamente el libro es de cómo se construye una identidad. Una identidad se construye considerando que han sido necesarios gestos que en realidad fueron azarosos y eso ocurre en la identidad de las naciones y ocurre en la identidad de las personas, cuando miran atrás su infancia y convierten momentos banales en momentos históricos que definieron su identidad. ¿Cuándo se convierte Guastavino en parte de la identidad arquitectónica de Nueva York?, ¿cuándo construyen los edificios? Cuando Nueva York decide proteger esos edificios para que no se destruyan. Nueva York es una gran picadora de carne, de ladrillo, digamos. Nueva York está reconstruyéndose todo el tiempo, incluso hoy. Ha habido muy pocos casos en la historia de la ciudad en que los propios neoyorquinos han dicho: esto no se toca, esto es identitario. En el momento en el que Nueva York dijo eso con Grand Central, que era una estación que estaba destinada a morir, Guastavino se convierte en parte de la identidad. No antes, no cuando llegó, no cuando impuso el sistema, no cuando construyó sus edificios, sino cuando los neoyorquinos dijeron: esto es significativo, no es banal.
RG: Tú hablaste de la palabra infancia y ese es un tema que te importa y que creo que es uno de los grandes temas de hoy. En República luminosa hay un grupo de niños que son incontrolables, delincuentes, y que tienen su propio mundo, pero que no tienen motivos tan claros y evidentes para ser así, al menos desde la perspectiva de los adultos ¿Cómo se te ocurrió esta idea?
AB: Bueno, has dicho una cosa que no es del todo cierta. No son niños delincuentes, son niños considerados delincuentes por esa sociedad. Ya, pero matan. En realidad, bueno, no sabemos si matan o no. Está un poco entredicho. Quiero decir que lo interesante era hacer una novela sobre un hueco, sobre un centro de energía, sobre qué es lo que ocurre cuando una sociedad criminaliza o interactúa con un centro de energía al que asigna valores solo porque no sabe qué es, solo porque ponen en compromiso su estabilidad como sociedad. Una sociedad es como un organismo que reacciona en contra de algo que se mete dentro y amenaza con destruirlo. Pero el tema de la infancia, que obviamente es el tema del libro, es un tema que a mí me fascina desde siempre. Muchas novelas tienen como tema central qué es la infancia exactamente, cómo nos relacionamos, por ejemplo, con la violencia generada en la infancia, no la violencia de los adultos hacia los niños, sino la violencia provocada y generada por los propios niños contra otros niños.
Yo creo que hay un lugar de transición importante en la historia de las ideas, que es el momento en el que la ilustración francesa declara oficialmente la muerte de Dios. Hay un momento de gran inestabilidad. Ya no está garantizado un paraíso al que vamos a ir después de la muerte. El paraíso al que se transfiere toda esa carga es la infancia. No sabemos si habrá un paraíso, pero sabemos que estuvimos en uno y que ese paraíso es la infancia. Entonces, en ese momento se blinda la infancia como ficción, como narración oficial, intocable, fuimos felices allí. Ese momento es crucial, porque ahí es cuando empezamos a no mirar deliberadamente a la infancia con realismo, necesitamos que la infancia sea la idea de lo puro y nos negamos casi escandalizados a cualquier cosa que ponga en compromiso ese discurso idealizado y de fábula que hemos creado alrededor de la infancia. Safranski tiene un libro muy interesante sobre el mal, donde explica cómo ha ido transfiriéndose la idea de qué es el mal absoluto a lo largo de la historia. Por ejemplo para Dickens, que no está tan lejos de nosotros, el mal absoluto era el usurero, aquel que se aprovechaba de alguien en un momento de debilidad económica. Para nosotros, el mal absoluto sería sin duda el pederasta. No solo porque es alguien que atenta contra un débil, sino porque pone en compromiso nuestra ficción máxima, que es la ficción de la infancia.
