Nunca me hubiera enamorado del básquet si no hubiera vivido de niña en Nueva York. Eran los setenta y la ciudad estaba en bancarrota, montículos de basura se amontonaban en las aceras, los hombres usaban trajes de tres piezas de terciopelo y en Times Square inclinaban sus fedoras coronadas por plumas de pavo real cuando veían su reflejo en las vitrinas de los negocios. En el metro, los punks se sentaban al lado de monjas con hábito y, afuera de la estación, krishnas bailaban descalzos mientras chasqueaban los dedos regando el sonido de campanas entre la gente que, luego de descender en la ciudad desde los cinco continentes, la habitaba sin conflicto. Todas las escuelas públicas tenían un patio de recreo con aros y cada barrio un parque con canchas. Tal vez no había dinero, pero no faltaba talento en esas miles de canchas regadas por la ciudad. Cuando pasaba frente a alguna, todas cercadas con alambradas tejidas en forma de diamante, clavaba la cabeza entre los rombos. Los Knicks acababan de ganar su segundo campeonato y, contra todos los pronósticos y las estadísticas, en NY el cielo era el límite.
Mi pequeño cerebro señaló al básquet como un horizonte de posibilidades. Todas finas, elegantes y livianas.

El sonido de la pelota cuando entra limpia, sin rozar el aro, y baja por la red se volvió mi sonido preferido: swish.
Soñaba con él. Soñaba con Dr. J volando y soltando la pelota desde la punta de sus dedos, más arriba del aro, sobre la cabeza de cuatro jugadores.
Y cuando volví a Ecuador descubrí que el país no estaba tomado por la fiebre del básquet, sino por la del regreso a la democracia, con sus ceremonias y una verborrea cruzada de insultos.
Extrañaba el sonido de la pelota descendiendo por la red cuando las formas de lo público eran tan abstractas y tan, tan, repetitivas.
Y apenas había canchas.
Pero descubrí un aro y tenía una pelota y me movía alrededor de una parábola invisible alrededor de ese aro. De donde comenzara, daba dos pasos hacia la izquierda o hacia la derecha, lanzaba y fallaba y encestaba y fallaba y corría tras la pelota y volvía a lanzar. Cuando otros estaban viendo televisión o merendando o haciendo los deberes o preparando el examen del día siguiente, yo estaba parada frente al aro en la línea de tiro libre, lanzando. Una, dos, catorce, treinta y dos veces.
Cada tanto el swish me arrebataba.
No era solo el sonido, era lo que estaba atrás del sonido.
Atrás: el amor a esa elegancia tan etérea y tan concreta del básquet, a ese ballet improvisado cada juego entre diez jugadores. Ese no depender de una coreografía ensayada a diario por meses, sino de la práctica y el entrenamiento que te prepara para improvisar los pasos, repetir los pasos, interpretar la jugada y reposicionarte en la cancha y pensar cómo ejecutarla en ese momento.
Puro presente.
El sonido del caucho sobre el suelo de madera o del concreto cuando te detienes de improviso giras sobre el eje y vas en la otra dirección. O la bola rebota.
El baile más la música en vivo.
Eso fue de lo que me enamoré, pero me enamoré del amor.
O, puesto de otra manera, del ideal.
No me contradigo, el básquet que vi en NY era ese ideal. Desde entonces los Knicks nunca han vuelto a ganar un campeonato. Nunca se han vuelto a dar las condiciones de esos jugadores, con ese entrenador y esa sintonía entre todos. ¿Los jugadores en las canchas públicas? NY era otra ciudad, entregada a la elegancia de la improvisación.
Pero yo necesitaba un equipo para jugar y practicar, para componer en conjunto. Y, luego sabría, para romper el ideal que guardaba en mi cabeza. Para que el mundo entrara como una presa que se parte y lo arruinara.
Antes de que lo arruine: tan similar a una meditación.

