Verónica Gerber es mexicana, escritora y artista. Sus libros son difíciles de catalogar, su voz  es renovadora y única. Explora los cruces entre literatura y arte, lo cotidiano y lo aparentemente nimio. Ha publicado en diferentes formatos y estilos, y su novela Conjunto vacío, que incluye dibujos inspirados en los diagramas de Venn, ha sido reconocida como «una de las novelas más imaginativas de la literatura latinoamericana reciente», como se dijo en 2017 en El País, por ejemplo. Su otro libro publicado hasta ahora, Mudanza, es un ensayo sobre cinco artistas –Vito Acconci, Ulises Carrión, Sophie Calle, Marcel Broodthaers y  Öyvind  Fahlström–  y su paso desde la literatura al arte conceptual. Según Letras Libres es «un libro inteligente, entretenido y generoso que, además, abre una puerta poco explotada en México por los discursos interdisciplinarios».

Verónica fue la ganadora del Premio Internacional de Literatura Aura Estrada en 2013, y también ha sido premiada por sus fotografías. Como artista ha expuesto en México  y  en Estados Unidos, y ha participado en residencias interdisciplinarias en Italia, Suiza y de nuevo  Estados  Unidos. Hoy trabaja en La máquina distópica, obra que presentará en octubre en la Bienal Femsa en Zacatecas; la idea, dice, «es crear una máquina que arroje  visiones en imagen-texto de la distopía que vendrá pero que es, a la vez, este mismo presente en el que vivimos desde hace tiempo».

En esta entrevista revisa cómo fue su paso del arte a la escritura y su temor de dejar de entender el mundo.

–Da la impresión de que tus libros Conjunto vacío y Mudanza replantean las clásicas definiciones de los géneros literarios. Ambos formatos prueban nuevas formas de escritura, incorporan dibujos, frases cortas y acotaciones al margen. ¿De qué manera piensas el formato o la estructura de tus libros?, ¿dónde te sientes más cómoda?

Hace poco una curadora a la que admiro mucho, Roselin Rodríguez, me dijo que ella pensaba que Conjunto vacío es una instalación en el campo de la literatura. No puedo pensar mejor definición que esa para explicar cómo es que entiendo los géneros. Es justo ese afuera del arte contemporáneo o de la literatura lo que intento explorar.

–¿Qué motivaciones tiene una artista visual para recorrer el camino de la escritura?

La escritura formó parte de mi práctica artística desde siempre, pero, como no sabía muy bien qué hacer con ella, durante mi carrera en la Escuela de Artes Visuales en México traté de erradicarla. De todas formas volvía insistentemente. Fue una decepción la que me llevó a la escritura: quería estudiar una maestría en arte en Nueva York, conseguí una beca y estaba todo listo para irme (en mi cabeza) pero ninguna universidad me aceptó. Así que, en medio de la frustración que esa negativa significó, una amiga me dijo que aplicara a otra beca, que era para escribir. Yo no lo había considerado, pero tampoco tenía mucho más que perder. Fue así que empecé a escribir mi primer libro, Mudanza; fue ahí que aprendí el oficio, gracias a la enorme generosidad de mis compañeros y de mi tutor, Jorge F. Hernández.

–Llama la atención la honestidad de tu escritura, la descripción de las sensaciones, y los sentimientos. La mezcla de una mirada metafísica y a la vez cotidiana del mundo. ¿Cómo construyes los ambientes que narras? ¿Por qué «escribir es habitar en paralelo»?

Creo que yo escribo desde el ensayo, incluso en el sentido más literal de la palabra, no solo desde ese género literario. Pienso la escritura como un diagrama a lápiz que se borra y se reescribe.

–Los temas del lenguaje y el arte están muy presentes en tus libros. ¿Hay temáticas o reflexiones de las que escapes o evites escribir? ¿Tienes algún temor que quieras enfrentar artísticamente?

Tengo muchos temores, pero uno de los que más me acechan últimamente es el de dejar de entender el mundo, seguirlo viendo con ojos de otra época. Por ejemplo: en las redes sociales hay ataques feroces a escritores y artistas jóvenes, por hacer memes y gifs. Pero sus memes y gifs dicen mucho del presente, más que muchos de los libros que se publican hoy en día. Y conversar con ellos, en el salón de clases o en cualquier otro espacio, es un privilegio, porque me hacen ver cosas que no había visto ni pensado.

