La épica como ensayo y el elogio a la luz
Presentación de Bernardita Bolumburu

Cuaderno de faros, el libro de Jazmina Barrera que desde 2017 a la fecha ha sido publicado por FETA (México), Laguna Libros (Bogotá), Pepitas (La Rioja), Montacerdos (Santiago) y ahora, en el 2020, por Two Lines Press (San Francisco) bajo la traducción de Christina MacSweeny, es un texto que contiene muchos textos a la vez, de diverso género y naturaleza. Es un escrito rizomático; singular en su contenido y forma. A partir del particular interés de Jazmina Barrera por los faros, y su afán por coleccionarlos en sus diferentes versiones, la autora describe y clasifica cada uno de los faros que conoce, los que visitó y los que nunca llegó a ver. Incluye en esta bitácora los más antiguos, las primeras señales de la hoguera como símbolo de guía y brújula, pasando por Troya, Alejandría y los romanos; las transformaciones de su funcionamiento gracias a los avances tecnológicos como las lámparas de gas y luego la electricidad; los radares más avanzados como el GPS que amenazan su supervivencia; e incluso los faros que nunca existieron. La arquitectura fantasma creada por la literatura.

El faro, como signo de orientación, como un rescate en medio de la oscuridad del agua, funciona también como una metáfora de la literatura desde sus inicios más primigenios. Uno de los principales cauces naturales que dan origen a la literatura es el relato junto al fuego. Ese momento originario en que la familia se reúne. El retorno del hombre de un día de caza, y la espera de la mujer e hijos que aguardan su llegada y escuchan con atención las aventuras de esa jornada, es una instancia única que vincula al fuego con la literatura, la poesía y el teatro. En ese relato alrededor del fogón se cuentan historias, se cocina el alimento, se temperan los cuerpos y se miran las caras en medio de la noche, para esperar el día en donde nuevamente esa llama iluminará el retorno del cazador y un nuevo ciclo de historias.

El faro como fuego y el fuego como luz es lo que orienta a la poesía y la hace nacer desde los tiempos más antiguos e inexplorados. Y es cuando surge también la épica, a saber, la «palabra recitada». ¿Pero qué hace especial a esa palabra recitada? No es solo un poema, no es solo una historia, no es solo un pensamiento y una moraleja, no es solo una descripción del mundo: es todo lo anterior reunido en el relato junto al fuego, junto a ese faro que se instala como antorcha para iluminar respuestas. La épica convoca las diversas formas en que se expresa la literatura. Recordemos a Hesíodo y Homero. El poeta de Beocia invoca a las Musas de Pieria e instala una primera reflexión crítica en Los trabajos y los días  acerca de los peligros de la holgazanería, representados en su hermano Perses, quien por rechazar una vida de trabajo se verá envuelto en muchos pesares. Luego el poema épico continúa con microrelatos ejemplficadores, como el mito de las Edades, la historia de Prometeo y Pandora, El calendario del labrador, los consejos de navegación. En el caso de Homero, La Iliada comienza con un amargo llamado a la cólera de Aquiles, que tantos males ha provocado a los aqueos, y se advierte el porvenir funesto que se avecina si su hybris no es aplacada. Incluye por otra parte, valiosa información taxonómica acerca del funcionamiento de la guerra: las jerarquías, los combates, las diferentes huestes, de modo que el lector llega a conocer la cosmovisión griega a través de descripciones de pueblos, ritos y costumbres. Asimismo, La Odisea contiene historias dentro de la historia: los sucesos del caballo de Troya y el incendio de la ciudad los conocemos a partir del relato del aedo Demódoco, quien le canta a Ulises en el reino de los feacios el triste fin de la guerra. También nos enteramos de los engaños de Afrodita a Hefesto con su amante Ares, y de la historia de la cicatriz de Ulises, a través del recuerdo y la evocación de su nodriza Euriclea. Historia, reflexión crítica, poesía, cuentos. Todo lo anterior está contenido en la épica. Es un viaje narrativo y filosófico entre el pasado y el presente.

Ese espacio y deambular del tiempo en la literatura están reunidos también de un modo similar y contemporáneo en la obra de Jazmina Barrera. La escritora experimenta la versatilidad del ensayo literario.

