En algún momento antes de que termine 1958, el periodista Raúl Silva Castro pone el punto final a su contundente libro Prensa y periodismo en Chile; hasta ahora la última y única «historia general» del oficio. Para entonces, la televisión en Chile era una guagua de probeta y los periodistas de radio recién, con la llegada de las cintas magnetofónicas, se dan el lujo de salir de sus oficinas.

Silva Castro escribe una obra monumental y detallista en extremo: revela no solo las intimidades de la Aurora de Chile sino la de buena parte de los diarios que vivieron en el siglo xix y en la primera mitad del xx. Casi en el mismo momento, Alfonso Valdebenito hace lo mismo con un libro que tiene un título casi idéntico: Historia del periodismo chileno, acaso más que una historia en el sentido general, un ensayo que mira no solo la cronología sino la profesión misma, incluidas sus zonas oscuras que, por ese entonces, en el zénit de la democracia desarrollista chilena, tenían que ver con la repetida costumbre –vicio, diría uno– de las autoridades de encarcelar periodistas o de enviarlos a lugares lejanos y aislados (en una época sin internet) cuando se cruzaban en su camino.

Silva Castro es un hombre de mañas: ignora olímpicamente la época en la que vive, pasa por alto el fenómeno editorial de su tiempo: Clarín y la prensa popular comercial, que a la vez que retrataba horrendos crímenes y publicaba mujeres semipiluchas en portada incidía decididamente en política. Valdebenito, por su parte, disecta directamente a los periodistas, y termina su trabajo con un «quién es quién» en 1956: solo hay una mujer en el largo listado.

Para ambos, me imagino, como lo ha sido para mí, hubo un problema epistemológico esencial al aventurarse a escribir una historia del periodismo en Chile. Aunque se trata de una disciplina que, reducida a lo mínimo, se dedica a registrar más o menos todo lo que le llama la atención o es de su interés, ha dejado, a lo largo de doscientos años de historia, un vacío más o menos contundente con respecto a su propio «ser»: el periodismo chileno no se ha mirado demasiado en el espejo.

Pero, en fin, algo hay, afortunadamente, entre la aparición de la Aurora de Chile en 1812 y el terremoto de febrero de 2010, que marca la aparición de las redes sociales en las prácticas y rutinas del periodismo profesional chileno. Lo que sí es, me parece, común es que cuando hablamos de periodismo hablamos de un triángulo en cuyos vértices están los medios de comunicación, los periodistas y el poder político. Es decir, puede ser atractivo documentar cómo se realizó la primera transmisión vía satélite de televisión en Chile (julio de 1968: unos huasos y huasas tremendamente ABC1 cantan tonadas desde la residencia del embajador chileno en Washington, D.C.), pero teniendo claro que la acción fue fruto de un involucramiento directo del Estado, y de una interpretación de la modernidad a través de la tecnología como un esfuerzo gubernamental, además de la participación de un medio que acepta esta realidad y modifica sus rutinas y prácticas periodísticas.

Por lo demás, no hay una diferencia sustantiva que haga del periodismo que se practica en Chile algo especial, si se lo compara con el periodismo argentino, peruano o colombiano. Más bien se trata de ver cómo esta disciplina, profesión u oficio (el debate sigue abierto) se ha desplegado a lo largo de la historia en el país.

Entonces, señoras, señores, revisemos a continuación uno de los momentos más terribles, uno en que el sistema político, un medio de comunicación y unos periodistas se lanzan a la arena en una especie de comedia, claro que en el momento no se vivió así.

 

Donde las papas queman

El protagonista, por supuesto, es el inefable Clarín, periódico clave del siglo xx y representante eximio de la prensa popular comercial chilena, aquella que sin mayores ingresos por publicidad pagaba las cuentas a punta de mujeres semidesnudas, escandalosos crímenes, fieros partidos de fútbol y coloquiales –y hasta groseros– juegos de palabras y apodos en los títulos.

Clarín bebía de la tradición de Las Noticias Gráficas, periódico que lo antecedió y que hizo de la crónica policial un muy buen negocio, además de forjar a una generación de rudos cronistas que estaban siempre «donde las papas queman». La escuela de Las Noticias Gráficas – sensacionalismo, posición política de izquierda o al menos antiderecha, y denuncia a favor de las clases sociales más pobres– perduraría y encarnaría en un candidato improbable.

Durante la dictadura de Ibáñez, a fines de la década de los 20, un joven boliviano que se había avecindado en Valparaíso de niño apareció en escena como mano derecha del contralor Pablo Ramírez. Pero su carrera en la política se vio frustrada prontamente: por su condición de boliviano, y tras un episodio de bullying sufrido en la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile, Darío Sainte Marie optó por el periodismo. Después del 52, y tras una carrera en la editorial Zig-Zag y en Estados Unidos (fue editor de la Associated Press), figuraba como director del diario gobiernista La Nación. Nunca abandonó el ibañismo.

