Con el tiempo, que no es tanto tampoco, he llegado a pensar que las columnas, cuando están escritas con oído y no se reducen al extracto de un paper o a una opinión apenas redactada, son un verdadero género. No sé si literario en sentido estricto; pero sí un género, un tipo de escritura que tiene ciertas reglas a las que el columnista, si quiere ser columnista, y no un señor o señora que mecanografía opiniones, debe someterse.

¿Quiénes son en mi opinión buenos cultores de eso que, con el tiempo, he llegado a considerar un género? ¿Quiénes son los que se atienen a esas reglas que, por un momento y durante unas líneas, mantendremos en la penumbra?

Ante todo se encuentra Bolaño. Bolaño por estos días sale hasta en la sopa, lo sé; pero es inevitable. Bolaño hasta las columnas las escribe bien. Él es una mezcla casi perfecta de una cultura como la de Borges y de un oído como el de Parra. Sus columnas “fue columnista de Las Últimas Noticias” son una delicia. Bolaño, entonces, y en primer lugar.

Luego, y sin que de aquí en adelante exista prelación alguna, se encuentra Gumucio. Rafael Gumucio debe despertar ira y debe despertar envidia porque escribe con oído y con desparpajo. Nunca he visto un desparpajo heredado que haya recibido mejor uso. Gumucio cree que no tiene que demostrar nada a nadie. Se equivoca, por supuesto, pero esa actitud le da un tono mayor a sus columnas.

Agregaría a Alejandro Zambra. Es un espléndido columnista. Debe ser porque es un espléndido escritor. Ya no escribe en LUN, pero cuando lo hacía uno se daba cuenta que la suya era un escritura sin dificultad, sin ningún remiendo, sencilla y clara, fácil, como si hubiera nacido con ella, y con opiniones, como debe ser, cultas, rotundas y ácidas. Un poco más de franca agresividad y a Zambra no lo para nadie.

¿Agregaría a algunos más? Sí, por supuesto. Leí alguna vez a Pérez Reverte que, a pesar de que repetía la fórmula, la mayor parte de las veces acertaba. Capote, sin duda, escribió cosas espléndidas y breves en Vanity Fair (Capote se vanagloriaba de manejar todos los géneros). Hemingway también escribió, a veces columnas, en un diario, si no recuerdo mal por ahí tengo la antología, pero para qué me voy a molestar en buscarla de Toronto (¿sería el Toronto Star?). A todos los anteriores sumaría una de las lecturas de mi infancia. Lira Massi y su columna impertinente. Sencillamente notable. Entre tanto remilgo lírico de hoy, entre tanta opinión experta incomprensible, entre tanto si es no es disfrazado de opinión, Lira Massi está a años luz. Les da lecciones a todos. Como para aconsejar a los columnistas que sigan la receta de Lira Massi y aprendan el oficio ejerciendo de escribiente de carabineros.

¿Entre los de hoy y para no irnos tan lejos? ¿Rescataría alguno? A pocos. Hay muchos que no saben escribir. Otros están nublados por el narcisismo. Otros tienen temores alimenticios que para un columnista son letales. Hay quienes creen que todo el mundo es como sus amigos. Y escriben para todo el mundo (o sea, sólo para sus amigos). Hay tontos. Hay quienes se mueven por el mundo con un esquema sencillo y simple (el más popular es el de los incentivos) y lo aplican a todo y creen que eso es pensar y escribir. Hay otros que escriben de política y no quieren enojarse con nadie.

Todos esos no valen la pena. Pero hay otros que sí.

Rescataría, por su oficio, que lo tiene, y por su humor, que lo tiene, y no por sus ideas, que las tiene pero cada vez se parecen más a obsesiones, a Hermógenes Pérez de Arce. Escribe francamente bien, con claridad, con soltura y con ritmo. Arriesga el peligro de no ser actual a veces; pero él sospecha que la memoria de hace treinta años es lo más actual que hay. Agregaría a Agustín Squella. Sin duda. Escribe estupendo, especialmente cuando exagera y abandona la ponderación. La ponderación no se aviene con la escritura. La exageración es el elemento natural de las letras.
La verdad, no seleccionaría a nadie más. Hay quienes son incomprensibles. Y hay quienes son y no debieran simplemente ser. Para qué estamos con cosas.

Y no debieran ser, entre otras razones, porque no conocen las reglas del género. Y esto me permite retomar la pregunta que teníamos pendiente.

Las columnas, ante todo, son para hablar de lo que acontece, no para hablar de uno. Para eso está la lírica. O los diarios de vida. O el silencio. O el espejo. No las columnas. Sus ensoñaciones, sus viajes, el estremecimiento que provoca el atardecer, son interesantes, pero su lugar no es una columna. La primera regla de un columnista es que él no es interesante. En segundo lugar, una columna es para tomar posición frente a lo que acontece. Para decir aquí estoy yo. Esto es lo que pienso. No para eludir una opinión o disfrazarla de prudencia. La segunda regla de un columnista es tener opiniones. En tercer lugar “el resto de las reglas seguirán en la penumbra” una columna no es el sustituto de un paper o de un ensayo. No es un resumen de datos. Ni una hipótesis sin pruebas. Una columna es sencillamente una columna.

Carlos Peña es Vicerrector académico de la Universidad Diego Portales y columnista de El Mercurio.