Los medios de comunicación de masas, en especial la prensa, han tenido, desde su origen, relaciones problemáticas con la privacidad. Ello se debe al hecho de que tanto la industria de los medios como la idea de privacidad, son fenómenos modernos (una y otra se expanden masivamente recién a fines del siglo xviii). Pero es consecuencia también, como veremos, del hecho de que uno de los supuestos normativos que legítima la labor de los medios (la existencia de una esfera pública en la que los ciudadanos deliberan acerca del mundo que tienen en común) supone, paradójicamente, la existencia de un ámbito de privacidad.

Los medios necesitan cuidar la privacidad (puesto que sin ella no hay ciudadanos deliberantes y la individualidad se diluye); pero al mismo tiempo se ven en la necesidad de amenazarla (puesto que para contribuir al diálogo público y para subsistir como industria requieren la búsqueda de información).

Las líneas que siguen indagan en los principales aspectos de esa, como digo, problemática relación. En la primera sección (I) se examinan los lazos que vinculan a la privacidad con la calidad de la vida cívica y se subraya la importancia del secreto para la constitución de la individualidad. En la segunda (II) se revisan algunos de los factores que estimulan las infracciones a la privacidad en las sociedades modernas. En la tercera (III) se revisan algunos de los criterios que la misma modernidad política ha logrado elaborar a fin de regular las relaciones, casi siempre conflictivas, entre privacidad y publicidad. En la cuarta (IV), y a partir del famoso caso de The New York Times versus Sullivan, se examinan los criterios de cuidado con que los medios han de buscar información o formular aseveraciones.

En consonancia con la literatura especializada, entiendo por privacidad el derecho de una persona a mantener aspectos relevantes de su vida bajo secreto (que es la dimensión de la privacidad más relevante para el trabajo de los medios). La privacidad así concebida, impide la intromisión (el inmiscuirse en un ámbito físico de protección) y la divulgación o la indiscreción (el expandir entre el público determinada información). En la legislación comparada se llama también privacidad a una cierta esfera protegida de autogobierno personal. En este caso, la privacidad impide la injerencia no consentida en una cierta esfera de decisiones.

La privacidad debe distinguirse del derecho al honor (la autoestima y el sentido de la propia dignidad personal) y del derecho a la honra (el crédito o la imagen que el sujeto ha logrado generalizar entre el público). La honra y el honor no protegen contra la intromisión y la indiscreción, sino contra el discurso difamatorio.

En fin, debe distinguirse todavía el derecho a la propia imagen. Este derecho protege contra la utilización de la propia imagen física sin que medie consentimiento (su imagen es empleada con fines directamente comerciales) y contra la falsa presentación de la propia imagen (v.gr. se usa una imagen suya algo decaída para ejemplificar las consecuencias del uso de drogas).

I. ¿Por qué es importante la privacidad?
La importancia de la privacidad deriva del hecho (que Simmel subrayó con particular énfasis) de que el secreto es, hasta cierto punto, constitutivo de la condición humana. Las sombras nos configuran. Cada uno de nosotros se mimetiza en la penumbra de los buenos modales y de la cortesía, y se relaciona con los demás desde una medianía que nos refugia y que nos protege. Cada uno, también, gradúa la intimidad de sus relaciones personales por su disposición a correr el velo que una compleja maraña de usos y de roles ha tendido sobre él.
Cada uno es, a fin de cuentas, una mezcla indiscernible de lo que muestra y de lo que guarda para sí.

Por eso la idea clásica de civilidad o de ciudadanía -una de las dimensiones de la existencia más cercanas a la esfera pública que legitima la labor de los medios- reposa sobre el secreto y hasta cierto punto sobre la hipocresía, sobre la idea de que ser, por una parte, y aparecer, por la otra, son, en alguna medida, inconmensurables entre sí.

Esa es una antigua idea que aparece en Mandeville y su famosa fábula de las abejas. Mandeville supuso que abejas laboriosas y bien portadas podían conducir al mundo a la miseria y que, en cambio, la prosperidad social reposaba sobre conductas y costumbres que eran, a fin de cuentas, vicios que era inevitable tolerar. La vieja Iglesia Católica, por su parte, supuso siempre que el misterio de la eucaristía, por ejemplo, no dependía de la subjetividad del clérigo que la oficiaba, sino del escrupuloso respeto por los ritos y las formas. Y para no ir más lejos, Kant reclamó que un Estado decente era posible, incluso, para un pueblo de demonios, a condición, dijo, que se respetaran ciertas reglas generales que hacían posible la libertad.

