Fotografía: Mauro Guerrero

Es muy interesante cómo la inflación modifica al mismo tiempo el pasado y el futuro, convirtiéndolos en ramas de la ficción especulativa.

 

 

La inflación, que llena a las personas de billetes
al tiempo que las deja más miserables que antes,
demuestra hasta qué punto el dinero es una alucinación colectiva. 

Manlio Sgalambro, La morte del sole 

 

Es viernes a la noche, estamos en la sobremesa de un asado con amigos y Martín y Daniel se enfrascan en una discusión de alta complejidad macroeconómica. Hablan de bonos pasivos del Estado, discuten a muerte el déficit fiscal, discrepan respecto de cuántos puntos del Producto Interno Bruto del país deberían estar asignados a planes de ayuda social, dicen algo sobre los pasivos remunerados del Banco Central y terminan soltando conceptos como Letras Líquidas del Estado. Uno es crítico literario, el otro es farmacéutico. Es posible que no puedan ubicar la Facultad de Economía en un mapa de la ciudad de Buenos Aires, pero todos los argentinos somos expertos accidentales en economía. 

Vivir en un país con una inflación del 20, del 25, del 30 por ciento mensual te trastoca la psiquis de una manera muy extraña, cambia todas las cosas de lugar, es perturbador y solo un poco adictivo. Supongo que la gente que habita naciones estables dispone de toneladas de tiempo para pensar en otras cosas (en libros, en el amor, en la hipocondría, en tenis de mesa), pero uno de los problemas de vivir en inflación es precisamente ese: se hace muy difícil abstraerse de la coyuntura económica, que lo contamina todo. El día siempre perdido en buscar ofertas, en idear estrategias de supervivencia, en jugar una carrera contra la desintegración de la moneda. Todo el día hablando de dinero, pensando en dinero.  

Días antes de la asunción de Javier Milei como nuevo presidente de la Argentina, todos sabíamos que se venía una devaluación y un brusco salto inflacionario, de manera que nos volcamos a los supermercados para acopiar alimentos no perecederos y otros insumos que pudiéramos almacenar. Visitar casas de amigos era un espectáculo surreal: latas de atún apiladas debajo de una escalera, rollos de papel higiénico entre la ropa, hasta paquetes de fideos en la biblioteca. Un búnker, un refugio nuclear. Nos preparamos para un ataque extraterrestre, para la invasión de los zombies, para una guerra civil. Con mi mujer íbamos al supermercado hasta cuatro veces en una misma mañana, para comprar siempre un poquito más. Gastar mucho como una manera de ahorrar, una rara paradoja. Nos sentíamos al mismo tiempo muy perspicaces y muy estúpidos.  

Otra de las experiencias incómodas de vivir en inflación es la de circular por la calle con un montón de billetes. Todos los negocios ofrecen descuentos atendibles para el pago en efectivo, así que conviene salir a la esquina con una bolsa llena de dinero. Como la moneda nacional se deprecia a un ritmo de vértigo, para lo que antes se necesitaba un billete luego se necesitaron cuatro, más adelante ocho y ahora veinte (mañana cincuenta). Todo eso ocupa lugar. Yo llevo los billetes en varios bolsillos de los pantalones, de los abrigos, un poco en la mochila, otro montoncito incluso en la mano.  

Ocupan mucho lugar, pero se van a alta velocidad, de modo que siempre tenemos muchos billetes y pocos billetes y hay que parar en cajeros automáticos para volver al punto inicial del bucle.  

La narradora española Mercedes Cebrián viajó a Buenos Aires en abril de 2022, esa era remota en la que la inflación era aún del 7 por ciento mensual (escribo este texto en enero de 2024, cuando el índice acaba de dar 29), y le llamó la atención la proliferación desmesurada de dinero palpable. “En el hemisferio sur, donde la vida me trajo hace unas semanas, toco dinero a mansalva”, escribió luego en una crónica, ya desde la Europa de las tarjetas de débito inmaculadas y las transacciones asépticas. “Monedas, no muchas, pero sí todo tipo de billetes: mugrientos, pegados por la mitad con cinta adhesiva o recién impresos e ilustrados con pájaros, próceres de la República o con la cara de Evita Perón. Tras esta última mención adivinarán que estoy en Argentina, concretamente en Buenos Aires, donde practico constantemente el toqueteo de dinero (o de ‘plata’, por usar la variante dialectal de la zona). Mi cartera no cierra a causa del fajo de billetes de 10, 20, 50, 500 y 1000 pesos que llevo en ella, agarrados con una goma elástica. Lamentablemente, mis fajos no se traducen en fortunas, pues mil pesos argentinos, al cambio ‘blue’, que es el extraoficial y a la vez el beneficioso para los visitantes, son unos cinco euros”. 

