Es posible leer la censura de enciclopedias como una geografía de la historia, y también como una historia contra la geografía 

 

Entonces desaparecerán del planeta el francés y el inglés.
El mundo será la enciclopedia. 

[][][][][] [][][][] [][][][][][], 1941 

 

Creer en la existencia del tomo de 1974 del Libro del Año Barsa hace necesaria la fe en una serie de pequeños actos de otro tiempo que hoy parecen incomprensibles. El libro mismo, su presencia, no lo hace fácil: su volumen lo vuelve difícil de transportar, su encuadernación en cartón y cuero sintético con letras doradas le da un aire de reliquia arribista, el grosor de su papel le presta una autoridad documental casi insoportable, de carta magna, de declaración de independencia, de folio de consulta. Cincuenta y tantos años después de su aparición huele tan bien como cuando llegó a las librerías: su papel no se ha oxidado, sus tintas no se han degradado y guardan un aroma vegetal, como a romero y otras hierbas, y también como de biblioteca de colegio. Los negros de sus fotos en semitono monocromo siguen nítidos, cargados de la precisa dignidad con la que sus recopiladores las eligieron, para que fuera la primera versión de la historia, una enciclopedia de nuestros tiempos. Es un objeto hermoso. 

Para entender este libro hay que entender, y aceptar como ciertos, varios absurdos que construyen el absurdo mayor de la existencia del libro. Hay que creer, por ejemplo, que una heredera del imperio de la Enciclopedia Británica, de nombre Dorita Barrett, se propuso construir una colección igualmente augusta y monumental del conocimiento de su época, pero en portugués de Brasil, y que la bautizó con las primeras letras de su apellido y el de su marido, Alfredo de Almeida Sá: Enciclopedia Barsa. Hay que creer también que esa enciclopedia llegó a publicarse en 1964, y que luego sería volcada al castellano para beneficio de la población de América Latina toda, desde el Río Grande hasta el Estrecho de Magallanes. Hay que aceptar además que los nueve volúmenes de la edición original, cada uno de casi tres mil páginas –siempre 2.842, para ser más precisos– se convertirían, en un solo gesto sublime y mundano, en objeto de prestigio doméstico y al mismo tiempo en material de consulta para ingenieros, abogados y escolares. Porque ahí residían las coordenadas geográficas exactas del ecúmene completo, el lugar de nacimiento de Gabriela Mistral, la identidad del autor de Institutiones divinarum et saecularium litterarum y también la del inventor de la máquina a vapor, y la temperatura de fusión del mercurio. 

Hay que creer, finalmente, que las buenas personas que abordaban esta empresa confiaban en que un libro podía contener el mundo. Hay que dar por cierto, también, que pensar ese mundo portátil que cabía en un libro fue posible no hace demasiado tiempo, antes del advenimiento de los medios electrónicos. 

Aceptado todo eso, y ya con menos asombro, hay que admitir que la enciclopedia Barsa, tal como la publicación imperial que la inspiró había hecho desde 1938, entregaba a la prensa, como anexos a su colección, almanaques o libros del año que compilaban los acontecimientos del último calendario, en todo el mundo, gracias al trabajo de incansables corresponsales y redactores que producían artículos sobre la carrera espacial, las hambrunas, el comportamiento de los países no alineados y la producción de cereal en la Unión Soviética. Así, a comienzos de 1973, quienes ampliaban su biblioteca con el libro de ese año podían enterarse de que en 1972, Santiago de Chile había sido la sede del tercer encuentro de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo, UNCTAD, en un edificio construido en tiempo récord gracias a los esfuerzos de los trabajadores y a la ambición del gobierno de la Unidad Popular, y también de otras cosas. 

El libro del año siguiente es distinto. 

Crecí haciendo las tareas con Apuntes e Icarito. Tendrían que pasar unos buenos años de mi enseñanza básica antes de que mis papás invirtieran –porque eso era también una enciclopedia, una inversión– en la Enciclopedia Juvenil Larousse primero, y luego en el Diccionario Enciclopédico Salvat. Entonces, si quería consultar un texto con mayor autoridad, tenía que cruzar la calle para revisar alguno de los 18 volúmenes de la Enciclopedia Monitor que una vecina lucía en el lugar de honor de su comedor, coleccionados con paciencia, comprados semana a semana en el quiosco, encuadernados con esmero siguiendo las instrucciones que contenían los propios fascículos. Todavía me cuesta creer que las tareas del colegio ya no se hagan así. Que ya no haga falta consultar libros impresos hace años que ya estaban obsoletos cuando llegaron a ocupar las estanterías de una casa.

