Es una expresión protectora que agradezco desde que la prensa estadounidense de Internet y los blogs comenzaron a usarla como una señal para dar un viraje de emergencia o un frenazo en la lectura.

Spoiler alert!, spoiler alert!, spoiler alert!

Las alarmas se encienden, y si paras a tiempo, la inocencia y la sorpresa quedan intactas. Nadie en su sano juicio quiere que le anticipen qué va a pasar o cómo va a terminar su película, libro o serie favorita. Menos cuando se trata del que es para mí el mejor final que jamás haya visto en una serie de televisión, el de Breaking Bad.Y he visto varios. De la tierna infancia: Marco, Grand Prix, Candy, Candy, monos japoneses con cierres de lujo, como en Angie y la flor de los siete colores, cuando Angie, que busca y busca la flor de los siete colores por todo el mundo, descubre que la tenía en el jardín de su casa. He visto el de Los magníficos, el de El auto fantástico, el de Lobo del aire, pero jamás me repito los finales, porque tengo una dolencia que no cubre ni el Plan Auge ni mi Isapre: padezco de finalfobia. Soy finalfóbico y eso quiere decir que carezco de la menor tolerancia frente al deceso de los buenos ratos que me provoca el vínculo con productos de ficción como las series cuando llegan a su fin.

Vi el final de Breaking Bad una sola vez. Dada mi dolencia no podría resistirlo de nuevo. Esa única vez, además, fue después de que la mayoría ya había lanzado comentarios por las redes sociales, desmenuzando el gran final a vista y paciencia de cualquiera. Soy un tipo tardío en todo, y con retraso me expuse a la tragedia de Walter White, el protagonista, interpretado por ese gran actor también tardío que es Bryan Cranston: estrella-estrella recién a los 58 años con Breaking Bad y estrella de la comedia con su trabajo previo, Malcolm in the Middle, una serie de la primera mitad de los años 2000 donde es un padre promedio y mediocre de una familia promedio y mediocre, de cuyo final nadie se acuerda y tampoco yo deseo hacerlo.

Me perdí Breaking Bad en su momento y desde la trinchera de la ignorancia me costó mantenerme sin saber qué iba a pasar con el señor Walter White y su descenso a los infiernos. Solo las spoiler alerts me salvaron de cometer una falta y ser tentado para leer lo que iba a ocurrir antes de verlo. Así que, aviso, voy a hacer lo mismo: este texto estará repleto de spoilers, y aunque espero que lo lean igualmente, tendré la decencia de sembrarlo de alertas.

 Breaking Friends

Ver la serie es atestiguar la valía de la cultura pop en su máxima evolución, y dejarse moldear y manipular por su grand finale es una experiencia intelectual y emocional irrepetible. Llevo meses preguntándome cómo es que Vince Gilligan, el creador de esta crónica de la derrota, hija de la moral de los hermanos Coen y la insolencia criminal de Quentin Tarantino, supo tomar el timón de su obra y llevarla a excelente término durante cinco temporadas; me gustaría decir los mejores cinco años de mi vida, pero dada la compresión temporal de las maratones de Netflix todo se condensó en la mejor semana que he tenido en mucho tiempo. Creo que hay varias respuestas posibles para hablar del mejor final jamás hecho en la televisión y lo primero que se me viene a la cabeza es que Vince Gilligan es un autor: un creador de verdad, con los cojones suficientes para sobreponerse a las presiones de productores y estropeadores profesionales de buenas historias. Lo lógico dentro de la lógica de la máquina de hacer dinero que es la televisión era seguir con más temporadas, estirando el chicle y generando ingresos, millonarios ingresos, pero Breaking Bad terminó cómo y dónde debía hacerlo: con un corte perfecto, preciso, un golpe directo al corazón de una épica coherente con el espíritu de la serie.

***Spoiler alert.

Este es el fin: Walter White está muriendo. Una herida de bala mancha el lado derecho de su abdomen y está tendido sobre el piso, mirando al vacío. Está muriendo en su ley: en un laboratorio de metanfetamina, la droga que ha producido como nadie en toda la serie, después de asesinar a sus rivales neonazis y tras liberar a su antiguo amigo, Jesse. Lo estamos viendo morir y es una toma cenital, es decir, lo vemos desde arriba y la cámara se eleva mientras Walter White agoniza y de fondo suena «Baby blue», de Badfinger, que dice cosas como «Creo que tengo lo que merezco» y «El especial amor que siento por ti, mi niño azul».

