Jorge Rojas

Periodista, autor de Nosotros no estamos acá

 

«Mi papá es Ismael Zambada García. El Mayo es su sobrenombre más común, pero también le dicen el Padrino, la Doctora, la Señora, y las personas más cercanas, como mi compadre Chapo, lo llaman la Cocina». Estas son las primeras líneas de El traidor: El diario secreto del hijo del Mayo, de Anabel Hernández, uno de los libros más profundos que se han escrito sobre el cártel de Sinaloa. Y al decir «profundo» quizás me quedo corto, porque hay otros adjetivos más precisos para describir la densidad de estas páginas: sorpresivo, revelador, riguroso, por dar algunos ejemplos. Todo esto en varios niveles: en la relación del cártel con el poder político, en el relato de las sangrientas guerras intestinas y en las operaciones comerciales de compra, venta y traslado de drogas.

El protagonista de esta historia es Vicente Zambada Niebla, Vicentillo, como lo llaman en Estados Unidos. Fue detenido en Ciudad de México en marzo de 2009 y un año después lo extraditaron a Illinois, donde llegó a un acuerdo para convertirse en «testigo colaborador», aportando antecedentes de otros miembros del cártel a cambio de recibir una menor condena. Su relato en aquel juicio, un diario secreto en el que contó su vida y las diversas operaciones en las que le tocó participar en los últimos veinte años, va mostrando los engranajes de esta transnacional de la droga: «La meta del cártel, como cualquier otro negocio, en este caso tráfico de drogas, es hacer dinero. Y con el dinero uno gana poder y capacidad de corromper», dice en esas primeras líneas. «El 99% de la Procuraduría General de la República son corruptos, no hay siquiera uno que no tome dinero», dice más adelante para dar a entender el alcance de ese poder que llega a la mismísima presidencia.

El traidor es también un mapa sobre la estructura de esta organización asentada sobre una compleja red de sociedades y rutas de tránsito que les han permitido dominar más del 70% del tráfico mundial. Varias de esas historias eran desconocidas hasta la publicación de este libro, porque Vicente no era cualquier fuente. «Las narraciones del hijo del Mayo dejaban ver su inteligencia, su tristeza y a veces su ironía mordaz. Su anhelo de ser libre, su conflicto interno de pertenecer al cártel y a la vez repudiarlo. De amar a su padre y querer estar cerca y al mismo tiempo darse cuenta de que cada día se transformaba en un criminal como él», escribe Hernández.

Pero ¿cómo llegó la autora a un relato tan íntimo? Acá viene la historia de la historia.

En enero de 2011, Fernando Gaxiola, abogado de Vicente, la contactó a pedido de su cliente. Lo primero que le contó fue que desde 1998 la organización tenía contactos con la DEA y les daban datos de sus enemigos para que la Marina mexicana los tomara detenidos. Hernández pidió documentos y durante cinco años se reunió en secreto con el abogado, mientras iba llenando aquellos vacíos en donde el relato de Vicente no llegaba. En paralelo, Gaxiola corría su propia carrera, una contrarreloj: en noviembre de 2015 moriría de un cáncer. Ese sería su último acto. La luz verde para convertir todas aquellas conversaciones y documentos en este libro: un retrato del cártel de Sinaloa y un perfil sobre el hombre que lo dirige en la voz de su hijo.

Anabel Hernández, El traidor: el diario secreto del hijo del Mayo, Ciudad de México, Grijalbo, 2019, 384 páginas.

 

 

Josefina González

Cantante, escritora y artista visual

Hace muy poco comencé a leer este libro de poemas que llegó a mis manos casi de casualidad. Es un libro breve y delicado, con ese vértigo de naufragio y tormenta que es de las cosas que más me gustan de leer poesía, aunque suene cliché. Freud, el amor y la calamidad, chilenismos, herencias orales, slang y la melancolía de lo no vivido; poesía latinoamericana que nace de un cruce de carencias, infancias, violencia y un deseo desmedido por generar palabras que expliquen el misterio.

pero también yo
amigo gatuno
estoy enfermo
y tuve padres (de izquierda) que declararon:
es por tu bien
y fui engañado

Palabras que siento familiares y al mismo tiempo ajenas, imágenes que interpelan, formas que me asombran y renuevan el gusto por la lectura. Creo que hay pocas cosas más que se le puedan pedir a un libro como este, obra que además exige (como gran parte de la poesía local que me interesa) no temerle al efecto espejo de querer leer la cercanía.

las amistades hoy se rompen
por medios inalámbricos
nadie llora
nadie ríe ya pegado al tubo
del teléfono público salía a veces una moneda
escupida como
limosna del Estado

Martín Cinzano, Temblor de párpado, Santiago, Gramaje, 2020.