Fue en la Monitor donde encontré por primera vez una fe de erratas. 

En la página 1826 del tomo cinco de la edición de 1974, de la que era dueña doña María, la vecina del frente, el artículo de la historia de Chile terminaba abruptamente así: “En las [elecciones] de 1970 venció el socialista Salvador Allende, quien en noviembre tomó posesión de la presidencia de la República”. 

Luego, un rectángulo de pintura dorada cubre el resto del texto, y así da fin a la historia.

Empecé a fijarme en otros detalles: los mapas de las enciclopedias parecían ignorar por completo la existencia del Territorio Antártico Chileno, o la soberanía de nuestro país sobre tres pequeñas islas del Estrecho de Magallanes, la Picton, la Nueva y la Lennox. Tampoco tomaban en cuenta Isla de Pascua ni el Archipiélago Juan Fernández, lo que obligaba, según entendía yo hojeando los tomos de esta enciclopedia y de otras más, a engorrosas correcciones y retoques: a los mapas había que agregarles un incómodo autoadhesivo con nuestros territorios insulares y polares, y pintar nuevas montañas café, nuevas llanuras verdes, nuevos océanos celestes con colores que igualaran los de la impresión, para luego poder trazar, con tiralíneas, los límites correctos del país. 

Pero eso no era todo. Había que retocar fronteras, renombrar lugares, eliminar información y ajustar los mapas de otras entradas. Así descubrí, revisando el artículo sobre Argentina, que su territorio antártico era “pretendido”, no como el nuestro, y que también hacía falta cubrirlo, la mayor parte de las veces con un autoadhesivo blanco. Que además la Guerra del Pacífico se había librado por motivos que estaban ocultos la mayoría de las veces por u

n retoque de pintura blanca, gruesa, más cercana al yeso que al líquido corrector, y que diligentes manos habían escrito encima la información que se ajustaba a la que aparecía en los libros escolares. 

¿Por qué las enciclopedias contenían tantos errores? 

¿Qué manos enmendaban tanta equivocación?

Un 1973 diferente

Lo primero que aparece al abrir el libro del año 1974 de la enciclopedia Barsa es un pequeño talón pegado en las guardas: la resolución de la Dirección de Fronteras y Límites del Estado que autoriza su circulación, “en cuanto a los mapas que contiene esta obra o citas relacionadas con ellos”. Esa labor, entre paréntesis, sigue siendo hasta hoy parte de las atribuciones de este organismo, la DIFROL, aunque en el presente la Dirección forma parte del Ministerio de Relaciones Exteriores y no del Ministerio de Defensa, como era en aquel entonces.

Es extraño que el Libro del Año Barsa 1974 tenga que llevar esta autorización, porque no contiene ningún mapa. 

Comienza con un resumen día a día de los hechos del año 1973. Un párrafo completamente ennegrecidoencabeza la entrada del 29 de junio, el día del Tanquetazo, la primera intentona golpista liderada por el coronel Roberto Souper. Más adelante, dos manos distintas, una con un plumón negro y otra con pintura blanca, suprimieron los dos párrafos que detallan el asesinato del edecán naval de Salvador Allende, el capitán Arturo Araya.

En el artículo sobre Chile del Libro del año Barsa, que comienza en la página 105, múltiples ocultaciones eclipsan los detalles de los acontecimientos del día del golpe, palabra que es concienzudamente cambiada por “pronunciamiento militar”, a veces con una especie de timbre y otras a mano. Esa misma mano reemplaza el adjetivo que originalmente calificaba a la milicia de ultraderecha Patria y Libertad para describirla simplemente como un grupo “político”. 

Se suprime el nombre de Patria y Libertad de la lectura de una foto que destaca los ataques terroristas a las torres de alta tensión, como también está ausente de la descripción del asesinato del edecán naval. El resumen de los hechos del 11 de septiembre está corregido para eliminar texto indeseable y reemplazarlo, a mano, con las palabras “pronunciamiento militar”. La lectura que acompañaba la foto de La Moneda en llamas fue reemplazada por “(sept. 11)”, obra de una mano con una caligrafía cursiva bastante aceptable.

