UNO
Hace cuatro meses me llegó una invitación a un festival de poesía latinoamericana joven en China. Sonaba raro, poco verosímil. Si bien la poesía es el género con el que empecé y del que nunca me separé de todo, no es en versos como vengo escribiendo en los últimos años. ¿Sería una confusión? Ni hablar del calificativo «joven», que hace por lo menos una década dejó de definirme. Aun así, ahí estaba mi nombre en el encabezado. Quizás para una cultura milenaria como la china una poeta de cuarenta y pocos aún es una aprendiz, un pequeño saltamontes.
Es llamativo cómo el nombre de un país trae aparejada una serie de prejuicios, estereotipos y hasta usos lingüísticos. China como lo lejano, lo más distante posible –«de acá a la China»–, o lo complicado, dificultoso –«un plan chino»–. Este último apelativo se hizo realidad cuando empezaron a llegar las demandas de la asociación organizadora. Además de mis datos personales, fotos, scans de documentos, una biografía corta, había que escribir unos textos para la ocasión. Un poema sobre la juventud y un ensayo cuyo tema era «The Local and Global Dimensions of Poetry», para dentro de seis días. Desde la escuela primaria que no escribía un poema con un tema asignado, aunque podía intentarlo. Pero el ensayo sí me parecía inabarcable y no solo por su asunto. Argentina en 2025, con Milei de presidente, es un espacio-tiempo digamos que particular, donde quienes trabajamos en cuestiones vinculadas a la cultura –y quienes no, también– hemos tenido que aceptar cuatro o cinco trabajos más para que, incluso así, alrededor del quince del mes ya no quede dinero en la cuenta bancaria. No exagero. ¿Cómo iba a hacer para escribir, entre medio de mis seis clases semanales y los encargos pendientes, un ensayo semejante?
Lo medité quizás demasiado poco y mandé un mail de respuesta a Sue, mi interlocutora de la Asociación de Escritores Chinos, diciéndole que en Latinoamérica trabajábamos demasiado, que no tenía tiempo para nada más y que no iba a llegar a escribir el ensayo. Fue mandarlo, salir de mi casa apurada y arrepentirme completamente. ¿Cómo se me pudo ocurrir, cómo me atreví, en qué cabeza cabe decirle a alguien que vive en China que yo trabajo mucho? Fui dimensionando mi error mientras caminaba rumbo al encuentro de una amiga pintora que había hecho una residencia de varios meses en Beijing. Me convencí de que tenía que disculparme con Sue y escribir el texto. No podía ser tan difícil. Quizás lo global y lo local podían aparecer como una metonimia, reflejados en mi itinerario como lectora. Que fuera un texto unidimensional. Mientras aspiraba las emanaciones levemente tóxicas de los óleos de mi amiga artista y ella me contaba exaltada su experiencia china, fui delineando en mi mente el texto. Lo escribí esa noche y mandé a la mañana siguiente. Sorprendida por cómo, bajo presión y atenazada por la culpa, podía escribir rápido, incluso ser mi mejor versión.
DOS
Acabo de volver de China. Fueron diez días de una intensidad tal que se sintieron como veinte o treinta o setenta. El festival transcurrió en las ciudades de Xi’an y Beijing, la antigua capital del imperio y la actual de la República Popular. En cada una incluyó la visita a sus lugares célebres: en la primera el mausoleo del primer emperador, Qin Shi Huang, donde yacen los imponentes guerreros de terracota; en la segunda la Gran Muralla, también iniciada por el primer emperador de la China unificada, y la famosísima Ciudad Prohibida, residencia de los emperadores hasta el último, peripecia narrada de forma espectacular en la película llamada precisamente El último emperador. A esos paseos matutinos en jardines, mausoleos y palacios se sumaban extenuantes tardes de ponencias y lecturas en distintas universidades. Los cuarenta poetas latinoamericanos de la comitiva empezábamos el día a las 8 a.m. subiendo a un micro y terminábamos a las 8 p.m. bajando de otro. Cada minuto se subdividía, amplificaba, distorsionaba; tendía a confundir lo que había ocurrido esa mañana con la jornada anterior. Todo esto, claro, fogueado por el jet lag, el extrañamiento del idioma, la sensación de que el día y la noche estaban juntos adentro mío.