Su niño azul es su amada metanfetamina. Durante toda la serie White se excusó tras la valla moral de que estaba haciendo cosas malas por el bien de su familia. Pero en el final se sincera con su mujer, Skyler: «Hago esto porque me encanta, porque soy el mejor en este negocio». Una sinceridad tan peligrosa y violenta como un balazo: su verdadero amor no eran sus seres queridos sino su droga, ese 99% de pureza azul.

Y para llegar a un final tan bueno, tan incorrecto además y que sinceramente no sé si pueda ver de nuevo, aunque estuviera bajo prescripción médica, Vince Gilligan recorrió un camino sinuoso por los linderos de la cultura pop y por los usos y códigos de la novela negra, para empezar. Breaking Bad es noir desde el momento en que echa mano de la perspectiva de los villanos, un foco criminal ya explorado por autores literarios como Jim Thompson en novelas como La huida o Los timadores. En una idea: Breaking Bad tuvo un final como se lo merecía porque Vince Gilligan filmó una novela negra bajo la apariencia de una serie de TV.

Pero hizo más cosas inteligentes. Reprodujo la fórmula y la estructura narrativa de una serie que empezó bien pero terminó mal, Los archivos secretos X, para la que trabajó como guionista desde 1993 a 2002. Esa introducción tan atractiva, después los créditos, después sorprender al espectador con giros sorpresivos y usar cliffhangers, viene de su paso por la serie creada por Chris Carter.

También aprendió del fracaso de una creación suya: el spin off de las historias protagonizadas por el agente Mulder y Dana Scully, The Lone Gunmen, que iba sobre tres geeks creyentes en las teorías conspirativas y que lamentablemente fue cancelada en su episodio número trece. The Lone Gunmen terminó antes de terminar –el peor final para una serie–, y hay varias así, caídas en combate, que no merecían esa muerte súbita.

Pero la revancha es Breaking Bad y sus finales. El primero, el de la cuarta temporada. Con un cierre perfecto.

***Otra vez, spoiler alert!

El villano Gustavo Gus Fring (Giancarlo Esposito, y menciono al actor porque lo hizo de lujo como un criminal camuflado), chileno, empresario, un aporte a la comunidad de Albuquerque, Nuevo México, con su negocio chapa, la cadena de comida chatarra Los Pollos Hermanos, está en un hogar de ancianos. Entra allí para asesinar con sus propias manos a un viejo rival del cartel de drogas y su víctima, postrada en una silla de ruedas e incapaz de hablar, sabe que morirá. Pero no lo hará solo, porque en la silla de ruedas hay un artefacto que partirá por la mitad a Gus: una bomba planeada, armada y plantada por el calvo Walter White, su némesis.

Ese ya pudo haber sido un final suficiente para que Breaking Badquedara bien parada. Pero no era suficiente para Vince Gilligan, guionista de Hancock(2008), esa injustamente subvalorada «dramedia» sobre un superhéroe, a cargo de Will Smith, que hace todo mal hasta que es asesorado por un publicista que le ayuda a mejorar su imagen. Y menciono lo de los superhéroes porque, permítanme la interpretación, Breaking Bad tiene estructuras y códigos de historias de superhéroes. W.W., las iniciales de Walter White, son un homenaje y una alusión a los nombres de personajes de cómic de Marvel: Peter Parker, mejor conocido como Spider Man; Reed Richards, mejor conocido como el líder de Los Cuatro Fantásticos; Bruce Banner, cuyo poder lo convierte en Hulk, y Susan Storm, la Mujer Invisible.

Y si continuamos por esta senda, la contraparte de la doble personalidad de Walter White es Heisenberg: el nombre-apodo gracias al cual es conocido en el mundo del hampa en su secreto oficio de producción y tráfico de drogas. Si Bruce Banner recibe una dosis de rayos gamma que lo convierte en Hulk, o Peter Parker es mordido por una araña que lo transforma, Walter White, profesor de química, es diagnosticado con un cáncer terminal y esa triste noticia lo convierte en un superhéroe del tráfico ilegal.

El Robin de este Batman del crimen es Jesse: un sidekick o compañero de batalla que resulta un asistente incompetente, pero dentro de todo leal y útil en este viaje de un héroe con poderes de naturaleza maligna –hace drogas, ¿no?–, moralmente cuestionable. Un periplo que, por lo demás, se desplaza desde estas buenas intenciones hacia la transformación del personaje en un villano de tomo y lomo.

