De chica jugaba a la pelota en la calle con los demás niños del barrio. Era la única niña y, obviamente, nadie me quería en su equipo. Mi vecino del lado, una suerte de protector personal en esas actividades, les advertía a los demás que no me miraran en menos, que yo no era cualquier niña. No sé muy bien qué significados puede tener eso tantos años después, pero bastaba con decir que, en realidad, yo jugaba bastante bien y no me daba miedo ir al choque, pelear la pelota ni hacerle un túnel a un jugador rival. Supongo que también era un poco arrogante, ahora que lo pienso.

A mi tía abuela Delia le gustaba la Católica. Más bien era fanática de la Católica. Me sentaba a su lado frente a la tele para ver los partidos de Copa Libertadores (Católica versus Oriente Petrolero; Católica versus Sporting Cristal; Católica versus Sao Paulo) y, mientras le gritábamos a la pantalla, me hablaba de cuando apareció Alberto Fouillioux (que le cantaban algo así como «Tito, mi amor») o lo mucho que admiraba al Sapo Livingstone. A mí, esos señores más bien viejos de la tele no me despertaban tanta admiración como la Vieja Reinoso o el Moto Romero. Y Raimundo Tupper, por supuesto.

A las niñas que nos gustaba el fútbol en los ochenta no nos quedaba mucha alternativa. No podíamos entrar a jugar a un club ni a la rama del colegio porque nada así existía. Tampoco había alguien que nos llevara al estadio. Mi papá, que está muy lejos de ser el prototipo de papá futbolero y bueno para el asado, solo me llevó una vez a un Católica/Colo-Colo. La verdad es que fue de acompañante porque quien me invitó fue mi tío. Salió de ahí espantado. Estuvo años contando que nunca más iría a un lugar así porque se decían las groserías más horribles que había escuchado.

Ante el desierto de posibilidades, seguí mi carrera futbolística amateur en mi calle, afuera de mi casa. «¡Auto!», gritaba alguno de los jugadores cada vez que se acercaba un vehículo que tenía la desfachatez de cruzarse por el campo de juego. A veces mi tía Delia se sentaba en la puerta a vigilar que fueran amables conmigo y en su dirección corría yo cada vez que anotaba un gol, como si fuera la galería donde se ubicaba mi barrabrava. Y como mi tía conocía a todo el barrio (niños, padres, abuelos, bisabuelos y la ascendencia completa de cualquier familia que pasó por ahí), después me advertía sobre quién era quién. Una vez me bordó una insignia de la Católica en una polera para que jugara con glamour, estilo e identidad.

Cuando tuve diez años decidí entrar a la rama de básquetbol del colegio, que no sé por qué era lo que me parecía más cercano al fútbol. Ahora pienso que esa intuición era más bien generalizada, que en el básquetbol había muchas futbolistas frustradas y que ahora el fútbol femenino se ha llevado quizás cuántas estrellas nacionales del baloncesto.

Lo sabemos muy claramente hoy, los deportes y el uso de los espacios en la infancia estuvieron y están todavía fuertemente marcados por los roles de género. Solo las niñas de «buen físico» (sí, existía ese término y no refería precisamente a lo deportivo) podían usar las mallas de gimnasia o los calzones del vóleibol. Quien osaba usar esos atuendos sin cumplir con ciertos parámetros se exponía a comentarios, bromas o humillaciones, eso que con el tiempo pasó a llamarse bulliyng. El básquetbol, en cambio, ofrecía el refugio de un short suelto y largo, de una polera más bien holgada, un primer hogar para el cuerpo obligado a mostrarse y ser evaluado por cualquiera que estuviera mirando, tanto pares como adultos. Por otra parte, una práctica identificable a lo largo de las generaciones tiene ahora estudios que dan fe de su existencia: en el patio, durante el recreo, son los niños quienes rápidamente ocupan el espacio, extendiendo una cancha que calza perfecto con cada esquina del colegio, y las niñas deben buscar dónde ubicarse sin molestar demasiado, en grupos, y procurar durante todo el recreo no ser golpeadas por un pelotazo, accidente que por lo demás sería completamente culpa suya, por invadir el campo de juego.

