Fotografía: Celeste Rojas Mugica

El autor de Lucía, Rey y Animalia Paradoxa busca la libertad de un cine breve que le permita volar bajo el radar.

 

En el cortometraje Merrimundi, un grupo de querubines cantores se funden con el sonido de la decadencia mientras se despliega una utopía retorcida, creada por una máquina consciente del futuro que revela su propia versión del Paraíso. Su creador, Niles Atallah, cineasta estadounidense y chileno, viene de estrenarlo en Venecia y estará este año en FICValdivia, el tipo de festival que más disfruta porque se está “rodeado de estudiantes, cinéfilos y gente que quiere ver películas. Después vas y tomas cerveza en un bar, para conversar de películas”. El mejor panorama para alguien a quien no interesan las luces o las alfombras rojas, pese a reconocer que circuitos como el de Venecia ayudan con validación y visibilidad para películas “raras” como las suyas. 

Atallah tiene una consolidada carrera como cineasta, con largometrajes como Lucía (2010), Rey (2017) y Animalia Paradoxa (2024), y la serie de cortometrajes “Lucía, Luis y el lobo”, realizados junto a Cristóbal León y Joaquín Cociña. Sus producciones son reconocibles por su estética y la mezcla de materialidades, texturas y técnicas. Aunque no nació en Chile, lleva más de veinte años aquí, y además de su propio trabajo colabora en otras obras chilenas con su productora Diluvio. “Incluso antes de mi llegada a Chile tenía familia acá, nací de una familia de inmigrantes en Estados Unidos y siempre estaba este Chile a lo lejos. Chile también era un puente porque mi familia venía de Palestina”.

–Tienes una amplia filmografía, obras en distintos formatos y técnicas. ¿Por qué eliges el cortometraje como formato nuevamente en Merrimundi

–Muchas veces en el mundo del cine el corto se utiliza no tanto como formato artístico en sí sino como una carta de presentación, para que puedas hacer un largo eventualmente. Así, no ves obras que son cortos porque tienen que ser cortos. En literatura, cuando lees un cuento de Borges dices “esto es un cuento porque quería escribir un cuento”, no quería escribir algo para que eventualmente fuera una novela. Como una persona a la que le gusta leer, pienso en los cuentos de Cortázar, Edgar Allan Poe o Flannery O’Connor, que me han inspirado tanto, y noto un amor por el cuento. No se siente como si se hubieran reducido, sino que optaron por el cuento, lo eligieron. Yo creo que hay una especie de paralelo entre novela y cuento con el largo y el corto en el cine. En Estados Unidos existía el afán por elegir al escritor de la nueva generación, a quien iba a escribir the great american novel. Es como una necesidad de que cada nación tenga su escritor –habitualmente un hombre blanco que escribe una novela épica–, y que de alguna forma resuma la identidad de ese país. Y es como si solo la novela pudiera hacer eso, generar un todo, un imaginario épico. Ahí se da un paralelismo con el largometraje y el cortometraje, por la extensión y la producción que implica en términos de recursos: en general un largometraje es un emprendimiento más titánico para la industria, entonces también aparece una cosa capitalista. Creo que el cine de alguna manera ocupa ese lugar épico en las mentes de la personas, y un país que puede hacer muchos largometrajes bien de alguna forma domina ideológicamente el mundo. Dentro del mundo del cine, el corto queda relegado a una especie de carta de presentación o un trampolín para quienes quieren ascender esa escalera hacia esa cima hegemónica muchas veces.

–Pero el cortometraje permite libertades y logra ser más “de guerrilla” si se quiere, escapando de las lógicas de una industria que tiende a reproducirse a sí misma…

–Es difícil generalizar porque hay largometrajes que son increíbles y hay cineastas que están trabajando el largo desde ese lugar, pero es verdad que el cine está profundamente ligado a los recursos y que el hecho de hacer algo de menos duración implica una menor necesidad de recursos y eso desprende al cineasta de ataduras que vienen muchas veces con el largometraje. En ese sentido, el corto ofrece un lugar de mucha libertad. Hay cineastas, como Tarkovski, que han hablado de la belleza del cortometraje como una forma mayor, y que habría que manejarlo como tal [como un arte mayor]. En términos industriales e incluso en el circuito de difusión, el corto está visto como secundario porque no es un objeto de consumo lucrativo, pero es justamente eso lo que le permite volar bajo el radar. Su libertad tiene que ver con que no puede insertarse tanto en el mundo, ni ser consumido y comido por el mundo corporativo tan fácilmente. Esto es lo que a mí me interesa de los cortos, esa libertad que implican. 