Mi condición de finalfóbico se apoya en traumas de infancia, demasiados finales tristes, más cambios de casa de los queridos, fin de amistades con amigos de barrio y partidas constantes de familiares al otro mundo.

Por eso es tan necesaria la última temporada de Breaking Bad y ese final.

Otra vez, ***spoiler alert.

Porque Walter White, después de borrarle la mitad de la cara al chileno, en verdad mata al menos la mitad de la integridad que le quedaba en su sistema inmunológico moral. Porque él mismo se ha convertido en su propia enfermedad: un cáncer de ciega y avara maldad. Y se cierra el círculo como pocas veces lo hemos visto en series de televisión. Es una inmolación trágica, digna de la mejor novela negra que se me venga a la cabeza.

Pero no puedo repetirme el final de Breaking Bad, como tampoco puedo repetirme el final de Friends ni el de ninguna serie con la que tenga un vínculo cercano a la devoción. Aquí la alerta de spoiler puede ser permanente, no solo anterior sino sobre todo posterior a la exhibición del fin. Porque cuando estoy encantado con productos así de bien terminados, hechos con cariño y con los cuales tengo una relación de años, odio ver de nuevo su final. Es matarla otra vez, y simplemente me cuesta.

Mi condición de finalfóbico se apoya en traumas de infancia, demasiados finales tristes, más cambios de casa de los queridos, fin de amistades con amigos de barrio y partidas constantes de familiares al otro mundo. Nací en una familia vieja y aviejada y estuve antes de los diez años en más funerales que bautizos. Así, lo más estable en esos años de formación, lo que no cambiaba, así de simple, era sentarme frente al televisor y agarrarme al carro de las series, que seguían día a día sin demasiados cambios aparentes y sobre todo sin terminar. Nada de finales. Ni tristes ni felices.

Los finales podían llegar a ser mitos urbanos porque nadie podía afirmar con seguridad haberlos visto, en un país sin Youtube ni información infinita en la punta de los dedos. ¿Alguien de verdad había visto el último episodio de Ultra-man? ¿Entonces era cierto que el héroe japonés ascendía al sol y se perdía para siempre? ¿Era posible que Sam, el rey del judo, hubiese encontrado al asesino de su padre, el Tuerto, que lo hubiese matado y todo, para al final descubrir que el Tuerto era su padre?

De ese modo me convertí en un animal de hábitos y adoré la rutina de tener por un largo período a mi lado aquellas series que me dejaban con la boca abierta y que me trataban de tú a tú, cuyos nudos dramáticos respetaban mi inteligencia y que eran capaces de llevarme por escenarios, situaciones e ideas que no pude anticipar. O, si se me da adivinar qué va a suceder, por lo menos sé que los creadores de Breaking Bad o Friends, por ejemplo, me van a hacer sentir que estoy viviendo ese déjà vu como si fuera la primera vez.

Quizás tenga un problema con aceptar que todo lo bueno llega a su fin. Creo que sí, tengo un problema. En la realidad no puedo evitar esa ley de la vida. El concepto de final nos rodea y abraza con dolor y molestia, en especial cuando perdemos ese trabajo soñado, ese perfecto amor adolescente, esa chaqueta regalona que ya no nos cruza. No puedo evitar que las cosas buenas terminen en mi vida, pero sí puedo por lo menos no presenciar cómo asesinan las series que convierten mi vida en algo mejor. Así, cada vez que veo las repeticiones de Friends, serie que cumple ya dos décadas de vida –que es lo que me importa, su vida «viva»–, apago la tele apenas aparece Anna Faris.

Friends, creo que es por la costumbre, solo la miro en televisión: nada de Internet ni Netflix. Friends, que murió en 2004, es una serie análoga, noventera, pertenece a ese período anterior a que todo se volviera predecible en 140 caracteres y a que las redes sociales nos pusieran miles de amigos en el muro de Facebook. Antes que pasársela mirando una pantalla de smartphone, estos veinteañeros de los noventa prefieren sentarse y tomar un café en Central Park para hablar entre ellos de sexo, sexo, sexo y sexo: amigos que parecen de verdad: reales, entrañables, únicos.

Otra vez, ***spoiler alert.