Todos ellos creyeron que había una cierta discontinuidad entre una esfera externa y otra interna de la existencia humana.

Una de las consecuencias de esa discontinuidad era la necesidad de discreción acerca de importantes aspectos de la vida. Esa discreción no era una simple resignación frente a la maldad, sino un principio que hacía posible la vida civil, la vida pública, esa en la que usted o yo nos encontramos cuando discutimos acerca de los asuntos comunes.

Todos ellos pensaron, en suma, que salvaguardar una cierta esfera de secreto para los seres humanos, era indispensable para contar con individuos.

Si cada uno de nosotros portara, cuando comparece en la vida pública, sus pequeños defectos, sus vicios, sus obsesiones, con toda seguridad la cooperación no sería posible. Nos toleramos, en cambio, porque echamos un suave velo de discreción sobre lo que somos, y con él encima, todos, a fin de cuentas, nos parecemos.

La autenticidad de la expresión humana (el propósito de que cada uno refleje con fidelidad en el conjunto de sus actos lo que exactamente es) constituye un gravamen que nadie sería capaz de soportar. La sociedad es posible, a fin de cuentas, pensaron los defensores de la idea de civilidad, cuando reducimos la complejidad de lo que somos, en la simpleza de los roles y de los papeles que nos esmeramos, fielmente, en ejecutar. Esa inautenticidad de lo público es, de otra parte, lo que hace posible la intimidad: levantamos el velo de la discreción a los más cercanos, y graduamos nuestros afectos por la disposición, nunca acabada, de hacer coincidir lo que somos con el modo en que aparecemos.

Así entonces la privacidad es el revés de la publicidad: si la esfera pública supone la existencia de individuos activos, entonces ella reposa, paradójicamente, sobre la privacidad.

II. Privacidad y sociedad moderna

Ahora bien, el problema que a este respecto presentan las sociedades modernas parece derivar del hecho que comprenden, mejor que ninguna otra, cuán importante es la privacidad para sostener la esfera pública; pero, al mismo tiempo, cuentan con medios que permiten, más que en ninguna otra época humana, que terceros se entrometan o inmiscuyan en la esfera de nuestra intimidad.

Nuestra época, en una palabra, valora la intimidad o privacidad personal; pero, al mismo tiempo, cuenta con medios y con estímulos para amenazarla que eran, hasta hace poco, inimaginables.

¿Qué factores son los que contribuyen a esa relación, como digo, hasta cierto punto problemática que la sociedad contemporánea guarda con la privacidad?

La infraestructura de la comunicación

Se encuentra, ante todo, el cambio que ha experimentado la infraestructura de la comunicación humana. Ninguna otra época había poseído, como la nuestra, medios tan disímiles y tan baratos de comunicación; ninguna época había permitido que la información pudiese ser almacenada, y luego reconstruida, a tan bajo costo. Informaciones que cuando se consideran de manera aislada son inocentes (compras con plásticos, visitas a páginas electrónicas, fichas médicas) una vez agregadas por las nuevas técnicas de comunicación, pueden dejarlo a usted desnudo y expuesto a plena luz.

Con todo, no se trata sólo de que esos medios hayan proliferado y que permitan agregar información a bajo costo. Se trata, además, del hecho que establecen nuevas formas de interacción entre quien emite los mensajes y quien los recibe.

Mientras la imprenta, por ejemplo, permite la entrega de mensajes unilaterales al público lector, ello no ocurre en internet, donde usted escoge los mensajes como quien consume bienes, de manera que el emisor del mensaje en vez de ser fiel solamente a sí mismo, está obligado, hasta cierto punto, a ser fiel a la audiencia que ha escogido si quiere mantener abierta la comunicación. Nunca eso que Jakobson llamaba la función fática del lenguaje ha adquirido mayor preponderancia.
Pero es sobre todo lo que Thompson denomina “intimidad a distancia” lo que mayores cambios ha provocado.

