¿El chiste largo qué es? ¿Un chiste con algo de miedo? ¿De acabar? ¿De concretar el golpe?

 

 

La ironía solo tiene un uso de emergencia.
Continuada a través del tiempo, es la voz de los
acorralados que han llegado a gozar de su jaula.

Lewis Hyde en E Unibus Pluram,
de David Foster Wallace

 

La literatura argentina tiene un vericueto al que me resisto, no sé si instintivamente, o no sé ni siquiera si me resisto. Más bien, en el plano de las contingencias, me pasa que, en mi angurriento deseo de leer, a veces me encuentro empachada llegando al final o a medio camino de un libro que de pronto me parece un chiste demasiado largo. 

No sé si es tan propio de la literatura argentina como, en general, de toda la posmodernidad. Pero creo que la literatura argentina, en su juventud y gloria, aporta una buena cantidad de ejemplos notables de chistes largos. Y, cuando digo “notables”, advierto, de todas maneras, mi reticencia. Quizá los más grandes exponentes literarios de los últimos años ¿se perdieron un poco en sus chistes? Y así como, por un buen rato, una no puede dejar de admirar maravillada sus cabriolas, lentamente me sucede que empiezo a dejar de leerlos.  

De todas maneras, en esa especie de regocijo del chiste en su extensión me parece reconocer una cierta limitación. Porque me pregunto: ¿el chiste largo qué es? ¿Un chiste con algo de miedo? ¿De acabar?, ¿de concretar el golpe?, ¿un chiste, también, con algo de mezquino o de burgués, por su instinto de conservar aliento, de sobrevivir con una especie de dignidad, pero esgrimida a toda costa? Esta dignidad podrá estar amparada en un estilo (pongamos un ejemplo sublime, O. Lamborghini),1 en un “procedimiento” (si considerásemos como un largo chiste lo más olvidable de Aira).2 En casos menos notables, una variedad compleja de explicaciones que vienen a reunirse en un único gesto más o menos resumible: ante las exigencias cruentas de la Obra Maestra, el rodeo “digno” (y menos extenuante) del humor. Si la estética de la Obra Maestra exige una extinción del sujeto (y una cantidad de fuerzas por encima de las capacidades humanas), el chiste largo (incluso con toda su parafernalia de espanto y locura) parece un esfuerzo menos nocivo para los humanos. 

Por otra parte, siendo yo una persona que viene de un mundo más bien simple (o bruto), hay un detalle que me subleva especialmente en la retórica del chiste largo: este parece ir siempre acompañado de una explicación. A su modo, compleja, razonable, más que seguramente erudita. Un razonamiento elegante (cuando no, directamente planteado en los términos de la crítica) que da su dignidad al chiste, la explicación de por qué su autor no se dejará humildemente chupar y escupir en el acto de crear un objeto supremo.3

Como digo, tanto el gesto como su explicación me parecen más que respetables, y hasta muy inteligentes, si resulta que uno es el primero o el segundo gaucho alegre en subirse a ese caballo. Sin embargo, a esta altura, y considerando que sus grandes exponentes están muertos o tienen ya sus años, me parece que el chiste largo va volviéndose un gesto demasiado autorizado (a pesar de haber comenzado, según entiendo, como un genuino y despatarrado intento de huir de la grandilocuencia borgeana). En nuestros tiempos, el chiste largo tiene tanto éxito como, sobre todo, prestigio. Es toda una institución, hasta el punto de que si no hay nada que la contrarreste me parece que puede volverse un poco agotadora. Si no directamente fácil.  

 

Y sin embargo 

De acuerdo con una costumbre medieval, voy a quitarme la razón por unos párrafos. Reconstruyo un pequeño diálogo con un amigo: 

Yo: Tadeys es gracioso y largo hasta que se vuelve simplemente largo. 

Él: Es un libro escrito en cuatro carpetas, de una persona que nunca salía de su casa y pasaba todo el día tirada en un catre. Claro que es un chiste largo. ¡Si el tipo se murió contando el chiste! 

Yo: Un pope empachado de halagos. 