Y es que para los varones, desde niños, el mundo calza completamente con su mundo, nunca se les enseña que hay más que eso, otros mundos. Como en el cuento «El rigor en la ciencia» de Borges, la cartografía patriarcal lleva sus representaciones a tal punto que parecen la realidad entera, sin lugar para otro dibujo.

En 2021, la selección noruega femenina de balonmano playa protestó por el reglamento que les obligaba a llevar bikinis durante el mundial de la especialidad. Según las reglas oficiales de la disciplina, los «tops femeninos» –con el estómago al descubierto– «deben ser también ajustados, con sisas ampliamente recortadas por la espalda» y los «bikinis inferiores con talla ajustada y corte en ángulo ascendente hacia la parte superior de la pierna. El lado ancho debe ser de un máximo de diez centímetros». Desde la Federación justificaban esta normativa por la comodidad y posibilidad de movimiento que daba el uniforme, pero nunca pudieron explicar por qué a los varones se les exigía un short suelto y una polera sin mangas.

La protesta consistió en salir a jugar las semifinales con una malla corta, lo que nosotros conocemos como «calzas» o «patas». Al comienzo las amenazaron con multas, y decidieron asumirlas. Luego, con multas impagables. Finalmente, les advirtieron que serían descalificadas. Pero no todo fue en vano: poco tiempo después la norma de vestimenta cambió tanto para el balonmano como para el vóleibol playa.

 

El lugar amenazado

Pero quiero volver a mi historia inicial. A los trece años, mientras jugaba en el torneo de básquetbol escolar de Santiago, un entrenador del Club Deportivo Universidad Católica se acercó a hablar con mi mamá y mi papá en las gradas del gimnasio. Una vez que se fue me acerqué a preguntar qué pasaba: «Tú puedes decidir lo que quieras, nada de esto es obligación. Pero este señor es de la Cato y quiere llevarte a jugar allá». Simplemente no lo podía creer. Ni siquiera entendí esa aclaración sobre la obligatoriedad, porque no sé en qué mundo podría haber rechazado una oferta así. Salté de alegría. Sería jugadora de la Católica. Usaría el número 10, el de la Vieja Reinoso.

Pertenecer a un club como ese es tal vez una de las experiencias más enriquecedoras que he tenido en mi vida. No solo porque el deporte tiene esos valores que blablablá, sino porque ahí tuve un contacto directo con otros mundos, otras realidades. Esa gestión que el entrenador hizo con mis padres se había repetido en varias ligas de Santiago, y no solo en las que congregaban a colegios del barrio alto, como en las que yo jugaba. Para esa convocatoria llegamos niñas de todas partes de la ciudad, de situaciones económicas y sociales de lo más diversas, de realidades de todo tipo. Siempre he pensado que es lo más parecido que tuve a lo que debería ser el colegio como experiencia social y de crecimiento. Más aun: así debería ser la vida.

También teníamos mucho en común: todas amábamos el básquetbol; muchas (demasiadas) quisimos antes jugar fútbol; y, sin excepción, todas contábamos con alguien que nos llevaba a entrenar tres veces a la semana y a jugar el domingo, sin importar dónde fuera y cuánto costara llegar. Sé que el Club Deportivo Universidad Católica tiene fama de cuico, pero en ese grupo yo debo haber estado entre lo más cuico, mientras en el colegio –al menos por el barrio donde vivía– estaba entre lo más marginal.

No puedo explicar aquí lo que sentí la primera vez que me puse esa camiseta y salí a la cancha de un gimnasio con la franja en el pecho. Ser de un club es un poco eso: estar en un lugar donde, bajo ciertas circunstancias, estás dispuesta a todo por tu compañera, donde cada una es imprescindible para el objetivo, cualquiera que este sea. Y, lo más importante, donde cada confesión será un secreto que te llevarás a la tumba. Y así fue entre nosotras entre los trece y los dieciséis años: con ellas compartí los primeros amores, borracheras y padecimientos de la adolescencia. Hasta hice mi primer viaje en avión con ellas (era la primera vez para casi todas nosotras), a Rosario, Argentina.
Que no se piense que un club deportivo es pura ñoñería e intercambio entre cabezas de músculo.