La rubia de la saga de malas buenas películas Scary movie y de la aburrida serie Mom (esa sí que debería terminar ya), cuyo mejor papel quizás sea la imitación de Cameron Diaz en Perdidos en Tokio, de Sofia Coppola, es Erica en el Friends terminal: la chica embarazada cuyos mellizos serán adoptados por Chandler y Monica. Chandler, que en esos últimos momentos de Friends está de nuevo en su fase gorda, y cuyas subidas y bajadas de peso a lo largo de diez años de serie me resultaban y me resultan queribles porque tanta broma genial y tanta línea chistosa salida de su boca solo pueden reflejar a un hombre torturado, que cambia constantemente de talla porque está en crisis permanente.

Sabia y, lo más difícil, graciosísima reflexión sobre lo intangible e inapreciable que es la amistad, Friends corrió durante una década casi sola en esto de ser la mejor sitcom jamás hecha.

Collereaba con Seinfeld, que es básicamente lo mismo: amigos neuróticos en Nueva York tratando de ligar. Pero si en Seinfeld hubo más ambición de humor negro, más conciencia de la comedia porque la protagonizaba un comediante y judío y neoyorquino –qué más consciente que eso puede haber–, en Friendspredominó una comedia más espontánea y una luminosidad sostenida en su viga más grande: el romance entre Ross y Rachel, con su viejo y clásico esquema «chico quiere a chica». Y además, el coro de personajes es como el de los amigos que uno encuentra en la vida misma: la neurótica (Monica), la rara (Phoebe), la guapa (Rachel), el nerd (Ross), el chistoso (Chandler) y el guapo que además es el tonto y el raro: Joe Tribbiani, un tipo que trabajaba de mal actor y era interpretado por un mal actor, Matt LeBlanc.

Friends es eterna para mí porque es como una canción de los Beatles, porque habla de la juventud, es pop y suena bien siempre. Friends es además una foto congelada en el tiempo: la instantánea de los años noventa, con las relaciones de amistad de una generación sin el terror de las Torres Gemelas ni los traumas de la guerra contra el terrorismo. La energética ingenuidad de Friends, más que Seinfeld, es el mundo que me gustaría repetirme una y otra vez si me dieran a elegir uno para que allí transcurriera el día de la marmota.

Por eso, cuando aparece Anna Faris es como si entrara en escena un liquidador,porque es signo de que esta banda de jóvenes está entrando en la muerte lenta y segura de la adultez, y lo más tangible: anuncia el fin de diez años de estupendo circo. De esa serie me gusta todo menos el final, porque es tan demoledor que lo acaba todo y te deja sin energías para la repetición. Es además un final imperfecto, chascón y hecho con la falta de planificación que ha impregnado a la mayoría de los finales de series que recuerdo: Perdidos en el espacio, El hombre nuclear, El gran héroe americano. Finales chapuceros e improvisados porque hay que terminar el cuento antes de que el rating y la popularidad sigan bajando.

Terminar bien, terminar mal

La muerte de Friends fue digna, según la recuerdo la única vez que la vi, pero no tuvo la planificación de la nueva edad dorada de las series que, como Breaking Bad, terminan a lo grande. Pero, aunque hay ahora en la industria más conciencia de la importancia de terminar alto, es difícil y solo unas pocas lo logran.

Lost y Los Soprano y Dexter y How I Met your Mother no lo lograron. Los suyos son finales que no quieres recordar, no porque te hagan un daño emocional o te dejen vacío, sino porque son tan malos que quieres borrarlos de tu vida televisiva. Editarlos, sacarlos de tu montaje vital.

Otra vez, ***spoiler alert.

¿Qué tenía en la cabeza el alguna vez respetable David Chase, creador de Los Soprano, cuando puso un cuadro en negro en un momento que parecía ser el último de Tony Soprano? ¿Por qué pensó que podía pasarse de listo y hacer un «David Lynch», algo inexplicable y ambiguo, como este lo hiciera en el final de Twin Peaks, cuando el agente especial Cooper mira su reflejo en el espejo y lo que descubre son las facciones del inmaterialmente malo Bob? Quizás creyó que podía jugar al artista profundo y desplegar un manto de incerteza sobre una de las series con mejores y mayores certezas de los últimos años: las portentosas dudas de un mafioso con problemas sicológicos y tan humanizado como Walter White, otro antihéroe de este cuento que sí tuvo el final que se merecía.

