Solo una vez conversé con Luis Sánchez Latorre: una noche de 1997, por teléfono. No puedo recordar quién llamó a quién y para qué. Es decir, he olvidado por completo el contenido de esa conversación, pero no algunos elementos secundarios: primero, la serenidad con la que hablaba el viejo escritor. No se trataba estrictamente de lentitud, sino de una especie de acomodamiento a las circunstancias. Sánchez Latorre me pareció, por la cadencia de la voz, una de esas personas que se saben en su centro. Me fijé en eso porque yo, que vivía entonces en el centro (calle Santa Lucía) no me sentía del todo en mi centro y las frases me salían atropellándose unas a otras. Lo otro que recuerdo es que mientras hablábamos podía imaginármelo en la cálida intimidad de su casa de Las Condes (calle Fontana Rosa), su refugio en el Lejano Este. Probablemente yo había conocido esa casa años antes –1983– en las páginas de un suplemento de decoración de Las Últimas Noticias. Sánchez Latorre había sido nombrado entonces miembro de la Academia Chilena de la Lengua y el diario donde venía escribiendo desde 1946 decidió dedicarle un reportaje a su intimidad doméstica. “Me asusta abandonar mi refugio natural”, dijo en otra parte, “este rincón donde vive lo que amo, único universo posible para mí”.

Que no pueda recordar lo que hablamos no es gratuito en este caso. Los olvidos y las pérdidas son temas sicológicos, parasicológicos y, por lo mismo, literarios. Sobre la desaparición durante años de los originales de La tierra baldía, de Eliot, escribió Ezra Pound: “Is pure Henry James”. Tras la muerte de Rodrigo Lira en diciembre de 1981, Sánchez Latorre publicó en Las Últimas Noticias una columna titulada “Sendas perdidas”. Enunciaba en ella el enigma de por qué se suicidan los jóvenes y añadía que había buscado con desesperación y sin resultados cierta plaquette que Lira le había entregado meses antes. La plaquette en cuestión era un panfleto del paródico grupo literario Chamico donde, entre otras faltas de respeto, a Sánchez Latorre se lo llamaba Lucho Chánchez de la Torreja. En esos mismos tiempos extraños Nicanor Parra confesó igualmente el extravío de unos papeles de Lira y de un saludo por escrito que alguna vez le había mandado Ezra Pound. Para mayor abundamiento, me he pasado varios días buscando inútilmente Los expedientes de Filebo, el primer libro de Sánchez Latorre (1965), donde ejercitó –sin aparentes seguidores– un tipo de crítica literaria que tomaba riesgos equivalentes a los de la literatura y que introducía además una impagable clave humorística.

Sánchez Latorre se consideraba no tanto crítico como comentador de libros. “La función de un crítico”, contestó en una entrevista de 1993, “no es servir de faro, ni de guía, ni de profesor, ni de maestro. La función de un crítico es la de quien quiere hacer luz acerca de lo que ha leído y ha visto. Es transmitir un poco su experiencia personal frente al mundo. Que esto no le gustó, que esto lo atrajo, pero eso no significa normas ni pautas para escribir. No, sencillamente es un escritor más”. Pero hay una trampa en esta declarada simplicidad: estamos hablando de un lector erudito, exigente, un poco mañoso, conocedor de los mecanismos de la creación literaria.

Sus objetores lo consideraron, en el plano de la apostilla literaria, un “hombre de peros”, lo que equivale a decir “perdonavidas”, porque tendía, una vez que le gustaba algún libro ajeno, a añadir ciertas dudas, a deslizar algunos reparos a veces menores. A mí mismo, cuando publiqué un libro con crónicas sobre Santiago, me dedicó unos halagos contenidos, criticando el hecho de que a los textos de mi autoría les jugaba en contra, por su brevedad, su origen periodístico. Alguien me dijo “lo que pasa es que te metiste en su terreno”, porque él en sus crónicas repasó una y mil veces las viejas calles de un Santiago en vías de extinción. No tengo idea. Me tomé el raspacachos precisamente como parte del sistema de arbitrariedades de las lecturas personales. Pero hay algo que añadir: era tan fregado con sus propias producciones como con las ajenas. Hablando de sus inicios declaró alguna vez: “Manuel Rojas me había enseñado lo primero que debía tener un escritor para evolucionar: la autocrítica. El procedimiento que él aconsejaba, fácil y manuable, era tomar los escritos propios, guardarlos en un cajón durante tres meses y releerlos después. Si el escrito resistía la prueba de una segunda lectura, entonces se estaba en la senda correcta y el escritor evolucionaba”.

