UNO Mi mujer traduce a Santa Teresa al inglés. Es una prosa maravillosamente literaria, pero que nunca fue pensada ni escrita para ser literatura. Santa Teresa de Ávila usó en sus escritos los recursos del estilo para darles instrucciones a sus monjas, participar del debate teológico de su tiempo, y propagar sus ideas y experiencias.

La fuerza literaria del texto proviene justamente de su desprecio por lo puramente estético. Teresa quiere ser clara y convencer, no escribir bonito ni impresionar. Quiere contar una verdad, y adapta su lenguaje a esa verdad.

La extrañeza de sus metáforas, la fuerza de su prosa, no es sólo fruto del especial talento de la santa, sino de nuestra forma de leer estos textos desvinculándolos de su tiempo y contexto. Como las ruinas romanas: columnas que no sostienen nada, muros carcomidos por la hiedra, calles sin casas y teatros con los bastidores y vestuarios a la vista del público, adquieren un aspecto poético sólo porque ya han perdido toda utilidad y sentido. Admiramos en la Santa y en San Juan de la Cruz lo que no entendemos, amamos lo que sus autores detestaban.

Lo mismo pasa con el Facundo de Sarmiento, o Los viajes de Gulliver de Swift. Nunca buscaron ser literatura, sino servir en el combate, pelear, defender, atacar. De su violencia queda su vitalidad. La literatura es en muchos de estos clásicos un error de cálculo, una lamentable decadencia.

Las columnas de opinión se escriben en el revés de la literatura, fuera de cualquier posteridad, y muchas veces contra la posteridad misma, aunque a veces, por lo mismo, se transforman en la única literatura posible en una época de niebla y combate. Una época que vive una crisis de sus parámetros estéticos (como la época de Santa Teresa), y que sufre entre su deber ser literario y su necesidad de expresarse lejos de ese deber y de esas máscaras. La necesidad de decir ahora, porque mañana todo será distinto y nada valdrá nada.

El columnista, el bueno, vive la extraña tragedia de que ya nadie oiga lo que dice, pero sí se aprecie y aplauda la voz con la que lo dice. En un mundo en que lo discursos son confusos, excesivos y siempre un poco falsos, sólo quedan las voces, y la fe en la voz, una fe que poco o nada aguanta la presencia de los ventrílocuos (los novelistas) o de los cantantes (los poetas).

DOS ¿Por qué lo mejor de la literatura chilena actual se escribe en este género desperdiciable y despreciable que es la columna periodística? Ante todo porque es el único espacio en que el escritor chileno tiene verdadero contacto con sus lectores. La vanidad, que es alimento de toda literatura, encuentra en la columna de opinión un maravilloso dealer. Un dealer que nos recuerda el precio de la droga y los peligros para conseguirla. Que nos hace tener un contacto cotidiano con el tráfico, o sea con la realidad.

Pero también la falta de tiempo para pensar o buscar las palabras, consustancial a la crónica periodística, es paradójicamente una ayuda para el escritor chileno. Al no tener tiempo para pensar para fabricarse una máscara, para importar discursos ajenos, tiene que hablar, tiene que decir lo que piensa, sin pensarlo mucho.

Frente a la solemnidad del vate poético, a lo Neruda, y la seriedad de oficinista gris del novelista, a lo Donoso, al columnista no le queda más que ser auténtico y usar palabras malsonantes, ideas semipensadas, o simples suspiros. Ante la voz engolada del sabio o del profeta, la modestia del columnista (que escribe para comer, sin pensar en el premio Cervantes o en el Nobel), es para el lector una especie de compañía. Frente a una literatura, la chilena, dedicada por entero al monólogo, la columna de opinión al menos finge emprender algo parecido a un diálogo.

TRES Los hombres descendemos del mono, los sudamericanos descendemos de los españoles. El género de la columna de periódico es, desde finales del siglo XVIII, una institución ibérica. Los diarios peninsulares se discuten en voz alta frente a una taza de chocolate y unos churros. El columnista tiene generalmente allá un tono rudo, una sintaxis apurada, y una verdadera habilidad para el adjetivo destructor, la paradoja iluminadora, y el juego de palabras que lo dice todo sin decir nada.

El más prestigioso de los filósofos españoles, Ortega y Gasset, fue ante todo y sobre todo un columnista de prensa. Sin embargo fue Mariano José de Larra el que mucho antes señaló el destino del columnista. Después de desnudar con furia las costumbres de sus connacionales, se suicidó.
Joaquín Edwards Bello, con más años y más piedad que Larra, se mataría también.

La columna, la buena, la grande, es siempre un gesto de acrobacia. Un salto al vacío, siempre buscando la superficialidad, la liviandad en la forma y la profundidad en el fondo. Los débiles usamos malla que nos contenga en las caídas, los grandes saltan del trampolín sin protección y, a veces, mueren.

CUATRO En España, como en Chile, la columna nace de la hipertrofia de lo político, y de la hipotrofia de lo filosófico. Escritura de combate por más literaria o profunda que parezca es siempre panfletaria, de manifiesto. La columna ha sido en España como en Chile la forma en que los liberales han conseguido respirar en el enrarecido aire conservador. Y después, al revés, la vía de escape del conservadurismo chileno ante la dictadura de la clase media.

Así por ejemplo la voz de Pedro Lemebel, es, ante todo, plenamente política. Nacido del estructuralismo franco-americano de los 80, se sobrevive a sí mismo, porque, a diferencia del resto de los teóricos del movimiento, encarna y por eso mismo comprende la marginalidad desde la que habla. Pero a la hora de escribir una novela, la tan efectiva y poética retórica de Lemebel choca con la banalidad de una visión de mundo llena de certezas vacilantes. La columna es una metralleta conceptual que no deja a nadie vivo, mientras la novela es un tanque. Manejar ambas armas no es trabajo para cualquier soldado.

CINCO Lemebel expresa una característica especial del columnismo chileno: un cierto lirismo, que a veces se transforma en un amor por el tremendismo, o la caricatura. Los chilenos “sea en novela, en poesía, o en crónica”, o susurramos o mordemos. Cuando nos faltan argumentos nos lanzamos a la metáfora. Cuando nos falta metáfora, al llanto o a la risa.

Van Bertoni, Merino, Lemebel, de la crónica a la poesía, gracias a que Parra antes fue de la poesía a la crónica. Escribió el mejor periodismo en verso, despertando en sus lectores las ganas de hacer poesía periodismo.

SEIS Entendámoslo, existen los cronistas, nobles trabajadores de la pluma, y Roberto Merino, que es otra cosa: el mejor prosista vivo de Chile, tan bueno que no comete aún el error de escribir otra cosa que crónicas.

SIETE Chile ha cambiado de sistema económico y de sistema político. Ha cambiado la manera de ver el mundo y la manera de verse en el mundo. Ha cambiado y ha permanecido. Chile se deja llevar por la nostalgia y al mismo tiempo extermina cualquier huella de su pasado. ¿Qué mejor expresión de este movimiento contradictorio que la crónica chilena?

La crónica chilena es descreída, voluntariamente modesta, y al mismo tiempo llena de secretas ambiciones. Es la esquirla de una bomba con que los niños juegan en el peladero.

Rafael Gumucio es columnista de The Clinic, Las Últimas Noticias y Revista de Libros de El Mercurio. Actualmente se desempeña como Director del Instituto de Estudios Humorísticos de la Facultad de Comunicación y Letras UDP.