¿Qué tenía en la cabeza J.J. Abrams al incluir en Lost todo lo que se le ocurrió –osos polares en una isla tropical, saltos en el tiempo, lo que fuera– y luego darnos el final más predecible del mundo para el vuelo 815 de Oceanic Airlines? Todos estaban muertos. ¿En serio? Quizás Abrams creyó que nadie se iba dar cuenta de que por un asunto de bolsillo estiraron una idea que era perfecta para tres temporadas a lo más. ¿Y qué tenían en la cabeza los creadores de Dexter,que no fueron capaces de mantener el buen nivel de las primeras temporadas y al final engañaron burdamente a la audiencia haciendo creer que nuestro asesino serial había muerto, para luego aparecer con barba y look de leñador?

Quizás estimaron genial dejarlo con vida por si se les ocurre revivir la franquicia en unos años más, tal como acaba de ocurrir con 24, susceptible de resurrección porque Jack Bauer quedó vivo hace cuatro años.

¿Qué tenían en la cabeza los creadores de How I Met your Mother al traicionar la esencia de la serie y dejar de lado la pregunta sobre quién es la madre de los hijos de Ted, para ponerlos tras los pasos de Robin?

El final que no era

Y quizás no hay peor situación que el final interruptus: las series que no terminan, las canceladas. Como el experimento citado de Vince Gilligan, The Lone Gunmen. Una injusticia que nunca debió suceder, como tampoco debió pasar con Luck: una serie sobre apuestas de caballos, hipódromos y bajos fondos que, como en el dicho, tuvo partida de caballo inglés. Y lo tenía todo para triunfar: era el regreso de Dustin Hoffman, a quien la suerte le estaba sonriendo de nuevo a los 74 años.

Pude hablar con él en enero de 2011, en Hollywood, sobre este drama realista sobre adictos a las apuestas producido por David Milch, él mismo un apostador compulsivo en rehabilitación. Dustin Hoffman, vivo, activo, estaba feliz porque volvía al ruedo a demostrar de qué madera estaba hecho. Con un trago en la mano, encendido como motor de un juguete nuevo; con Michael Mann, el director de la serie, a su lado y al otro el legendario Nick Nolte, su coprotagonista (que no paraba de hablar de su amigo chileno Alejandro Jodorowsky), Hoffman, motivado, imparable, habló de la suerte, de lo afortunado que se sentía. Pero Luck fue cancelada a fines de 2011, por maltrato animal. Dos caballos murieron en la realización del piloto y un tercero en la filmación del séptimo episodio. Mala suerte.

Que te cancelen es el antifinal porque nadie lo ha querido así, porque todos parte llenos de esperanzas e ilusiones. O al menos con una ilusión de seguridad. Esa que pude ver en la conferencia de prensa de Sam Neill para el estreno de Alcatraz, de J.J. Abrams. «¿Qué siente al hacer esta serie?», le preguntó, ingenuo, un periodista inglés. «¿Todos esos años de estudio en la universidad para una pregunta tan tonta?», replicó Neill, masticando los restos del pobre colega, inmóvil frente a la estrella. Fue sin embargo el único triunfo de Sam Neill con esa serie plana y predecible sobre unos misteriosos fugados de Alcatraz, todo con una explicación sobrenatural muy en la línea de Lost.

Y ahora un minuto de silencio por Futurama, la serie animada de Matt Groening, el creador de Los Simpson. Su caso es ejemplo de resistencia frente a la cancelación. Futurama ha sido descontinuada ya en tres ocasiones: en 2003, en 2007 y en septiembre de 2013, cuando todo se fue a negro para siempre. Pero antes de eso pude satisfacer el viejo anhelo de ser testigo de algo realmente grande, de ver el milagro de la vida a través de algo tan increíble como el nacimiento de una estrella o la muerte de una constelación: Fry, ese hombrecillo sin importancia del siglo XX, se casa finalmente con la amazona, con la mucho mejor que él cíclope Leela. Un acto casi divino porque representa el improbable triunfo de la mediocridad frente a toda adversidad.

Quizá por eso –por esta verdadera condensación del final feliz–, la de Futuramaha sido la única despedida que podría mirar una y otra vez sin problemas. O quizás sea porque creo que pasará lo inevitable: que este fin no será realmente el fin y que Matt Groening encontrará la manera de devolver al aire su obsesión y deleite. Solo me siento a esperar como aperitivo el episodio especial que tiene anunciada fecha de emisión para algún momento de 2014 y que será un crossover con la otra creación de Groening, Los Simpson, en un choque-mezcla que unirá a los amarillos personajes de Springfield con los del futuro y se llamará Simpsorama.