No pasaron ni veinticuatro horas en Buenos Aires y ya me siento a intentar escribir esta crónica, antes de que las imágenes desaparezcan de mi mente. Todavía no decantó la experiencia, pero creo que esa es la mejor manera de describirla. Con las imágenes en movimiento: unas bajando por su peso y otras ascendiendo como burbujas. Y es curioso, porque en ese preámbulo al viaje el pensamiento alrededor de cómo nos constituye lo que leemos se resignificó en mi estadía. También mis dudas en torno al trabajo que hago, si excesivo o deficitario. Al lado de la capacidad de trabajo que vi en China, soy una diletante o directamente una vaga sin redención. Lo que sigue es el inicio del ensayo al que vengo haciendo referencia, que como si anticipara, hablaba de las lecturas como un viaje:
Toda genealogía es falsa. Cuando se arma un mapa, un itinerario de lo que nos fue llevando de un lugar a otro, inevitablemente se cae en iluminar algunas zonas y oscurecer otras. Qué nos llevó a leer, qué nos llevó a escribir, son buenas preguntas, diría que fundamentales, pero el origen no deja de ser siempre algo un poco misterioso. Es como preguntarse por qué una es quien es. Intervienen tanto situaciones contextuales como otras más indeterminadas, casi diría regidas por el azar. Ves en el colectivo a alguien que lee extasiado. O a tus padres leyendo y te preguntás qué es eso que hacen, qué hay ahí. Recuerdo aun la envidia que tenía hacia mi hermano mayor cuando él aprendió a leer y yo todavía no. Con esa astucia que suelen tener los mayores, me dijo que podía decodificar esos signos porque era mago. Ahora, tantos años después de ese momento, creo que coincido con él. Hay algo de magia en eso que se produce en el pasar de la letra a la palabra, de la palabra escrita a la imaginación. En la adolescencia, me fui encontrando con las lecturas iniciales, calculo que las mismas con las que se encontraba cualquiera de mi generación: Borges, Cortázar, Pizarnik. No sé si entendía en su totalidad esos textos. Sin embargo, los leí, persistí, me sentí atraída por esas palabras. Creo que no entender es una parte inseparable de la lectura. Tanto por el desafío que implica como porque nos enseña para la vida, nos baña de humildad, nos hace confirmar que hay un mundo por fuera de nuestra pequeña comprensión y siempre es bueno saber los propios límites. Lo que se ignora, lo que se desconoce, lo que está más allá de nuestro campo de visión, queda impregnado como una sombra que atrae, que nos convoca a buscar, a preguntarnos más.
Me asombra haber hablado de un viaje a través de lo que se lee, del misterio que implica la lectura y de la incomprensión. Buena parte de la experiencia en China tuvo que ver con no entender. Desde el principio sabíamos que los idiomas oficiales del evento serían el español y el chino. El inglés solo para las comunicaciones «extraoficiales», para conversar con los poetas locales, aunque muchos no lo dominaban y teníamos que manejarnos con el traductor del celular, que muchas veces arrojaba frases que solo acrecentaban la extrañeza, como «panceta de pepino de mar» o «el niño negro en cuestión».
Para todas las actividades nos entregaban un microfonito que teníamos que colocarnos en la oreja para la traducción simultánea. Una visita al Museo de Historia de Shaanxi, por ejemplo, o al de la literatura moderna china, con el auricular acoplando, no hacía más que complicar las cosas. Los idiomas se mezclaban, la traducción no lograba acortar la distancia, había que hacer un enorme esfuerzo de interpretación. Los objetos antiguos me atraían, aunque no desentrañara su sentido o a qué dinastía pertenecieron. Por suerte estaban nuestros ángeles, jóvenes estudiantes chinas hablantes de español, de gran simpatía y amabilidad, incansables, que volvían la experiencia más cálida, nos acercaban fragmentos de su cultura que intentábamos unir en nuestra mente. Mareada, extasiada, pensaba en los bazares chinos, en los fuegos artificiales, en las cosas que conocía de China antes de llegar a China. Algo así de hermoso, así de atiborrado, así de complejo y brillante, es lo que veía también allí.
