Un académico de tomo y lomo es Yanko González (1971), antropólogo, magíster en investigación básica y aplicada en antropología y en ciencias sociales aplicadas, doctor en antropología social y cultural, y decano de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Austral de Chile entre 2011 y 2017. Sin embargo, al menos hasta la publicación de su ensayo Los más ordenaditos. Fascismo y juventud en la dictadura de Pinochet, ganador del Premio Mejores Obras Literarias en la categoría Escrituras de la Memoria en 2021, su nombre se asociaba de manera más instintiva a su obra poética, con la referencia ineludible del ya mítico Metales pesados (1998, reeditada en 2016) en boca de lectores de todas las edades. Menos conocida aun es su faceta de editor académico, la que ejerce en Valdivia como director de Ediciones UACh, la editorial de la Universidad Austral, que se ha anotado algunos hitos desusados en el campo local, como la instalación de una colección sobre cultura escrita y bibliofilia con títulos como Bibliofrenia, de Jesús Rodríguez, Tocar los libros, de Jesús Marchamalo, Ojo crítico. Las peores críticas a los mejores autores, de Constantino Bértolo, o Shakespeare and Company. Memorias de una librería crucial del siglo xx, de Sylvia Beach. En esta entrevista se refiere a los desafíos de dirigir una editorial universitaria y a la relevancia de tener una mirada política que no deje morir proyectos intelectuales como estos en las universidades.

–Me llama la atención que la editorial de una universidad de tanto prestigio como la Austral tenga una vida tan corta; recién fue creada en 2014.

Estábamos molestos con la universidad y haciendo ruido hacía mucho tiempo. Sí, es muy breve su trayectoria, pero es muy larga, es larguísima, la lucha por tener un sello editorial. Era bastante vergonzoso no tenerla. Yo no estudié para editor, no tengo estudios formales en el ámbito, pero llegué a empujar la creación de la editorial junto a varias y varios colegas y a dirigirla por amor a los libros, pero también por vergüenza: hacer una vida académica en una casa de estudios desabrigada de algo tan fundamental para la esencia universitaria como una editorial es bochornoso. Imagínate, la Universidad Austral de Chile nace en 1954 –su nombre se la puso nuestro exdecano Jorge Millas– y recién formaliza la creación de una unidad editorial el 2014… Después de sesenta años.

–¿Y por qué no se había concretado antes?

Hay varias razones, pero yo creo que una de ellas es que la universidad tuvo desde su nacimiento una impronta silvoagropecuaria, pero con una suerte de balance, de equilibrio político muy fuerte hacia una concepción humanista, integral desde el punto de vista formativo, dada por el rector fundador Eduardo Morales. Pero poco a poco, más allá de esta impronta, el poder académico y político lo fue tomando una tecnocracia y algunas áreas científicas que asumieron como modelo de comunicación el paper y les interesó, por tanto, invertir tiempo y recursos en revistas científicas, lo que estuvo muy bien, pues se crearon Archivos de Medicina Veterinaria, Estudios Filológicos, entre otras, pero se abandonó por completo el soporte que con más profundidad, solera y tradición impacta en el «ágora», como el libro.

En los años sesenta la universidad creó una imprenta y tú sabes que ha sido muy fácil confundir una imprenta con una editorial, muy difícil sacar de la cabeza de la gente que una imprenta imprime y una editorial criba, modela, difunde, en fin, edita. Ahora bien, lo interesante es que en esa imprenta comenzaron a publicarse, junto con algunas revistas científicas, documentos internos y burocráticos, la revista de arte y creación literaria Trilce, que fue una de las revistas fundamentales de la década de los sesenta y que, junto a otras pocas, descentralizó el canon literario en Chile.

