Tenía más de cuarenta años cuando me enteré de que Carrera y Domínguez se tocaban en nuestra carpa. Dudo si fue solo durante un campamento o también en otros, porque no recuerdo quién me lo contó, ni en qué contexto. Y creo que debí quedar muy perplejo, porque tampoco recuerdo haber preguntado más.

La información me noqueó por varias razones. Primero que nada, porque éramos una patrulla grande: en un momento llegamos a ser diez integrantes. Diez integrantes que compartían una misma carpa en cada campamento. Además, éramos niños o adolescentes a lo sumo: Domínguez, por ejemplo, llegó con doce años a la patrulla; Carrera tenía catorce, yo quince. Los demás patrulleros eran bastante chicos, de once años en adelante. Y esos niños estaban bajo mi cuidado, día y noche, aunque a la noche estaban todos tan cansados que dormían como troncos. O eso pensaba yo. ¿Alguno de esos chicos se habrá percatado de los sobajeos –y quizás qué más– de Carrera y Domínguez?

Los jefes de tropa, unos tres o cuatro (jefe, subjefe, etc.), eran muchachos de entre dieciocho y veinticuatro años a lo mucho, pero tenían todo nuestro respeto y admiración. Eran, además, nuestro ejemplo de virtud, de compromiso, de sensatez, de fuerza, de resistencia. De hombría, en suma. Todos tenían como requisito mínimo la condecoración más temida y codiciada, el «parche de supervivencia», cosida con orgullo en uno de los brazos de su camisa gris: la prueba de que habían pasado dos o tres días durmiendo a la intemperie en medio del bosque o de un descampado, realizando pruebas en solitario, comiendo solamente de un tarro de jurel y, con suerte, recibiendo como aliciente algún pedazo de chocolate. Pero, además de ser tipos duros, los jefes de tropa eran bondadosos y siempre buscaban nuestro bienestar.

Supongo que por eso habían resuelto que al principio fuéramos solo dos, Carrera y yo, los integrantes de una nueva patrulla. Como nos llevábamos tan mal en la que éramos compañeros, la Cóndores, a los jefes de tropa, que nos consideraban «buenos elementos», se les ocurrió que quizás trabajando juntos podríamos mejorar nuestra relación y hasta llegar a ser amigos. Insisto: supongo. Así que decidieron resucitar una vieja patrulla que había desaparecido allá por los ochenta: Pumas.
(Estábamos en 1992, pero los ochenta sonaban como algo muy lejano.)

El plan era hacer una prueba de roles: el primer guía sería Carrera, yo el subguía, por seis meses; luego yo sería guía y Carrera subguía, por otros seis. Al final de la prueba ellos decidirían a quién dejar como guía en forma permanente.

Una segunda razón por la que me quedé tan impactado es porque nunca hubiese sospechado de la homosexualidad de Carrera. La de Domínguez era previsible. Siempre me esforzaba por que no lo molestaran a causa de eso, pero él también se defendía: varias veces detuve peleas protagonizadas por Domínguez, defendiéndose. Pero Carrera no daba esa impresión, o quizás distraía su chocopanda y el que se dejara crecer las uñas de los meñiques. Era poco dado a la risa, es más, creo que nunca lo vi reírse, siempre estaba como estresado, medio histérico. Tenía muy mala manera de expresarse, a veces no entendía lo que me hablaba. Inventaba o confundía palabras o decía «hueá» para todo lo que no sabía nombrar. «Tráeme esa hueá». Y yo «qué hueá». Me sacaba de quicio y yo lo sacaba de quicio a él. Nos odiábamos. Había llegado a la tropa porque su hermano, que trabajaba como cargador en la Vega, era amigo de uno de los jefes.

El inicio de la patrulla Pumas, cuando fue el turno de Carrera de ser guía, fue de las peores temporadas que pasé en los scouts. Aunque nunca tan mala como el segundo campamento de mi vida, cuando era lobato, a mis diez años.