En 1954 Sainte Marie dio con la idea de salir a competir con los diarios de la tarde, que entonces eran La Segunda y Las Noticias de Última Hora. Con La Nación como nave nodriza, ese año, entonces, apareció Clarín. Tras un par de años malos, la empresa decidió cerrar la operación. Pero su director vio la salida: compraría él Clarín a La Nación, se quedaría con la propiedad y publicaría el diario en la mañana. Tendría, como socio en la operación, nada más y nada menos que a su amigo, el presidente Carlos Ibáñez.

Clarín mantendría las características sensacionalistas de los vespertinos (para entonces, La Segunda también estaba en esos pasos). Sería, así, un ave rara, que competiría directamente con Las Últimas Noticias pero con la mezcla explosiva de los diarios de la tarde, llenando el vacío dejado por Las Noticias Gráficas. Con el tiempo, esa competencia se transformó en un fenómeno: Clarín, con su explosiva mezcla de humor corrosivo, titulares alaracos, mujeres ligeras de ropa, fútbol, crímenes y política irreverente y descarnada se transformaría en el diario más leído y vendido de la historia de Chile, y el ícono máximo de la «prensa popular». Su director y dueño además escribía en el diario, y mucho. Para firmar usaría varios seudónimos, pero sin duda el más recordado de todos es Volpone[1].

Aún en el momento de escribir estas líneas los ecos de Clarín no se han apagado. Un tórrido proceso judicial que buscaba una indemnización fiscal sobrevivió a la muerte del diario en el golpe de 1973 y a la dictadura y llegó hasta 2020, en un triángulo en el que estaban los herederos de Sainte Marie; Víctor Pey, empresario cercano a Salvador Allende que fue el último controlador del diario, y el Estado de Chile.

Miles de chilenos recuerdan el rol de Clarín durante la Unidad Popular (1970-1973) y a Sainte Marie como una suerte de hacedor de reyes, el hombre que durante muchos años realmente controló, desde las sombras, la política chilena. Esta especie de J. Edgar Hoover no necesitó, dice esta narrativa, de un cuerpo de investigaciones policiales, sino de un simple diario.

Tal vez convenga contar esta historia por el medio y partir con un ejemplo que sirve para dar cuenta del impacto de Clarín en la clase política, el estilo que Sainte Marie le imprimía al periódico para conseguir el doble efecto de influencia política y éxito comercial, y la visión que la elite tenía del fenómeno.

En 1966 se discutían una serie de reformas a la «ley mordaza», la famosa ley de abusos de publicidad que venía de los años de Jorge Alessandri y que el nuevo gobierno democratacristiano pretendía suavizar. La ley era una actualización de un viejo decreto que provenía del año 1925 y que a Clarín no le gustaba. La izquierda, al menos el Partido Socialista, había prometido derogarla. El 2 de septiembre Clarín en su editorial acusó al senador socialista Raúl Ampuero de obstaculizar la reforma, lo que a juicio del periódico constituía traición.

Ampuero era un viejo rinoceronte de la política chilena, y ciertamente no era la primera vez que era atacado en la prensa. Pero los dardos de Sainte Marie lo hirieron y decidió contestar en el Senado las imputaciones que le hacía el diario. Sus descargos dan cuenta de los efectos que, en los años sesenta, pero hay evidencia de que también en los cincuenta, Clarín tenía en la vida política del país. Tras explicar el complejo proceso de técnica legislativa que había retrasado la reforma de la ley, dijo Ampuero:

Existe la idea generalizada, en los ámbitos parlamentarios y en los altos círculos de los partidos políticos, de que quien se enfrenta a Clarín debe poco menos que renunciar a la vida política.
(…)
Sé que esta explicación, con ser tan clara para quien quiera entenderla, será inútil para el diario Clarín. Este busca amedrentar; sólo amedrentar. Impedir que alguien alce la voz para contradecirlo. Para eso cuenta, no sólo con sus redactores habituales, sino también con otros, políticamente desplazados, que llegan hasta sus columnas para revalidar sus nombres o sus seudónimos. Particularmente, dos: «Callampa» y «Picotón»[2]. ¡Viejos zorros! Con esos seudónimos, parecen haber producido, desde el primer momento, una extraña fascinación en el experimentado dueño de Clarín.
(…)
Sé que mis alusiones de esta tarde desencadenarán nuevos enconos; pero, ¿qué puedo perder? En el editorial que comenté denantes, Clarín, exteriorizando un rencor visceral, me supone «autocandidato a la Presidencia de la República»; y a continuación, repitiendo tres «jamás», asegura que nunca ese diario prestará apoyo a ninguna postulación mía. La verdad es que esto puede ser contraproducente. Porque ocurre que el señor Sainte Marie nunca ayudó a vencer a nadie. Siempre se equivocó medio a medio en sus preferencias presidenciales. Lo que el señor Sainte Marie hace es algo más utilitario y menos elegante: adhiere, después, al vencedor. Yo diría que adhiere no en el sentido literario o político de la palabra: «adhiere» como un molusco al casco de las naves. Succiona al vencedor, establece con el triunfante una especie de pacto de sangre, en que uno paga con halagos, con adulaciones, y el otro con facilidades para que prospere el negocio del señor Sainte Marie, y, eventualmente, para que no llegue a la cárcel. Adulación por indulto; halago por impunidad.
Uno se embriaga con la popularidad barata y falsa de Clarín; el otro goza de la impunidad y sigue acumulando dinero[3].

