En la película NO, de Pablo Larraín, el protagonista decide colaborar con la campaña en contra de Pinochet antes del plebiscito de 1988. En la misma oficina de publicidad, su jefe está comprometido con la campaña del SÍ, que defiende la permanencia de Pinochet en el poder por ocho años más. Ambos saben lo que el otro está haciendo. En una escena, que quizás pasa inadvertida en medio de tanta emotividad, el jefe amenaza al protagonista aludiendo a su familia: «Ándate a la casa y cuida a tu hijo mejor». El protagonista y su familia habían sido objeto de amenazas directas en su domicilio por parte de las fuerzas de seguridad del régimen.

Lo interesante de la trama es que al final de la película, una vez que Pinochet es derrotado en las urnas, los dos publicistas vuelven a su rutina de trabajo en la misma agencia. No hay resentimiento, ni rencor, ni recriminación. Un silencio algo cómplice une a estos dos personajes que vuelven a vender productos de mercado. Simbólicamente, el devenir de ambos actores ilustra lo que fue la transición democrática en Chile. «Buenos» y «malos» que estaban en trincheras opuestas abruptamente se sentaron juntos a conducir el proceso político chileno. Eso abrió fuertes interrogantes sobre la ética y la moral de lo ocurrido en el pasado y el presente. Al tornar la mirada hacia atrás, los protagonistas se preguntaban si era necesario abrir las heridas del pasado, si fueron necesarias las violaciones a los derechos humanos, o si en realidad una epidemia de crueldad se había apoderado de los actores políticos y militares. Al observar ese presente de 1988, aquellos mismos actores se interrogaban sobre el límite de lo éticamente correcto para democratizar el país: ¿aceptamos convivir y legitimar las acciones y omisiones de quienes nos torturaron, de quienes hicieron desaparecer a nuestros familiares, compañeros, camaradas y seres queridos? ¿Aceptamos la justicia en la medida de lo posible?

No podemos hablar de maldad sin referirnos al golpe de Estado y sus consecuencias inmediatas en la violación de los derechos humanos. La división dictadura /democracia no solo marcó a una generación, sino que define hoy gran parte de nuestra memoria y de lo permitido /no permitido en nuestra sociedad. Durante muchos años, los militares y sus colaboradores civiles negaron la existencia de aquellas aberraciones. En la medida en que las investigaciones y sobre todo la televisión nos fueron develando los restos de los cuerpos sepultados y los barrotes lanzados al mar, los uniformados pasaron de la negación a la justificación. En 1991, el Ejército declaraba oficialmente que lo sucedido en 1973 había sido producto de una guerra y que «por su naturaleza, el uso de la fuerza legítima puede afectar la vida de las personas y su integridad física». Agregaban que «desde el punto de vista de cualquier institución armada seria, cuando se enfrenta una guerra solo cabe como propósito la victoria total».

 ¿Qué tipo de maldad explica la decisión de exterminar a opositores, de torturarlos, violarlos, de ocultarlos en los cerros, o de arrojarlos al mar? ¿Qué tipo de mente entiende por victoria total el exterminio del «enemigo»? ¿Fue un momento de locura infinita de un grupo de generales o se trata más bien de la propensión humana a romper con imperativos morales? Kant habla del «mal radical» para referirse a esta inclinación innata de las personas a desviarse de los imperativos de la razón. Hannah Arendt en cambio alude a la «banalidad del mal», esto es, a una maldad que no es producto de la locura, de la debilidad o de la monstruosidad de un individuo. Después de presenciar los juicios a los exjerarcas nazis y atender a sus argumentaciones, Arendt se forma la convicción de que en dicho régimen se llegó a un estado de irrefl n en el que se naturalizaron ciertos comportamientos y se hizo imposible distinguir entre el bien y el mal. Los represores y sus cómplices estarían en un estado de ausencia de reflexión, un estado en que las atrocidades son enmascaradas bajo un velo de superficie normalidad porque el sistema de valores y creencias de ese momento lo estableció de aquel modo. El mal banal implica sujetos no empáticos, irrefl os, que establecen una distinción entre «nosotros» y «ellos», otorgándoles a los primeros ciertas virtudes de las cuales los otros carecen.

