Evelyn Erlij
Cada época tiene sus palabras fetiche o incluso su diccionario privado. Hoy, por ejemplo, no alcanza con ser famoso o genial. No basta con que la última novedad sea sorprendente o con que una receta de panqueques sea sencillamente rica: ahora cualquier cosa o persona que destaque debe ser icónica. Lo es –según la prensa– Rosalía, el nuevo modelo de Renault, el traje que usó Julia Roberts en los Globos de Oro de 1990, los audífonos más recientes de Samsung, y en Chile incluso el Manjarate. En septiembre de este año, el New York Times se dio el trabajo de elegir icónico como la “palabra del día” y de contar en cuántos de sus artículos de 2024 aparecía: la encontraron en 1.730.
Una cifra, digámoslo, bastante icónica, que de una u otra forma nos dice algo sobre un presente saturado de imágenes, un vertedero visual donde “da lo mismo si intentamos saber del tiempo o ubicarnos en el espacio, si queremos demostrar odio o simpatía: todo es cuestión de pinchar en el icono adecuado”.
La cita es de Iconofagias. Un diccionario del siglo XXI (Debate, 2024), el último libro del ensayista, crítico de arte y curador cubano Iván de la Nuez (La Habana, 1964), quien, además de haber dirigido La Virreina Centro de la Imagen de Barcelona –uno de los espacios artísticos más relevantes de esa ciudad–, ha sido comisario de exposiciones como De facto. Joan Fontcuberta 1982-2008, la retrospectiva de uno de los grandes fotógrafos españoles de las últimas décadas; Atopía. El arte y la ciudad en el siglo XXI (2010), del CCCB Barcelona, sobre las formas en que el capitalismo global ha transformado el espacio urbano y los modos de vivir; y varias muestras sobre el imaginario visual cubano, como Iconocracia. El poder de las imágenes y las imágenes del poder en la Revolución cubana (2015).
Iconofagias es una suerte de glosario que condensa algunas de las ideas que el autor ya ha desarrollado en torno al arte, la política, la ideología y la cultura visual en sus exposiciones y también en columnas y ensayos publicados en medios como El País y Rialta, y en libros como El comunista manifiesto (2013), Teoría de la retaguardia (2018), Cubantropía (2020) y Posmo (2023), en los que ha pensado con lucidez sobre el poder de las imágenes en un mundo saturado de ellas, y con los que se ha convertido en una de las voces latinoamericanas más incisivas para entender este desborde.
Su último ensayo funciona como un manual de época, un inventario de conceptos –desde autofagia hasta Zoom, pasando por guerra cultural, museo y selfi– de una era gobernada por la iconocracia, un régimen donde las imágenes nos rigen y lo dominan todo, una tiranía visual que es necesario combatir “siempre que la entendamos como un ecosistema de poder y contrapoder”, apunta el autor. Su estrategia es clara: practicar la iconofagia, es decir, la ingesta crítica de las imágenes; engullir, mediante un “proceso de gestión y digestión”, la iconografía que genera la cultura contemporánea.
“Cada vez que a mí me asalta una imagen, lo que me gustaría inventar es una palabra. Todavía más, pienso que las imágenes no sirven si no pueden escribirse (y no hablo de describirse). Creo que toda textura visual debe ser convertida en texto y que en esta revancha radica la forma literaria de la iconofagia”, escribe en las primeras páginas del libro.
“Iconofagias tiene un punto de partida totalmente cotidiano, aunque solo sea por el hecho de que nuestra vida esté gobernada por iconos: nos levantamos y uno nos enciende el mundo, nos acostamos y otro nos lo apaga. Y esto es así para todo, lo mismo para comunicarnos que para hacer un café, para escribir y para fotografiar… Pero el libro también tiene un punto de partida intelectual, marcado por un cambio de época o, si se quiere, por un cambio en la dirección del tráfico de nuestras interpretaciones sobre esta época en la que gestionamos y digerimos esos iconos”, explica de la Nuez desde Barcelona, donde vive hace tres décadas.