Si la editorial de Clarín ya había incendiado la pradera, la contestación en el Congreso apagó el fuego con combustible. Todo el mundo se sintió con derecho a intervenir, mayoritariamente a favor de Ampuero, cuyo discurso le había abierto puertas a la futura nominación presidencial de su sector. Alone, el célebre crítico literario de El Mercurio, sin embargo, se restó de las alabanzas, y de su puño y letra elaboró sus pensamientos sobre el rol que Clarín cumplía en la política nacional.

«Volpone» y Clarín han asumido la tarea de ser las alcantarillas de este país y se dedican a recorrer los bajos fondos recogiendo esas materias cuyo solo nombre hiede (…) la prensa más o menos sucia o criminal tiene tradiciones remotas.
Pero una cosa no se puede negar: nadie le había sacado tanto partido como «Volpone» y Clarín marca una cumbre, «bate un récord».
Hay allí depósitos de inmundicia y tesoros de infamia que creemos difíciles de superar. (…)
Cierto que no hay negocio como ese, tan seguro. Pariente de la cantina, émulo de los prostíbulos, satisface necesidades inextinguibles de la especie humana, vende una mercadería que siempre halla compradores.
Confesémoslo. Todos tenemos adentro un rincón canalla y sentimos necesidades inconfesables. ¿A qué más hipocresías? No por reprimirlos dejamos de experimentar los impulsos de matar a este, de escupir al otro, de inventarles a aquellos calumnias mortales.
«Volpone» no se reprime. Tiene ese gusto y lo luce. En la plaza pública, a la hora de más concurrencia, sin ocultarse de nadie, se baja los pantalones, etcétera. Algunos apartan los ojos, otros dan muestras de náuseas y varios protestan contra el insolente; pero no faltan los atraídos por el espectáculo que alaban la franqueza, se aproximan al orificio pestilencial y hasta los hay que sacan la lengua y se relamen, como ante un posible alimento.

Es bastante probable que sus palabras tuvieran la doble función de estar a favor y en contra de Clarín al mismo tiempo: decir que la feca es necesaria no quita la calidad escatológica al objeto de análisis. Alone ejerció la crítica a niveles muy altos, y esta refutación es a la vez formal y chiste borgeano. Con todo, da cuenta de que Clarín, pese a su toxicidad en la forma, era un actor relevante del escenario político, social y cultural, y lo seguiría siendo.

Pero acaso en Clarín, tal como en los diarios gaceteros, la impronta del dueño, aún rodeado de la modernidad de la segunda mitad del siglo xx, es clave en el carácter y destino del diario. La contestación que desde Alemania del Este hizo Sainte Marie del discurso pronunciado por Ampuero debe ser no solo una de las diatribas más excelsas de, acaso, la literatura nacional, sino que da cuenta de un periódico que usa las armas del lenguaje popular y la identificación con una izquierda que «no perdona». Permítaseme ser generoso y reproducir buena parte de la contestación. En términos literarios, es una columna escrita por Volpone que sale en defensa de Darío Sainte Marie, y se produce el juego de estar escrita en tercera persona pese a que seudónimo y persona humana remiten al propio Sainte Marie. Volpone lanza acusaciones de todos los tipos, desde la escatología a la alta política:

Creo que fue en enero o febrero de 1964, en una tarde estival de sol quemante, cuando llegó Raúl Ampuero a visitar a Darío Sainte Marie en su casa de San José de Maipo.
El «bicharraco» arribó manejando un flamante Fiat. Vestía atuendo de «colérico», una camisa de cuello largo y manga corta, color violeta de Persia llamarían ahora a esa ceñida entrepierna que le iba desde más arriba de sus rodillas hasta debajo de su ombligo. Su reconocida falta de higiene, agravada por el exceso de la canícula, hacíale despedir un tufillo a «churrete» que obligó a su anfitrión a mantener la distancia sentado debajo de un guindo.

