La mesa blanca de patas gastadas era mi casa de las tardes. Desde el suelo miraba los pies de mi abuela, apretados por las sandalias cuadrillé, que se colaban por debajo del mantel. Afuera, el rebanar del cuchillo sonaba como un tren. El crujido de la canela, la caída de las hojas en cascada, el crepitar del fósforo y la explosión breve del gas de la cocina marcaban el inicio de la ceremonia de la once.

La tetera del agua sostenía otra más pequeña, azul y enlozada. Era la del té, que calzaba justo sobre el agujero de la grande y se abrigaba con el vapor que subía hasta hacerla hervir.

Mi abuela asomaba la cara, como abriendo la cortina de un escenario: tenía el plato de pan tostado con mantequilla en una mano y el tazón pintado con la palabra «Recuerdo» en la otra. Yo me sentaba a la mesa para mirar cómo volcaba el té y el agua sobre un colador de metal. Revolvía con fuerza, para que los restos de las hojitas navegaran en el remolino marrón de mi taza. Algunas me hacían cosquillas sobre el paladar; me entretenía sacándolas con la punta de la lengua.

Cuando vino la escasez de tiempo, la tetera azul quedó guardada en el aparador y comenzaron las tardes de once comida: aparecieron sobre la mesa el huevo revuelto, el bistec, la palta, el tomate, el causeo y las bolsitas de té, que reemplazaron a las hojas.

Mientras escuchaba la teleserie de las ocho, mi abuela dejaba una olla con agua y coquitos de eucalipto sobre la estufa y ese era el olor de la espera. Ya estaba oscuro cuando volvía mi mamá, cargada con libros de castellano y pruebas para corregir. Se sentaba a mi lado y permanecía en silencio hasta tomarse el té; después de eso, nos contaba su día con detalles.
Su tazón era igual al mío, pero tenía escrito «Felicidad».
Era una época de palabras simples: betún, arcial, cotona, solera, embeleco, réclame.

 

Mesa lejana

Al inicio de la tanda comercial, los arpegios de una guitarra. Una casa de adobe en medio del desierto y una mesa larga de mantel blanco, con gente compartiendo; la mesa se pierde detrás de una duna; una niña recibe una cajita de té y los niños corren alrededor. La once instalada en un cementerio, una plaza, una iglesia, un puente a gran altura, una escalera angosta, la orilla del mar, una estación de trenes, una cascada, un lago, un trigal, la ciudad. Un pescador toma té, unas amigas conversan, una madre sonríe, un señor elegante brinda, dos campesinos comparten la tetera al interior de un granero. Nadie habla. Se escuchan: el silbido del viento en el desierto, el tañer de los campanarios, la bocina del tren, el canto de los gallos, el ladrido de los perros o las risas de los niños. La voz profunda de Julián García Reyes interpreta la frase de cierre: «No hay otro club en Chile que tenga tantos socios como Té Club… Por calidad».

Sentada en la cocina, tomando once frente al televisor, vi una mesa llena de gente que llegaba hasta la orilla del mar. Replicando el movimiento de la taza en la pantalla, me sentí parte de esa cadencia que atravesaba Chile. Mi mesa, entonces, se extendió a territorios lejanos: Petrohué, Cabo de Hornos, Valparaíso, Santiago, Quilicura, Coipue, Caburgua, Antofagasta, San Pedro de Atacama, Andacollo.

El calor de la cocina de adobe y el brasero encendido con el agua para el mate, el pan amasado y el queso de cabra; la frescura de la sombra de la parra sobre la mesa del patio; los ladridos del Pintoso y el Bandido asomándose detrás del gallinero; el sabor de los frutos del naranjo, la higuera y el damasco: eso era la felicidad para Dennis Pastén. Todo eso, y también el olor a tierra húmeda, que aparecía cuando su mamá mojaba el piso del dormitorio y ella dibujaba caminitos sobre el suelo con su dedo índice.

En las noches, podía tocar el cielo. Desde su casa en la población Casuto de Andacollo se divisaban las montañas, el observatorio, las faenas mineras y el Cerro de La Cruz Verde, por donde bajaban los peregrinos hacia la iglesia chica y la iglesia grande, que parecía otro cerro en medio de la ciudad.

Era la menor y sus hermanos ya trabajaban en el maray. Su madre, Uberlinda Salinas, era baja, delgada, tenía el pelo corto, fumaba mucho y se reía siempre. En las tardes de parrón le había enseñado a amasar el pan, a formar las churrascas con las manos y a perderse en el rojo del brasero, mientras esperaba que su papá volviera del turno en la mina. Su nombre era Alfredo Pastén y lo apodaban «el Chiquito».

Un verano, sacaron la ventana del dormitorio que daba a la calle e instalaron un quiosco. Un amigo locutor les grabó una promoción y el negocio se hizo conocido en todo Andacollo. El comercial se escuchaba por el 94.1 FM de Radio Génesis, con una música de mambo de fondo y un relato festivalero: «Cuando el sol toca la calle Simón Bolívar, ya está abriendo sus puertas El Chiquito, con gran variedad en artículos de paquetería, también genéricos, para sus malestares de estómago, periodos y analgésicos. Bebidas, helados, frutas, verduras, galletas, dulces, confites y el mejor carbón de espino, todo el día y todos los días. Como dice ella, la sonriente Ubita, no solo de pan vive el hombre, también de quiosco El Chiquito. Ya lo sabe, desde las ocho de la mañana hasta las nueve de la noche: quiosco El Chiquito».
Las ventas se multiplicaron y Uberlinda fue rebautizada como «la Sonriente Ubita».