Él: Él, que entregó todo, gloria y esplendor… 

En este intercambio medio frustrado de todas maneras un punto inesperadamente se me aclara. El chiste largo no es simplemente un rodeo, una huida espantada y torpe, cobarde y despavorida de la muerte. El chiste largo a veces es un espléndido desafío a la muerte. Es decirle a la muerte: “No vas a hacer salir de mí más que un chiste. De 400 páginas”.  

Entiendo, pero, otra vez, con reticencia. Porque no dejo de ver en esa especie de distanciamiento glorioso del chiste, acompañado de su buena explicación, un cierto gesto acobardado. Una renuncia a la mayor dificultad que trae consigo la literatura: la posibilidad de ser infinitamente no superficial (in situ, sin necesidad de metadiscurso o teoría). Y me pregunto: ¿no está el chiste largo quizá fundado en la simple incomodidad de la autoconciencia posmoderna frente a esta posibilidad abismal?4 Sobre todo, me inquieta esta pregunta después de leer un cuento de O. Lamborghini del que nunca nadie habla (un cuento triste y serio). Se llama “Matinal o agua del alba” y es para mí el rastro de que había en él algo más que el chiste que contó siempre. Otro tono, incluso para el mismo tema. Del que escapó ostensiblemente. Es verdad, altanero y ufano, pero también ¿espantado? 

El tono que creo que O. Lamborghini evitó con pudor está vinculado con el pathos o la tragedia. Esa máscara demasiado seria. Esa especie de deformidad. No digo que su ausencia lo arruine, porque Lamborghini sacó toda una obra de escamoteársele. Pero, como precedente para otros escritores, encuentro que nos quita una presión fructífera (la de la ingenua, aunque siempre fértil, empatía) y nos pone otra, mucho más esterilizante (la del perpetuo delirio genial y grotesco).  

Se me dirá que esta tradición del chiste largo ni siquiera es especialmente argentina, y hasta que quizá tiene más de mundial y de masculina que de localizada.5 Y me parece que es verdad, pero ¿hasta cuándo es conducente extenderla?, ¿hasta cuándo no podrá ser Argentina una tierra de trágicos? Pienso, por ejemplo, en Carlos Busqued, que me parecía a mí a punto de enfilar para esa orilla. Pero la presión del chiste le enredó el camino. El final de Bajo este sol tremendo es una huida del personaje principal de la novela (¿o de su autor?) hacia el gag misericordiosamente tarantinesco.6 

En todo caso, con solo dos libros publicados, no podemos acusar a Busqued de haber alargado demasiado el chiste (todo lo contrario: él y Zelarayán parecen dos gárgolas parcas, devolviéndole al chiste sus humildes dimensiones).7 Y sin embargo, mi reparo contra el alargamiento no resuena tan completamente solo. Queda de testimonio esa respuesta de Zelarayán (cuando quería, un perfecto trágico)8 ante la famosa entrevista que aparece en la edición de su novela Lata peinada. Le preguntaron si le gustaba O. Lamborghini. Su respuesta de gárgola impresionante: se repite, se repite, se repite. Como si el chiste hubiese ganado amordazado.  

 

El futuro del chiste  

Última formulación de este reparo contra el chiste omnívoro: ¿no es hacerse el gracioso, a esta altura (y en Argentina), una especie de tic autorizado? Y, en cambio, me parece que existe un aspecto de la realidad con el que nuestra literatura lidia inquieta y evasiva. Pongamos a O. Lamborghini y a Aira nuevamente como ejemplos. A medida que sus libros se alargan, sale más a la superficie que ahí hay algo que (al menos, por lo general) no hay. No digo que sea un aspecto de la realidad especialmente necesario. Es solo igual de necesario que cualquier otro y, en ese punto, a medida que aumentan las páginas, es normal que uno empiece a extrañar su ausencia. No es fácil identificar qué es: ¿drama?, ¿tragedia?, ¿pathos? Una manera (una forma) de relacionarse con el dolor, sin negarlo, sin quitarle horror, sin desarmarlo en una huida (como diagnóstico de época, encuentro que la huida del personaje principal al final de Bajo este sol tremendo es totalmente sintomática: una genial novela trágica arruinada por un deseo de evasión igual de contundente y forzado). ¿Por qué esta huida hacia el gag? Más allá de los gustos personales, lo que me extraña es ese visible rechazo de la gravedad. Pero nunca entiendo si es algo automático o decidido; personal, nacional o generacional. ¿Genérico? ¿Podría tratarse de una simple tradición de hombres que no lloran? Me extrañaría que tenga que reducirse a esa simpleza.  