Pero una imprenta no está bajo criterios editoriales y empezaron a salir también algunos volúmenes pésimamente editados, sin sello ni domicilio editorial. Esto se agudizó bajo dictadura, porque se publicó muy poco; lo que hacía la imprenta era publicar papeles meramente administrativos. Hasta que llegó Manfred Max-Neef. Cuando me integré como profesor en la universidad, el año 95 o 96, estaba él de candidato, creo que se estaba presentando por segunda vez, y le insistí majaderamente que era muy necesaria la creación de una editorial, pero él dijo que no, que iba a aliarse con una editorial de Costa Rica para publicar nuestros libros. Al año siguiente, para más infortunio, Manfred cierra la imprenta. Después asumió la rectoría Carlos Amtmann, que era del ámbito de las humanidades y ciencias sociales y con quien teníamos cercanía. Yo me estaba doctorando en Barcelona y tomé contacto con la editorial de la Universidad Autónoma de Barcelona y la editorial Paidós para estudiar sus experiencias. Le dije: «Carlos, hagamos esto rápidamente». Estamos hablando del año 2002, 2003. En ese tiempo llegué más entusiasta porque veía que había posibilidades de resolver esta vergonzosa deuda. Además, aunque estaba dedicado a la antropología, seguía ligado fuertemente a la literatura, o sea tenía vínculos con la escritura, las publicaciones, los libros.

Bueno, presenté el proyecto editorial y finalmente encalló en la vicerrectoría académica y fue a morir en nada. Hasta que una década después fui elegido decano de la Facultad de Filosofía y Humanidades y desde ahí, con más fuerza e incidencia, nos reunimos colegas de varias facultades, más profesionales de la Dirección de Extensión y el apoyo de las nuevas autoridades y sacamos en conjunto la editorial adelante. Fue un esfuerzo mancomunado, y con un hambre atrasada.

–Pones mucho énfasis en que han sido personas relacionadas con el ámbito de las ciencias sociales y las humanidades las que se han preocupado de desarrollar un proyecto editorial en la universidad.

Quizás, pero supongo que es casi natural, pues el libro o este tipo de soporte es primordial no sólo para comunicar los saberes de estos ámbitos del conocimiento, sino para generarlos. Algo que a veces es difícil de explicar. El continente es capaz de modelar, activar e imaginar el contenido, de ahí el problema del paper, su corsé y su propio modelo narrativo; aparte de uniformizar los modos en que el pensamiento discurre y se expresa, lo conforma, lo dispone. El libro y los poliédricos géneros que en él caben permiten una libertad y una extensión mayor que posibilitan a su vez fertilizar otros modos de conocer, cavilar y comunicar conocimiento. Lo relevante, creo, es que las ciencias físicas y naturales que convivieron tanto y de manera tan gravitante con el libro se resistan a ser domesticadas totalmente por el paper. Son impensables, por ejemplo, teorías axiales sin los «tratados» contenidos en la obra de Darwin, en los Principios matemáticos de la filosofía natural de Newton o en Systema Naturae de Carl von Linneo.

–¿Cómo fue el proceso de construcción del catálogo?

Sé que alguna gente cree que las editoriales universitarias están condenadas a publicar literatura gris, libros académicos cifrados, pero en nuestro caso lo primero que planteamos fue que una editorial universitaria tiene que retomar y enriquecer esa tradición latinoamericanista de ser porosa, amplia, compleja desde el punto de vista del conocimiento y la creación con la que trabaja. De tal modo que las ediciones académicas comenzaron a publicarse, pero en paralelo empezamos otras colecciones más abiertas a todo lector, como la patrimonial, la Caballo de Proa de traducción de literaturas nunca traducidas al español o acá en Chile, en la que participan como traductores poetas del sur de Chile o de América Latina. Libros en tapa dura, con los que intentamos darle dignidad a la «literatura de imaginación» y jugar un rol activo en los procesos de descentralización y desconcentración cultural, apostando por otros territorios como polos de irradiación inversa.