En tiempos en que producimos más imágenes de las que podemos consumir, la idea de “comerlas” –seleccionarlas, procesarlas y metabolizarlas en lugar de tragarlas pasivamente– es un imperativo, dice, porque el exceso audiovisual funciona como el exceso de comida: puede empacharnos, aturdirnos y paralizarnos. En Iconofagias, de la Nuez lo formula con una comparación:
“Si la crítica de cine es un oficio del siglo XX, la iconofagia es una necesidad –fisiológica– del siglo XXI. Si la primera se comporta como un ‘oficio’, la segunda es, sencillamente, una obligación. La crítica de cine se escoge, la iconofagia nos escoge a nosotros. Un crítico de cine del siglo XX era un especialista, mientras que un iconófago no siempre está en posición de discernir. La crítica de cine plantea una lidia entre un sujeto y su objeto. En la iconofagia esa frontera se disuelve, y a menudo lo que trasluce es una batalla entre sujetos que se transforman una y otra vez en objetos de sus depredaciones mutuas”.
En otras palabras, ya no somos solo observadores, sino parte de la cadena alimenticia de la iconocracia: publicamos selfies, mandamos memes, hacemos videos, creamos stickers, fotografiamos ad nauseam; devoramos imágenes y somos devorados por ellas. Frente a eso, el ensayista, que toma como inspiración el Diccionario jázaro de Milorad Pavić (1984), compone un glosario en base a fragmentos autónomos que, unidos, dibujan un mapa del presente.
Así aparecen la selfi como un gesto de autoconstrucción y autodestrucción, el like como la unidad mínima de poder, el museo como un lugar en crisis, la pantalla no como mediación sino como destino o la democracia convertida en un icono vacío. Detrás de todo –escribe el autor– resuena una pregunta al parecer sin respuesta: si esta es la era de la imagen, ¿cuál sería la imagen de esta era? ¿Las Torres Gemelas, el niño Aylan en las costas de Turquía, el asalto al Capitolio?
“En este mundo, las imágenes no solo apuntalan o describen el poder, sino que son poder en sí mismas. Por eso la iconofagia es tan necesaria, porque no solo implica lo que esa cascada de imágenes muestra, sino también lo que oculta. No solo se ocupa de aquello que las imágenes revelan, sino de aquello que velan”, dice el ensayista.
La idea quedó en evidencia tras el 7 de octubre de 2023: los terroristas de Hamás registraron sus masacres con cámaras GoPro e incluso transmitieron en vivo, y luego el gobierno israelí proyectó ese material para periodistas creyendo que las imágenes hablarían por sí solas. Pero el mundo ya no funciona así. Durante la guerra de Vietnam se decía que Estados Unidos la perdería por culpa de las imágenes que difundió la prensa, pero hoy llevamos años viendo atrocidades de Ucrania y Gaza, y nada cambia. O, peor: es como si las fotos alentaran la catástrofe. Frente a imágenes que ya no garantizan la verdad y que se volvieron infinitas y desechables, de la Nuez defiende la iconofobia: apartar la mirada para ver mejor.
“Tiendo a sospechar de las parábolas: ni Gaza es el nuevo Vietnam, ni la invasión a Ucrania es una vuelta a la Guerra Fría –dice–. Es más, pienso que esa creencia en el retorno forma parte de nuestra incapacidad de nombrar o describir nuestro tiempo. En Gaza está ocurriendo ahora mismo un genocidio que no se puede explicar como consecuencia del atentado de Hamás, por execrable que este sea. No es una respuesta, sino un viejo plan al que el terrorismo de Hamás le ha servido en bandeja una coartada. En este caso, las imágenes pueden actuar como una cortina que impide llegar al corazón de las cosas. Son decenas los fotorreporteros que han sido asesinados, en un genocidio donde persevera el deseo de un apagón visual que pueda tapar el horror. Con el uso del teléfono móvil, lo que ocurre es que, al igual que todos podemos ser iconófagos, todos podemos ser fotorreporteros. Aquí el modelo de los periodistas de las novelas de Graham Greene o John Le Carré ya no funciona”.