RG: República luminosa es también un libro sobre la anarquía y sobre las leyes, sobre personas que viven en otra ley y eso es poderosamente actual. Cuando se habla del terrorismo, todos buscamos una regla o una ley, pero sobre todo buscamos pensar que esta gente hace este acto para conseguir tal o cual cosa, que por supuesto está dentro de su deseo abierto. Pero podría ser que no están buscando tal o cual cosa, más que justamente crear el caos para desestabilizar el orden, porque ese orden les parece asfixiante de por sí, o porque tienen otro orden. ¿Cómo lo ves tú?
AB: Una de las cosas que más me interesa es, con respecto a eso, la revisión que se está haciendo del anarquismo utópico actualmente. El anarquismo se ha convertido en el gran miedo de una sociedad neoliberal, conservadora. El anarquismo es lo radical otro, el caos, el desorden, la violencia, cuando en realidad el anarquismo utópico era totalmente filantrópico, era humanista. Lo más perverso que se puede decir es lo que decía Margaret Thatcher: no hay alternativa. Hacer creer a la gente que no hay alternativa al sistema es anular, digamos, la oposición al sistema.
RG: No, Margaret Thatcher dice algo peor: que no hay tal cosa llamada sociedad.
AB: Lo más interesante es que la alternativa, en el caso de los niños, surge de un lugar natural. Y yo creo que también eso es una cosa muy contemporánea, derivada de alguna forma de la revolución feminista, y es no mirar todo antropocéntricamente. O sea, la posibilidad de una nueva sociedad, de un nuevo sistema, no tiene por qué estar necesariamente dentro de los criterios de lo humano. Estos chicos que aparecen en esa ciudad subtropical, que nadie sabe de dónde salen, que se reúnen pero nadie sabe dónde están, son quizá una especie de reseteado de la propia naturaleza, de la civilización, de los humanos. No lo sabemos. Una cosa que siempre hace Conrad, que es muy interesante, es chocar la civilización y la barbarie, y al final de sus libros el civilizado es el bárbaro y ese lugar donde la civilización ha conseguido borrar lo bárbara que es, lo innecesariamente violenta y cruel que es, es el triunfo del cinismo de la civilización. Conrad lo pone en manifiesto siempre como en ese choque.
RG: En El corazón de las tinieblas hay solo dos tipos de civilización. No es que el protagonista se haya vuelto un salvaje del Congo. Él no es conquistado por el salvajismo africano, sino por el salvajismo de la colonia.
AB: El salvajismo solo es salvaje si es consciente de su salvajismo, esa es una de las grandes tesis de Conrad. La naturaleza no es cruel. Es cruel un hombre proyectando su crueldad humana sobre un gesto animal. Si perpetuamos el error de humanizar todo lo que miramos, estamos condenados a no comprenderlo. Es básicamente una de las enseñanzas de Conrad. No podemos los seres humanos cometer el estúpido error de asimilar a lo humano todo lo que vemos.
RG: Claro, además hay en Conrad esta idea de que lo que consideramos como una otredad no es tan otra. Que los rusos, los polacos como él, son también parte de Occidente.
RB: O sea, básicamente es la discusión de quién soy yo, quién eres tú, quién esperas tú que sea yo y cómo recibo ese mensaje para manifestar mi propia identidad. Por ejemplo, en Estados Unidos, que es un lugar muy esquemático para muchas cosas, sobre todo desde el punto de vista identitario, eso se nota mucho. Ahí se produce una especie de perversión de la propia identidad, donde la identidad se convierte en un show, en una teatralización pensando en otro, es un sistema espectral, porque en realidad todos estamos haciendo gestos falsos.
RG: Bueno, tú eres español, pero un español que lee a ingleses se transforma en latinoamericano, en argentino. Yo creo que te estás convirtiendo en la gran tradición hispanoamericana y Borges es una de sus encarnaciones. Justamente son personas que vienen del mundo hispano, que somos españoles, bueno, españoles e indígenas también, que preferimos leer escritores ingleses por una especie de reflejo anticolonial o algo así. Y claro, tú eres un poco el ejemplo. ¿Qué hay en ti de escritor español?, ¿o tú te percibes como un escritor español en transición, digamos?, ¿estás en transición a ser escritor latinoamericano?