 En los últimos veinte años hemos asistido en Chile a un intenso debate sobre el pasado. De la negación por parte de los perpetradores de crímenes se pasó a una etapa de justificación de aquellas barbaridades, basada precisamente en la distinción entre un «nosotros» (héroes) y un «ellos» (extremistas, comunistas). A estos últimos se les había despojado de humanidad –recuerden al almirante Merino llamándolos nada menos que «humanoides»–, por lo que no merecían respeto. La naturalización de la maldad se instaló así en el centro de las disputas sobre el pasado. Recordemos que mientras el Informe Rettig de abril de 1991 entregaba una primera revisión del pasado en materia de violación de los derechos humanos, los militares y los civiles que defendieron el régimen convirtieron a los institutos castrenses en víctimas de las circunstancias que rodearon al golpe. La amenaza a la supervivencia del Estado justificaba aquella maldad.

El retorno a la democracia y la modalidad del pacto de la transición marcó un segundo dilema, ahora sobre el presente. ¿Podemos sentarnos en la misma mesa junto con los perpetradores de crímenes de lesa humanidad? ¿Dónde establecemos el límite entre defender los principios universales y conducir esta transición sin violencia? Si la política es la administración del poder, «buenos» y «malos» iniciaron un largo camino donde se tensionaba el límite de lo posible. En el contexto de transición, la Concertación de Partidos por la Democracia, que luchó contra la dictadura, se transformó en la coalición política que encabezaría este ideal de retornar a los principios morales y éticos que una sociedad democrática debiese tener. Pero las ataduras institucionales y políticas de la dictadura limitaban su acción. ¿Qué debe hacer un representante cuando busca la justicia, el restablecimiento del Estado de Derecho, pero sabe que el proceso podría tener un efecto desestabilizador? ¿Se desconocería la Constitución impuesta ilegítimamente por Pinochet? ¿Se desconocerían las leyes y normas emanadas de la dictadura? ¿Se encarcelaría a todos los perpetradores de crímenes? ¿Se identificaría a los civiles que colaboraron con el régimen y se les condenaría al ostracismo?

Las soluciones principistas se descartaron. Se haría todo lo posible por alterar normas y énfasis, pero la lucha de poder se haría dentro de un marco que ya estaba impuesto. Patricio Aylwin ya en el año 1984 había declarado que la única posibilidad para avanzar en la transición era «evitando deliberadamente referirse al problema de legitimidad de la Constitución». Una vez restablecida la democracia, el ministro Edgardo Boeninger, uno de los principales asesores de Aylwin, sostenía que el contexto político imponía la necesidad de avanzar en ciertos acuerdos con la derecha en el Congreso que eran de particular trascendencia, como la reforma tributaria. Si se daba prioridad a las reformas que eliminaban los enclaves autoritarios o que presionaban por justicia por las violaciones de los derechos humanos, el clima en el Congreso se polarizaría y sería confrontacional. Por eso, para obtener éxitos políticos de beneficio social, se optó por reducir las tensiones con la derecha y sus aliados los militares.

«Ética de la responsabilidad», se lo llamó. La defensa de los principios (justicia, verdad) solo se justificaba cuando no afectaba a otros (gobernabilidad) que podrían amenazar al propio sistema político. Se aceptaría entonces que aquellos que fueron responsables de un régimen que violó masivamente los derechos humanos pudiesen seguir formando parte del sistema político. La condena al ostracismo tardaría en llegar; para muchos, nunca llegó.