–Tanto en Merrimundi como en otros de tus trabajos mezclas texturas y técnicas de animación, stop motion, marionetas, live action, medios digitales. ¿Qué hay detrás de estas decisiones estéticas que ya hacen tan característica tu obra?

–Esto tiene que ver con mi fascinación con el cine y su “multidimensionalidad”. Cualquier obra de arte, como cualquier otro juego con el imaginario, tiene capas e implica multidimensionalidad. No hablo de capas de sentido necesariamente, sino literalmente de múltiples formas. El cine tiene esa gran capacidad de representación, de trasgredir fronteras; parte desde un lugar ilusorio total y por lo tanto cualquier aspecto de realidad que se ofrece ahí es una dimensión ofrecida, pero no es real. No tenemos por qué quedarnos en una capa si queremos, podemos tomar esa decisión porque ofrece un abanico de opciones para ir saltando entre dimensiones. Podemos estar siempre moviendo las cortinas del cine, y eso se refleja en mis decisiones de utilizar animación, video, 3D: para mí, son todos vehículos distintos de representación propios del cine. 

Hay una idea dominante de que tienes que casarte con un modo de representación cuando haces una película: que si vas a hacer una película de animación, que si es documental, comedia, como sea, hay que casarse con una capa. Es válido profundizar en una sola dimensión de representación, pero es una decisión estética que debes tomar. Como cineasta tienes en tu abanico de herramientas todo lo que te ofrece el cine para trasgredir umbrales de representación. Entonces creo que la pregunta debiera ser al revés: en vez de trabajar con diferentes formatos y hacer películas “híbridas” –algo que para mí es el cine en sus bases como lenguaje–, ¿por qué decides trabajar solo con uno? ¿Por qué trabajar desde un lugar monodimensional? No digo que no sea válido, solo que tienes que tener un fundamento estético personal.

–¿Crees que esa “monodimensionalidad” tiene que ver con producir obras pensando en cierto espectador, respuestas determinadas o incluso en la misma industria, que produce sus propias leyes de validación?

–Sí, creo que los mismos cineastas se limitan, deciden meterse en una categoría y eso en el fondo es algo heredado. No es una exploración de un lenguaje artístico, es insertarse en las zonas de especialización industrial, que es lo que exige un ambiente capitalista, que necesita personas que aporten a la industria, no personas que están haciendo cosas raras, explorando lenguajes artísticos; necesita cosas para distribuir y vender. 

Me encuentro todo el tiempo en festivales teniendo que fundamentar por qué quiero explorar un lenguaje artístico. Y esto es la base de lo que hace cualquier persona en el arte: quien pinta, baila, hace música, está explorando un lenguaje, decidiendo cómo trabajar. ¿Por qué un cineasta tiene que fundamentar constantemente por qué explora el lenguaje? Y luego eso se ve como una idea de élite, un deseo de hermetismo o de estar al margen. A veces el cine es demasiado pobre en términos filosóficos y artísticos. Hay cineastas que están haciendo cosas maravillosas, pero hablo en términos generales del ambiente. Esa cámara de ecos, de gente hablando y repitiendo las mismas cosas una y otra vez. 

–En tus narrativas propones una suerte de descentralización del discurso para favorecer una concatenación menos lógica, más onírica o intuitiva. ¿Qué importancia tiene para ti la no linealidad del lenguaje?

–Creo que hay un lugar para las historias lineales, a veces una historia debe ser lineal, necesita serlo. Pero a veces creo que sí hay una pobreza narrativa en el cine y que el mundo de la literatura, por ejemplo, es extremadamente más diverso. El cine está repleto de gente que no tiene ningún manejo profundo de lo narrativo, y existe una prepotencia de creer que lo que se está contando es demasiado genial cuando a veces es solo redundante. Me parece que el cine tiene una gran capacidad narrativa y la lineal es una de las múltiples posibilidades maravillosas que ofrece. Cuando eres medianamente curioso y tienes receptividad y sensibilidad, en el momento en que comienzas a explorar en el cine te das cuenta de esas opciones, que no son lineales sino más oníricas y mucho más surrealistas, multidimensionales, más cíclicas o fractales. 

Hay miles de formas geométricas posibles para explorar en términos narrativos el cine. Para mí el cine es más origamesco o mandalesco. Puede aparecer algo en primer plano y luego ese origami va desplegándose, se abre y va mostrando distintas facetas y creando otra forma tridimensional que no tenías idea que podía aparecer. El cine tiene esa capacidad porque sucede en el tiempo, como una pieza de música, entonces va desplegándose ante ti. ¿Por qué va a ser lineal esa forma de desplegarse, y por qué no va a ser como un laberinto o como un fractal?

