Pertenecer. Este número de Dossier da vueltas alrededor de esa idea: qué significa ser parte, qué se sacrifica por lograrlo, cómo te marca el fracaso en ser del club.“Quizás sea mejor/balancearse con una soga/al cuello”, propone Pedro Montealegre en su poema «Año de mierda», citado por Pedro Bahamondes al contar su historia. Vida de mierda cuando no te publican, no te invitan, no te incluyen. ¿Cuánto debe alguien desdibujarse, deformarse, para ser aceptado en un club?

Faludy, en el lúcido perfil de Florencio Ceballos, escribe en magiar hasta el final y rechaza las traducciones, aunque solo en Hungría puedan leerlo. Ese es su lugar, allí pertenece: «En húngaro sabía lo que erdő quería decir, y no era el woods inglés, era otro bosque, tenía otro olor, otra sombra, otro ruido, que quedaba reservado a los hablantes húngaros capaces de sentirse en casa entre esos verbos endemoniados terminados en ik, entre sus veinticinco consonantes y catorce vocales, sus mil combinaciones posibles de c, s y z».

¿A qué tribu pertenece Chitarroni? Cristián Rau no logra diluci- darlo. Chitarroni convierte un diálogo con él en un encuentro con el oráculo («¿Tan críptico soy? Caramba, voy a tratar de moderarme, pero es como preferiría seguir adelante. Probablemente no pueda hacer otra cosa»).

Alejandra Costamagna retoma conversaciones con su madre, con Las mil y una noches, con Hebe Uhart. En buena compañía, pide que le salgan plumas nuevas al leer, al escribir. «La lectura y la escritura como transformación en el lenguaje y como festín de lo desconoci- do. Decirle al ojo: mira eso, todo eso, como si fuera la primera vez que lo haces».

Clubes de lectura virtuales o ficticios. Comunidades de fanáticos. Feligreses, correligionarios, compatriotas, compañeros. Ser magallá- nico, ser melómano. Obsesionarse con el básquetbol hasta el dolor, amar el café hasta el hartazgo. Incluso las formas tradicionales de pertenecer tienen, si se las mira de cerca, algún rasgo estrafalario, alguna dosis de locura.

Es una locura tibia, entrañable. La fantasía del vínculo. Una idea que, a comienzos de los 90, tomó forma en un aviso publicitario que mostraba una larga mesa de chilenos y chilenas que compar- tían el té. Todos, parte del mismo club. Una mesa ecuménica, alegre, sin conflictos, como relata en su crónica Florencia Doray. Pero la realidad es fragmentaria. Los clubes brotan, se multiplican hasta el infinito. Sentarse a la mesa o patearla: por estos días, hay muchas formas de pertenecer.

Marcela Aguilar

Pertenencias