Estrella distante fue la primera novela de Roberto Bolaño que leí. Era el libro de Aura. Estábamos en la playa en Mazunte y lo leí en una sentada, haciendo pausas un par de veces para meterme al mar. Ella era una fanática de Bolaño. Bolaño se había muerto seis meses antes y empezamos a salir poco tiempo después. Ella me contó que el día en que murió Bolaño todos los bares de la Condesa estaban llenos de gente llorando, pero lo que esto realmente quería decir era que ella y su amigo Senén, con quien había estudiado literatura en la UNAM, lloraban juntos. Senén era barman en el lugar que frecuentaba Horacio Castellanos Moya, amigo y espíritu afín de Bolaño. Mucho antes de conocer a Aura, yo también iba a ese bar y era amigo del joven Senén y del no tan joven Horacio, quienes también eran amigos entre sí. Horacio, sobre todo si estaba borracho, se paraba sobre la barra y contaba las historias más espeluznantes de la guerra en El Salvador: me acuerdo de la de un juego asqueroso pero oscuramente gracioso en que los guerrilleros jugaban con un cadáver. Senén y Horacio hablaban de Bolaño y de sus libros también.

Pero aparte de algunos cuentos yo no lo había leído hasta ese día en Mazunte, la misma playa donde, cuatro años después, Aura se rompió el cuello en las olas. Murió veinticuatro horas más tarde en la ciudad de México. Me es más difícil escribir estas palabras de lo que pensé. Durante nuestra luna de miel en el verano del 2005, en otra playa mexicana, leí 2666. Ahora en mi mente y en mis emociones, Bolaño y sus libros están inextricablemente enmarañados con la muerte, con Aura, con su muerte, y supongo que siempre lo estarán.

Bolaño era más que esto para nosotros: escribió sobre los mundos en los que vivíamos. Para Aura eso significaba la Universidad Nacional Autónoma de México (especialmente, por supuesto, la de la primera parte de Los detectives salvajes y todo Amuleto) y la espléndida-absurda, metropolitana, inacabable ciudad de México de la juventud, y del romance de la literatura, de los intelectuales de la clase media, especialmente de la generación de los padres de Aura, quienes fueron jóvenes durante el largo periodo del fervor revolucionario latinoamericano, de la violencia y de la desilusión. “De la violencia, de la verdadera violencia, no se puede escapar, al menos no nosotros, los nacidos en Latinoamérica en la década del cincuenta, los que rondábamos los veinte años cuando murió Salvador Allende”, dice el narrador del cuento “El Ojo Silva”. Soy veinte años mayor que Aura, y algo menor que sus padres, y la violencia y la desilusión también formaban parte de mi experiencia. No las del fervor chileno y argentino en los sesenta y setenta, sino las del deprimente segundo acto de la era revolucionaria: las aún más brutales y sicóticas guerras de Centroamérica en los ochenta, que prácticamente me consumieron de los veinte a los treinta y tantos.

En su narrativa, Bolaño tomaba partes de la realidad y de su propia vida, pero sus ficciones no son realmente realistas. Su narrativa apunta fuera de la realidad y ciertamente más allá de interpretaciones mundanas políticas o morales y hacia algo más: poesía, apertura, una especie de shock filosófico y tragicómico; su narrativa siempre abre “nuevos caminos”, como dijo el propio Bolaño de la escritura de Borges. Y es en parte esta cualidad misteriosa y radical, a veces la cualidad de una parábola épica (alguien en 2666, Amalfitano, quizás, dice algo como “si pudieras resolver el misterio de los asesinatos de las mujeres de Santa Teresa, descifrarías el significado del mal en nuestros tiempos”) lo que hace que su escritura sea más cercana al espíritu de Borges y hasta de Kafka que a la de otros escritores latinoamericanos que también admiraba, como Lezama, Onetti, Cortázar o Bioy Casares.

Aura escribió un ensayo sobre Bolaño y Borges, publicado en Words Without Borders, que empieza así:
“La escritura de Borges y Bolaño fue una batalla encarnizada contra la vanidad, lo pretencioso, la cursilería, lo ordinario, lo servicial. Los suyos son casos peculiares de la literatura que la máquina literaria misma parece rechazar. No fueron bestsellers. Durante una parte sustancial de sus vidas habitaron o bajo la sombra fría del rechazo público o en la clandestinidad del desafuero estético. La relación que tuvieron con ‘su época’, y con los escritores de su época, fue compleja, salpicada de aristas. Ciertamente, lo que ellos entendieron por literatura poco tuvo que ver con una sed de complacer más otra estética (social, moral, política, filosófica) que la propia. Su relación con la literatura fue casi religiosa. Creyeron en pocas cosas además de ella y solo a ella se consagraron: como si la literatura fuera (tal vez porque lo es) cuestión de vida o muerte.”

Aura, y especialmente sus amigos de la UNAM, eran posesivos con Bolaño: era su escritor. Su amigo Jorge Volpi conoció a Bolaño y le contó una vez de Aura y sus apasionados lectores en la ciudad de México, y Bolaño rió con pena y dijo: “Es lo único que me falta, volverme un escritor de culto en la UNAM”. Cuando comenzó a volverse el escritor del mundo entero, cuando se estaba convirtiendo (aceptémoslo, ocurrió para bien o para mal) en el escritor del momento del mundo literario de moda neoyorquino, fue como si le hubieran arrancado algo a Aura. Era casi tierno ver su desconcierto. Hasta fingió que ya no le gustaba tanto Bolaño, pero claro que eso no era cierto, y una de las últimas cosas que ella publicó fue una reseña deAmuleto  junto con Cómo me hice monja de Aira para el Boston Review.