Por falta de cuórum de lobatos para el campamento de verano, a los pocos que fuimos nos repartieron entre las patrullas de la tropa durante los diez días que duró. En calidad de suches, por supuesto. Tuve la mala suerte de caer en la patrulla Leopardos, cuyo guía, curiosamente llamado Leopoldo, era un muchacho excelente, cálido y comprensivo, recto, buen líder. Pero el subguía era un imbécil; un tipo de apellido Mella que le hacía honor a su apellido, por lo dañino. Durante todos esos días se ensañó conmigo de manera especial y se esforzó por someterme a toda clase de vejaciones. Bueno, quizás exagero, pero: ir solo a lavar la loza de toda la patrulla al río, limpiar las letrinas, mantener el aseo de la carpa y de nuestro sitio, en fin. Y para colmo, ante cualquier mínima falta, me agarraba a patadas en la raja.

Mella fue quien me introdujo en esa tradición scout de usar el recurso de la patada en la raja con tanta facilidad como método punitivo o correctivo. Leopoldo no estaba cuando ocurría eso… aunque ahora que lo veo en retrospectiva, creo que tenía problemas para manejar a Mella, o simplemente hacía la vista gorda. No sé. Terminé ese campamento con disentería, de la pura pena y el estrés.

Humillación doctrinal

Carrera era una suerte de clon de Mella, en su actitud. Como guía, teniéndome como único patrullero, o sea, su subguía, se portó como un imbécil: mandoneaba, pedía que hiciera de todo y él, claro, no hacía nada. Siempre con un tono de pedantería absurda porque él era el guía y «tú tienes que obedecerme».

Una vez, en un campamento, me demoré en algo o no quise hacerle caso y trató de agarrarme a patadas en la raja. Lo mandé a la cresta y fui a hablar con los jefes. Pero el resultado fue peor.

Esa noche fueron los sachem a sacarnos de la carpa. «Sachem» era el nombre que recibían los jefes supremos de algunos pueblos indígenas de Norteamérica. Pero en el caso de los scouts, al menos en este país, los sachem son un grupo secreto compuesto por algunos de los jefes, además de integrantes de la Ruta –lo que sigue después de la Tropa, dieciséis años hacia arriba–, que se disfrazan de indios rayándose la cara, usando ponchos mapuche y cintillos de lana. Salen en medio de la noche, se acercan a las carpas tocando un tamborcito y entonando un fúnebre canto: «Son los bravos sachem, hijos de la antigua raza de los indios manitú». Luego gritan sus nombres de sachem: «¡Halcón! ¡Águila! ¡Cóndor!», etc. Cuando los escuchábamos cerca, ya sabíamos que iban a sacar a alguien de la carpa, básicamente para golpearlo, o de plano para humillarlo.

Era una humillación con fines doctrinales, supuestamente. Los sachem chilenos saltaron a la fama en 2010 cuando en un grupo scout de Viña del Mar golpearon a un muchacho, en su iniciación, durante tres horas hasta dejarlo en coma.

Esa noche los sachem fueron por Carrera y por mí. Nos apuntaron con las linternas a la cara para que no viéramos las suyas y nos obligaron a salir descalzos al frío. Así lo hacían siempre. Entonces, para entrar en calor, te hacían correr distancias cortas en medio del bosque, pisando los palos y las piedras, de lo cual no debíamos quejarnos, o seríamos castigados. Los castigos eran siempre patadas en la raja o hacer ejercicios o pruebas en corto tiempo. Y si no lograbas hacer esas pruebas, patadas en la raja. Luego los sachem hablaban, como indios supuestamente, es decir, de manera tarzanesca, para señalar lo malo que habías hecho, lo que debías corregir. En nuestro caso, la advertencia fue trabajar en equipo, Carrera y yo. Luego nos pusieron en posición para recibir patadas en la raja y empezaron: una, dos, tres, cuatro… más o menos cinco por sachem. Pero a Carrera le tocaron más, por abusador.

