Hace algunos años participé en la edición de una serie de libros infantiles nórdicos traducidos al castellano. Entusiasmada por la experiencia, traduje luego un libro infantil cuyos derechos habíamos comprado a una editorial portuguesa. Ambas experiencias me permitieron reflexionar –un poco sobre la marcha, al enfrentarme a dificultades que no había imaginado– sobre cómo nos acercamos a un texto que nació en otra lengua y cómo enfrentamos los problemas que surgen en el camino.

Traducir literatura infantil es una tarea tan compleja como traducir literatura para adultos. Editarla también. Creo que todavía existe la percepción, afortunadamente en retirada, de que la literatura infantil es un género menor e imagino que algo de esta idea permea al ámbito de su traducción. Pero, y aunque parezca obvio, un texto sencillo no es lo mismo que un texto simple. Se trata de lograr que los lectores puedan comprender sin caer en redacciones simplonas o adecuaciones simplificadoras. Las tareas son encontrar esas palabras ricas en significados que formen parte del vocabulario que manejan o pueden manejar los lectores, construir estructuras correctas que faciliten la lectura y mantengan el ritmo, presentar figuras complejas que sean al mismo tiempo desafiantes y comprensibles, intervenir solo lo estrictamente necesario y estar dispuesta a desaparecer. La traducción de textos infantiles es un área que entrelaza diferentes disciplinas y una debe tener la habilidad de moverse entre ellas con soltura.

Otra cuestión que me parece relevante es que no solo se traducen palabras sino también formas de entender y percibir el mundo. Como es casi imposible traducir un texto sin alterar de alguna manera su significado, es muy importante equilibrar el respeto y cuidado hacia el original al transformarlo para que su mensaje llegue al lector. Pero ¿cuál es esa justa medida?, ¿cómo lograrla? Conocer la producción del autor y sus contextos culturales, sociales y estéticos es de gran ayuda. Si tuviéramos que traducir un texto de economía, publicar un documento jurídico o editar poesía, ¿dejaríamos esta tarea a una persona que conociera el idioma pero que no tuviera experiencia o formación específica en ese campo particular? Entonces, ¿por qué sí estamos dispuestos a hacerlo cuando se trata de un libro infantil? En algunos casos podemos conversar estas cuestiones con el autor –¡o con el ilustrador!, la gran mayoría de los libros infantiles son ilustrados y en ellos interactúan ambos códigos– y el diálogo siempre facilitará la tarea de encontrar soluciones. En ausencia del autor para discutir y proponer, el traductor debe ser nuestra contraparte.

Me parece fundamental que como industria editorial sigamos aportando a la valoración del trabajo del traductor incorporando en los proyectos de traducción de literatura infantil a profesionales hábiles en el manejo del idioma y conocedores de las características específicas del género y del público. También incluir sus nombres en páginas legales y portadas, gestionando recursos para remunerar adecuadamente su trabajo. ¿Un porcentaje de los derechos a todo evento, por ejemplo? Es un tema pendiente. Los esfuerzos que se han hecho hasta ahora en esta dirección demuestran que con ellos se fortalece la cadena del libro y que así se publican obras que impactan de manera perdurable en los lectores.