–En ese sentido, una obra que va desplegándose de formas inesperadas ofrece un espacio abierto para el espectador que tú tampoco controlas.

–Exacto, para mí el cine está muy ligado a querer ver cosas que no he visto o ver cosas que no he imaginado. Tengo la tendencia de querer expandir mi imaginación. Quiero llegar a un lugar donde mi propia imaginación sea desafiada, no quiero una película que me diga cosas que ya sé o que reafirme mi posición, mi pequeño mundo y los muros que he creado para mi propio mundo. Quiero ver una película que vaya destrozando esos muros y los vaya abriendo para mostrar paisajes y vistas que no me imaginaba y que subvierta mi propia imaginación. El cine logra meterse en nuestros imaginarios, porque habla el mismo idioma que nuestros sueños y pensamientos, que también son proyectados en imágenes en nuestra memoria. Cuando soñamos no lo hacemos como un texto en una página, no despertamos como después de una lectura. Nuestra memoria y sueños son cinematográficos en cuanto hablan con sonidos, imágenes, diálogos. Las cosas que recuerdo son fragmentos de imágenes y no son lineales.

Creo que el cine logra estar muy cerca de nuestros corazones porque de alguna forma es como una externalización de nuestra percepción activa de la vida cotidiana, pero también de nuestros sueños y nuestra memoria. Entonces el cine tiene otro rol muy importante: reprogramar nuestros sueños, nuestra conciencia y forma de pensar. Por lo mismo creo que es muy peligroso decidir seguir replicando discursos para llegar a un mayor público. 

–El texto y la palabra son parte de los elementos propios del cine. En tus películas reúnes idiomas, lenguas antiguas, modernas, acentos y modismos. ¿Qué lugar tiene la palabra como materia en tu trabajo?

–Es muy importante porque la palabra es algo profundamente humano. Hay algo místico en esto de “el verbo se hizo carne”, como la palabra encarnada en Jesús, por ejemplo, en el cristianismo. Más que un simple modo de comunicación, el lenguaje contiene nuestras preguntas, determina nuestra forma de pensar y ver el mundo. El lenguaje es una tecnología que hemos creado –que incluso podría ser prehumana–, y nacemos y vivimos en un mundo profundamente lingüístico. Creo que eso tiene que ver con el pensamiento mismo, con cómo nos identificamos con nuestros cuerpos, cómo nos vemos y separamos del resto. El pensamiento en sí es muy textual: una especie de narración que todos vivimos en nuestra mente. A través del lenguaje llegamos a preguntas muy profundas sobre quiénes somos y qué es este mundo. Nuestra tendencia como seres humanos es externalizar nuestros imaginarios y pensamientos y eso me interesa mucho: el uso de diferentes idiomas en una misma película, personajes que intentan entenderse pero no lo logran, no solo porque no hablan el mismo lenguaje en términos técnicos sino porque el lenguaje es también otra forma de pensar el mundo. El lenguaje lo cruza todo, y al replicar un código, estamos replicando una constelación de pensamiento, un patrón. ¿Somos capaces de subvertir el código que programa nuestra forma de vernos a nosotros mismos y el mundo?

–En Merrimundi, pero también en Animalia Paradoxa, propones un futuro postapocalíptico, un “futuro” que podría ocurrir mañana mismo, ¿cuál es tu visión de futuro?

–Creo que el futuro no existe. Ni el futuro ni el pasado, y no lo digo en términos metafísicos, sino en términos muy concretos: nadie ha ido al futuro y nadie ha ido al pasado, no existen en realidad. Esto es todo lo que hay, una constante, una vida que está siendo creada aquí y ahora, y lo que no logramos crear aquí y ahora entonces no logra ser. 

Hay que ponerse manos a la obra. El cine sirve para proponer esas preguntas y crear en este momento, intentar reimaginar y cocrear esta realidad. Las ideas de un futuro son válidas como dudas, preguntas e inquietudes, pero creo que el presente ya es distópico y mientras el presente sigue siendo distópico el futuro supuesto va a serlo también. Hemos vivido apocalipsis una y otra vez, quizás solo depende de la comunidad en la que uno vive. Si estás en Gaza es un apocalipsis, si fuiste mapuche en el siglo xvi fue un apocalipsis. Lo que está pasando ahora es parte del mundo colonial y nos preocupa que este orden colonial colapse aun cuando está construido sobre la base de genocidios y el robo de tierras. Entonces me parece que la única forma de cambiar ese supuesto futuro es cambiar el presente. Para eso ayuda fingir a través del cine y de la ficción que estamos en un futuro o en un pasado, fingir que podemos viajar a estos lugares y mirarnos desde diferentes perspectivas para decir “oye, hay que cambiar esto”.