Reflexiona críticamente acerca de la imagen real y alegórica del faro, y su múltiple simbología de soledad, otredad, vigilia, protección, abismo. Por otra parte, elabora una disección historiográfica sobre los faros, producto de una minuciosa investigación. Narra su evolución en la historia y en la cultura de cada puerto, de cada mar. A la vez, incorpora breves relatos biográficos. Como la visita al faro Yaquina Head Lighthouse y su estadía en el notable Silvia Beach Hotel, cuyas habitaciones rememoran a escritores y sus obras: la de Allan Poe tenía un cuervo disecado y un hacha colgando del techo; en la de Hemingway lucían las armas. O el paseo con sus amigos a visitar el faro Montauk Point, al límite de su hora de cierre, uniendo sensaciones y recuerdos entremezclados con el tráfico de la carretera. Y por supuesto, refiere a muchas historias interesantes sobre faros en la literatura, como Al faro de Virginia Woolf, La sirena de Bradbury, El faro del fin del mundo de Julio Verne, el poema de Cernuda Soliloquio del farero, El Ulises de Joyce, la historia sobre el Little Red Lighthouse de Hildegarde Swift, entre muchas otras. También cuenta la historia de las pocas, pero importantes mujeres fareras, algunas ayudaron a los náufragos, otras, como Bessie Millie, bienaventuraban los viajes de los marineros en el siglo XIX. Yo recordé a Lisa, la valiente farera de Ponyo, película de Miyasaki. La madre de Sosuke tiene a su cargo la difícil empresa de orientar a los marineros en medio de un tsunami y se comunica con su esposo Koichi, capitán del barco, utilizando el lenguaje de códigos a través de la luz intermitente. También pensé en los faros que no se encuentran en el mar. Hace poco tiempo estuve en el desierto de Atacama y fotografié los dos faros que vi para mostrárselos a la autora. Admiré la soledad y aridez abisal que me provocó ver esos faros en medio de la nada y de todo, casi perdidos entre la arena, como columnas muertas y vivas al mismo tiempo, con un desteñido rojo blanco rojo blanco, esperando a algún auto o caminante solitario que pasara por ahí.

Esas y otras imágenes surgieron en mi lectura de la obra de Barrera a partir de la reconstrucción real y literaria de los faros que la autora expone en su ensayo, y que se relata también a través de una palabra recitada.

El faro como elogio a la luz y a la literatura. ¿Es la épica una forma del ensayo? O bien, ¿Es el ensayo una expresión épica?

Algunas veces hemos discutidos con mis compañeros de trabajo sobre la consigna «muera el paper, viva el ensayo». Esto, sin negar la utilidad estadística del primero, pero con la intención de revalorizar la profundidad poética y losó ca del segundo. El ensayo como una forma épica alberga precisamente la libertad que el paper no tiene: es el encuentro del escritor en la búsqueda del sentido; de ese faro. De esa estatua de luz que reúne en medio de la tormenta y que a veces no se encuentra, pero se sabe que existe llegando a la costa. El ensayo es la instancia en que el escritor va hacia lo desconocido, se aventura a ciegas en torno a una idea sin saber si llegará a puerto o no, ni a qué puerto llegará. A veces lo logra iluminando el camino con una conclusión. Otras veces falla llegando a la aporía.

Lo que el ensayo permite es la posibilidad de la digresión, y de la digresión de la digresión, de ir de un tema a otro y volver con la libertad de la propia escritura. Es la aventura de la búsqueda de la literatura en su matriz epopéyica. Una palabra recitada a tientas, a oscuras, buscando idea y forma, que se lanza hacia la luz en medio de la penumbra y en donde esa idea vale justamente por su finalidad inexplorada, por su improvisación, tal como los antiguos marineros navegaban los mares, y los poetas pedían la inspiración de las musas para arrojarse al canto.

El ensayo literario es valioso como género porque incluye todo lo anterior y porque su especial importancia radica en la tendencia natural de buscar la luz del relato para describir lugares, contar cuentos, reflexionar en torno a éstos y encontrar lo que la literatura comprende y pertenece a todos: la realidad.

