La sola mención del apellido Chitarroni hace que se agucen los oídos, se arrisquen las fosas nasales y se persiga, prejuiciosamente, el origen de la invocación.

Es, como decía Adolfo Couve –autor muy leído por Chitarroni, y por Aira, ya que estamos– la «tercera mano fantasma» o una especie de contraseña entre supuestos iniciados. Santo y seña de autores míticos, que se leen poco pero que son una marca de certeza de algo innombrable pero muy atendible. Pienso en voz alta, para ver si flota la idea, en apellidos que empiezan a transformarse en sustantivos como «calassos», «pratolinis», «vincens».

A estos escritores se llega siempre de rebote. En general, gracias a otro tipo de autores igual de escasos que son los portadores del secreto. Aquellos que van dejando miguitas; una huella por aquí, una cita por allá, la página doblada en el poema exacto en un libro prestado. Juan Forn fue por mucho tiempo ese guía en la oscuridad, el rastreador semanal de rara avis.

Junto a José Tomás Labarthe, con quien hicimos los libros de conversaciones con poetas y narradores chilenos La viga maestra y Jaguar, pensamos en cerrar la trilogía con un libro de entrevistas a escritores latinoamericanos cuyo objeto escondía, en realidad, la posibilidad de conversar largo y tendido con Forn. Él, con humor, decía vía mail: «Convenzan a Andrea Palet para que me inviten a Chile». Pero Forn murió en junio de 2021 y esa conversación quedó trunca. La idea, sin embargo, ya estaba inoculada. La proposición de Damián Tabarovsky, deslumbrante y algo antojadiza, de buenos contra malos, de literatura de izquierdas –dedicada a un lector invisible– versus la de derechas –para el mercado y la academia– parecía un debate extremadamente contemporáneo pese a tener ya casi veinte años. Sumada a las rupturas y polémicas que se generaron al escindir por la mitad el mundo de los escritores, se merecía otra regurgitación hecha ya no solo desde y para Argentina. Tabarovsky mandó unos audios cancheros aceptando la invitación. Teníamos todo organizado, pero eran los tiempos más oscuros de la pandemia y todo quedó en nada.

Mientras preparaba la entrevista a Tabarovsky apareció La vanguardia permanente (2021), de Martín Kohan, un ensayo eruditísimo que propone, usando a Piglia, que «la literatura es la vanguardia de un ejército que retrocede». Ese texto, más el espectacular 1917 y el cuento «El amor», donde retoma y retuerce el Martín Fierro, nos permitía de alguna manera reconducir la fallida entrevista con Tabarovsky amplificándola y haciéndola, tal vez, menos de nicho. Lo imaginaba hablando acaloradísimo, citando a Lacan con la bandera de Boca de fondo. Algo nos pasó, ni me acuerdo, pero también se chisporroteó.

Más o menos en paralelo, a fines del 2020 apareció la antología de críticas Pasado mañana, del escritor y editor argentino recientemente fallecido Luis Chitarroni: un hallazgo. «La densidad de lucidez y originalidad por centímetro cuadrado es por momentos abrumadora, pero es como desmayarse aplastado por la biblioteca que un lector acumuló toda su vida (hay muertes peores)», dijo Matías Serra Bradford a modo de elogio fúnebre. Ese libro fue, para mí, la personificación del sustantivo «chitarroni», que aparecía tenue hasta ese momento, diseminado en otros textos, pero aquí ya se establecía como un modelo sistematizado; una escritura abigarrada, plasmada de tal modo que parece no querer llegar a ningún lado, donde las hipótesis se van neteando, renegando de sí mismas.

Sigo con esta intrincada trenza: para Tabarovsky, Chitarroni era el comandante de la pandilla salvaje de los rebeldes –la literatura de izquierdas– y Forn, cómo no, el general rockero de los otros.