La actual infraestructura de la comunicación ha suprimido el tiempo y el espacio, ambas variables que configuran aspectos muy relevantes de la sociabilidad humana. Para usar los términos de Giddens, hoy día la comunicación se ha “desanclado”, se ha independizado del contexto inmediato en el que se la produce de manera que no importan los kilómetros de distancia ni los días transcurridos: en cualquier caso la comunicación parece íntima y el lenguaje siempre puede ser proferido como si se tratara de una conversación cara a cara. En otras palabras, los medios permiten hoy una intimidad liberada de la copresencia.

La ética de la autenticidad

De otra parte, y junto con esa transformación de los medios de comunicación humana, hay también algunos fenómenos culturales que deterioran la idea de civilidad clásica a la que antes aludía.

Ocurre que nuestra época en vez de creer en la civilidad clásica -en vez de creer en esa separación inconmensurable entre el desempeño público y la vida privada y en vez de asignar valor a la hipocresía- prefiere creer en el valor de la autenticidad.

Ya no creemos a pie juntillas en esa clásica idea de que el mundo es un teatro, un ámbito en el que desempeñamos simplemente un rol que permite que nuestra verdadera identidad permanezca en las sombras. Parecemos creer más bien que el mundo es como la Comedia que soñó Balzac, un ámbito en el que debe expresarse lo que genuinamente somos. Hoy día, en otras palabras, estamos dispuestos a tolerar que cada uno ordene su vida como le plazca, a condición, sin embargo, de que la vida pública refleje sus opciones privadas más profundas.

Vivimos tiempos alérgicos a la civilidad y estamos más cerca, por decirlo así, de la autenticidad.

Mientras, como vimos, en el ideario de la civilidad, la esfera pública tenía una valor independiente de la intimidad de quienes se desempeñaban en ella (que es, como digo, la idea que subyace al concepto del gran teatro del mundo), hoy día la vida pública es valiosa a condición de que exprese, con fiel autenticidad, los valores que cada uno proclama (que es como Balzac describió la ciudad en La comedia humana).

Ocurre que nuestra época en vez de creer en la civilidad clásica -en vez de creer en esa separación inconmesurable entre el desempeño público y la vida privada y en vez de asignar valor a la hipocresía- prefiere creer en el valor de la autenticidad. Ya no creemos a pie juntillas en esa clásica idea de que el mundo es un teatro, un ámbito en el que desempeñamos simplemente un rol que permite que nuestra verdadera identidad permanezca en las sombras. Parecemos creer más bien que el mundo es como la “Comedia” que soñó Balzac, un ámbito en el que debe expresarse lo que genuinamente somos. Hoy día, en otras palabras, estamos dispuestos a tolerar que cada uno ordene su vida como le plazca, a condición, sin embargo, de que la vida pública refleje sus opciones privadas más profundas.

En otras palabras, no es que en nuestros tiempos la privacidad carezca de todo reconocimiento: la verdad parece ser la opuesta, es la publicidad la que ha cambiado al reclamarse de ella que realice el valor de lo auténtico.

No es raro, entonces, que hoy día quienes se desempeñan en la vida cívica -el caso más obvio es el de los políticos- se vean expuestos al fisgoneo y la curiosidad. Lo que ocurre, como vengo diciendo, es que el clima cultural de nuestra época reclama más que ningún otro el valor de la autenticidad.

Junto a ese cambio cultural, por llamarlo así, hay todavía otro conjunto de factores que inciden en el hecho que los medios y las audiencias se esmeren en curiosear y entrometerse en la vida de todos, pero en particular en la vida de quienes ejercen cargos públicos.

La dimensión de industria de los medios

La economía política de los medios, desde luego, los induce, inevitablemente, a indagar cada vez más en la vida y secretos de quienes ejercen funciones públicas. Los mueve a ello no sólo un genuino compromiso con la calidad de las instituciones -lo que ya sería bastante- sino también la dimensión de industria que inevitablemente poseen. Fieles a las audiencias, los medios se vuelven progresivamente infieles a quienes están en el poder. El mercado, que todo lo aligera, comienza ahora a desvanecer los tácitos compromisos entre los medios y las élites. El ethos del periodismo contribuye, también, a acentuar ese fenómeno. La profesión periodística es relativamente nueva -¿tendrá 150 años?- y sus reglas de comportamiento derivan cada vez más hacia el espíritu inquisitivo: los periodistas sienten que su oficio es alimentar el debate y hacer el escrutinio de la vida pública, en vez de ser simplemente voceros de quienes ejercen cargos. La memoria y el orgullo periodístico -lo sabemos ahora- no se alimenta de las conferencias de prensa y las noticias de la farándula, sino de Watergate.