El futuro es hoy
No es primera vez que Iván de la Nuez diagnostica una incapacidad de nombrar estos tiempos: en Teoría de la retaguardia advertía que la noción de “arte contemporáneo” había dejado de describir una etapa para convertirse en un estado perpetuo: un presente que se estira hasta el infinito, un reloj detenido –quizás el mejor ready-made de Duchamp–, un estado en que un artista muerto hace setenta años como Jackson Pollock puede ser “contemporáneo” de Damien Hirst. Lo mismo pasa con la obsesión actual por el prefijo post o pos, al que le dedica una entrada notable en Iconofagias: hablamos de posdemocracia, poscultura, posmodernidad, posverdad o poscapitalismo, como si la lengua se trabara al momento de inventar nuevos conceptos.
“Esa incapacidad está vinculada a este momento en el que la palabra ‘post’ no prefija, sino que fija. Un ‘post’ hoy no habla de algo que viene después, sino de algo que se atornilla casi para siempre. No antecede, sino que más bien se ‘cuelga’, se ‘pone’, y es un vehículo de expresión en sí mismo. Algo que abandona su valor como prefacio y tal vez traduce una idea de eternidad”, explica. Esa es su sospecha: hoy somos incapaces de clausurar etapas y de inaugurar otras; no logramos salir de un loop donde el futuro no llega y el pasado no termina de irse. La pregunta, en todo caso, es cómo sobrevivir a un presente donde, a pesar de que las imágenes y las palabras sobran, no nos ayudan a narrarnos, a darle un sentido común a lo que vivimos. En vez de esclarecer, se multiplican como un ruido de fondo.
La entrada “Qué” de su diccionario explica con lucidez ese desajuste: “Un día, el ‘qué’ se comió al ‘cómo’ en la valoración de las obras artísticas en general y las imágenes en particular. Ese día, el periodismo fagocitó a la crítica, la noticia a la interpretación. La anécdota acabó con la hermenéutica”. El resultado, dice de la Nuez, es un mundo saturado de columnistas aferrados a su opinión y de escritores publicando no ficción: “Todos y todas con una historia que contar, pero no necesariamente avezados en el cómo contarlas”.
–Dices en el libro que “toda textura visual debe ser convertida en texto” y que ahí radica la forma literaria de la iconofagia. Pero para practicarla, para digerir una imagen, hay que aprender a leerla y pensarla, y tener los medios y la voluntad de hacerlo. ¿Crees que uno de los grandes peligros hoy es el analfabetismo visual?
–Creo que esa educación visual es muy necesaria, y a la vez creo que ya llegará tarde, tan pixelada como el asalto inmisericorde de tantas imágenes sobre nuestra experiencia. Esta era de la imagen es rea de la imagen –perdona el juego de palabras– y no se sostiene a pesar del analfabetismo visual, sino gracias a él. No hay nada que no apunte a la proliferación. Pasa con las opiniones en las redes y en todos lados.
Tampoco es un secreto que las editoriales siempre publican de más. Y así vamos, acumulando megas, kilómetros en las compañías aéreas, likes, followers, haters… En otros tiempos, el analfabetismo implicaba una carencia; en este, una sobreabundancia. Es complicado discernir, pero este es el modo en que funciona el sistema. Siempre más, hasta que implosione porque es un sistema que no puede parar, ni saciarse, ni dejar de hacerle pensar a la gente que en alguna esquina del mundo le espera esa panacea cuantitativa como solución a sus problemas.