Mientras escribía sobre Cuaderno de faros tuve la oportunidad de leer el próximo libro de Jazmina Barrera, titulado Línea Nigra, un hermoso ensayo que explora también la luz pero a través del embarazo y la maternidad, cruzado por eventos personales y hasta geológicos, como el terremoto en Ciudad de México en septiembre del 2017, en que la autora se encontraba embarazada de su hijo Silvestre. En una especie de palimpsesto, Jazmina Barrera recorre un texto sobre otro, desde donde emerge otro y otro. En esta nueva aventura ensayística –y épica la autora refiere: «Yo quería escribir un ensayo sobre el embarazo. Siempre quiero escribir ensayos, es decir experimentos, sin compromisos ni clímax ni tramas ni extensiones. Leí algunas páginas de este archivo a unos amigos y uno de ellos me dijo “es un relato”. El embarazo es transformación en el tiempo, es cuenta regresiva, y en eso quiera o no, hay trama, hay relato» .

Somos jardines: apuntes sobre la literatura microquimérica

Jazmina Barrera

Agradezco mucho esta invitación, es de verdad un gusto enorme para mí estar aquí con ustedes –un gusto y un susto también enorme, porque no estoy acostumbrada a dar conferencias, por más que, cuando era niña, en la primaria hippie a la que iba, la única tarea que teníamos era preparar conferencias, del tema que quisiéramos. Y yo me acuerdo que no me daba miedo, que lo hacía con mucho aplomo, y que fueron muy bien recibidas, mis conferencias. Entre los seis y los doce años di como cien conferencias. Las que más recuerdo son una sobre los instrumentos musicales en la prehistoria, otra sobre las hormigas y otra sobre África. La de los instrumentos tuvo muy buena acogida, tanto así que me invitaron a darla en todos los salones de los otros grados. Tampoco me fue nada mal con la de las hormigas, que incluía la maqueta tridimensional de un hormiguero, hecho con plasticina. La conferencia de África, en cambio, fue una pesadilla. Era una conferencia en grupo, y Alba, Iris y yo tratamos de dividirnos por países, pero muy pronto se reveló lo inabarcable del tema, cuando por desgracia ya era demasiado tarde, porque el título de la conferencia había sido aprobado y apuntado en una lista junto al pizarrón. Ahí aprendí la importancia de saber acotar los temas. Y con esto me encamino, ahora sí, a aquello de lo que quería hablarles el día de hoy, que al menos en parte tiene que ver con el acotado tema del infinito.

Ahí les va. Bueno, pero antes, una segunda disculpa, porque no quisiera hablarles tanto de mis libros, me da vergüenza, pero cuando releí esta charla me di cuenta de que era más o menos inevitable hacerlo, para decir lo que les quiero decir. Y ahora sí, esa fue con suerte la última disculpa.

Les cuento entonces que hace ya más de cinco años que empecé a escribir un libro sobre faros. Comenzó como el relato del viaje que hice a visitar un faro en la costa de Óregon, mientras leía la novela de Virginia Woolf, Al faro. En ese primer ensayo, yo quería hablar de un personaje de la novela, que es un niño que quiere ir al faro. Sus papás le prometen que lo van a llevar, pero nunca lo llevan, por el mal clima, por yo qué sé. Él se queda con muchas ganas de ir al faro, y logra hacerlo varias décadas después, pero el problema es que en ese lapso han pasado muchas cosas, entre otras nada más y nada menos que la Primera Guerra Mundial y la muerte de su madre. Así que ahora le parece que el faro ya no es el mismo, aunque el faro sigue idéntico y el mar también; pero su mundo y el mundo entero es irremediablemente distinto. De todo eso quería yo escribir: de la imposibilidad del deseo, la memoria y la experiencia, y también quería escribir de los faros, porque cuando me puse a investigar sobre los faros, me volví loca. Me fascinaron sus historias y su historia, sus imágenes, su tecnología, sus metáforas. Y el ensayo empezó a engordar: comencé a hacer viajes a faros, a todos los que pude, y a escribir sobre esos viajes, a coleccionar citas, libros, imágenes, figuritas de plástico de faros. Yo quería que todo eso cupiera en el libro, quería que el libro fuera una colección heterogénea, como los gabinetes de curiosidades. En algún momento decidí incluso incorporar el tema de las colecciones al libro mismo. En particular el coleccionismo imposible de experiencias: cómo se coleccionan los recuerdos, los viajes, las lecturas (que no los libros): de todo eso traté de escribir en ese libro, que por cierto se llama Cuaderno de faros.