Y sin embargo, en la dupla Lamborghini-Aira, para mí, se abre un importante agujero para desear alguna otra cosa: una literatura trágica es quizá más fundamental que cualquier otra. Sin ese suelo molesto, el chiste parece contarse (extenderse) cada vez más en el vacío. En esas condiciones sale al paso, en su parafernalia tragicómica, la literatura de Aurora Venturini, que sin dejar de ser despatarradamente graciosa no escribió jamás un chiste largo. Bien pudo, porque la anciana platense sigue el mismo impulso juglaresco de la literatura como juego que Aira o Lamborghini, aunque en sus propios códigos, que no solo no escapan, sino que se alimentan y hasta se benefician de la representación (dolorida) del dolor. 

Por otra parte, no deja de parecerme notable que la nueva gran resurrección del chiste largo ocurra también por los alrededores de La Plata (¡y con nombre de mujer!), esta vez transformado directamente en chiste casi sin contornos. Un chiste oceánico, que ya no me parece largo, porque al anular la orilla se anula al mismo tiempo toda dimensión. En este chiste-abismo se mete Lucía Seles, la “grafómana” y cineasta, que retoma de la tradición literaria el desparpajo, la arrogancia risueña, la fealdad, pero nos sumerge en un pathos tan denso y extraño que uno termina sus películas en, prácticamente, el mismo estado de tragedia interior en el que viven sus personajes. De Seles, y en contraposición a la tradición del chiste largo, rescato su apasionado no explicarse. Que contrasta con el gesto autorizado: una tradición de explicadores o, a lo sumo, de amigos de la explicación. Lucía deja solamente el chiste a la vista, aquí quizá traspolando al cine esas maromas por la fina pasarela de la ambigüedad atroz (“¿es o se hace?”) en las que Laguna y Pavón ya hace rato que brillan por sus costados.  

Su construcción de sí misma es también muy libresca. Sacándole centralidad a cualquier hecho concreto, erigiéndose sobre un cadencioso discurso desquiciado, esta nueva romántico-mitómana (no puedo dejar de pensar en Venturini) demuestra, una vez más, que solo en la confusión puede aparecer inesperadamente todo lo verdadero. Como Aurora, Lucía es una poseída, tanto de la verdad como de la ficción.  

Aquí me detengo porque, gracias a estos dos personajes (Venturini y Seles), comienza a parecerme que quizá no haya una decisión más inteligente ante la suerte del escritor de estos tiempos (esa inercia de convertirse en una figura pública) que la de dejarse hablar por un personaje con el que uno no tiene por qué identificarse. No vale la pena comportarse en público como una verdadera persona. El personaje es una cáscara. Una paz. Lucía sería un personaje sin grietas, un conjunto de fórmulas fijas que usa y recombina para todas las entrevistas, hasta el absurdo, y que parece coincidir en muchos puntos con cosas de moda, pero de una forma tan irónica y delirante que las transforma, mechándolas con un discurso romántico, solitario y obsesivamente trágico, en una crítica a todo y a todos. Un rechazo que evita incluso los más simples posicionamientos, de modo que se vuelve irreversiblemente incómodo (y, por lo mismo, notable). Seles es tan hermética que logró desarrollar un tono y un vocabulario sin muchas posibilidades de apropiación, de forma que es demasiado difícil asignarle un bando, una misión, un grupo. En ese punto, me parece que su discurso es justamente un buen principio para el diálogo: dejar de usar las viejas palabras que desembocan en las mismas conversaciones estancas. Volver a abrir el enorme agujero de lo que aún no se está diciendo. 

Esa especial manera de transmitir el horror del sentimiento, la cara de chiste en la mueca de muerte, o, al contrario: porque el chiste está tan bien contado que no puede saberse: ¿es la cara de muerte en la mueca del chiste?, ¿o al revés? Por primera vez, contar el chiste hasta la muerte me parece un gesto heroico. Solamente un chiste sacudido de dolor. Pero un chiste largo en el que dolor y risa, por primera vez, no se anulen, sino que se ensanchen, se ensañen, se auto-inmolen. Y el pathos ría. Y la risa lastime. Y cueste tanto reírse como no reírse. 

