A primera vista asoman dos mujeres: mi madre, sentada cada noche en la orilla de mi cama, en los primeros años de la década del setenta, leyéndome las historias de Sherezade. Y la hija del visir, sentada en la orilla de la cama del sultán despechado –que se ha propuesto matar a una mujer por noche–, atreviéndose a contarle historias con final abierto y dejando que el suspenso pactado cada madrugada la salve de la muerte. Dos mujeres que encantan con la palabra por más de mil noches: Sherezade y mi madre. Y que parecen traer con ellas una definición del encanto provocadora, que algunos atribuyen a Camus: «El arte de hacer que te digan que sí sin haber hecho ninguna pregunta clara».

La historia violenta de esa princesa de la noche que es Sherezade y la historia cálida de esa extranjera en Chile que es mi madre coinciden en que ambas mujeres, sin preguntar nada, modifican sólo con sus voces y sus historias nocturnas la disposición de quien las escucha. Dice Borges que hubo unos hombres apodados confabulatores nocturni que tenían por oficio contar cuentos en las noches. Algo así como la fiesta fabulada del insomne. Vistas hoy a lo lejos, varias décadas más tarde, aparecen en mi memoria las confabulaciones nocturnas y maternas para engañar al insomnio. Desde luego, los cuentos de sultanes, jardines, lámparas y genios de Las mil y una noches nunca más se irán de mi cabeza. El insomnio, desafortunadamente, tampoco. Quizás se le pueda llamar a eso una influencia lectora.

La memoria se escurre

Recuerdo haber leído Boquitas pintadas con hepatitis, Patas de perro con bronquitis aguda, Léxico familiar con licencia laboral por estrés, La hora de la estrella con amigdalitis, La condesa sangrienta con apendicitis, El libro vacío y Los Años falsos con el tobillo esguinzado, Eisejuaz con tormentos del alma. Y, ya más cercano en el tiempo, recuerdo haber leído Cuando las mujeres fueron pájaros con covid. Y El corazón del daño con el segundo covid.

La lectura como las aguas de un estero que se ha salido de cauce, un inesperado y bienvenido desborde, incluso si el cuerpo está inmóvil, derrotado y febril.

«Quiero que me salgan plumas nuevas», dijo alguna vez Hebe Uhart. Eso quiero, eso mismo quiero yo al leer, al escribir. Plumas donde hubo piel lisa. La lectura y la escritura como transformación en el lenguaje y como festín de lo desconocido. Decirle al ojo: mira eso, todo eso, como si fuera la primera vez que lo haces.

Estoy sentada a orillas de la cama de mi madre. Su memoria se escurre, las aguas de un estero que cada día pierde su cauce. «Era distinto cuando viajaba al otro mundo», me dice. Le pregunto si se refiere al otro de la cordillera, a su país de origen. Rastreo el arraigo en sus palabras. Pero ella se aclara la garganta y dice: «Más allá». Dice: «Mucho más allá». Y sigue describiendo una travesía por un pueblo al que se llega a través de un río que ella cruza en bote y rema y rema y al otro lado están los perros y los gatos y los carpinchos y las ranas y las libélulas y los pájaros que son, dice, un encanto de personas. Y mueve los brazos como quien ensaya un aleteo prematuro. Y se queda en silencio, masticando las imágenes con los ojos cerrados.

A la escucha, sé que eso significa que mi madre está a la escucha. Preparada, lista. Tengo el libro en la mano, será la primera vez que lo hagamos. Espero que abra los ojos, acción: soy la confabuladora nocturna de mi madre y estoy sentada a orillas de su cama, leyéndole Las mil y una noches en la misma edición que ella usaba para leerle a esa hija que todavía soy yo.

 

 

 

Acerca de la autora

Alejandra Costamagna es escritora, periodista y académica. Su último libro es El sistema del tacto (Anagrama, 2018).