Continúa, Volpone, haciendo un repaso de las declaraciones de Ampuero en el hemiciclo, y contestándolas; la mayoría de ellas se torna personal o alude directamente al problema legislativo con la «ley mordaza» que había comenzado todo. Lo que resulta interesante para la comprensión de Clarín a lo largo de su vida es, quizás, cómo el columnista y dueño del diario reacciona ante la «acusación» que hace Ampuero de que el diario es una especie de hacedor y destronador de reyes en la izquierda chilena:

Pero no solo en esto nuestro diario es una excepción y ha roto la norma de lo usual yacostumbrado. También es el único rotativo en el mundo que no depende del centimetraje de sus avisos comerciales ni de ninguna clase de información pagada para financiarse, y esto se debe principalmente a que su propietario, Darío Sainte Marie, no es un mercanchifle y mantiene su independencia económica exenta de colusión o «polución» con los sectores oligárquicos y plutocráticos nacionales y extranjeros, a los que combate inexorablemente en todos los frentes de la vida ciudadana. Esto lo sabe y lo siente el pueblo, y por eso el pueblo quiere a Clarín y lo ha hecho su principal órgano de orientación, mal que les pese a esos políticos intrascendentes y de menor cuantía que, como Ampuero, solo sirven de postillón a sus bajas pasiones y menudos rencores. Clarín, para su honra imperecedera jamás será aplaudido por El Mercurio ni será congratulado por el Marqués Bulnes ni por el Cachimoco Ibáñez ni por el Paquetón Durán[4] como lo es este «rábula» (…).
Ni Clarín ni Darío Sainte Marie jamás serán lo que actualmente es Ampuero: un «comemierda» de la oligarquía, un «limpiaculo» de la plutocracia[5].

La polémica creció y creció al punto de que cuando Volpone regresó de Europa, en barco, Ampuero lo fue a esperar a Valparaíso, y en la escalera de la embarcación se trenzaron en un duelo verbal que terminó en algunos manotazos, un paraguazo y la expulsión de un botón de la chaqueta de Volpone. El tole-tole, anunciado por Ampuero con semanas de anticipación, concitó la atención pública durante las semanas previas, y se produjo, finalmente, frente a unos cien periodistas de todos los medios de comunicación y varios detectives que estuvieron ahí para impedir que el asunto escalara.

Dijo Woody Allen o Groucho Marx que comedia es tragedia más tiempo, y acaso esta olvidada anécdota de la segunda mitad del siglo xx sea una demostración de esa oportuna frase. Pero también es una demostración de que grandes diarios, empresas periodísticas basadas casi exclusivamente en su circulación, como era el caso de Clarín, eran una parte «no reglada» pero muy real del sistema político, y de que no solo los políticos ejercían presión sobre los medios en tanto instituciones, sino que también, como en el caso de Sainte Marie, había hacedores y destructores de reyes, en una situación casi paritaria.

 

Notas

[1] El nombre viene de una obra de Ben Jonson, dramaturgo contemporáneo de Shakespeare. Volpone («zorro» en italiano) es un personaje vividor, lascivo, estafador y amante del dinero. Goza de una gran capacidad retórica.

[2] Técnicamente el primero era Lord Callampa, seudónimo empleado por el abogado socialista Oscar Weiss como homenaje al político de los albores de la república Mariano Egaña, quien también usaba este seudónimo en la prensa. Ver Francisco Mouat, Chilenos de raza (2011). Picotón era el columnista y periodista maucho Ricardo Boizard. Mezcla de democratacristiano, pinochetista y anarquista, se calificaba como «anti-todo». «Odiaba a la derecha por putera y a la izquierda por pornográfica y borracha», Mario Verdugo, «El venenoso periodismo de Picotón: Contra los mamones de centro», The Clinic, 1 de agosto de 2013.

[3] Raúl Ampuero, «Réplica a ataques del diario Clarín». Diario de sesiones del Senado, versión taquigráfica. Sesión 62a, 7 de septiembre de 1966.

[4] Se refiere a Francisco Bulnes Sanfuentes y Pedro Ibáñez Ojeda, entonces senadores del Partido Nacional, y a Julio Durán Neumann, senador del Partido Radical.

[5] Ver «Volpone responde desde Europa: ¡Ampuero!», Clarín, 24 de septiembre de 1966.

 

Acerca del autor

Alfredo Sepúlveda es máster en periodismo de la Universidad de Columbia y director de posgrado de la Facultad de Comunicación y Letras UDP. Este texto es un extracto de su próximo libro, Historia del periodismo en Chile.