Pero no son sólo los medios los que alimentan ese espíritu de indagación. A él contribuyen también otros fenómenos sociales que se han destacado poco.

La debilidad de las élites

Desde luego, las élites en Chile se han, progresivamente, debilitado, y ya no creemos que un mismo grupo posea, a la vez, la sabiduría, el dinero, el poder y la virtud. El ethos común -eso que a veces prefiere llamarse cultura cívica- suele reposar en la tradición, y sus portadores son, casi siempre, las élites, esos grupos sociales en los que se abrigan el prestigio y el poder. Ocurre, sin embargo, que la cultura de la autonomía -estimulada, sin duda, por la expansión del consumo y del mercado- erosiona la confianza ciega en esos grupos los que, así, pierden toda posición de autoridad. No es raro, entonces, que las tradicionales fuentes de normatividad se vean inevitablemente erosionadas.

Eso es lo que explica que los grupos sociales que estaban tradicionalmente atados a la idea de virtud -desde militares a clérigos- estén hoy sometidos a la publicidad de sus actuaciones y a la sospecha de las audiencias.

No es que de pronto las élites hayan echado a perder su conducta. Lo que ocurre hoy es que ahora esa conducta está expuesta a plena luz.

Cambios en la cultura política

En fin, se encuentran todavía los cambios en la cultura política. Tradicionalmente las tendencias políticas y los partidos arraigaban en la estructura social (lo que la ciencia política gustaba llamar el cleavage) y se inspiraban en un cierto relato acerca del sentido de la vida en común (lo que podríamos denominar una ideología).

Hoy día los partidos políticos ya no solicitan adhesiones a idearios globales, ni fundan su identidad en la pertenencia a grupos o a clases.

Y es que incluso los partidos se han vuelto líquidos (para usar aquí un adjetivo con el que Baumann caracteriza la modernidad contemporánea).

Transitamos hoy a una política que acentúa el carácter de quienes aspiran al liderazgo: la vieja política ideológica parece caminar hoy día a una de confianzas personales. En un mundo donde los mismos políticos sugieren que los ciudadanos eligen personas, ¿cómo quejarse luego de que las audiencias y los medios indaguen si son o no dignas de confianza?

Como se advierte, la privacidad se ve expuesta hoy a tensiones de diversa índole y es erróneo entonces pretender enfrentar los problemas que hoy día ella plantea por la simple vía de acusar a los medios de falta de rigor ético. Lo más probable es que esa promiscua mezcla de factores  -que, como vimos, van desde los cambios en las comunicaciones hasta cambios culturales y sociales- siga alimentando la insolencia de los medios y que la era de los escándalos y las desilusiones se haya instalado entre nosotros si no para siempre, sí al menos por un tiempo suficientemente largo como para que comencemos a tomarla, de una vez por todas, en serio.

¿Qué principios  -por llamarlos así- habrá que tener en cuenta a la hora de considerar seriamente esas transformaciones?

Ante todo, es necesario hacer más compleja la autoimagen de los medios.

Los medios de comunicación nacieron atados a la idea de que ellos forman parte consustancial de una esfera raciocinante e ilustrada (la esfera pública habermasiana). Y no hay duda que poseen algo de eso. En los medios se tejen los puntos de vista que tenemos acerca de la vida en común y se ofrecen al raciocinio de la ciudadanía. Esa autoimagen generó en los medios una cierta idea acerca del lenguaje que debían emplear y de los códigos comunicativos a los que debían apelar. Pero, claro está, esa dimensión no agota la función que cumplen en las sociedades modernas. Los medios contribuyen a la circulación del capital simbólico, alimentan la imaginación de las audiencias y aligeran la vida. Y cuando los medios ejecutan estas otras funciones no están traicionando su naturaleza. Están siendo fieles a ella.

Por lo mismo, quizá se hace necesario elaborar una ideología acerca del lugar que cabe a los medios en la sociedad contemporánea más ajustada a las funciones que, inevitablemente, están llamados a cumplir. Esa ideología les ayudaría quizá -más intensamente de lo que han logrado hasta hoy, al menos en Chile-  a acoger nuevos lenguajes y códigos comunicativos sin que ello se traduzca, necesariamente, en establecer relaciones problemáticas con la privacidad personal. En otras palabras, una reflexión como la que señalo podría contribuir a eludir la disyuntiva entre ser fieles a la esfera pública habermasiana o simplemente transgredirla por la vía de alimentar la avidez de novedades y de intimidad personal que está tan presente en las audiencias de hoy.