AB: Argentina es un país de migrantes y en ese sentido es que mi ingreso ha sido muy natural a este país de acogida al que siento ya mi país, porque ya es más de una década conviviendo, viviendo, y ahora ya he pedido la ciudadanía directamente. Yo creo que eso ha diluido, si quieres, un poco mi españolidad, por decirlo de alguna forma, en un momento en el que es bastante deprimente la forma en la que se está reivindicando la identidad española, desde mi posición política. Se dan las dos cosas. Primero, me siento muy cómodo, cada vez más cómodo acá, y segundo, cuando veo quién se llama a sí mismo español cuando vuelvo a mi país, me resulta cada vez más deprimente y difícil identificarme con eso. Por otro lado, mi tradición literaria no es muy española, esa es la verdad, mis referentes no son muy españoles.
Yo creo que España ha sido muy negligente por razones obvias, históricas, entre ellas una dictadura de 40 años que parece que no hubiera ocurrido, cuando en realidad está genéticamente instalada en nuestra forma de pensar nuestro país. España es un país que tiene cuatro idiomas, decir que eso es una sola cosa es un delirio, es decir, toda nación es una ficción, no hay nación en el mundo que no sea una ficción, una ficción que un grupo de personas deciden creer durante un tiempo por ciertos motivos y que a veces no se sostiene más que por esos motivos. No es que la nación hubiera existido antes y ahora ya ha dejado de existir. Es que era una ficción en la que hemos dejado de creer. Creeremos en otra ficción más tarde, porque lo que creemos es en ficciones, esencialmente. Pero bueno, toda identidad es un relato y todo relato en cierto modo es una ficción. También nuestra propia identidad es una ficción. Una nación no es solo lo que decide ser, sino lo que decide olvidar, lo que decide no atender. Y entonces eso, que es muy evidente, todo este nacionalismo españolista lo olvida de algún modo.
RG: Pero tú ya abrazaste algo que es muy latinoamericano, que es el lugar. Que en Latinoamérica los protagonistas no son los personajes, sino los lugares. Si uno pudiera hacer una síntesis de lo que es la literatura latinoamericana pondría en ella también a Faulkner, que para mí es uno de los mejores escritores latinoamericanos que existe, aunque es norteamericano, porque siempre que se piensa en un lugar se piensa en un pueblo, se piensa en un lugar y luego se piensa en personajes que encarnan ese lugar. Y siento que tú te estás aproximando a ese mundo, en que el lugar toma más importancia que los personajes o más que las personalidades.
AB: Sí, el lugar y el tono, el estilo. Porque al final lo que carga de identidad las literaturas nacionales es el estilo y una cosa que has dicho antes, un poco de refilón, que son los temas, por ejemplo. Es alucinante, por ejemplo, cómo el dinero, que es un tema casi proscrito de la literatura mundial, es un tema central en la literatura francesa, por ejemplo. Por ejemplo, el otro día estaba comentando con mi pareja, que es escritora también, hasta qué punto la literatura argentina es poco sentimental, como lo fóbica que es la literatura argentina en términos generales al hablar de amor. Lo tematiza periférica o tangencialmente con respecto a otro tema que es el tema importante. Pauls tiene una novela de amor neurótica que es El pasado, que está muy bien, pero Rayuela, que es la gran novela de amor argentina, es una novela francesa en realidad, yo creo que Cortázar nunca habría podido escribir esa novela en Argentina
RG: Claro y, al revés, es difícil encontrar novelas francesas que no sean sobre el amor.
AB: ¿Cuál sería el tema tabú en Chile? Sería interesante pensarlo.