Cuando mis ganas de escribir otros libros comenzaron a volverse molestas, me puse a pensar en terminar Cuaderno de faros: en el fin de esa colección, que por un lado es imposible e inexistente y por el otro es muy real e interminable. Este era un libro, estaba claro, que yo podía seguir escribiendo por el resto de mi vida. Y de verdad no hubiera tenido ningún problema con hacerlo, de no ser por esos otros libros que quería escribir. Esos libros que llevaban muchos meses esperando en fila, y empezaban a ponerse insoportables: a hacerme ruido y a exigir su turno. Así que abandoné la colección de los faros. Por ponerlo en términos náuticos: salté del barco; es decir publiqué el libro.

Lo que sucedió después, me lo había imaginado, pero no lo vi venir de esta manera, porque el libro adquirió una vida propia, más allá de mi voluntad y del teclado de mi computadora, más allá de las cien páginas de los primeros ejemplares. Ya desde antes, cuando la gente se enteraba de que estaba escribiendo un libro sobre faros me mandaban datos, imágenes, lecturas, se entusiasmaban conmigo y eso me entusiasmaba de vuelta. La escritura de ese libro era ya, en muchos sentidos, colectiva, pero su existencia se volvió más plural todavía, después de su publicación. Empecé a recibir de todo: fotos, postales, figuras, citas, referencias suficientes para escribir otro libro, o para aumentar infinitamente este libro en sus siguientes ediciones. Por supuesto, también seguí viajando a faros, cada que tuve la suerte de que la vida me llevara a algún destino costero: fui a un faro en Yucatán, a otro en Venecia, y al faro de la isla Magdalena, que, como muchos de ustedes sabrán, es una pequeña isla en el estrecho de Magallanes, donde hay un faro y muchísimos pingüinos y nada más. Es mi idea del paraíso, mi lugar favorito en la Tierra, sin duda.

De todos esos faros que visité después, yo querría escribir. Y también de los libros que me he encontrado a destiempo: por ejemplo, el diario español de un farero en Sálvora, o la novela e Lighthouse, de Alison Moore (que apenas empecé a leer y pinta muy bien). Me he encontrado, además, con un cuento de Lucía Berlín, y otro de Joyce Carol Oates; con un poema de Montale y un ensayo de Antonio Cabrera; con artículos sobre fareras en Montauk y en Finisterre; con muchas imágenes de todo tipo y con una película de Christopher Eggers que todavía no logro ver (si alguien tiene un link por ahí, le agradecería mucho que me lo compartiera).

Si pudiera, seguiría escribiendo sobre faros, si tan solo tuviera un clon o si fuera un gato y tuviera nueve vidas (o siete, porque parece que en Chile son siete y no nueve). De ser posible, seguiría coleccionando para siempre mi pequeño libro, microquimérico, de faros.

Por fin llegamos a esa palabra extraña que está en el título de esta charla. O bueno, ya casi llegamos, me falta dar un rodeo más. Ojalá no estén mareados ya a estas alturas.

Aquí vamos: hace dos años, más o menos, me embaracé. Y como buena obsesiva que soy –ya lo habrán notado– empecé a buscar referencias literarias que tuvieran que ver con el embarazo, el parto y la lactancia, es decir, con esa transformación titánica, mutante, que estaba viviendo. Me costaba mucho trabajo encontrarlas, aunque claro que me topé con varias joyas, pero me parecía muy extraño que no hubiera más, ¿por qué si existían tantos y tantos libros que hablaban de la muerte, había tan pocos que escribieran sobre el comienzo de la vida, que es igual de enigmático, tremendo y asombroso?

Ahí, por supuesto, entran al ruedo una serie de conjeturas feministas que parecen obvias, pero he descubierto que no lo son: que el cuerpo de la mujer es un tema tabú y más en cuanto a lo escatológico, que por mucho tiempo la maternidad no era considerada un asunto literario válido, porque parecía demasiado femenino, rosa, o sencillamente porque no era interesante para los hombres. Podría decir muchísimo al respecto, pero creo que basta con esta cita de la brillante Ursula K. Le Guin que dice:

«Me parece una lástima que tantas mujeres, incluida yo misma, hayan aceptado esta negación de su propia experiencia y hayan reducido su percepción de ella para hacerla calzar, escribiendo como si su sexualidad se limitara a la cópula, como si no supieran nada del embarazo, del nacimiento, de amamantar, de la maternidad, la pubertad, la menstruación, la menopausia, excepto lo que los hombres están dispuestos a oír, nada salvo lo que los hombres están dispuestos a oír acerca del quehacer, la crianza, el trabajo de vida, la guerra, la paz, vivir y morir, como se experimentan en el cuerpo y la mente y la imaginación femeninos. ‘Escribir el cuerpo’, como pedían Virginia Woolf y Hélène Cixous, es sólo el principio. Tenemos que reescribir el mundo».