Es posible que estas convivencias bajo un objetivo común despierten en la etapa de crecimiento de una persona las voluntades más nobles, como el sentido de lo colectivo y la confianza a toda prueba. Por eso mismo imagino lo terrible que puede ser para una persona que no calza con la rígida y absurda norma biologicista de la tradición binaria tener que dar pruebas constantes de sus deseos. La atleta sudafricana Caster Semenya tuvo que enfrentar los más crueles cuestionamientos luego del Campeonato Mundial de 2009. En la prensa de todo el mundo se levantaron dudas sobre su sexo, que, además, estaban teñidas por un racismo impúdico. Fue sometida a una aberración llamada «test sexual» y se le impidió competir por mostrar índices elevados de testosterona. Hasta hoy, la atleta lucha por sus derechos, los cuales han sido sistemáticamente violentados. ¿Qué pasa, entonces, con la niñez trans? ¿Quedará excluida de cualquier práctica deportiva? ¿Tendrán que demostrar una y otra vez quiénes son?

Mucho de sesgo hay en estas polémicas, y mucha violencia y crueldad también. Hemos visto voces dramáticas pidiendo la exclusión de mujeres trans de las competencias femeninas, pero nadie parece protestar por los hombres trans en las competencias masculinas. Y es que todo tiene que ver con un lugar amenazado, aunque ese lugar ostente un mínimo de poder.

En los años noventa, el atleta chileno Sebastián Keitel fue considerado el «blanco más rápido del mundo». Por supuesto, eso significaba un enorme reconocimiento en el contexto de una disciplina ampliamente liderada por atletas negros, a pesar de que sus tiempos estaban muy lejos de los de sus colegas. Pero ¿cuál es realmente el sentido de eso? ¿Se entregaba también un premio al latino más rápido del mundo? ¿Era Keitel blanco o latino? ¿Y el asiático más rápido del mundo quién es? ¿Y el atleta indígena más rápido del mundo? Ya sabemos cómo es: estas clasificaciones solo intentan establecer un sujeto, el universal, y dejar por fuera a todos los demás, los que no son ese sujeto y, por lo mismo, no ostentan el merecimiento de particularidad. ¿Qué más da que sea una atleta trans la más rápida del mundo? ¿Queremos dividir el mundo así?

Por mí, que compitan todos juntos y que seamos capaces de ver los méritos en cada uno, como se hizo con Keitel, sospecho, por ser blanco.

 

Mi club

No recuerdo haber pertenecido a otro club en mi vida. Aunque hay una gloriosa excepción: el que yo misma armé siendo niña, con mis primos, cuya principal actividad era llevar adelante elecciones de presidente, senador y diputado, como eco inconsciente de las primeras elecciones que se realizaban en democracia el año 89. Yo, por supuesto, era candidata a presidenta.

Obligué a todos a ir a votar y, me atrevo a decir, a votar por mí. Salí elegida, ciertamente. Fue mi primer ejercicio electoral directo. Nunca milité en un partido político y solo me inscribí una vez en uno, de manera instrumental y por un brevísimo tiempo, para que la candidata que llevaban a la presidencia tuviera un lugar en la franja electoral. Es que de alguna manera siento que no podría tener la disciplina que requiere la militancia partidaria. Sí milito, en forma simbólica, en el lugar donde trabajo. Como una broma cruel del destino, ese lugar es la Facultad de Artes de la Universidad de Chile, el archirrival del clásico universitario. Y ya sé que «la patria, Dios y la universidad» representan hoy todo lo que más detesto. Detesto el patriotismo, no creo en dios alguno y la Universidad Católica, desde donde yo lo veo, carga con una historia infame de la que nunca se ha hecho cargo y que todavía influye en el quehacer nacional.

Aun así, con todo el compromiso que tengo con la Universidad de Chile y las personas que han logrado hacerla resistir a los embates de un sistema que desde la dictadura ha querido verla desaparecer, nunca me he puesto la azul. Y cada fin de semana, como un ritual, me calzo mi polera con la insignia de la UC  la 14 del Mumo Tupper, pongo delante el cenicero con el escudo cruzado que heredé de mi tía Delia y puteo frente a la radio, con toda la ilusión de que este año sí, este año sí que sí.

 

 

 

Acerca de la autora

Paula Arrieta Gutiérrez es artista visual, doctora en Historia y Teoría de las Artes de la Universidad de Buenos Aires y profesora universitaria. Ha publicado Si muere Duchamp (Tiempo Robado, 2021) y Mirar hasta el final (Tiempo Robado, 2023).