 

La palabra “suicidio” es agregada insistentemente, también por la misma mano o por otra de caligrafía equivalente, cada vez que el artículo se refiere a la muerte de Allende. 

Más abajo, el texto enmendado reporta que el Estadio Nacional, en Santiago, “albergó a los prisioneros”, y al final una tachadura blanca tapa lo que venía después de “existe gran divergencia entre las afirmaciones acerca del número de muertos…”. 

En este libro, como en los otros, como en las enciclopedias y los atlas que se importaban desde México, España, Argentina o Brasil a lo largo de toda la dictadura, hacía falta ajustar los contenidos a los discursos oficiales. Había que enmendar, a mano, ejemplar a ejemplar, el tiraje completo de los libros, artículo por artículo, mapa por mapa, palabra por palabra. Porque lo que ahí decía no podían verlo los estudiantes, ni nadie. 

 

Lo que el texto dice, lo que debe decir, lo que no puede decir

El primer tomo de la edición de 1976 del Diccionario Enciclopédico Sopena incluye la adición de cuatro páginas de fe de erratas. Casi todas son rigurosamente geográficas: nos informan, por ejemplo, de la desaparición de las antiguas provincias de Chile en favor de las nuevas regiones, corrigen la altura y las coordenadas de montañas, mejoran el área de algunos lagos, insisten en la inclusión del Territorio Antártico que multiplica varias veces el área total del territorio chileno, y niegan la existencia de una Antártica argentina.

Pero también hay otras que agregan la figura de Bernardo O’Higgins cuando la enciclopedia solo nombra a José de San Martín en algún combate de la independencia. Y hay una que corrige la entrada biográfica de Augusto Pinochet: 

Dice: Dirigió el golpe de Estado que derrocó a Allende (septiembre 1973) y encabezó la Junta Militar. 

Debe decir: Dirigió el pronunciamiento que puso fin al gobierno de Allende (septiembre 1973) y encabezó la Junta Militar de Gobierno. 

Mucho más importantes que esa enmienda son las tres líneas que fueron limpiamente expurgadas, quizá raspadas o borradas con algún ácido que adelgazó el papel, en la entrada biográfica en cuestión, en la página 2641 del volumen 10 de la enciclopedia, para dejar a medias la descripción de Pinochet, que así se desvanece en blanco. 

Tiene sentido pensar que las labores de la DIFROL durante la dictadura iban mucho más allá de lo que establecía la letra g) del artículo primero del DFL n°83 de 1979: “Autorizar la internación de mapas, cartas geográficas y publicaciones referentes o relacionados con los límites internacionales y fronteras del territorio nacional. Asimismo, le corresponderá autorizar la edición y circulación de tales instrumentos, previa su revisión”. Tiene sentido suponer que, como la Dirección ya estaba revisando, desde su origen en 1967, las enciclopedias y atlas en busca de gazapos geográficos, también se ocupara de pesquisar los hechos que la dictadura consideraba impublicables. 

Por supuesto que el tomo III de la Geografía universal ilustrada de Sopena, editada en España en 1975, contiene enmiendas a límites, nomenclaturas y territorios. En la página 268 comienza la sección acerca de la organización política y administrativa de Chile. Ahí hay siete líneas y media de texto borrado, de seguro con aquel corrector espeso. En mi ejemplar, una mano posterior, quizá la de los dueños originales del volumen, quiso lavar la tachadura para poder leer el texto subyacente. Ese pobre intento de esquivar la censura arruinó el material de la página, que hasta hoy tiene el aspecto de un pañal sucio, pero que, con todo, revela parcialmente las palabras que la censura quiso omitir. Ahí se detalla que el ordenamiento político chileno estaba liderado por un presidente electo democráticamente cada cuatro años, en votaciones cuyos resultados debían ser ratificados por un congreso bicameral que agrupaba a representantes de todas las provincias. Claramente los escolares no podían leer eso. 