 

 

 

Claudia Jara Bruzzone

Escritora

 

Hace no tantos años una amiga me contaba cómo había comprendido el sentido del chilenismo «andar pajareando». Al internarse en el parque Huerquehue se perdió mientras seguía a un pequeño grupo de aves; su canto pareció hipnotizarla. Cuando por fin retomó el sendero comprendió su descuido, le pasó por andar pajareando, me dijo. En otra ocasión me tocó encontrar a las orillas del lago Budi a un profesor jubilado que había decidido destinar sus últimos años al avistamiento de aves. Perseguía en esa oportunidad a un martín pescador; ya anochecía y mientras guardaba en su estuche el teleobjetivo explicaba susurrante y con calma que volvería al día siguiente; buscaba la captura perfecta. Las aves parecen causar esos efectos, una maravilla ocasional despertada por su canto o una pasión duradera, absorbida con la calma de un monje.

Esta última forma es la que adopta J.A. Baker en El peregrino, texto –traducido al español el año 2016 por la editorial Sigilo– que condensa el seguimiento de los halcones peregrinos que visitaban la región este de Inglaterra. Durante diez años Baker registra la observación constante de estas aves, aprende sus hábitos, comprende sus preferencias y poco a poco, a través de la lectura, somos testigos de cómo su entendimiento sobre la naturaleza se modifica, alterando también su autopercepción: «Como en un ritual primitivo, sin tener conciencia, estaba imitando los movimientos de un halcón; el cazador volviéndose lo que caza», confiesa. Sin embargo, y sin restar importancia a lo anterior, la obra destaca por la delicadeza de su prosa, la prolijidad y belleza con que es capaz de describir lo observado: «Remoto como una estrella, el halcón planeó hacia el estuario, minúsculo tizón que ardió y fue consumiéndose en el fuego helado del cielo» es uno de los tantos ejemplos de cómo el lenguaje se reviste poéticamente en el texto, fruto sin duda de la pasión irrefrenable que siente por lo observado, pasión que deviene en obsesión que explica en parte la constancia de su trabajo y el esfuerzo consciente de traducir lo captado por sus sentidos a la escritura de la manera más fiel posible. En ese intento Baker es sobrepasado por los estímulos, la descripción meramente científica no es suficiente y cuando las palabras que elegimos para nombrar las cosas no dan abasto surge, inevitable, la literatura, lo que explica cómo un hombre sin vínculos aparentes con el mundo de las letras pudo escribir una obra considerada hoy como uno de los mayores clásicos de la literatura de naturaleza.

Evidentemente la concepción de una obra de estas características hoy en día parece anacrónica y lo es. El peregrino fue publicado por primera vez en 1967, cuando aún el imperio de lo instantáneo no ejercía su avasalladora hegemonía, pero su lectura resulta particularmente refrescante al oponerse –diría «ontológicamente»– a las formas actuales de pasar el tiempo, como hacer scrolling en las redes sociales. Imaginar a un hombre con la tenacidad para perseguir, desde el otoño a la primavera, durante diez años a un grupo de halcones parece descabellado para nuestros ojos acostumbrados a lo efímero, son esas locuras para las que el siglo XXI no nos tiene preparados, la extrañeza de lo permanente en un mundo donde las experiencias duran solo veinticuatro horas. La pasión con la que J.A. Baker escribe sobre los peregrinos nos conecta con aquella vehemencia irrenunciable que habita los rincones atávicos de nuestra memoria, fragmentos de humanidad que sobrevivirán a cualquier algoritmo.