–Y, pensando en la ética o moral que subyace a la creación de discursos y de lecturas de mundo, ¿qué papel tiene el cine en el escenario político global?

–El cine tiene un rol muy importante en ese sentido, porque tiene que ver con un arte que se hace cargo o debiera hacerse cargo de hacernos las preguntas de cómo vemos y escuchamos el mundo y a nosotros mismos. El cine tiene ese poder, independientemente de si estemos o no conscientes de ello. Eso es lo que es peligroso: si uno cree que su cine no tiene un aspecto político, corre el riesgo de replicar ideologías, formas de ver y prejuicios hegemónicos coloniales, porque el cine ha sido un instrumento de colonización muy potente. Decidir ser cineasta y no hacerse cargo de eso es muy poco ético. Esto puede estar movido por la ignorancia incluso, no digo que mucha gente lo haga de forma maliciosa, pero esa misma ignorancia termina siendo una herramienta de propagación de prejuicios. Creo que, en ese sentido, es nuestro deber preguntarnos ¿qué está operando acá, en este arte de conjugar imágenes y sonidos?

–¿Y qué espacio hay para el humor, la ironía y el absurdo? Porque tus películas también tienen mucho de eso.
–La comedia es una de las mejores herramientas de subversión que hay, cuando está bien utilizada. La subversión tiene que ver con la frescura, tiene que ver con tirar una mólotov y proponer otra forma de hacer y mirar las cosas. Yo estoy muy inspirado por el dadaísmo, que nace después de mucha violencia, con un hastío contra la hegemonía, y por cómo esa respuesta evoluciona hacia el surrealismo y el juego con lo absurdo para subvertir normas y convenciones. El humor logra descolocar, crea paradojas y contradicciones, hace convivir cosas que no conviven. De hecho –y seguramente este pensamiento esté equivocado–,sospecho de aquellos cineastas y películas que carecen de humor, me parece una especie de flojera artística o intelectual, una pose. Lo inesperado casi siempre tiene una dosis de absurdo, y a su vez un intento de dejar atrás los modelos establecidos y entrar en una zona desconocida que tiene el riesgo de lo ridículo, absurdo o naif.

–¿Qué literatura te inspira o qué te gusta leer mientras creas tus películas?

–En general, me han inspirado mucho los cuentos de hadas y las fábulas. Encuentro que tienen un patrón arquetípico, algo muy sabio y antiguo que es muy profundo. Esa línea me fascina. Los cuentos de hadas tienen una síntesis muy potente. Amo a Borges porque me alucinan los laberintos a los que me lleva. Como comencé leyendo en inglés, tengo un especial amor por leer en inglés y por mis primeras lecturas de Faulkner, Steinbeck, Hemingway y muchos más. Creo que la literatura me ha dado esa perspectiva de lo que es posible hacer desde lo narrativo. 

No sé si en el cine falta lectura, pero creo que hay personas que entendieron, como Fellini o Pasolini, cómo enriquecer las narrativas del cine a través de la lectura. Y no hablo del cine como extensión de la literatura o de importar cosas desde la literatura al cine, porque el cine tiene su lenguaje propio. Pero leer enriquece, tal como para mí escuchar música, que ha sido lo más fundamental para hacer películas, y sigo sintiendo que es el cúlmine de la expresión humana. Creo que atraviesa todo lo que hacemos y que fue lo primero: ritmos, vocalizaciones, sonidos.

Una cosa que me encanta de hacer cortometrajes es que siento que estoy haciendo piezas musicales. Creo que la forma de crear una película debiera ser mucho más próxima a como los músicos hacen música.

Stefania Malacchini

Santiago, 1989. Estudió Economía para el Arte, la Cultura y la Comunicación en la Università Bocconi de Milán, Estética en la PUC y el magíster en edición UDP. Ha sido curadora de las colecciones de arte Ojo Andino Chile, Perú y Bolivia; fue creadora y guionista de la serie infantil de televisión Zander y directora y guionista de Petra y el sol, cortometraje animado en stop motion, premiado en Tribeca y actualmente en festivales. 

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