Luis Sánchez Latorre, precisamente, perteneció al estimable club de los escritores adiestrados en la profesión periodística. Culpaba a la Generación del 50 de haber inoculado una perspectiva despreciativa hacia el periodismo, oficio supuestamente opuesto a la labor del escritor de proyectos mayores, sostenidos por monstruosos esfuerzos, si bien varios de los autores de ese círculo excéntrico –Donoso, Edwards, Lihn, Lafourcade–, se perfilaron después como aventajados columnistas. Sánchez Latorre hacía suya la posición del epónimo de la cofradía virtual de los escritores-periodistas, Joaquín Edwards Bello (que por su trabajo de años en La Nación sentía que escribía un libro cada día) y solía citar una larga lista de escritores que forjaron las armas de la palabra escrita en la prensa: de Vicuña Mackenna a Josep Pla, de Alberto Edwards a Edmund Wilson.

Ya cuando era estudiante del Liceo Amunátegui cumplía con el rito de comprar el diario –“como un adulto”– cada mañana antes de entrar a clases. Le interesaba el hecho de que los diarios le abrían una ventana al mundo real, un punto de vista que el colegio le negaba. Entre los recuerdos que desliza en su libro Memorabilia (2000) hay uno particularmente raro: dice que nunca había lluvia en sus días de colegial, que en todas las escenas de su memoria de la época está presente el sol santiaguino y su preocupación personal por la Línea Maginot y las lejanas alternativas de la Segunda Guerra Mundial.

¿Habrá sido un buen alumno? Posiblemente no, distraído como estaba por los acontecimientos del mundo y por la literatura. En sus palabras de 1987: “El programa de literatura que pasaban en clases distaba mucho del que yo mismo iba elaborando. De ahí surgió una disparidad muy grande entre el liceo y yo. Ha habido una época en la cual los alumnos disconformes se tomaban el colegio –como han vuelto a hacerlo hoy–. Cuando yo era estudiante los alumnos disconformes se iban del colegio porque no consideraban pertinente permanecer allí”.

Como tantos, cuando joven Sánchez Latorre encontró en el periodismo una solución a los problemas económicos y una forma de descomprimir aunque fuera por una salida de emergencia las presiones de la pasión literaria. En unos cuantos años pasó por todos los oficios propios del diario, desde reportero a gacetillero. Uno de los primeros espacios propios de escritura que le dieron se llamó “Antisolapa”, un concepto que puede proyectarse a su desarrollo posterior: fue el antisolapero por excelencia, a veces críptico en sus críticas, caprichoso, pero jamás avivador de cuecas publicitarias.

La fugacidad de los escritos de prensa lo tuvo sin cuidado: siempre estaba la posibilidad de fijar y procesar esos materiales hechos a la carrera en el formato del libro, que simplemente agrega un plazo nuevo a la perduración de los textos.

Las primeras lecturas que lo deslumbraron correspondieron a autores chilenos de corte social: Nicomedes Guzmán –casi vecino suyo–, y los casi eclipsados Juan Godoy y Nicasio Tangol. “Jamás imaginé”, especificó retrospectivamente, “que en la novela y en el cuento se pudieran decir las cosas de esa manera: el conventillo, el mundo sórdido, la vida sexual del pueblo. Me deslumbró esto porque yo todavía tenía la idea de que la novela era algo blanco y puramente imaginario”. Sus tempranas andanzas por el barrio Yungay e inmediaciones han quedado registradas en el libro Lejano Oeste (1987). El Lejano Oeste en este caso comenzaba más allá de la línea del tren de la Avenida Matucana, donde la ciudad se disgregaba en casas achaparradas, rancheríos y remanentes del campo. Después las circunstancias lo cambiaron de barrio: se fue al otro extremo, a los dédalos de El Golf, un sector de casas nuevas y mansiones sin pátina donde también por entonces quedaban los despojos de un campo en retirada.