Poco tiempo después, una editorial española reeditó la inhallable Peripecias del no (2007; 2022), experimento bartlebiano por donde se le mire –claro, Chitarroni prologó a Melville– que, sumado a Siluetas, compendio de pequeñas biografías apócrifas de escritores, a la manera de Cabrera Infante, Schwob o Bolaño, la novela iniciática y fantasmal El carapálida (1997) y el libro de relatos circulares La noche politeísta componen el cuerpo más sólido de un escritor que, a modo de corolario simplón, armó una narrativa poderosa e increíblemente digresiva con un pie en la propia biografía –o en la de escritores famosos o en sus amigotes– y con el otro en un intrincado sistema de autorreferencias y engaños literarios. Es, al parecer y finalmente, como bien dice Aira –y Chitarroni suscribió–, «como si los únicos cuentos de que dispusiéramos para contarles a nuestros hijos a la noche fueran la “vida y obra” de los escritores que amamos».

Como editor, su faceta más conocida, en los años noventa desde Sudamericana publicó a una buena parte de los que consideramos como los autores argentinos contemporáneos más importantes: Fogwill, Aira, Piglia, Fresán, Pauls, María Martoccia y María Negroni. (Quizás algo parecido a lo que intentó hacer Germán Marín a este lado de la cordillera.) Y luego desde La Bestia Equilátera, su propia editorial, ya en los años dos mil, dando a conocer a autores «nuevos» en el continente: Muriel Spark, David Markson, Alfred Kubin, Arno Schmidt y otros.

Durante la pandemia me inscribí en un curso que hacían, vía Zoom, Chitarroni y Daniel Guebel, titulado «El caos: un programa desorbitado de lecturas», que era una especie de recorrido rápido y salpicadísimo del canon occidental, desde, pongámosle, Homero hasta Mariana Enríquez. La performance era más o menos así:

Guebel –«Dani» para Chitarroni–, autor harto interesante y con una cultura impresionante en asuntos árabes y japoneses (lo que hacía aún más raro el curso), abría los fuegos explicando los textos en cuestión –con un constante espejeo con Henry James– y luego de largos monólogos llenos de pelambres decía:
«Vos, Luigi, ¿cómo lo ves?».

Y ahí Chitarroni, delgadísimo, parecido a un Quijote sin armadura, masajeaba su barba rala y se lanzaba con unos soliloquios llenos de ramificaciones, insertos en varios idiomas; saltos temporales inatrapables para las decenas de caritas que aparecían en la pantalla –el «caos», que lucía un tanto presuntuoso en el cartel, lo era, maravillosamente–. Tras una media hora de devaneos oraculares y literarios, Guebel llamaba a cierto orden y remataba la clase.

Juan Forn murió mientras se dictaba ese taller. Chitarroni contó que por allá por los noventa viajaron juntos a Santiago a conocer la exitosa fórmula de las editoriales chilenas posdictadura y la Nueva Narrativa. La historia relativizaba las diferencias –o la grieta, para argentinizar aún más el asunto– insalvables entre las dos facciones que dirigían los entonces editores Forn y Chitarroni. En un desliz, en el largo ir y venir de correos que tuvimos, a Luis se le coló lo siguiente:

«Nos costó toda la vida literaria con Juan fingir enemistad pública. Difícil encontrar un antagonista tan leal. Y después, antes que yo, de un infarto, se muere. Nos veíamos esporádicamente, porque él vivía en la costa, pero siempre era un gran placer encontrarnos».

De un taller similar surgió el libro Breve historia argentina de la literatura latinoamericana (a partir de Borges) (2019), interesantísimo esfuerzo inspirado en el maestro italiano Asor Rosa de pispar toda la producción narrativa latinoamericana con Borges haciendo de clivaje. El resultado es hipnótico: una mezcla de franca sabiduría borgeana, un sinfín de anécdotas y, claro, una especie de destilado de las influencias del propio Chitarroni; me atrevería a mencionar, por lo reiterativa e improbable, una apuesta –perdida– por dejar a Donoso en el centro del boom y una equidistante inclinación por el magnetismo de Sarduy y el barroquismo de Lezama.

Así, entonces, principiar un libro de conversaciones sobre literatura latinoamericana con Borges como punto de partida y de la mano del sabio de la tribu tenía todo el sentido del mundo.