–Alguna vez el historiador Pierre Nora dijo que el siglo XXI sería el siglo del olvido porque la memoria corre el riesgo de diluirse en un mar de información y contenido sin fin. ¿Cómo crees que recordaremos esta época en el futuro?
–Yo creo que esto que vivimos es, en buena medida, el futuro. Y uno de sus principales bazas es la cantidad, el volumen aplastante de lo masivo. Durante siglos, crecimos bajo la idea de la superación, pero esta época no parte de la superación, sino de la acumulación, que no deja de ser un síntoma significativo del estancamiento. Aquí el acto de cribar, la selección misma de lo que dejaremos para mañana, no parece posible. Basta con que cualquiera asuma que las cosas no son como nos la dijeron y se permita justificar que la tierra es plana o se dedique a alabar las bondades de cualquier tiranía. Nos columpiamos entre la más absoluta relatividad y la más absoluta incondicionalidad. Si te fijas en la política, te encuentras que el multipartidismo es ya una multiplicación de unanimidades. Vivo en España hace más de tres décadas y jamás he escuchado, en un Parlamento, a un diputado darle la razón al adversario. O al menos decirle que su idea es interesante y valorable.
–De hecho, da la impresión de que cada vez soportamos menos la ambigüedad, la zona gris, las incertezas. En la comunicación digital, llenamos las conversaciones de emoticones, stickers y otros signos tranquilizadores para ser lo más literales posible. ¿Qué crees que nos dice esto sobre el presente?
–En estos tiempos blanquinegros, el poder impera desde esa abdicación que consiste en convocarnos, siempre, a jugar con las cartas marcadas. El “conmigo o contra mí”, el “todo o nada”, el “nosotros o los otros”. ¿Quién gana con esto? Los ciudadanos de a pie, seguramente que no. La duda, seguro que no. La ambigüedad, tan necesaria en la vida o el arte, seguro que no. La eliminación de fronteras de todo tipo, seguro que no. La cultura, en definitiva, seguro que no. Yo me formé en Cuba bajo el dictum de un lema como “Patria o muerte”, y esa zona dogmática es el lugar de donde vengo, no al que quiero ir.
–Hablando sobre literalidad, hace poco la escritora Namwali Serpell publicó en el New Yorker “El nuevo literalismo”, un ensayo en el que se quejaba de que las películas de hoy, todas, desde las premiadas hasta las más comerciales, son literales hasta la ridiculez, evitan a toda costa las metáforas. Y me pregunto cómo esto está afectado al mundo del arte, en particular, donde la forma tiene igual o más importancia que el fondo.
–Tiene que ver con la pregunta anterior y es de lo más grave que le ha podido ocurrir a la cultura. El hecho de quedar convertida en noticia hasta el punto de que la crítica acabe transfigurada en periodismo, devorada por ese “qué” noticioso al que le importa bien poco la valoración de las obras. Esto es resultado directo de eso que [el teórico brasileño] Norval Baitello Jr. llama “la era de la iconofagia”, con el consecuente apogeo del clickbait, y con esos titulares escabrosos lanzados a hacer crecer a toda costa el tráfico de Internet. Está claro que todo el mundo tiene una historia que contar, pero no necesariamente todo el mundo está entrenado en cómo contarlas. No hace mucho tiempo, un libro o una exposición o un concierto tenían, digámoslo así, dos momentos en un mismo medio: el primero, dedicado a la noticia; el segundo, dedicado a la crítica. El primero era la noticia (una presentación, un estreno, una inauguración). En el segundo se escrutaba eso que tanto preocupa a Coetzee: los mecanismos internos de las obras. En esos tiempos el qué y el cómo estaban compensados. Y esa compensación hoy nos suena como una especie de lengua muerta.
Santiago, 1984. Es periodista y máster en Periodismo Literario, Comunicación y Humanidades por la Universidad Autónoma de Barcelona. Es la editora de la revista Palabra Pública de la Universidad de Chile.