–Escribes en Mudanza: «Alcanzar algo es llegar muy pronto a la salida y llegar a la salida los dejó sin salida». ¿Crees que la literatura o el arte «alcanzan» ciertos temas? ¿Tus reflexiones han visto algunas luces o salidas a tus inquietudes? Salidas no sé, pero, como dicen los científicos, cuando crees que resuelves algo, en realidad (o en el mejor de los casos) solo tienes una pregunta más elaborada.

–¿Cómo vive la artista y escritora en el mundo real? Lo digo a partir de la siguiente idea, que aparece en Conjunto vacío: «Yo (y) no existía ahí, porque definitivamente ahí no existía. Y eso en realidad no era un problema porque no quería existir ahí, lo que me preocupaba era no poder existir en ninguna parte».

Tengo dos mesas: una para dibujar y otra para la computadora, donde escribo. Los dispositivos conciliadores en mi estudio son mi cuaderno y  un escáner; ellos logran juntar esos dos mundos o, mejor dicho, comprueban que esos dos mundos tal vez no son tan distantes.

–En párrafos breves describes experiencias muy profundas, como la soledad y el desamor. En Conjunto vacío se lee «[l]a soledad es una especie de conjunto vacío que se instala en el cuerpo, en el habla, y nos vuelve inteligibles», o «el latido de mi corazón se podría escuchar del otro lado de la ciudad». ¿Crees que estos temas se han banalizado?, ¿se habla y se escribe poco de los sentimientos?, ¿qué se gana y qué se pierde al exponerlos?

Algo que pasa a menudo es que un libro escrito por una mujer en el que los sentimientos tienen  un papel importante se califica de femenino o intimista. Porque la cotidianidad, en su supuesta intrascendencia, no alcanza los grandes temas. Eso es como pensar que los microorganismos son menos importantes que los seres humanos y que no aportan al conocimiento, solo por ser invisibles a nuestra mirada. Tal vez por eso a mí me interesa  lo invisible, lo silencioso, lo aparentemente nimio. Y también creo que no hay nada más político que el amor.

–¿Cómo hiciste la selección de los cinco escritores-artistas plásticos para tu ensayo Mudanza?

A los personajes de Mudanza los he pensado siempre como un árbol  genealógico  al  que me gustaría pertenecer. Esa genealogía es uno de los resultados de mi paso por la carrera de Artes Visuales. Es decir, detrás de cada  uno de esos personajes está también un profesor que me pasó diapositivas de su trabajo en   clase o me prestó un libro; o un compañero que lo trajo a cuento o lo mencionó. Esa sería, digamos, la genealogía invisible de Mudanza, que me parece igual de importante, la de los lazos afectivos y de aprendizaje detrás de mi selección. Hay muchos artistas  más  que  se han sumado a la genealogía, por ejemplo en Conjunto vacío hay un pasaje que es una visita a una exposición que yo misma curé, y las obras y artistas que aparecen ahí son de alguna manera la continuación o más bien una rama  en particular (la de la escritura «ilegible») del árbol que (con suerte) se ha ido delineando a través de lo que escribo.

«Tengo muchos temores, pero uno de los que más me acechan últimamente es el de dejar de entender el mundo, seguirlo viendo con ojos de otra época.»

–¿Cómo fue trabajar con editores literarios en vez de artistas o curadores para Conjunto vacío?