También la colección Biblioteca Luis Oyarzún, compuesta por «libros sobre libros», colección que siempre consideré urgente armar y publicar habida cuenta de los cambios y nuevas tecnologías en el ámbito de la lectura y la escritura. Otra denominada Biblioteca Jorge Millas en la que hemos publicado ensayos contemporáneos, y la colección Biblioteca Hugo Campos de divulgación científica. Quieren ser una señal potente de que una editorial universitaria no puede ser un acuario endogámico que publica sólo a sus docentes, de espaldas a la región, al país y a otras lenguas y tradiciones culturales. Está en la propia definición de universidad: la prescripción de universalidad.

–¿Cómo toman las decisiones de publicación?

Hacemos todo lo posible por publicar un promedio de diez libros al año y es un proceso que está muy regulado. Nos preocupamos de eso desde la fundación del sello, es decir, que no fuera la tiranía de una persona, que cree que lo sabe todo y toma todas las decisiones de lo que se publica lo que rija la editorial. Pensamos que debía ser una casa editora encarnada en la universidad, institucionalizada y, por tanto, colegiada. Uno de los procesos más importantes que tuvo la editorial fue la creación de un reglamento, que tanto los miembros del Consejo Editorial y de la dirección editorial, estuviese reglado, desde sus atribuciones hasta su permanencia. Eso nos ha permitido sortear crisis institucionales importantes y contar con procesos claros e informados de publicación. Puedes ir a la página web y vas a ver los procesos que tenemos para recepción de manuscritos, cuáles son los tiempos, etc.

Pero tampoco es maniáticamente reglado, porque nos permite, como equipo y dirección editorial, tomar la iniciativa en algunas colecciones que no son académicas y de alto impacto en una comunidad de lectores más amplia y que, por lo mismo, a veces son los libros que más se conocen de la editorial.

–¿Y la universidad te pide publicar a autores por compromiso, académicos o académicas del plantel?

Por eso son tan importantes los procesos de institucionalización. En nuestro caso, es fundamental que la editorial se componga de un cuerpo colegiado de alta competencia y trayectoria científica, porque eso evita ese tipo de presiones indebidas. Una editorial universitaria seria debe tener una observancia absoluta sobre los criterios y procesos de selección de los libros que publica; para ello tanto la línea editorial como los pares especializados y los baremos de calidad son esenciales, no sólo para evitar la arbitrariedad sino para evitar el descalabro de la integridad, trayectoria y prestigio de un sello.

Alguna vez, al pasar, le escuché decir al finado Jaume Vallcorba, fundador de Quaderns Crema y Acantilado: te demoras años y años en construir el prestigio de una editorial y el descuido de un solo libro, un solo volumen impresentable e injustificable que publiques, arruina el trabajo de décadas.

–Hay que intentar independizar a la editorial de las autoridades de turno.

Exacto. Esa idea de Vallcorba la encontrarás en las memorias de muchas y muchos editores: cuesta enormemente construir el prestigio de una editorial y cuesta nada destruirlo con un par de libros malos, impuestos o arbitrarios. Uno de los puntos relevantes de una editorial universitaria es que pueda tener un peso político tal que no le quiten presupuesto, que no la transformen en la editorial del rector, que no la conviertan en una mera imprenta de tesis o papers con lomo.

En el caso de Ediciones UACh, hubo un debate interesante en el consejo editorial a propósito del reglamento sobre las características del director, sus métodos de elegibilidad, cuánto duraba, cuál sería su plan estratégico. Si la editorial la dirigía un profesional [no un académico], podía ser alguien supercapo, extraordinario desde el punto de vista de la edición profesional, pero no iba a tener la musculatura científica y, sobre todo, el peso político al interior de la institución para que la editorial subsistiera y asegurara a largo plazo su independencia política interna, su calidad académica e intelectual. Ese peso es crucial para que no sea un instrumento, ni un arma arrojadiza de ninguna autoridad unipersonal, sino un puente de toda la comunidad universitaria para generar una conversación y una escucha social con el país y su entorno.

–¿Cuáles son las vías de financiamiento de la editorial?