A la hora de proponerle la entrevista fue extremadamente cariñoso –rechazó un diálogo vía Zoom, culpando a un tratamiento dental y a la malísima señal, y se inclinó por el intercambio escrito– y celebró todas las preguntas. Para mi horror inicial –y posterior terror asumido– sus respuestas fueron como las de los oráculos de la Matrix: indicios iluminadores que abren infinitas puertas, o como las de las tres brujas de Hamlet (y de Sandman, ya que estamos), que solo responden verdades atrapadas en laberintos.

La entrevista, cómo no, se iba a llamar «Borges y las formas», hasta que llegué a un breve artículo de Guillermo Martínez –el único que realmente se enfrentó a Tabarovsky, sacando chispas– en el que dice que dentro de la infinidad de libros titulados Borges y… había una colección de ensayos bastante interesante llamada Borges y la ciencia, en los que se relaciona al sabio ciego con todas las ramas del conocimiento cartesiano, hasta que llega al mejor: «Borges y la biología». Allí el biólogo, luego de algunas faramallas y esfuerzos por llenar páginas, reconoce que tras haber leído varias veces las obras completas de Borges admite que no hay ninguna vinculación entre él y la biología. Martínez lo remata perfecto: «!Ninguna! El hombre había descubierto con terror algo en este mundo –la biología– que Borges no había tocado».

 

I.

Cualquiera que haya entrevisto mis Peripecias
del no conoce mi inconstancia en el proyecto
inmediato y mi lealtad a una especie de
proyecto infinito.
Luis Chitarroni

 

Lo que viene a continuación es una parte del intercambio que tuve por mail con Luis Chitarroni, intercambio que era, como habíamos acordado, el bosquejo de una conversación que se daría algún día en persona. Como se verá, no es una entrevista propiamente tal. Se pensó y se planteó como una, pero no resultó. No la veo, de ninguna manera, como una entrevista frustrada, sino como una atípica: el entrevistado no responde nunca directamente a lo que se le pregunta, no porque quiera hacerle el quite a algo, sino porque parece estar persiguiendo una especie de hilo invisible que solo él percibe. Es como una de esas figuras de gitanos autómatas de las ferias de variedades gringas: uno le mete una moneda y responde algo misterioso, tirando un anzuelo insondable. Es un gólem lleno de respuestas y a este reportero se le acabaron rápido las fichas.

El último mail que me mandó Luis Chitarroni fue el 6 de abril y de ahí todo quedó en silencio. Murió el 17 de mayo del 2023.

–Alan Pauls en Factor Borges da cuenta de un hecho extremadamente menor pero que podría ayudarnos a iniciar esta conversación: Borges se quitó un año de vida (dijo varias veces que nació en 1900 y no en 1899, como realmente pasó). ¿Hay alguna diferencia en que Borges sea hijo del siglo XX y no del XIX?

Soy fanático de Alan ensayista, me parece el mejor. No recuerdo esa aseveración, o trato de olvidarla porque no es mía. Borges es del veinte, dada su precocidad ultraísta, y luego convoca ese anacronismo abnegado, que exigirán dos escritores tan distintos como Nabokov y Hemingway, que nacieron el mismo año que Borges.

–Una idea más de Pauls. «Él mismo, cuya literatura fue leída, en los años sesenta y setenta, como ejemplo radical de prescindencia y evasión, es el escritor más peleador de la literatura argentina». Incluso llega a decir que el duelo es el modelo de su ficción. ¿Concuerdas con esta idea? ¿Qué sentido tiene esta tesis?

En cuanto al remoloneo de poner a Borges a izquierda o derecha del caos, no hay mucho que argumentar. Borges tuvo la responsabilidad y el privilegio de ser no solo de izquierda sino de exaltar la revolución «maximalista», como hubiera dicho él, en sus primeros y benditos psalmos o ritmos rojos, de los que tanto renegó. Apropiarse de esas generosas veleidades ahora importa bien poco. Después, y en más de un caso, de la defensa de «esas otras Termópilas, El Álamo» a la muerte de Francisco Narciso Laprida, otro antepasado ilustre, dio muestra de conductas, no solo literarias, difícilmente honrosas. «Life’s man is this meat», como pudo decir un poeta inglés que no le hubiera gustado nada, pero con quien compartía una admiración parecida por Carlyle.