TRES
Me adelanto un poco para decir algo sobre las lecturas. Me sorprendió ver la relación cotidiana que tienen con la poesía en China. En una de las jornadas inaugurales, un funcionario presente citó de memoria versos de Li Bai, se entusiasmó con los textos que se habían leído esa tarde y contó que antiguamente, dentro de los exámenes que realizaban para entrar en el gobierno, se los evaluaba en poesía. En otra lectura, el rector de una universidad, emocionado por lo que estaba escuchando, pasó al frente y leyó unos poemas que había escrito hacía unos días a su hija. Pero creo que el momento más significativo fue cuando el poeta chino Li Heng, parte de la comitiva local, pasó a leer su poema sobre la juventud. Todos, mayormente exjóvenes, habíamos tenido que hacer uno, pero él fue el más sincero:
2025. 39 años
Envejezco más despacio
Di un giro en el laberinto de la mediana edad y regresé a la juventud
Viajo sin cesar, leo libro tras libro veo películas, bebo vino
Sueño mucho
más lo olvido antes de despertarme
Como si dormir no fuera para descansar
sino una obligación
Como si visitar lugares extraños
para ver historias ajenas no fuera
porque «ha nacido una belleza horrible»
sino porque me acerco a la nada
Me acerco a la nada como
pasado y futuro se acercan al ahora
Tan pleno como mi hambrienta plenitud
Leerlo fue como ordenar mi interior. Seguía rara, perpleja, pero esos versos venían a explicarme algo, mi propia relación con la poesía, con el viaje, con la juventud. La sensación de que todos, o casi todos, los que estábamos ahí nos preguntábamos por qué. Incluso los chinos. ¡Entonces todos los poetas eran parecidos! Cansados, hambrientos, ansiosos, huyendo de la madurez, vagos y trabajadores, conscientes de la propia inadecuación. Repaso mis anotaciones y confirmo que tengo muy mala letra y que no puedo condensar. Pero diría que la única certeza del viaje fue que con los poetas chinos teníamos en común mucho más de lo que pensaba. El momento clave fue la lectura de Li Heng. El resto, como imágenes que pasan por la ventanilla de un tren en movimiento.
CUATRO
El ensayo que casi no le envié a Sue se titulaba «Toda genealogía es falsa». Y ahora agregaría que toda crónica también. Porque pone en una línea de tiempo, en una diacronía, lo que sentimos más bien de forma simultánea, todo al mismo tiempo: como un globo, como una nube, como una pista de baile donde escenas, sueños, poemas viejos y poemas nuevos giran en círculos. Cierro con un fragmento más de ese texto obligado, finalmente profético. A veces, bajo presión china se escribe mejor:
Creo que la lectura no es solamente aquello que hacemos con los libros. También leemos mientras viajamos, mientras caminamos por la calle, o mientras descubrimos un poeta nuevo. Quiero decir que todas las experiencias, todas las personas que conocemos, todas las canciones que nos hicieron llorar, todas las películas, todos los amores fallidos, todos los presidentes, todos los vecinos, todos los cortes de pelo que nos hicimos, todos los lugares de vacaciones, todos los trabajos, todos los jefes, todos los medios de transporte en los que viajamos, todas las amigas, todas las compras innecesarias, todas las veces que nos quedamos sin dinero antes de fin de mes, todos los bares desde donde miramos por la ventana y de pronto escuchamos una campana a lo lejos y eso nos recuerda un pensamiento que tuvimos a la mañana, antes de salir de la cama y eso nos lleva a pensar en una frase que nos dijo alguien antes de ayer, bueno, todo eso, como una jarra loca va a parar a lo que escribimos.
Y a esta crónica también.
Buenos Aires, 1980. Es periodista y curadora en artes escénicas. Ha publicado Vida de Horacio (2023), Extranjero en todas partes (2023), Diario pinchado (2020), El trabajo de los ojos (2017) y Hebilla de pasto (2012). Dirigió junto a Laura Citarella la película Las poetas visitan a Juana Bignozzi (2019).