Asunto aparte son los seudónimos con que el escritor firmó sus comentarios, alternándolos con su nombre legal. Uno de ellos es Filebo, sacado del voluptuoso pero quitado de bulla personaje del diálogo de Platón; el otro, Pepys, tomado del extravagante parlamentario inglés, autor de aquel famoso diario que registra en un mismo flujo acontecimientos de la historia local del siglo XVII con otros de la pequeñísima historia. Según Sánchez Latorre los seudónimos le permitían decir cosas que la presencia del nombre propio le inhibía. Y también descubrió el fenómeno inverso: que había un tipo de escritura que solo podía suscribir Luis Sánchez Latorre.

El tema se complica desde el momento en que Filebo y Pepys fueron también los personajes de su primer libro. Circulaban por los lugares áuricos del Santiago de los 60 –la Plaza de Armas, los bares del centro– analizando, pelando, criticando los libros del momento en diálogos deliberadamente pomposos cuyos requiebros encubrían apreciaciones muchas veces lapidarias. Partners de estas especulaciones peripatéticas eran unos individuos con nombres inverosímiles: Ebagrio Colodrillo, Isidro Cascajete.

De cualquier forma, esas sonoridades rebuscadas son para nosotros tan incomprensibles como en algún momento el nombre de Nicanor Parra lo fue para Borges. Sánchez Latorre testifica la graciosa impertinencia de Borges, formulada en uno de sus viajes a Chile. Alguien, para aclarar las cosas, le habría dicho: “Es el hermano de Violeta Parra”. Y Borges: “También es un nombre raro”.

Luis Sánchez Latorre ejerció la literatura y el periodismo en esos géneros-aduana que permiten pasar de una zona a otra: la crítica, el ensayo, la crónica, el memorialismo. La ficción –“el esquí de la imaginación ajena”, según la frase de un viejo profesor-– no le producía al final de su vida más que irritación. Hasta el último día mantuvo su columna de Las Últimas Noticias, donde se despachó, poco antes de morir, una memorable diatriba contra los novelistas.

En muchas entrevistas lo instaron a hablar de premios literarios, problemas de la Sociedad de Escritores (fue su presidente en dos períodos: 68-70 y 73-84), el IVA a los libros, asuntos gremiales. Es quizás la parte menos atractiva de su carrera y de sus intereses, pero él pensó haber descubierto un valor adicional en esas diligencias. El hecho, tras el golpe de Estado su intervención fue clave en la defensa de escritores perseguidos. Más tarde logró que a Gonzalo Rojas se le permitiera regresar a Chile desde el exilio.

Algunos de sus amigos dicen que Luis Sánchez Latorre siempre fue viejo. Yo les contesto que he visto fotos suyas de guagua. Claro, concluyen, pasó directamente de la lactancia a la ancianidad. Es difícil olvidarse de su cara: las orejas largas, el pelo nutrido, los anteojos gruesos, “el bigote azteca” (según la observación del periodista Julio Martínez). Se manifestó como porfiado partidario del paraguas chileno tradicional, rígido y masacotudo, en un gesto de desprecio hacia los paraguas chinos plegables y desechables. Otra prenda a la que le tuvo estimación fue el sombrero de paño con franja, también amenazado y finalmente borrado del mapa por la cíclica mutación de las costumbres. Cualquiera de estas cosas le merecían atención, como también El Chavo del Ocho, de donde sus nietos sacaron la palabra menso: “Esto de que la señora esa de los cachirulos le pegue a Don Ramón no me parece como para reclamar. De lo contrario, la obra no tendría mucho interés”.

Si se preocupó forzosamente de cimentar un estilo –influido por Ortega–, descubrió con el tiempo que en un texto podía repetir la palabra París cuantas veces se le antojara, sin tener que acudir a símiles absurdos como “la ciudad luz”. Quiso, al final, escribir con el declive natural del lenguaje, es decir, empleando las palabras de primera mano, las de la tribu o la difusa aldea a la que perteneció.