Dennis tenía seis años cuando pasó lo del Té Club. Esa mañana, su mamá le fijó el pelo con dos moñitos de mariposa y la vistió con un vestido blanco. Caminaron cerro abajo por la calle de tierra, pasaron el puente sobre la quebrada y llegaron al correo. Le enviaron una carta o tal vez un paquete a la tía Luisa que vivía en Arica. Luego, cruzaron hacia la plaza, que era abundante en sombras y todavía estaba pavimentada con adoquines.
Entonces, vieron la mesa.

La bolsita fue siempre, a la vez, dulzura y calor por un precio mínimo. En 1989, los estudios de BBDO mostraban que los chilenos más pobres tomaban ocho tazas de té al día. En los focus groups descubrieron que la mayor parte de ellos o sus padres venían de provincia y que en ese trayecto habían cambiado un horizonte sin límites por otro que entorpecía la mirada; habían dejado un lugar donde todos se conocían por la ciudad solitaria en plena multitud. Habían renunciado, incluso, al sentido del encuentro en la comida. Y no quedaban esperanzas de volver.

El equipo creativo de Martín Subercaseaux imaginó un comercial que trajera de regreso ese horizonte perdido. En las primeras versiones, el cine de Patricio Bustamante transformó al paisaje en protagonista y creó una atmósfera donde cada mesa se veía como un integrante más del territorio, que se extendía con la llegada de los comensales. Más tarde, Ricardo Larraín cerró el encuadre en los personajes y sus historias: por eso, en sus películas, la mesa Té Club no siempre estuvo llena. La completaban el viento, el mar, los animales. En un plano inicial: un hombre sentado junto a su perro, llenando su taza con agua, en medio del desierto; en la imagen final, una familia pequeña compartiendo la once al pie de una nube gigante.
No había mucho presupuesto. Cargaron un camión con tablas, caballetes y manteles para armar las mesas. Así recorrieron Chile.

Las productoras Alejandra Etcheberrigaray y Patricia Navarrete llegaban unos días antes a los pueblos y se acercaban a las radios locales para convocar a los extras. Invitaban a los vecinos a participar en la filmación de un comercial de una marca de té y les decían que el único requisito era ir pintosos y llevar su propia taza. La gente se entusiasmó: algunos aparecían con su mejor tenida y aportaban con pan, teteras y azucareros a las filmaciones en pleno campo, que empezaban de madrugada. Otros, simplemente, se encontraban con la mesa.

En la plaza de Andacollo, Dennis y su mamá se terciaron con el camión. Una productora les contó que estaban filmando un réclame y las invitó a unirse a la mesa. Uberlinda puso a la niña sobre su falda, para cederle la silla al vecino que se sentó al costado. Les pasaron una taza y les dijeron que lo único que tenían que hacer era tomar once, así es que aprovecharon para conversar, comer y compartir, porque en este caso el té sí era de verdad, no como en algunas películas o teleseries donde los actores fingían que tomaban de una taza vacía.
Cuando terminó el rodaje, los de producción desarmaron las cosas, las cargaron en el camión y subieron rumbo al cementerio para grabar la segunda escena, con las dos iglesias de fondo.
La paga que recibieron por participar en el comercial fue una caja con cien bolsitas de Té Club.
Dennis y Uberlinda caminaron de regreso a la casa: ya era la hora del mate.

El resultado de la campaña fue impresionante: la marca aumentó su participación en el mercado de un diez a un sesenta por ciento y la mesa Té Club se quedó en nuestro léxico.

Hubo varias versiones del comercial, pero en mi memoria todas se resumían en aquella que mostraba la mesa de los personajes opuestos. Hernán Antillo había escrito el jingle: «Los viejos, los niños; las gordas, las flacas; los cuicos, los lana; las altas, las bajas; rubias, morenas; doctores y enfermos; las lindas, los feos; los malos, los buenos. Todos son socios del mismo club, del mismo club».

La mesa es el club más grande del país, con sede en la biografía: la de la convivencia de fin de año de cuarto básico, cubierta por un mantel plástico con dibujos de cumpleaños, donde comíamos suflitos, un pedazo de torta y pan con paté; la de los dieciochos, con banderitas y sombreros, poblada por vasos y fuentes de todos los colores, tamaños y formas; la de los paseos de amigos en la playa, con vino, poesía y guitarreo; o la de los domingos, en la casa que ya no existe, con los viejos que partieron antes de que hiciéramos todas las preguntas.

Un tiempo después de la filmación, Mónica Rojas, dueña del único teléfono de recados de la población, llegó hasta El Chiquito para avisar que tenían un llamado de larga distancia: la tía Luisa de Arica había visto un réclame de Té Club y quería asegurarse de que la niña que miraba a cámara con un tazón «Recuerdo» en la mano era su sobrina. Pasaron meses antes de que pudieran ver el spot, porque en esa época no llegaban todos los canales. A Dennis le gustó reconocerse en la televisión, pero le dio mucha pena que su mamá no apareciera en las imágenes, aunque ella sí había estado ahí, sosteniéndola.

A los seis años, aún no sabía que nada de eso era importante, porque la Sonriente Ubita de Andacollo ya era protagonista de su propio comercial.

 

 

 

Acerca de la autora

Florencia Doray es académica de la Escuela de Publicidad UDP.