III. Criterios para distinguir entre lo privado y lo público

¿Contamos, sin embargo, con algún criterio que nos permita distinguir entre lo privado y lo público de una manera que sea consistente con los compromisos de una sociedad moderna, una manera, por decirlo así, que compatibilice las exigencias de información con esa indispensable esfera de privacidad sin la que no habría ni individuos, ni ciudadanos?

La distinción entre lo público y lo privado posee, si uno revisa la literatura, al menos tres versiones.

En ocasiones lo privado aparece como una extensión de la propiedad, como un espacio cercado que inmuniza al propietario contra la injerencia no consentida. “La casa de un hombre es su castillo” es la conocida fórmula que pone de manifiesto esta concepción de lo privado como un coto físicamente vedado a la injerencia de los demás, como un refugio, a fin de cuentas, de lo que es más específicamente humano. Por referencia a esa concepción de lo privado, lo público queda, a su vez, definido como un lugar accesible y a la vista de todos, como un lugar carente de propietarios. Un lugar que al ser de nadie, permite la interrelación de los sujetos. Si usted hace pie en esta versión conceptual de lo privado y lo público, debiera llegar a la conclusión que todo lo que acontece en la calle es público y todo lo que se verifica en su dormitorio o en el living de su casa es privado. Si usted consume drogas en la plaza, entonces, los demás tendrían derecho a intervenir; si usted lo hace en su casa, los demás no tendrían ningún derecho a hacerlo.

A esa concepción, diríamos, espacial, de la diferencia entre lo público y lo privado, se opone otra -también de fuerte arraigo liberal- que define lo privado en base a la noción de autodeterminación y cuya más famosa formulación es el conocido principio de Mill, conforme al cual sólo las acciones que causan un daño no consentido a terceros, son públicas. Todas las demás, pertenecen a la esfera de privacidad del sujeto que las realiza. Lo público en este caso queda definido como el ámbito de deberes para con los demás: si usted fuma en su hogar y el humo causa un daño no consentido a terceros, entonces su acción es pública y autoriza al Estado o a otras personas a intervenir; si, en cambio, usted gusta consumir drogas en la plaza con la misma intensidad que a otras personas les gusta hacer caminatas en ella, entonces su acción es privada. La línea que divide lo privado de lo público es una línea trazada sobre el daño a terceros, y el daño a terceros se mide por el consentimiento. Si usted practica el sadomasoquismo con su pareja, la acción es privada; si usted es, en cambio, un torturador (alguien que se solaza haciendo sufrir a otro) entonces su acción es pública con prescindencia del lugar donde se realiza. El famoso caso Food Lion (donde unos periodistas mostraron a los televidentes, mediante cámaras ocultas, cómo una empresa de alimentos recogía sobras de la basura para envasarlas y venderlas de nuevo) debe ser analizado en base a este criterio. Lo mismo ocurre con el caso de la red Paidos en Chile.

Pero existe, todavía, una tercera forma de entender la distinción entre lo privado y lo público. Consiste en sostener que la esfera de lo público equivale al ámbito donde se forman las decisiones que afectan la vida en común. En este caso, tanto los actores que adoptan decisiones que afectan a la vida colectiva, como el proceso de toma de decisiones, como, en fin, los antecedentes que se tuvieron en vista al tiempo de adoptar las decisiones comunes, son públicos. Este criterio (que es distinto al criterio espacial y al criterio de autonomía) es el que formuló Kant cuando dijo que toda decisión común que no es susceptible de publicidad es injusta. El famoso caso de los papeles del Pentágono que divulgó entre otros The Washington Post (los papeles habían sido robados) encuentra su justificación en este criterio. Este criterio kantiano es el que funda lo que se denomina el derecho a acceder a fuentes públicas de información.

Ahora bien, sobre la base de esas distinciones, es posible sugerir la existencia de dos tipos de actos públicos, a saber, por una parte, los actos públicos in se, o sea aquellos actos que son públicos en razón de su índole o naturaleza, y, por otra parte, los actos públicos en razón de la voluntad, es decir, aquellos actos que por su índole no son públicos, pero que llegan a serlo por la voluntad de quien los ejecuta.