Ahí está, pues. Tuvo que llegar la ola feminista de Ursula K. Le Guin, y Adrienne Rich para decirnos que es posible pensar el cuerpo materno y la crianza desde la literatura, y aunque esto ya sucedió hace tiempo, pienso que apenas ahora estamos leyendo sus frutos.

Las representaciones del cuerpo materno se volvieron pronto otra de mis colecciones. Casi sin querer, comencé a escribir otro libro, una novela ensayística o un ensayo novelado, que, además de hablar de terremotos y pintura y otras cosas, es una recopilación de imágenes, citas y referencias de mujeres que han trabajado el embarazo, el parto y la lactancia desde el arte y la literatura. La escritura de ese otro libro (que se llama Linea nigra, como la línea oscura que aparece en el vientre de muchas embarazadas), fue también, en muchos sentidos, colectiva: una colección de voces y visiones de mujeres que pasaron por el mismo desorbitante proceso corporal y decidieron representarlo de distintas formas.

Estaba justo a la mitad de la escritura de ese libro, cuando di con un ensayo sobre maternidad que se llama Like a Mother (acá un paréntesis para contarles de ese libro, que es una especie de antimanual de maternidad, porque los manuales de maternidad son horribles, enlistan un montón de peligros, todo lo que puede salir mal con un bebé, son una pesadilla, aunque por supuesto son muy útiles, pero este libro es lo opuesto, habla de la maternidad desde la curiosidad, desde la biología y la experiencia vital del embarazo. Ahí está la recomendación por si se les ofrece, aunque la mayoría de ustedes son muy jóvenes, así que mejor cuídense y sigan estudiando), decía pues, que en ese libro leí de un fenómeno que se llama microquimerismo. El término proviene del nombre de la mitológica Quimera, un monstruo híbrido, hecho de partes de distintos animales, y se refiere a esto: cuando una mujer está embarazada, algunas células del feto se van por la corriente sanguínea de la madre y se alojan en distintos lugares de su cuerpo. Como las células de los fetos son muy versátiles, muchas veces se incorporan a su sistema; es decir: adquieren la función del órgano al que llegan: si se instalan en el corazón, actúan como células de corazón, si llegan a los huesos, funcionan como células de hueso. La cosa se pone más complicada, porque parece que también puede funcionar al revés: ciertas células de la madre pueden entrar en el torrente sanguíneo del feto y asimilarse y hacerse parte de su cuerpo. Esto puede pasar incluso con células de hermanos o hasta de abuelas. Así que estamos hechos del material de otras personas y vivimos, quizás a veces incluso sobrevivimos, en otras personas. Esto por no hablar de las miles de bacterias que viven en nuestro organismo y del trasplante de órganos y menos todavía del adn y de los átomos. Estaba yo, pues, leyendo sobre estos temas, cuando se me ocurrió que mucha de la literatura que más me gusta, funciona con una especie de microquimerismo. Son libros que dan cuenta de nuestra pluralidad: libros abiertos, generosos, múltiples, fecundos y comunales, libros que muchas veces rebasan las nociones de los géneros literarios.

Por supuesto sé que no estoy diciendo nada nuevo. Mucho se ha escrito ya sobre los libros que desafían las convenciones genéricas y de autoría. Lo que quería compartir con ustedes, en realidad, es la alegría del hallazgo, de haber encontrado una palabra en la jerga científica que sirve para describir un conjunto de libros que comparte ciertas características y que a mí suelen gustarme.

La felicidad de haberme encontrado con esta palabra es comparable en mi caso al momento en que conocí el término ensayo. Llevaba años leyendo y escribiendo ensayos, pero no tenía esa palabra para nombrarlos. Y cuando digo que llevaba años escribiendo ensayos, lo digo en serio, desde los cinco años todos mis compañeros de la primaria y yo escribíamos mini ensayos. Otra vez vuelvo a mis años en esa primaria, que mi esposo dice que era en realidad un taller literario permanente, y lo era. Casi cada dos o tres días, la maestra nos pedía que escribiéramos un texto libre. Con toda la amplitud del término. Solían darnos media hora para escribir las cuartillas que quisiéramos, de ficción o no ficción, argumentativas o poéticas o paródicas: de lo que nos diera la gana. Teníamos en los salones una pequeña imprenta de tipos móviles y al final del año hacíamos antologías de nuestros textos libres, impresas por nosotros mismos. El primer texto mío en irse a imprenta lo escribí a los cinco años y decía: Mi gata Casilda tuvo ayer cinco gatitos.