Los ejemplos son innumerables, como las enciclopedias. Las erratas e inserciones, los retoques y omisiones están en todas las colecciones de la época: Larousse, Salvat, Sopena, Barsa, Planeta, Monitor, Códex. Quizá lo más desconcertante de esta estrategia de edición de la realidad sea su caótica, impredecible desidia, que es simultánea a un celo minucioso. Tal vez haya que atribuírselo al paso del tiempo: la censura era más obstinada en los comienzos. 

La Enciclopedia Juvenil Larousse de 1986, por ejemplo, deja intacto, desnudo a la lectura, el párrafo final de la historia de Chile hasta ese momento: “En septiembre de 1973, una Junta militar dio un golpe de Estado (en el cual halló la muerte el presidente Allende) y se hizo cargo del poder bajo la dirección del general Pinochet”. No hay censura en el texto ni se repara la ausencia del nombre de pila del dictador, pero el mismo artículo, en la misma página, fue cuidadosamente enmendado a mano para declarar que la superficie total del territorio chileno es de 2.000.626 km2, “incluido el territorio chileno antártico”.

La Dirección de Fronteras y Límites dirigió un esfuerzo para hacer de la dictadura una forma aceptable de gobierno, tan histórica como todas las demás que aparecen en las páginas de cualquier enciclopedia, porque sus figuras y sus versiones de los hechos ocupaban las mismas impecables columnas que detallaban el ascenso de Napoleón o el nacimiento de la democracia en Grecia. Eran vecinas, físicamente: compartían el mismo territorio en el papel, la misma geografía. La historia que construía la geografía de los mapas remendados sugería rivalidades, reivindicaciones de límites, posibilidades de conflicto. Invitaba a diferendos y mediaciones. Llamaba, en silencio, a defender la nación contra la amenaza externa siempre presente. Ninguna corrección era inocente, ninguna censura era casual: todas eran parte de la misma operación. 

Yo mismo crecí sospechando que nuestros vecinos eran enemigos, que los mapas eran falaces porque venían “de afuera”, que otros países querían perjudicarnos, quitarnos terreno, mentir sobre nosotros. Y yo debería haber entendido la mentira, debería haber sabido que las cosas no eran así, aunque fuera chico. Porque yo sabía, más o menos desde que estaba en cuarto básico, que mi padre, Luis Aníbal Urzúa Lagos, había sido detenido en la casa de mis abuelos en San Bernardo en septiembre de 1973, había sido torturado, primero en la base aérea El Bosque, y luego albergado con cientos de otros prisioneros en el Estadio Nacional.  

Y a pesar de eso no podía entender las enciclopedias tachadas como otra cosa que la corrección de unos errores. Porque, ¿cómo podían mentir los libros?

 

Nadie habla, a nadie le importa

Hay cierta elegancia cruel en la solución de censura del tomo 6 (Ch-Dubu) de la gran Enciclopedia Larousse editada en 1968 y reimpresa en 1973. En el apartado Instituciones del artículo sobre Chile, un timbre estampado sobre la palabra “Constitución” explica que la descripción del gobierno, con sus votaciones, senadores y diputados, corresponde a la “DIVISIÓN POLÍTICA ANTIGUA”. Luego, los párrafos que detallan los partidos políticos chilenos están comentados por otro timbre: “DISUELTOS Y EN RECESO”. 

Este volumen es importante además por otro motivo, que tiene que ver con preguntas evidentes y fundamentales: si la DIFROL dirigía la censura de los volúmenes, ¿cómo lo hacía? ¿quién daba las instrucciones?, ¿las ediciones extranjeras se secuestraban hasta que fueran corregidas?, ¿cada editorial y cada importadora de libros se encargaba de sus propias revisiones?, ¿de quiénes eran las manos que borraban, pintaban, tachaban y sobreescribían? 

Durante un tiempo, imaginé una legión de censores orwellianos, encerrados en un galpón mal iluminado que, como copistas medievales a la inversa, oscurecían las páginas en lugar de iluminarlas, repetían en cada ejemplar de cada publicación las mismas inserciones, con el mismo gesto, para cambiar la faz del planeta en los mapas, para que los artículos dijesen lo que tenían que decir. 