Los actos públicos in se -es decir, los actos que son públicos por su propia índole- son todos aquellos que quedan cubiertos por el criterio de Kant, es decir, los hechos de quienes ejercen cargos públicos en todo lo que atinge al cumplimiento de los deberes del cargo, la competencia para ejecutarlos, las expectativas que se generalizaron en la ciudadanía, el procedimiento utilizado y la información que se tuvo en vista al tiempo de adoptar las decisiones comunes. Son también actos públicos en sí mismos -siguiendo esta vez el criterio de Mill- todos los actos que causen un daño no consentido a terceros (esta es la razón de por qué los actos delictuales son de interés público). Por el mismo motivo son de interés público los actos de lo que suele llamarse personajes públicos, aquellos cuyos actos poseen externalidades o repercusiones que se buscan deliberadamente.

Los actos públicos en razón de la voluntad -es decir, los actos en principio privados, pero que se hacen públicos por disponerlo así quien los ejecuta- son, me parece, de dos clases: aquellos que se hacen públicos por voluntad explícita y directa de quien los ejecuta o realiza (usted permite que tomen fotos en su matrimonio y luego se publiquen) y aquellos que se hacen públicos en razón de la conducta sostenida del agente que los ejecuta (es su conducta sostenida en el tiempo la que hace presumir un permiso de divulgación).

IV. El caso Sullivan

Ahora bien, sobre la base de las anteriores distinciones, parece suficientemente claro qué actos son privados y cuáles públicos, qué actos pueden ser divulgados y cuáles no. En la práctica, sin embargo, y quienes ejecutan el oficio periodístico lo saben mejor que yo, los casos suelen ser inciertos y no es posible saber con seguridad si el acto es privado o es público. En tal caso, ¿cómo decidir? ¿Cuál es el estándar que usted debe exigir, por ejemplo, de los periodistas? Este problema -que no es el mismo problema anterior, puesto que se refiere al cuidado que debe tener el periodista para detectar cuándo un caso es de interés público y cuándo no, cuándo es verosímil y cuándo no- dio lugar a otro problema, relacionado con el nivel de cuidado que usted puede exigir a quienes ejercen la profesión. Es el tema que dio lugar al famoso caso de The New York Times versus Sullivan.

Si bien el caso The New York Times versus Sullivan no es un caso de privacidad -se trata de un caso relativo al honor y la honra de un funcionario público- en él se examinan los estándares de comportamiento a que está sujeta la prensa a la hora de indagar buscando información o a la hora de divulgarla.

El 29 de Marzo de 1960, desplegado en las páginas de The New York Times, apareció un aviso a favor de los derechos civiles. En él un conjunto de personalidades denunciaba los abusos –“una ola de terror”, dijeron-  que la policía cometía contra ciudadanos americanos de color. Uno de los párrafos relataba cómo la policía rodeó el campus de la Universidad Estatal de Alabama y encerró a algunos estudiantes en el comedor “para intentar rendirles por hambre”. El párrafo siguiente denunciaba que las autoridades habían atentado, usando bombas, contra la vida del Dr. Luther King.

La información que contenía el aviso del prestigioso The New York Times resultó ser falsa. Sullivan -el concejal de quien dependía la policía- demandó al diario por difamación, por ensuciarlo con mentiras. El caso acabó inicialmente en una condena para el diario; pero fue luego revocada por la Suprema Corte por considerar que las leyes en las que se basaba violaban la libertad de expresión a la que The New York Times tenía derecho. Es un fallo que, para los espíritus nacionales, es, sin duda, sorprendente. ¿Acaso el periódico no había mentido salpicando así la honra de Sullivan? ¿Por qué entonces dejarlo exento de toda responsabilidad?

La Corte declaró que el debate de los asuntos públicos -como los sucesos de Alabama- debía ser “robusto, abierto de par en par y sin inhibiciones, y bien puede incluir ataques vehementes, caústicos, y a veces desagradablemente mordaces contra el gobierno y los funcionarios públicos”. A primera vista, entonces, el aviso que ofendió a Sullivan, podía estar amparado por la libertad de expresión, sobre todo, dijo la Corte, porque se refiere a “una de las principales cuestiones públicas de nuestros días”.