Desde que hicimos el reglamento, un modesto presupuesto basal que estos últimos años ha sido muy variable. También buscamos recursos en el Fondo del Libro u otros organismos. El año 2021 postulamos cuatro proyectos al Fondo del Libro y los ganamos, lo que nos permitió fortalecer algunas colecciones académicas. El año pasado lamentablemente perdimos la propuesta para publicar cuatro libros de traducciones de diversas poetas, lo que le hubiera dado proyección a nuestra colección Caballo de Proa, pero bueno, ganamos uno, que nos permitirá publicar el nuevo libro del destacado filósofo y ensayista Vicente Serrano.

–Es una constante la búsqueda de financiamiento en este tipo de proyectos editoriales.

Mira, los recursos van saliendo poco a poco en la medida en que la comunidad universitaria entiende que esto es muy relevante. En nuestro caso, no era imperativo que toda la estructura editorial estuviera lista. Esta debía supeditarse a las obras, a una buena curatoría de libros. Tenemos obras de Jorge Millas, de Luis Oyarzún, María Catrileo o del naturalista Rodolfo Amando Philippi, de Fernando Santiván (primer secretario general de la universidad), a los cuales acudir. De hecho, mi idea siempre fue partir con el libro, que finalmente terminamos publicando el año pasado, Defensa de la Tierra, de Luis Oyarzún, un par de obras de Jorge Millas y el diccionario de María Catrileo, y con esos libros empezar a caminar. Y así fue ocurriendo, aunque según el albur de los recursos…

–¿Cuál es el público objetivo de la editorial?

Tenemos un mandato, como editorial universitaria, de divulgar lo mejor del conocimiento generado tanto por nuestra institución como de otras comunidades académicas. Ello implica un énfasis en la vocación comunicativa de los libros que publicamos, cuestión que el Consejo Editorial tiene muy presente porque está en el reglamento. Ahora, a nivel personal y en lo que me cabe en cuanto a curatoría y selección, va a sonar un poco cursi, porque es cursi, pero vuelvo a la metáfora del regalo. Cuando busco obras y autorías, pienso en personas a las que quiero mucho y a quienes les gustaría leer esos libros.

–¿Cuáles crees que son las ventajas y desventajas de una editorial universitaria frente a una editorial comercial?

La ventaja es que siempre vas a tener un piso infraestructural, digamos, puedes contar con funcionarios, tener un presupuesto mínimo garantizado que permite cierta viabilidad en el tiempo, todo ello si es que no te tocan en suerte autoridades persecutorias, mandos palurdos o catetos del paper, sin ese mínimum minimorum ethos universitario. Entre las desventajas está la colisión de temporalidades: los libros se planifican y conllevan procesos que ocupan dos y hasta tres años o más, si consideramos la gestión de derechos o traducción, y las instituciones funcionan con presupuestos anuales, por lo que hacer entender la necesidad de recursos proyectados es muy difícil.

Para algunos podría considerarse una desventaja el publicar obligadamente libros para especialistas que no los lee nadie, o deberse a la sociedad y a los territorios donde una universidad se inserta, por una suerte de limitación de las libertades editoriales. Para nosotros, esos son pies forzados virtuosos. Hemos abrazado ese último pie forzado como impronta, hemos tratado de convertir en una impronta la responsabilidad y compromiso con nuestro entorno, pero entendido de manera amplia, que incluye el territorio sur austral y mucho, mucho más allá. Como la poesía, cuando te dan un pie forzado tú puedes transformar esa limitación en una joya posible o hacer un soneto insufrible.

Pero bueno, nos falta mucho, muchísimo, nuestro catálogo es muy modesto, recién alcanzó los noventa libros publicados en junio de 2023, y no hay un solo día que no deje de pensar en los libros que faltan y en los sesenta años que nuestra universidad estuvo prácticamente muda en términos editoriales.

 

 

 

Acerca de la autora

Jennifer Abate es periodista de la Universidad de Chile.