Durante varios meses después de la muerte de Aura no pude leer narrativa, pero cuando finalmente pude, lo que más anhelaba leer eran los pasajes de la muerte de Ingeborg, amante de Archimboldi, en el último libro de 2666, “La parte de Archimboldi”. Como mencioné, leí la novela durante nuestra semana de luna de miel en el Pacífico. Casi la acabo, arrasé con ella, atónito y cautivado, y eso que normalmente soy un lector lento (en comparación, Los detectives salvajes me tomó como un mes). Aura llevaba dos novelas, Humboldt’s Gift yMadame Bovary en francés, y las acabó muy rápido. Supongo que esto suena como que durante nuestra luna de miel lo único que hicimos fue leer, lo cual no es totalmente cierto, pero y si sí, ¿qué? Estábamos en una suerte de eco-hotel y había mucho tiempo: para visitar el criadero de tortugas bebés, y remar con canoas en la laguna. No había electricidad, por lo que realmente tenías que leer de día. Ya en la noche, en el restaurante, tomábamos margaritas a la luz de las velas y jugábamos scrabble y Aura siempre ganaba. Leyó sus dos novelas rápidamente y después de eso cada vez que yo soltaba 2666 para ir a nadar o al baño, cuando volvía la encontraba leyéndolo. “¡Devuélveme eso!”, le decía y ella me rogaba: “¡por favor, solo déjame acabar este capítulo!”

En esos meses que no leí narrativa, me sumergí en el canon de los libros de duelo y también leí poesía. No dejaba de pensar en la escena de la muerte de Ingeborg en 2666 pero mi recuerdo de la escena no era precisamente fiel: creí que eran muchas más páginas de las que en efecto son, y recordaba imágenes mucho más explícitamente místicas; lo recordaba como una revelación mucho menos casual. Recuerdo esa escena más como un poema de Rilke. Claro que 2666 es una de las novelas más obsesionadas con Tánatos de todos los tiempos, además de que pienso que es una de las mejores novelas, y punto. El novelista y crítico español Eduardo Lago la describe en una reseña como un libro escrito en una carrera contra la muerte, en la que sientes a la muerte alentando al escritor. Es una gran novela de luto profundo, de muchos lutos, a veces enciclopédicos; y una de las vidas por las que el autor está de luto –la vida que contiene todas las vidas resplandecientes del libro– es la suya propia. Sabía que se estaba muriendo, sabía que ese sería su último libro, y aparentemente sabía que 2666 lo iba a matar, y en cada página lo vemos tomando riesgos narrativos que desafían a la muerte.

El sicoanalista Darian Leader pregunta si la existencia de la literatura, el teatro, el cine y otras artes “podría estar ligada a la necesidad humana de guardar el luto… han creado algo a partir del caos y la destrucción y han ayudado a plasmar la naturaleza universal de lo que siente el doliente”.

Ingeborg sabe que va a morir. Esta es la escena que se expandió tan vívidamente en mi memoria y que, cuando finalmente estuve listo para volver a leer narrativa, sabía que tenía que releer, una y otra vez. En una noche invernal, Ingeborg, tosiendo sangre desaparece de su cabaña en las montañas, y se dirige hacia las quebradas donde ella y su rústico anfitrión habían escondido exitosamente el cadáver de su esposa asesinada. Finalmente Archimboldi la encuentra:

“El rostro de Ingeborg estaba frío como un pedazo de hielo. La besó en las mejillas hasta que ella se deshizo del abrazo. […] El cielo estaba lleno de estrellas, muchas más de las que se veían en las noches de Kempten y muchísimas más de las que era posible ver en la noche más despejada de Colonia. Es un cielo muy bonito, dijo Archimboldi, y luego trató de tomarla de una mano y arrastrarla hacia la aldea, pero Ingeborg se agarró de una rama del árbol, como si estuvieran jugando, y no quiso irse.

– ¿Te das cuenta de dónde estamos, Hans? –dijo, riéndose con una risa que a Archimboldi le pareció una cascada de hielo”.

Ella le dice: “Estamos en un lugar rodeado de pasado. Todas esas estrellas…” y atrae su atención hacia las estrellas:

“–Toda esa luz está muerta –dijo Ingeborg–. Toda esa luz fue emitida hace miles y millones de años. Es el pasado, ¿lo entiendes?, es el pasado, estamos rodeados por el pasado, lo que ya no existe o solo existe en el recuerdo o en las conjeturas está allí, encima de nosotros, iluminando las montañas y la nieve y no podemos hacer nada para evitarlo”.

Después de la muerte de Ingeborg, Archimboldi desaparece durante un largo rato.

A Bolaño le gustaba decir, y escribir, que la novela podía contener cualquier tipo de poema. La escena de Ingeborg y las estrellas es, junto con “Exequy on his Wife” de Henry King, el poema de luto que leo más.