¿Podía, sin embargo, ampararse The New York Times en la libertad de expresión ya no para formular críticas, incluso vehementes, sino para difundir falsedades de la índole de las que publicó contra Sullivan? ¿Pesaba sobre la prensa el deber de verificar con cautela las informaciones que sus páginas difunden?

La Corte respondió negativamente a esas preguntas. La prensa carece de responsabilidad cuando, sin más, difunde o extiende informaciones falsas respecto de funcionarios públicos. Una regla de responsabilidad podía, en esos casos, ser intolerable para la libertad de expresión. “Obligar”, dijo la Corte, “al crítico de la conducta oficial a garantizar la verdad de todos los hechos que alega -so pena de una condena- lleva a la autocensura”. Es cierto que la libertad de buscar y difundir información relativa a funcionarios públicos puede llevar a excesos, como los que tuvo que padecer el ofendido Sullivan; pero, dijo la Corte, “el pueblo de este país ha dispuesto, a la luz de la historia, que a pesar de la probabilidad de que se cometan excesos y abusos, estas libertades son, a largo plazo, esenciales para la opinión esclarecida y la conducta correcta de los ciudadanos de una democracia”. ¿Significaba esto que la prensa era irresponsable a todo evento por la difusión de informaciones falsas relativas a quienes ejercen cargos públicos? En ningún caso, dijo la Corte, pero la cautela a que la prensa está obligada cuando se trata de funcionarios públicos es menor que la que pesa sobre ella en otras ocasiones. The New York Times debía responder si y sólo si difundió información falsa con “real malicia” o con “indiferencia temeraria”  respecto de la verdad. El mero descuido no generaba responsabilidad alguna para la prensa. Esta es, sugirió la Corte, la única forma en que la información puede circular libremente y hacer el escrutinio de los funcionarios y del poder.

Así entonces, parece obvio que el deber de cuidado (y en consecuencia, el estándar de protección de la privacidad) es distinto si el sujeto involucrado es o no un funcionario público. Los funcionarios públicos (el Presidente de la República, por ejemplo) tienen derecho a menos y no a más protección que usted o yo que somos ciudadanos comunes y corrientes.

Si usted, en fin, ejerce una función pública que demanda la confianza de los otros, entonces no tiene derecho a que su privacidad sea protegida de la misma forma y con igual intensidad que los casos anteriores. Cuando usted desempeña un cargo público, sus actos comprometen derechos de terceros, quienes deben, entonces, estar facultados para saber si su discurso y sus acciones son consistentes con el rostro que usted mostraba amablemente cuando solicitaba la confianza de los demás. La ciudadanía tiene derecho a saber qué tan íntegros o capaces son aquellos que pretenden guiarla y a quienes se ha confiado el manejo del Estado. Es esta la única manera de evitar tráficos ilícitos, ineptitudes graves o que, por ejemplo, el proceso político sea capturado por grupos de interés. Es verdad que en estos casos la privacidad como derecho persiste; sin embargo el umbral de protección ha, inevitablemente, disminuido, para dar primacía al interés público. Quienes pretenden guiar a otros, o manejar los asuntos públicos, no pueden aspirar a la quietud de las sombras: para bien o para mal, su conducta -en lo relativo a la función que desempeñan-  debe estar bajo los ojos de la ciudadanía. Esta distinción -obvia en un Estado democrático- debe ser recuperada para el caso de Chile: las autoridades públicas, en particular, en vez de estar inmunizadas contra la mirada de la ciudadanía, como si fueran dignidades que nadie podría afectar, están más expuestas que el común de las gentes a la mirada inquisitiva de los otros y a la mirada de la prensa. Es cierto que eso salpica a veces injustamente el honor y la honra de la gente; pero ese es el costo inevitable de vivir en una sociedad abierta al escrutinio y al control del poder.

V. Privacidad e información

Todos esos criterios (algunos referidos al umbral de lo privado y otros a los estándares en base a los que los medios han de llevar a cabo su tarea) aparecen, con mayores o menores variaciones, en la legislación comparada y se han defendido una y otra vez. En todos ellos subyace el intento de proteger la privacidad bajo condiciones modernas y a la vez permitir una amplia búsqueda y transmisión de información. Porque, como decía al inicio, la industria de los medios necesita de la privacidad.

Sin ella no existirían individuos y el ideal normativo de una esfera de diálogo racional -que la prensa suele esgrimir a favor de su tarea cotidiana- no sería tampoco posible.