Entré al equipo del colegio, el primer paso antes de cualquier otro paso. Y con entrenador, reglamentos, un calendario y jerarquías se parecía mucho a una familia. A otra familia.
Todavía no lo había leído, pero Philip Larkin tiene razón:
«Te joden, tu mamá y tu papá».
Mamá: la federación.
Papá: el entrenador.
Tenía trece y medía lo que mido ahora, 1.80, y había crecido entre hermanos, con zapatos de gaucho, trajes de baño de una pieza, buzos, ropa cómoda para entrenar, sudaderas con capucha.
Y llegaron los uniformes que usaríamos en el campeonato.
Me entregaron un calzón y una camiseta de poliéster concha de vino con filo gris que se pegaba a mi cuerpo.
A mi cuerpo adolescente que cambiaba.
El entrenador esperaba que me pusiera ese calzón ajustado en el coliseo. Eran los ochenta, digamos, los equipos femeninos no habían arrancado del todo y eran un relleno, a lo sumo, entre los partidos masculinos. Esperaba que jugara en el coliseo con cientos de adolescentes viendo cómo salíamos los dos equipos femeninos a calentar. El rectángulo de cemento transformado en una caja de resonancia de silbidos, abucheos, gritos y alaridos algo lascivos. Cuando ni siquiera sabía qué quería decir esa palabra, pero tampoco era necesario porque se sentía en el aire. Salir de los camerinos y encontrar una pared de muchachos mayores a ambos lados de nuestra fila, que avanzaba hacia la cancha, y las palmas de sus manos rozando nuestros muslos al pasar.
El básquet no era eso, pero se había vuelto eso.
Otra línea del mismo poema de Larkin: «El hombre le entrega miseria al hombre».
Reescrito en el Coliseo Julio César Hidalgo como:
El hombre le entrega miseria a la mujer.
Y, de repente, el básquet dejó de ser eso que quería jugar.
Ni lo que amaba, sino lo que comenzaba a detestar.
Le dije a mi entrenador que quería usar short, me habló del reglamento y la federación. Le dije que no quería jugar, me dijo que me necesitaban. Le dije que, si me ponía short, ¿quién lo notaría?, me dijo que nos descalificarían.
¿Y el resto de la familia? ¿Mis compañeras de equipo?
Nadie dijo nada.
¿Y esa camaradería que ya teníamos tras meses de entrenamiento, que permitía que nos entendiéramos sin hablar, que las jugadas fluyeran? Se perdió. O por lo menos se perdió de mi parte.
Jugar se volvió una carga; estaba más consciente de jalar mi camiseta para intentar tapar los calzones que de buscar la pelota para tratar de encestar, o de mover el elástico que se me clavaba en la ingle que de rebotar. Debía estar preocupada por una de las dos cosas o las dos a la vez porque no me fijé en la escaramuza entre dos jugadoras por la pelota, ni cuando una de ellas logró la posesión y boteó con toda su fuerza hacia mí, que entorpecía su camino hacia el aro con la cabeza gacha.
La clavó en mi estómago cuando me encontró. Cuando me caí no pude respirar. Algo le pasó a mi diafragma, no volvió a descender. No sé, el doctor del centro de salud que quedaba al lado del coliseo me lo explicó, pero no recuerdo lo que me dijo.
Fue el último partido que jugué en Ecuador.
Solo que no lo fue. En mi recuerdo lo es porque después de ese partido dejé de disfrutarlo o siquiera de intentarlo.
Lo recuerdo ahora porque escribo esto, pero dejé esa sensación bajo un montículo de escombros.
Y porque lo bloqueé y porque no mucho después de eso me fui.
No perdí el gusto por el básquet, ni por jugarlo.
Tuve otras familias, en otros países y ligas. Pertenecí a una familia disfuncional en la liga cantonal suiza. Pertenecí al Club Olimpia en la liga profesional de Paraguay, donde también tuve otra familia disfuncional. Disfuncional en maneras muy distintas de la suiza. El orden y el control suizos dan para poco vuelo en la cancha. Pero cómo juega una dictadura de 35 años en la cabeza de alguien, da para mucha desconfianza frente a una extraña (el mecanismo de los pyragues, espías del régimen, se trasladaba en vivir bajo una sospecha constante).
Aunque lanzábamos, rebotábamos, nos reíamos y por momentos los engranajes encajaban y los puntos se acumulaban, había algo que no acababa de hacer click. A lo sumo cluck. O clock. Pero seguí entrenando con el Olimpia y fuimos ganando posiciones en el campeonato. Comencé a reconocer algunas palabras en guaraní o me traducían las que no eran ofensivas, como matunga. Sí, era alta, ¿y? Aunque sonaban otras. Y, una noche, esa parte de mi vida se acabó. Jugábamos en una cancha de cemento y la base del aro era un rectángulo de concreto que se elevaba sobre el suelo. Fui a un rebote, me empujaron y mi rótula cayó sobre ese filo. Mi rótula giró. Era el partido antes de la final, la adrenalina seguía corriendo por mi cuerpo y no sentí dolor. Cojeé a la banca y el entrenador llamó a su asistente y su asistente abrió un maletín. Mientras me inyectaban cortisona, sin consultarme, oí al entrenador decir que era para el bien del club.
La cortisona aplacó el dolor, aunque la rodilla creció hasta tener el tamaño y la forma de un pequeño nido de avispas y los ligamentos siguieron desgarrándose mientras terminé el partido en la cancha.
Sigo sintiendo el arrebato del swish cuando veo un buen partido, y cuando corro y se me inflama la rodilla, tres operaciones después, recuerdo la primera línea del poema de Larkin y pienso en mi entrenador paraguayo.

 

 

Acerca de la autora

La escritora ecuatoriana Gabriela Alemán ha publicado Humo, Poso Wells y La muerte silba un blues, entre otros títulos.