Al transcurrir el tiempo, las nociones de maldad y bondad emprenden nuevos rumbos; los dilemas se matizan y una escala de grises nos rodea. Incluso surgen revisiones y contrarrevisiones del pasado cercano. ¿Qué responsabilidad les cabe a quienes supieron de violaciones pero no las denunciaron en su momento? ¿Qué responsabilidad les cabe a quienes llamaron a los militares para dar un golpe de Estado pero luego se arrepintieron? ¿Qué responsabilidad tiene ese soldado que cometió crímenes simplemente porque un superior le ordenó asesinar? ¿Y qué responsabilidad tienen los que aceptaron renunciar al ideal de justicia por un reacomodo democrático que fuera pacífico? El drama de nuestra transición es que en un mismo escenario conviven víctimas y victimarios, delatores y delatados, cómplices y acusados.

Y luego está la disputa por la «superioridad moral» de aquellos que defendieron la democracia. Con el pasar de los años, la derecha política–aquella que un día defendió al régimen– cuestionó la superioridad de la centroizquierda en materia de defensa de los derechos humanos. Todo se torna aun más complejo cuando las nuevas generaciones movilizadas cuestionan a esa clase política que realizó el pacto de la transición y que –según ellos– renunció a la lucha por ciertos principios y optó por el camino de la «componenda», de «transacciones» basadas en ganancias de corto plazo. La nueva épica social nacida en la calle se idealiza y se le adjetiva como «pura» y «buena», mientras se denosta a la política en tanto ejercicio de transacciones «vacías», «espurias» y que solo buscarían la satisfacción de intereses personales y no sociales. A los luchadores e idealistas de antaño se les trasforma en mercenarios de la política. Se juzga crudamente a quienes arriesgaron su vida en el pasado si a renglón seguido aceptan el camino de lo posible.

La política vive esta constante tensión entre el ideal y la materialidad del poder. El acuerdo, el pacto, forma parte del engranaje que da vida al proceso político y que es el que finalmente permite transformar la realidad. Gracias a una serie de pequeñas y no tan pequeñas transacciones tuvimos transición, seguramente muchas vidas fueron salvadas, y muy probablemente obtuvimos una mejor vida. Pero la política también requiere de ideales, de principios morales que guíen nuestra conducta, que imponga el marco de lo intransable. La paradoja es la siguiente: el acento en la maternidad del poder fue desvalorizando la política como ideal, la fue alejando de la defensa heroica de ciertos ideales. Siempre junto a Pinochet implicaba muchas cosas;violación de los derechos humanos, Constitución, modelo neoliberal. Ciertamente que sentarse junto a él para negociar su ocaso no convertía a los demás en villanos, como si solo por hacerlo compartiesen su maldad, pero sí los hacía convivir con ella.No aclarar aquella convivencia forzada era erosionar los ideales que algún día se prometió defender.

Por eso hoy es tan necesario el retorno al problema del origen, la Constitución de Pinochet. Cuando se quiere cambiar la Constitución de Pinochet no es solo modificar algunas instituciones, redefinir derechos o permitir la participación de un grupo de ciudadanos en el establecimiento de un escrito, un papel. Lo que se busca es romper con la atadura original, romper la maldad. Se retoma al origen para intentar restablecer un imperativo ético y moral trascendente.

Volvamos a la película NO. En ella pasamos de una campaña épica que terminó con una dictadura. Muy pocos dictadores llaman a un plebiscito y pierden. Pinochet fue uno de ellos. Qué impactante es recordar y presenciar la creatividad del grupo humano, la estupidez del otro, y el poder de vencer a un poderoso dictador solo con un lápiz. Sin embargo, Larraín no se queda allí. Una segunda lectura aborda los códigos de lo que fue nuestra transición: la brutal convivencia de víctimas y victimarios, la poderosa fuerza del mercado que penetró hasta en los más íntimos espacios de la solidaridad, las traumáticas trayectorias de personas que creyeron en la insubordinación como única salida. La forma en que se desplegó la transición fue relativizando el bien y el mal. La reacción frente a ese exceso de pragmatismo ha sido lenta y recién hoy podemos hablarlo, a propósito de una película. Es el tiempo de retornar a los principios, a los ideales, a la búsqueda necesaria de la bondad.