Al día siguiente la actitud de Carrera cambió. Quedó más dócil, menos arbitrario. Terminamos ese campamento sin ningún triunfo, pero al menos habiendo sobrevivido como una patrulla de dos personas contra otras tres patrullas de entre seis y nueve integrantes.

Meses más tarde fue mi turno de ser guía, Carrera mi subguía. El campamento siguiente lo ganamos, a pesar de ser solo dos. Los jefes me nombraron guía definitivo. Luego comenzaron a llegarnos patrulleros, chicos de entre doce y catorce años. Primero dos. Luego dos más. El campamento siguiente lo ganamos, también el subsiguiente. Creo que fue para ese campamento que llegó Domínguez.

A mis veintinueve o treinta, me encontré con Domínguez, una vez, saliendo de una farmacia junto a la clínica Santa María. Él me reconoció, a pesar de los años, e inmediatamente lo recordé. Estaba casi igual, solo que más alto: medio gordo pero de brazos delgados, pelo negro corto, pecas –aunque menos que en su infancia–, los ojos caídos, dientes largos, la expresión facial al hablar como de esos peces de Bob Esponja, lo prototípicamente amanerado de sus gestos. No recuerdo de qué hablamos, pero definitivamente no fue de sus andanzas con Carrera. De haber sabido en ese momento lo que me contaron después, por supuesto que le hubiese preguntado.

Domínguez, a diferencia de todos nuestros otros patrulleros, quienes habían elegido cambiarse a nuestra patrulla o venían de los lobatos, inauguró su vida scout en la Pumas. En ese entonces, a sus doce años, era un chico muy pecoso, gentil, a no ser que lo molestaran por sus modos y comenzara a pelear. Cuando tenía más confianza, como conmigo, se permitía ser débil y llorón. Recuerdo varios episodios durante un campamento tratando de contenerlo porque echaba de menos a su mamá. O porque lo molestaban mucho. Carrera lo trataba mal, le daba patadas en cualquier momento del día, solo porque Domínguez era lento, o porque sí.

Pero por las noches, en la carpa, mientras todos los demás dormíamos, se tocaban. ¿Se besaban? No lo sé. ¿Había consentimiento por parte de Domínguez? Tampoco lo sé. Y si era consentido, por ambos, ¿por qué Carrera trataba tan mal a Domínguez durante el día?

Niños con uniformes

Nuestro grupo scout era bastante inusual, o quizás ambiguo. Para empezar, nuestro himno usaba la misma melodía que «Venceremos»; nunca supe si era como homenaje, o simplemente era muy antiguo y nadie la reconoció, o si era una parodia. No se hablaba abiertamente de política en esos días, no al menos en esos grupos. Todo era militarizado en los scouts, muy castrense, como el ambiente general de fines de los ochenta, pero siento que nuestros jefes alucinaban más con creerse revolucionarios castristas que GI Joe. Pero eso tampoco quedaba claro, porque nunca nadie fue explícito con su postura política, no al menos entre los jefes, aunque uno de ellos era de apellido Allende. Lo cual, claro, no significa nada.

Y en esa ambigüedad se cruzan de alguna manera el rumor de Carrera y Domínguez toqueteándose en la carpa, mientras todos dormíamos, y el uso constante de las patadas en la raja, del movimiento con la punta de la pierna extendida y tensa intentando tocar el ano ajeno.

Y entre eso también se cruzan la adolescencia, la soledad y la compañía, las hormonas, el miedo, la competencia, el secreto, la vergüenza, la cobardía de reconocerse, de ser, todo eso escondido en uniformes e insignias.

En fin. Todo lo que es profundamente masculino.

 

 

 

Acerca del autor

Galo Ghigliotto es editor y escritor. Su último libro es El Museo de la Bruma.