Cada vez que tengo que entrevistar a alguien se me forma un nudo en la garganta. La sola palabra entrevista me provoca un estado de nerviosismo que se parece al del nadador al borde de la piscina. Cuando la entrevista es por escrito, puedo, sin temor al ridículo, andar con flotadores en los brazos. Puedo nadar mal, puedo mezclar el estilo mariposa con el crawl y terminar la faena en el estilo perrito sin que nadie se ría y me avergüence.

En la entrevista escrita todo el poder está en mis manos. Soy yo el que tiene las cintas, soy yo el que puede hacer de las palabras del entrevistado lo que quiera. Nada es real: la entrevista dura siempre más de lo que se transcribe, se borran de ella todas las vacilaciones, las dudas, los garabatos, las repeticiones. Es un ejercicio muy parecido a la ficción novelesca: la entrevista escrita nos entrega un modelo ideal de conversación, una quintaesencia del diálogo como nunca existe en la realidad.

La entrevista en radio es, en cambio, un piquero que en cualquier momento se puede convertir en un salto mortal. Los periodistas de verdad –entre los que por cierto no me cuento– logran mantener la sangre fría, sacan carpetas con papeles inculpatorios, dicen verdades alarmantes, empujan las frases y dejan al pobre compañero de micrófono sin aire. Para mí, por el contrario, si el entrevistado viene al estudio, deja de ser una presa que debo cazar para convertirse en un invitado que debo recibir con amabilidad. A mí me resulta imposible no tratar de ser simpático con la visita, no tratar de comprenderlo, de escucharlo, no concederle el beneficio de la duda.

En la entrevista escrita puedo, en un tono amable, decir verdades terribles. De hecho es el truco favorito de todo entrevistador, ser simpático diciendo pesadeces, cambiar el tono de las preguntas terribles formulándolas con una sonrisa de complicidad. En la radio es al revés. Al auditor no le importa demasiado qué preguntas y qué responden los entrevistados. Les interesa el tono del debate, están pendientes de la velocidad de las respuestas, de la temperatura en que se da

el enfrentamiento. Periodistas famosos en radio y televisión como Fernando Paulsen o Fernando Villegas son maestros en el arte de hacer preguntas fáciles en tono aguerrido. La mayor parte de las famas radiofónicas se sustentan en ese secreto: regalar parte de la entrevista en tono de quien no regala nada. Actuar el conflicto antes que provocarlo.

Porque la entrevista radial, como todo en la radio, es básicamente una lección permanente de actuación. Si en la entrevista escrita todo el arte se basa en construir una dramaturgia convincente, en la entrevista radial se actúa un libreto que no existe previamente. Imposibilitados de usar nuestros cuerpos, más que actores, los entrevistadores y los entrevistados somos titiriteros tratando de dar vida a muñecos gigantes. Nunca sabemos muy bien si nuestros movimientos logran su efecto, nunca manejamos del todo los títeres que habitamos.

La incerteza aumenta cuando el entrevistado nos llega por teléfono. Nuestra invisibilidad se topa con otra invisibilidad mayor. En la radio somos todos sin ser, aparecemos todos sin aparecer, nos ven sin vernos, pero el entrevistado por teléfono tiene el privilegio de ser por completo un fantasma.

No sabemos qué cara pone el entrevistado telefónico, qué cuerpo tiene, es una voz de la que somos el puente, un puente que se vuelve también pura voz, pura distancia, pura conjetura. Intentamos inútilmente redondear una idea cuando el auditor en su auto ya pasa el semáforo que está en verde y recorre con una mano el dial, en busca de otros acróbatas que dan inútiles giros en el aire, rezando para que haya suficiente agua en la piscina y no se rompan la cabeza contra el fondo.