“Los retocadores eran artistas por derecho propio”, me dijo Reyniero, un librero de Franklin. Él conoció a uno, Carlos, que trabajaba por encargo para varias editoriales. Cuando le dije que me gustaría entrevistarlo respondió que había fallecido hace poco. “Su familia está vendiendo todo: los libros, los materiales que usaba. Imagínese todo el trabajo, pintar los mapas de nuevo con unos pinceles finitos”. Cuando volvimos a hablar, semanas más tarde, Reyniero me dijo que a la familia de Carlos no le interesaba ya vender, tampoco conversar. 

Escribí a la DIFROL para acceder a su centro de documentación. La respuesta que recibí a la solicitud de información OIRS [37012111] me invitaba a comunicarme directamente con el director del organismo, Carlos Dettleff. Todavía no responde.  

El único indicio de la manera en la que funcionaba la censura de enciclopedias lo encontré casualmente en la esquina de la hoja de fe de erratas del tomo Ch-Dubu de la Larousse. Esa inserción, pegada frente al colofón del volumen, lleva el encabezado doble de Ediciones Larousse y Ediciones Planeta, con el domicilio de la editorial en 1974: Bombero Augusto Salas 1361-77. Si la editorial produjo la colilla y alguien de su equipo la pegó al comienzo del tomo, es de suponer que alguien que trabajaba para la editorial, también, fue quien intervino los mapas y contenidos de la enciclopedia, siguiendo las directrices de la DIFROL. Pero eso es todo lo que puedo reportar por ahora. Suposiciones. 

Rayniero me explicó que si quería encontrar enciclopedias viejas lo mejor era buscar en la basura. Que los libreros se deshacen de ellas porque son un cachureo, porque ocupan demasiado espacio, porque son caras y a nadie le interesan. Las enciclopedias dejaron de ser muchas cosas; tampoco son objeto de reivindicación política o editorial. No ocupan el lugar de los libros proscritos, de los libros quemados o secuestrados. Por lo demás, tampoco es imposible deducir los contenidos obsoletos que tapó la censura hace medio siglo y más: basta con buscarlos en Google. 

Entonces, ¿por qué detenerse en este asunto?, ¿qué importa que unos libros que hoy no tienen valor hayan sido alterados para ocultar información que ahora puede encontrarse en segundos? Nuestros días de posverdades, bots que propagan noticias falsas y falacias soñadas por la inteligencia artificial no son sino otra instancia del mismo anhelo que impulsó las tachaduras dictatoriales. El que esa mano oculta utilice ahora un software en lugar de pinceles y líquido corrector es simplemente accidental, porque sus intenciones no han cambiado: reconfigurar la realidad a partir de la alteración de los textos que constituyen la manera en la que nos informamos. 

El asunto no es tanto que las personas que consultaban enciclopedias pensaran que el mundo era como lo describían los textos tachados: el asunto es que en esos días no había otra manera de saber cómo era el mundo, y, por lo tanto, el universo era lo que aparecía ahí escrito. Las enciclopedias no eran una descripción de lo real: eran la realidad. 

Existen enciclopedias censuradas en la colección de la Biblioteca Nacional, con lo que han pasado a ser parte del repositorio de nuestra historia. Esos volúmenes, como el resto de las enciclopedias censuradas, insinúan el proyecto de un lugar miserable y mezquino. Un Tlón que es todavía más atroz que el que imaginó Borges en su cuento de 1941: lo que ahí era invención, multiplicación, vértigo, en la enciclopedia recortada por la censura es omisión, división, silencio. 

Los censores construían en el texto la maqueta de un país luminoso, hermoso y brillante como la mujer que grita “libertad” sobre la fecha del golpe de Estado en el reverso de la vieja moneda de 10 pesos. Ella, igual que la censura, es dueña y símbolo de una república policiada con esmero. Un país de muerte oculta en el que la historia solo admitía una versión y donde el orden era, siempre será, absoluto.

No hay que olvidar que lo que no se nombra tiene consecuencias tan ciertas como lo que sí se dice o lo que sí se escribe. No hay que olvidar el olvido.

 

Patricio Urzúa

Es escritor y periodista. Es autor de Nunca (2012), Las variables cataclísmicas(2015) y Niña calavera(2022). Creó las audioficciones Alfabeto, Álgebra y Alquimiay actualmente prepara el cómic Las increíbles aventuras increíbles de Samanta Santorini en el continuo espaciotemporal.

Fotografía: Sebastián Utreras

Skip to toolbar