La primera vez que me senté a tallerear un texto fue en la Fundación para las Letras Mexicanas, donde escribí Mudanza. Recuerdo que fue iluminador. También muy duro, por supuesto, pero sobre todo iluminador. Me cambió para siempre. Pensé también que a los artistas  visuales nos haría bien ejercitar el arte del tallereo entre colegas. Lo que suele hacerse en la escuela de arte es una crítica, casi siempre desde lo teórico, bastante opaca, demoledora, señalar que  «esto ya se hizo» como un error garrafal, o enumerar únicamente las fallas. No todos los talleres son iguales, desde luego. En literatura muchos también son contraproducentes y tóxicos, pero creo que tuve suerte porque esos mismos escritores con los que me encontré en ese entonces todavía hoy me siguen leyendo y comentando (¡incluso mis proyectos más visuales!), y yo los leo y les comento. El caso es que me parece que lo que hacemos en el tallereo es pensar en conjunto, pensar en el texto del otro, rayonear el texto del otro con toda la transparencia  posible, señalar las fallas, discutirlas, ponerlas en perspectiva y también proponer salidas coherentes en relación con la búsqueda de quien está siendo leído. Tal vez una nunca usará las propuestas de salida de los otros (tal vez sí), pero imaginar salidas posibles ayuda a dibujar una puerta propia. Y bueno, ahora lo que intento como profesora de artes visuales es proponer a mis alumnos ese procedimiento, es decir, el de «pensar en conjunto» en los proyectos de cada uno. Así que me llevé una experiencia personal de la edición literaria  al campo de las artes visuales, y hasta ahora creo que el resultado ha sido bueno, pero en eso la última palabra la tendrían ellos, mis alumnos.

–¿Cuál es tu percepción del circuito del arte en el cual te desenvuelves?

Este  es  mi  tercer  (y  último)  año coordinando y siendo tutora de un programa de educación complementaria para jóvenes artistas en el Centro de la Imagen (en la Ciudad de México) que se llama Seminario de Producción Fotográfica. Hay muchas formas de pensar los circuitos del arte, pero sin duda el circuito que más me interesa en este momento es justo ese, el del taller o salón de clase. Es un espacio en el que todavía  es posible pensar en conjunto, discutir, y sobre todo, es ahí donde creo que podemos tratar de buscar una transformación de los dispositivos artísticos. Ahí podemos imaginar salidas que, ojalá, se correspondan mejor con el presente, que resistan o que confronten las fatídicas contradicciones a las que todos estamos sujetos en el sistema neoliberal. Mucho de lo que imaginamos ahí suele disiparse al salir del salón, ante la cruda realidad. Aun así, me parece que no imaginamos en balde, y que a la larga esos ejercicios harán que encontremos otros caminos. Eso me produce un poco de esperanza.

–¿Te sientes identificada con algún artista o más cercana al mundo literario?

Creo que me identifico más con quienes trabajan desde afuera o buscan un afuera, quienes no saben muy bien qué es lo que están haciendo o se sienten extranjeros en su propia práctica. Es decir, más que identificarme con personajes de un mundo en particular, creo que busco a los que están en la orilla, a los que están mudándose constantemente. Esos son los que me cautivan.

–Dices en Mudanza que «las palabras son cuevas. Difícil usarlas sin producir malentendidos». ¿En el arte cuáles serían los malentendidos?

Me encanta esta pregunta. Creo que las imágenes hablan otra lengua y, como con cualquier otro lenguaje, lo único que podemos hacer frente a ellas es intentar entender y descifrar su idioma. Después, claro, traducimos esa experiencia al lenguaje verbal para conversarlas y entenderlas con otros. Así que, en ese sentido, el lugar del equívoco es más o menos el mismo que el que sucede frente a un texto. La diferencia es que la traducción en el caso de las imágenes debería ir de lo visual a lo verbal, y en el caso del texto o la literatura va de lo verbal a lo verbal. Es ahí donde hay una diferencia. El lector o traductor (es decir, cualquiera de nosotros) está  formado como un lectoescritor, piensa  que  el  texto es el centro, el logos, y no tiene muchas otras herramientas para leer imágenes. Entonces, las imágenes o bien terminan forzadas a casar con las herramientas de lectura de textos, o bien son miradas solamente a través de los textos que las rodean. El mayor malentendido de las imágenes no está en su ambigüedad, ni en su anacronía o inexactitud, creo yo, sino en su relación con el lenguaje verbal.

–Cuando escribes y cuando trabajas en una obra de arte, ¿te sientes diferente?, ¿hay dos Verónicas?

Hay más de dos Verónicas dentro de mí, sí, pero no porque una escriba y la otra haga imágenes.