 

 


1 Se me podría objetar que lo que yo considero mezquino en O. Lamborghini es, al contrario, un genuino despilfarro. Más adelante explico por qué me parece que en su despilfarro hay algo de paradójico o, por lo menos, de contradictorio. 

2 Pongo estos dos nombres como hitos, no porque me parezcan el peor ejemplo de lo que estoy diciendo sino, al contrario, porque me parece que en ellos el chiste largo llega a su cénit pero, también con eso, ¿comienza su descenso? 

3 Sigo a Aira en la entrevista de Frank Báez para Cuadernos Hispanoamericanos 874en donde confiesa con una mezcla envidiable de humildad y lucidez (¿o de ironía?) su impotencia al haberse encontrado, en su vida personal, con una “terrible desgracia”, siendo un mero escritor de “novelitas”. Ahí se extiende un poco más acerca de sus consideraciones del deber del artista de producir una Obra Maestra y del Rodeo (digámoslo también, en su caso, con mayúsculas) que se propuso dar para quedar, por otra parte, igualmente insatisfecho.   

4 Para que se entienda mejor, voy a exagerar un poco. Me parece que cualquier escritor se encuentra al mismo tiempo tentado y repelido ante el abismo de poder ser Dostoievskide poder ser el vate mágico-trágico que había en Lorca. Negarse a intentarlo es muy sensato. A partir de cierto punto (cuando ya negarse es moneda común), digo que unirse al malón pasa a ser cobarde.  

5 A propósito de esta internacionalidad de la literatura como chiste, tuve la suerte de leer el ensayo de David Foster Wallace que cito en el epígrafe antes de publicar este textoSiguiendo la metáfora de la jaula de Hyde, para Foster Wallace los verdaderos rebeldes se arriesgan a la desaprobación. Los viejos insurgentes posmodernos se arriesgaban al grito ahogado y al chillido: shock, disgusto, indignación, censura, acusaciones de socialismo, anarquismo y nihilismo. Los riesgos de hoy son diferentes. Los nuevos rebeldes pueden ser artistas preparados para arriesgarse al bostezo, los ojos en blanco, la sonrisa fría, los codazos en las costillas, la parodización hecha por ironistas talentosos, el “ay, qué banal”. Arriesgarse a acusaciones de sentimentalismo, melodrama. Credulidad ingenua, exceso de delicadeza. Estar listos para ser tomados en chiste por un mundo de acechadores y mirones que temen mucho más la mirada ajena y el ridículo que el hecho de estar acorralados sin leyes”. En este sentido, ¿podría decirse que Aira se desmarca ya de Lamborghini en lo que este segundo tiene de más primitivamente posmoderno? Pero me parece que no de la ironía como lugar seguro desde donde mirar el mundo sin caerse demasiado adentro. 

6 Al final de Bajo este sol tremendoun giro de la suerte salva a Cetarti de la muerte cuando Danielito choca la camioneta en la que lo tienen secuestrado. Antes de escapar, Cetarti encuentra un bolso con dinero con el que emprende su huida a las playas brasileras. Pongo el ejemplo de Busqued porque me parece que concentra visiblemente, al menos en esta novela, tanto su talento personal para la tragedia como la presión social para que todo asomo de Obra Maestra termine en un disparatado viaje a la playa.  

7 Y sin embargo, no sé si será casualidad pero la gran tragedia argentina del último medio siglo largoEisejuaz, fue todo menos larga. Todo menos barroca. Fue incluso cómica, sin caer en esa mueca de abrazarse al humor como al último leño de un naufragio. Como si ante el barroquismo del chiste una gran tragedia tuviese que desvestirse. Que volverse concisa y lacónica.  

8 Se ve en La piel de caballo. 

Marina Closs

Ha publicado las novelas Álvar Núñez: trabajos de sed y de hambre, Tres truenos, Monchi Mesa, La despoblación y Casa de agua, el ensayo La encendida silenciosa y los libros de cuentos Pombero y La doncella aguja.

 

 

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