 

J.A. Baker, El peregrino, trad. Marcelo Cohen, Buenos Aires, Sigilo, 2009, 224 páginas.

 

 

 

 

Nayareth Pino Luna

Escritora y profesora

 

«¿Bertoni la seguirá amando?», me preguntó Carlos mientras veíamos una de las pinturas de Cecilia Vicuña en la exposición Soñar el agua. Una pintura precisa de un hombre que sin duda era él. Ese día recordé que tenía un libro de Bertoni sin leer y en un santiamén entré en esa simpleza, en esa vulnerabilidad decidida. No queda otra son los versos de un hombre que no tiene de qué avergonzarse. Pienso en la fatalidad de la lengua, una idea de Barthes que siempre me repito: la lengua es radical, la palabra es radical. Bertoni escribe desde otra orilla. Una lengua que se traduce en un pensamiento que está de paso. Una lengua que reconoce su propia ignorancia, insuficiencia: «No tiene remedio/ Pensar y aceptar/ Nada más» (263). Me quiero quedar por un rato en esa orilla, defendiéndome «con pequeñas sacudidas de palabras» (139).

 

Claudio Bertoni, No queda otra, Santiago, Cuarto Propio, 2014, 302 páginas.

 

 

 

Alberto Arellano

Periodista y autor de ¿De quién es Chile?

 

Hace poco leí un artículo del fogueado reportero estadounidense Robert A. Caro, quien ya bordea los noventa años, y que trata sobre la enorme tarea periodística que emprendió hace ya muchos años de escribir en varios tomos la biografía de Lyndon B. Johnson. El artículo está en La vida toda (bajo la cuidada edición de la deslumbrante Alma Guillermoprieto) y allí Caro cuenta qué significó y cómo abordó el desafío de enfrentarse a cuarenta mil cajas con treinta y dos millones de folios de información sobre su biografiado. El artículo, extraordinario de principio a fin, me dejó rumiando preguntas: ¿qué pasa cuando, a diferencia de este caso, la información que tenemos para contar una historia real es inicialmente escasa? ¿Qué pasa cuando, a diferencia de Johnson, a quien queremos retratar es a una persona más bien anónima o desconocida? Y, por último, ¿qué pasa cuando ese biografiado anónimo o desconocido no es contemporáneo sino que vivió y murió varios siglos atrás? Me parecía que ahí había dos puntos de partida –ambos con sus complejidades y méritos propios, por cierto– radicalmente distintos al abordar la investigación de un personaje y sus circunstancias. El molinero Domenico Scandella bien podría estar en las antípodas de Johnson (de hecho, lo está en prácticamente todos los sentidos). Menocchio, como era conocido hacia fines del siglo xvi ese personaje originario de la región italiana de Friuli, es el protagonista de El queso y los gusanos, libro del historiador Carlo Ginzburg publicado en 1976. Un campesino anónimo, un hombre sin importancia (al menos hasta entonces) y fuera del foco de la corriente historiográfica dominante, preocupada más bien de las «grandes gestas» y de la vida de aquellos en los que ha recaído el peso de las grandes decisiones. Lo fascinante del libro, además de la historia que cuenta –Menocchio, tal como se advierte desde un comienzo, es condenado a la hoguera por la Inquisición–, es cómo Ginzburg logra rearmar los aspectos subjetivos de su existencia. ¿Cómo llega a cuajar en la cabeza de Menocchio que el origen de la vida remite a una masa inorgánica como la que hace el queso con la leche y de la que salen gusanos y que esos fueron los ángeles? ¿De dónde surge tamaña cosmogonía? La clave del ejercicio que hace el autor es que en ese intento de explicación está el retrato de una capa importante de la cultura popular de entonces. La microhistoria bien hecha tiene esa virtud: logra iluminar una realidad más amplia, una época si se quiere. Y ahí está la belleza de este libro: en la reconstrucción del imaginario o la representación del mundo de un ser insignificante, pero a la vez enorme.

 

Carlo Ginzburg, El queso y los gusanos: el cosmos según un molinero del siglo XVI, Barcelona, Ariel, 2019, 304 páginas.