RG: Creo que es una idea que está en El obsceno pájaro de la noche, de José Donoso, la idea de que dentro de la casa está el horror. Bolaño decía que Chile era un país pasillo y la verdad es que todas las novelas y las películas chilenas ocurren en pasillos, en los corredores. Es la casa dentro del pueblo, hay una calle polvorienta y Chile sería esa casa en decadencia.
AB: En la literatura española, el honor es una de las grandes categorías articuladoras de la literatura española, incluso hasta hoy en un autor como Cercas, por ejemplo. La honorabilidad es un tema totalmente español desde El Lazarillo de Tormes hasta hoy. Y el honor además es una categoría vacía, porque es una categoría externa. No es tanto el verdadero honor, el honor auténtico, el honor natural, sino la visión del honor que tienen los otros de mí. Eso genera, y aquí ya creo que estoy un poco improvisando sobre la marcha, que la literatura clásica española en términos generales haya envejecido tan mal, pero las redes sociales lo están revitalizando, porque la honorabilidad también está en el corazón de las redes sociales. Es la gran obsesión de las redes sociales. Entonces, algo que había caído completamente en desuso, de repente se está restaurando y habrá que ver cómo de repente una obra de Lope de Vega que estaba totalmente obsoleta se reactiva porque de nuevo en nuestro mapa intencional la honorabilidad es muy importante.
RG: Entiendo por qué Hemingway tenía con España y con su literatura, pero más con España, esa relación, porque el gran tema de Hemingway es el honor. Y entonces, claro, no se llama honor porque es americano, digamos, y le pone otro nombre. Puede ser que Hemingway haya envejecido tan mal porque también era un escritor de honor, de honra.
AB: Nunca me gustó mucho Hemingway. Si sacas sus dos o tres textos importantes, el resto es muy aburrido para mi gusto. Es un tipo muy simplificador de las realidades, sobre todo las ajenas, y con el criterio gringo va tratando de comprender una cultura externa, exótica, proyectando sus prejuicios sobre ella y tratando de localizarlos, que es la actitud más perversa que uno puede tener frente a una cultura ajena. Hemingway hace una tarea simplificadora de las culturas de las que se apropia para contar historias esencialmente gringas.
RG: También Conrad es un escritor de honor, claro que el punto de vista de él es completamente original en el sentido de que él encuentra que en el deshonor hay honor, o que la búsqueda del honor puede ser deshonrosa.
AB: En la transferencia exitosa de ciertos libros a otras culturas, es difícil saber exactamente lo que ha ocurrido. Uno de los primeros casos de bestseller internacional en Europa fue El Quijote. ¿Qué mira un ruso cuando mira al Quijote? ¿Lo mismo que mira un murciano? Pues me cuesta creer que sea lo mismo. Se produce la fantasía de que estamos pensando lo mismo porque el texto que lo genera es el mismo. Pero bueno, ya Borges nos ha enseñado que el texto no es el mismo si lo escribe Pierre Menard o si lo escribe Cervantes.
RG: Voy a volver a Andrés Barba para terminar. ¿Qué sería para ti lo que une todos tus libros? Ya hablamos del pasillo, del honor. En el caso tuyo, ¿cuál es la obsesión que está en muchos de tus libros?
AB: A ver, hay varias obsesiones. Una es la infancia, sin duda, y otra es las transiciones. La sensación de qué ocurre cuando dejamos de ser una cosa y empezamos a ser otra. O cuando acaba una situación y empieza otra situación. Esos lugares como de inestabilidad, de gravedad cero, donde ya no somos lo de antes pero todavía no somos lo de luego, me fascinan a todos los niveles tanto si son historias sentimentales como si son políticas o identitarias. Casi toda mi literatura está ocurriendo en un lugar donde lo de antes ya no sirve, lo de luego no se ha formado y uno está improvisando y ahí es donde generalmente se genera nuestra identidad, en esos lugares de sombra absoluta o de intuición absoluta y todo va un poco por ahí, un poco por ahí.