A partir de entonces, la escritura fue para mí indisociable de la libertad. Será por eso que tuve siempre una debilidad por los textos inclasificables, híbridos, quiméricos. Recuerdo el momento exacto en que leí la historia y el trasfondo del término ensayo, el momento en el que supe de la existencia de Montaigne y me cayó el veinte de todo lo que presuponía el título de sus Ensayos. Era una palabra bellísima, que hablaba de procesos, de tentativas, de acercamientos, de experimentos, de esa misma libertad que yo atesoraba en los libros.

Es una libertad particular, la del ensayo, distinta, por ejemplo, de la libertad de las conferencias. Las conferencias que daba en la primaria las escribía pensando en una audiencia; podía hablarse de lo que sea, pero había que hablarle a alguien y había que hablar de algo. Los textos libres, en cambio, le hablaban a nadie y bien podían hablar de nada en particular. Las conferencias debían ser conferidas y los ensayos no, por eso su libertad era tan radical.

Es cierto que esta conferencia, por ejemplo, una vez escrita se puede leer como un ensayo, y en ese sentido es también un ensayo, una excursión del pensamiento, que es como define al ensayo el fabuloso Philip Lopate. Esta conferencia podría convertirse en un ensayo, pero no sería, a mi entender, un ensayo microquimérico.

Siempre que me encuentro un libro inclasificable, lo clasifico inmediatamente como un ensayo. Varias novelas, varios poemarios, son, en mi definición particular del término, ensayos. Para mí, el ensayo no es un género literario, es un anti-género, una materia literaria oscura. En ese sentido, los libros microquiméricos de los que hablo podrían llamarse también ensayos, caben bajo ese paraguas, bajo esa cobija.

Creo que hasta yo misma estoy un poco confundida a estas alturas de la charla, porque estoy hablando de contradicciones: de la aversión a las categorías y de la felicidad de encontrar una nueva; de la clasificación de lo inclasificable; del despropósito de las etiquetas genéricas y de su posible utilidad. Para mí, por ejemplo, ha sido muy útil acuñar el término «literatura microquimérica», porque la palabra ensayo era demasiado amplia, no toda la enorme diversidad de ensayos que existen serían, a mi entender, microquiméricos.

Pero quizás es hora ya de dar ejemplos. Cuando pienso en literatura microquimérica, me vienen a la mente muchos libros escritos por mujeres. Quizás porque a las mujeres nos educan menos en la competencia, en ese afán capitalista de individualidad, o quizás porque a veces vivimos en carne y hueso la experiencia tan inquietante del embarazo, es decir, de ser dos personas a la vez, o por las miles de veces en que las mujeres están a cargo de las labores de cuidados, que requieren de un nivel de empatía brutal. Cuando hablo de literatura microquimérica, pienso en Pequeñas labores, de Rivka Galchen, Los argonautas, de Maggie Nelson, La cabellera andante, de Margo Glantz, La mujer singular y la ciudad, de Vivian Gornick, todos los libros de Anne Carson, Permanente obra negra, de Vivian Abenshushan, por nombrar algunos. Los libros de varios autores pueden caber también en esa clasificación, libros como los de Walter Benjamin, Roland Barthes, Eliot Weinberger o David Markson, pero tengo la sensación de que hay más libros microquiméricos escritos por mujeres. O quizás esa sensación se debe a que el año pasado leí más de cincuenta libros escritos por mujeres y sólo unos cuantos escritos por hombres.

En todo caso, estos libros a los que mefire ero se caracterizan por tender puentes, por adoptar voces, ideas, palabras, y no necesitan ocultarlo bajo ninguna ridícula bandera de originalidad.

Los límites de casi todo en el universo se le han ido desdibujando a la humanidad. Está cada vez más claro que las fronteras geográficas, los límites entre las especies, entre los sexos, entre los géneros literarios y entre los individuos son una ilusión. No somos islas; se me ocurre que las mujeres, los humanos y los libros somos más bien algo así como jardines en la selva.

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