La memoria episódica es caprichosa y no se deja dominar con facilidad; los capítulos de esa gran novela imposible que es el pasado nos invaden sin previo aviso, y el sueño es el terreno preferido en que se despliegan estas páginas, a menudo transfiguradas por la contingencia. No es raro, entonces, que en sueños se aparezca un antiguo compañero de colegio que regresa -vestido con el mismo uniforme y la misma cara de pánfilo- a vengarse con una sierra eléctrica, o que figuremos de vuelta a clases para rendir de nuevo todas las pruebas en que copiamos o utilizamos torpedos (una pesadilla que no le doy a nadie).

Pero también hay páginas placenteras que vuelven empaquetadas por el sueño: regresamos a la casa de la infancia, recuperamos el cobijo omnipotente del hogar paterno. Las imágenes que retornan son tan claras que podríamos dibujar cada rincón de esa casa de una calle de Lo Matta. El lugar principal, el que hace más ruido, es la cama de mis padres, donde probablemente fui biológicamente concebido y donde me pasé la vida mirando televisión.

Son muchas imágenes: la sonrisa Pep de Janet Frazier y las canciones que Olivia Newton-John cantaba en malla de gimnasia en Magnetoscopio Musical, las primeras poluciones nocturnas por culpa de una argentina que salía del agua con una polera mojada de Cachantún, o el derrière de Maripepa Nieto con que la dictadura pretendía hipnotizar al país para que nos sintiéramos en un paraíso carnavalesco. Gracias al efecto mimético de la tele, muchos (¿o éramos pocos?) queríamos ser tan inteligentes como José María Navasal que pronunciaba a la perfección apellidos difíciles como Brézhnev o Gadafi mientras parecía tragar eructos en cámara. Muchos creíamos que su prominente frente era la prueba tangible de su inteligencia. Gina Zuanic y Javier Miranda, Juan Carlos Bistoto y Nelly Meruane, Pepe Guixé y los hoyos de las calles, parejas perfectas para un mundo perfecto, eran las duplas televisivas que cumplían su misión como los padres o los tatas que debían cuidarnos a nosotros -manga de pergenios ociosos-, que pasábamos horas viendo tele en vez de hacer las tareas o hacer “algo productivo”. Sí, porque era la tele la culpable, la que debía ser castigada por los innumerables “sin tarea” que decoraban las libretas e informes de notas de educación básica y media. ¿Cómo iba a ser uno el culpable? Si sólo era un pendejo dejado ante las fauces de aquel monstruo magnético que era la TV.

Éramos inocentes truchas ante el más tentador de los anzuelos; comprábamos, boquiabiertos, todo lo que nos decían los voces que -a veces incluso en “vivo y en directo”- nos interpelaban. Así, un yogur (“pequeña gran cosa”) ayudaba a lograr qué sé yo qué y a triunfar sobre qué sé yo quién, o debíamos creerle a un anteojudo con overol beige que nos decía que un refrigerador Mademsa “se hace querer”, o que bastaba con una Coca-Cola y una sonrisa para sentirse feliz. De ese circo de falsedades -tal vez la mayor fue el Pepsi Challenge, que nos llevaba a desconfiar de nuestras propias papilas gustativas-, de todos esos culos mojados que nunca tendríamos y esos tazones de ColaCao que nos harían igual de debiluchos, hay una parte de la maqueta a la que todavía guardo un especial cariño. Ciertamente el cariño no se debe a la pomposidad del animador ni al canal donde se transmitía la gracia, que al menos en mi televisor se veía más gris que el resto de los canales; es más bien que vendían de la manera más honesta imaginable; nos pasaban gato por liebre pero tragándose el “gato” con una sonrisa que decía “liebre”.

La imagen de Enrique Maluenda dándole cucharadas de salsa de tomate fría y cruda a modelos y abuelitas a diestra y siniestra, e incluso él mismo infligiéndose tal prueba de amor por su pega, es un regalo que deberíamos agradecer. Porque, por lo menos a mí, me hizo correr a la cocina a buscar una lata de salsa de tomates, abrirla y comprobar empíricamente, de una vez y para siempre, que toda ese charquicán de imágenes pixeleadas en color o blanco y negro eran un lejano canto de sirenas que intentaba desviarnos del camino, ese que nos conduce a un lugar donde no hay TV y donde las cosas son como las vemos. Sin embargo, a pesar de todo, todavía no sé si todo esto es un sueño que no puedo recordar del todo, o una pesadilla que no soy capaz de olvidar.