Supongo que el problema de los demasiados billetes se podría resolver –momentáneamente, porque a este ritmo la inflación lo devora todo– emitiendo billetes de mayor denominación. Si nuestro billete más alto hoy vale dos dólares, en cualquier momento vamos a necesitar carretillas para ir a comprar cuatro tomates a la esquina de casa. Pero, curiosamente, los últimos gobiernos creyeron que si emitían billetes más altos estaban admitiendo el fracaso económico, y entonces pensaron que si no lo hacían la gente no se daría cuenta. ¿No es increíble? Solo puede pasar algo así en el país del psicoanálisis. 

Es muy interesante cómo la inflación modifica al mismo tiempo el pasado y el futuro, convirtiéndolos en ramas de la ficción especulativa. En la ciudad sobreviven fragmentos de la economía de hace unos años, astillas, escombros. Abrir un libro en cuya primera página quedó consignado el precio, como un tatuaje en tenue lápiz negro, y no poder creerlo: ¡15 pesos! Ahora un libro cuesta 8.000. Caminar por la calle y encontrar un precio viejo en una pizarra o en una vidriera es viajar en el tiempo al país que fuimos y que se derritió como un hielo al sol, porque eso pasa con el dinero por estas costas: quema las manos y hay que soltarlo.  

Rosario Bléfari anotó en un cuaderno sus gastos cotidianos durante más de treinta años y poco antes de morir publicó su Diario del dinero, que más que un testimonio íntimo es un documento de una economía desquiciada, única, incomprensible para el resto del mundo. El dinero es siempre una abstracción, pero cuando los precios cambian tanto se intensifica ese carácter fantasmal, como de holograma. Quizás anotar cada gasto, como hacía Bléfari, sea un modo de apresar esas mutaciones, que a veces son tan rápidas que no terminamos de asimilarlas. “Aunque esté anotando todo, no hago ninguna cuenta, no armo operaciones y pronósticos, anoto para hacer algo, para ver si se puede escribir en vez de hacer cuentas”, apuntó. La teoría literaria dice que no es conveniente saturar una novela con el slang de una época porque cada par de décadas el lenguaje se transforma y ese texto envejece de manera impiadosa. Los escritores argentinos quizás tengamos que tener el mismo recaudo cuando mencionamos un precio en nuestros relatos.  

Mi amigo Alejandro a veces esgrime una especie de elogio de la inflación y dice que es el elemento que te ayuda a constatar que el tiempo pasa. Evocás una vieja relación de pareja y aparece el recuerdo de una cena en la que se dijeron cosas importantes y con ese recuerdo un precio: 100 pesos (lo que hoy sale un caramelo). En la otra punta de la parábola está el sentido del tiempo que tienen los países de economía inmutable. En una crónica de viaje, Martín Caparrós observó que en un restaurante del aeropuerto de Hong Kong había un menú hecho en bronce. Los precios de la coca-cola y los sándwiches “inscritos en el bronce para desafiar al tiempo”.  

Pero si el pasado es una caja negra que nos trae el recuerdo de compras a precio inverosímil, el futuro es una cosa rarísima, porque la inflación nos pone ante la necesidad o la urgencia de “anticipar gastos”. No se trata solamente de comprar atún o fideos. La gente paga las vacaciones con un año de antelación. Anticipar el futuro debería ser potestad únicamente de los videntes, de los astrólogos y de los charlatanes. ¿Cómo saber si en un año vamos a querer irnos de vacaciones con la misma persona con la que anticipamos ese gasto? Adelantarse al futuro para resguardar tu economía es jugarse a un pleno en la ruleta de la vida; es apostar a cómo serán tu intimidad y tus deseos en un año o en dos. Si acertás, te ahorraste unos cuantos sueldos. Pero si errás, ay. 

Uno de mis mayores miedos de esta época es que se desencadene una hiperinflación. Ok: según todos los parámetros internacionales, más de cien por cien anual ya es, técnicamente, una hiperinflación, pero para Argentina –que vivió varias y muy severas– ese número es apenas un poco de viento incómodo en la cara.  