No es un final entonces, y bajo el alero de Los Simpson la eternidad está asegurada: ahí están los cameos de Fox Mulder y Dana Scully de Los archivos secretos X, del vulcano señor Spock de Viaje a las estrellas, y una lista interminable de celebridades y personajes de la cultura popular que en un momento u otro vuelven a la vida en esta serie sin fin aparente en el horizonte.

Esa ausencia de un final en Los Simpson es un placer que se conecta con nuestra ancestral aversión al cambio: nos gusta verla porque, con sus altos y bajos, todo sigue más o menos como siempre. Bart no crece, Lisa tampoco, Homero no mejora como ser humano, Marge no tiene de amante a Ned Flanders ni se divorcia de su marido pastel: hay muertes, hay alteraciones, pero el tiempo no se mueve en la misma dirección que en nuestra realidad real, y eso es un descanso.

«Todo se va a poner bien al final. Si no está bien, entonces no es el final», escribió alguna vez alguien que terminó muy mal, Oscar Wilde. Quizás por eso, por la imposibilidad manifiesta de concebir para ella un final feliz, es que otra serie inmortal se niega a terminar. Hablo de la serie británica Doctor Who, acerca de un extraterrestre que viaja por el tiempo y por el espacio, resolviendo entuertos de matiné y luchando contra otros aliens malos, como sus mortales enemigos los Talek. Nacida en 1963 –lo que la convierte en la serie de ciencia ficción más longeva–, pudimos ver en Chile algunos lisérgicos episodios en los años ochenta, en Canal 13, que la presentó como Doctor Misterio: Tom Baker, de colorinche bufanda y pelo crespo, hacía funcionar una caseta policial inglesa, azul, llamada Tardis (equivalente al cinto espaciotemporal de nuestro Mampato), para ir al pasado o al futuro, y la herencia continúa cuando se reencarna en el siguiente actor llamado a ser Doctor Who.

No es que haya sido planeado de esa forma, pero cuando William Hartnell, el primer Who, tuvo problemas de salud en 1966, los productores encontraron la solución: el personaje podía regenerarse antes de morir y cambiar de rostro. Y así ha sido todos estos años, con una pausa entre 1989 y 2005, cuando comenzó la nueva era, que ya se anota ocho temporadas y en Chile debería ser un éxito total, porque reúne todo lo que le puede agradar a un espectador joven de la era digital: imaginación, rapidez y una promesa de entretención sin fin.

Pero que no haya final en Doctor Who es una excepción a la regla, y mientras veo Game of Thrones, mientras avanzan en esta nueva temporada las traiciones cortesanas, las brutalidades medievales, no puedo dejar de pensar en su fin. En quiénes irán a morir, resucitar, amar, odiar y mandar a matar cuando se acabe después de más de seis temporadas. ¿Jon Snow será rey?¿Los Lannister serán borrados de la faz de la Tierra? Tyrion, el enano, ¿qué irá a ser de ese pobre menospreciado?

Recuerdo una conversación de bar con una amiga, de las mejores que tenido, sobre el fin de nuestras series favoritas, charla que en algún momento, en el delirio del fanatismo, se transformó en la misión de escribir continuaciones de todo el animé que vimos en los ochenta, de casi todas las series perdidas en la memoria. El momento mágico sería tener a todos los personajes tomando unas copas en el bar de Cheers: al «hombre nuclear» con una cerveza en la mano hablando con el «gran héroe americano» sobre cómo ser normal a pesar de los superpoderes; a Mr. T, de Los magníficos, recitándole el famoso discurso de Martin Luther King a Kunta Kinte, de Raíces; a una Candy cuarentona buscando consuelo sexual en un Marco veinteañero; a la Mujer Maravilla atendiendo las mesas y aceptando propinas; a Ross y Chandler llorando las penas del hombre casado con un whisky en las rocas de testigo mudo; a Walter White, calvo, de lentes, feliz en su papel de barman junto a Sam Malone. Y en una esquina oscura Fox Mulder bailando lascivamente con Dana Scully una canción que podría ser «Baby blue».

Me gusta pensar en esa imagen cuando recuerdo a mi amiga. Ella no se murió ni nada dramático. Simplemente ya no es mi amiga.

Malditos finales.