Era muy chico cuando fue la última hiperinflación argentina, en 1989, pero mis padres me contaron que jugaba a la pelota en la intersección de dos avenidas muy transitadas, en medio de la calle, porque no pasaban autos: el combustible era impagable y las estaciones de servicio se habían convertido en pueblos fantasma. Mi madre iba al supermercado, cargaba el carrito con los productos que necesitábamos, y en el trayecto de la góndola a la caja una voz por altoparlante anunciaba que todos los precios se acababan de incrementar en un 20 por ciento. Era de locos. Había que apurarse para llegar a los lugares antes de los múltiples aumentos diarios; apurarse de verdad, empujar gente, correr. La gente cambiaba el sueldo (que pasó a pagarse semanalmente y en ocasiones diariamente) a dólares para protegerlo y luego lo iba a reconvirtiendo a moneda local todos los días, para solventar los consumos básicos. Cómo no tenerle terror a algo así. 

Hay gente que dice que vivir en un país con esta economía es muy divertido y pone como contraejemplo la alta tasa de suicidios de los países más estables del mundo, especialmente en los nórdicos. El otro día conversaba con un primo que se fue a vivir a México y me decía que los primeros meses sentía una rara abstinencia. Iba al mercado a comprar comida, el precio era el mismo, volvía a su casa y no tenía de qué hablar con su mujer: en Argentina volvemos de comprar y siempre siempre siempre hablamos de lo caro que está todo, de cómo puede ser que la botella de vino haya subido un 42 por ciento en una semana. Pero con el paso de las semanas algo se estabilizó en el organismo de mi primo y fue como esos momentos milagrosos en que se detiene el ruido de un electrodoméstico y recién entonces nos damos cuenta de que ese sonido nos estaba perturbando de una manera profunda. Creo que los argentinos nos volvimos un poco adictos a ese ruido, o en todo caso es una fatalidad que justificamos con frases como “acá, aburrirse no se aburre nadie”.  

Dentro de los muchos datos infectados de coyuntura que uno tiene en la cabeza, el del precio del dólar ocupa un lugar inmenso. Quizás porque no es un dólar sino muchos dólares: hay una cotización para el ahorro, otra para el turismo, otra para la importación, la exportación, los gastos de Netflix o Spotify, el dólar ilegal y un largo etcétera. Un delirio macroeconómico. En los días más bizarros de la economía argentina se contaban 14 cotizaciones distintas y las fábricas de memes funcionaban a pleno con esa lista improbable. Hubo un dólar especial para los que viajaron al mundial, que fue el dólar Qatar. Quizás el monstruito siga creciendo y algún día todos los argentinos tengamos nuestra cotización privada: el dólar Mauro, el dólar Sergio Bizzio, el dólar taxista-que-me-llevó-ayer. 

Cualquier cambio en el precio del dólar circula con velocidad en grupos de whatsapp y todos estamos al tanto de cuánto cuesta; los más relajados, una vez por día; los más neuróticos u obsesivos (como yo), cada un par de horas. El billete norteamericano –verde, crocante, de cara grande– es una auténtica obsesión nacional. Tenemos el dudoso honor de ser el país del mundo con más dólares fuera de Estados Unidos. Siempre se dice que los ahorristas “corren al dólar”, en una metáfora más sofisticada de lo que creemos. De hecho, se podría trazar una historia en miniatura de la economía argentina a partir de algunas frases célebres, desde el “¿Para qué queremos dólares? ¿Alguno de ustedes ha visto un dólar?” de Perón en 1953 al “Tranqui con el dólar, no pasa nada” de Macri, horas antes de una devaluación brutal. 

Uno de mis objetivos para el año 2024 es pensar menos en economía, pero ya sé que es una batalla perdida. Me gustan las rutinas fijas, la vida normal y aburrida y todos los días me siento en la mesa de un café que tengo a tres cuadras de mi casa para trabajar y siempre pido lo mismo. Suelo estar allí unas tres horas y, cuando siento que agoté lo que tenía para hacer, dejo el dinero en la mesa y salgo a caminar. Antes, cada un par de meses, me acercaba a la caja a preguntar si el precio se había modificado. Luego lo empecé a hacer una vez por mes. Casi sin darme cuenta, ya todas las semanas tenía que consultar el precio nuevo antes de dejar el dinero en la mesa, para no equivocarme. Pero hoy fui a mi café de siempre a terminar este texto y cuando estaba por pagar le pregunté a la camarera si el precio era el mismo que hace dos días. “No sé”, me contestó, “porque ayer no trabajé”. 

Por lo demás, ese es un “gasto futuro” que me gustaría anticipar: un café con leche con dos medialunas, de lunes a viernes, por el resto de mi vida.  

Mauro Libertella

Mauro Libertella (1983) es periodista y escritor. Sus últimos libros son Un hombre entre paréntesis: retrato de Mario Levrero (2019) y la novela Un futuro anterior (2022).

Fotografía: Alejandra López