–Cuentas que en el diccionario de J. A. Cuddon, bajo la entrada «ficción» solo pone: «Borges». Al unir sus libros Artificios y El jardín de los senderos que se bifurcan lo hace justamente bajo el nuevo título de Ficciones. «Y va a armar –dices– con esas ficciones un género absolutamente nuevo.» ¿En qué consiste la novedad de este género?

El gusto por el relato «raramente» puro, la verdadera ficción de la que habla Cuddon, que consigna señales del ensayo y no desiste de lo narrativo, como demostraron Kipling y Henry James, a quienes Borges leyó, y Machado de Assis, a quien no. Los parricidas primero y luego quienes indicaron a Macedonio como absoluto precursor, algo que estaba de moda cuando Alan y yo crecimos, se equivocaban, como la paloma de Rafael Alberti. Lo cierto es que Borges es, como señala de Quevedo, menos un rictus que un gesto eterno, menos un escritor que una literatura. Y es eso lo que Cuddon encuentra en su diccionario. Las traducciones de las Mil y una noches y las versiones homéricas, Joseph Cartaphilus y Philemon Holland se alinean con Herbert Quain o Ireneo Funes. La irrealidad tiene fundamentos visibles como la pesadilla de la historia. Esto es algo que Borges y Nabokov saben, aunque se detestaran, habían nacido el mismo año, 1899.

–Victor Hugo dijo que el XIX fue un siglo «shakespearizado», tú propones que el XX, en cambio, se ha «borgeanizado». ¿Dónde ves las marcas de Borges en el siglo?

No creo que el siglo xxi se haya puesto borgeano pese a mi escasa incidencia –o a su falta de–, no en lo que va de él, au contraire, los procedimientos son cada vez más pedestres, exentos de referentes y alusiones (y hasta de omisiones). Excepto en casos muy excepcionales, como el de Merino, en Chile, cuyo tratamiento de los barrios santiaguinos tiene sentimientos e inflexiones borgeanos. Una vez, sentados a la puerta de un bar, me contó que había tenido una discípula cuya voz literaria era un sobresalto chileno, como lo puede ser la de Juan Emar –a quien yo comencé leyendo hace mucho, puesto que una editorial argentina había comenzado a publicar Umbral sin mayores explicaciones, excepto una contratapa de Neruda (eran los setenta) en que trataba a Don Juan con una suficiencia y una superioridad muy neftalíes–… La alumna nunca había oído hablar del autor de «Pibesa», pero vivía en una casa en la que Emar, alguna de las veces que estuvo en Chile, vivió… Nos divertía pensar cómo hizo Emar, seguramente motivado por la belleza de la discípula / espía, para intentar taparse la boca para no prestar eso tan único que tuvo y tiene: la voz «animadversa».

II.

Querido Luis, muchas gracias.
Déjame decodificar tus respuestas y seguimos trabajando en la segunda tanda de preguntas.
Un abrazo!
CR

¿Tan críptico soy? Caramba, voy a tratar de moderarme, pero es como preferiría seguir adelante. Probablemente no pueda hacer otra cosa.
Otro abrazo,
Lwg

Luis, caro, ¿cómo estás?
Te pido disculpas por la demora; anduve dándole varias vueltas por donde seguir.
Te dejo una segunda tanda de preguntas, con la esperanza de que no te nos aburras.
Te dejo un abrazo!
CR

Mil gracias, Cristián. «Solo lo difícil es estimulante», como dijo Lezama Lima. (…)
Lwg

 

III.

–Volvamos al principio. A estas alturas, ¿qué valor simbólico, real o mítico, le das al hecho de que Borges haya leído por primera vez El Quijote en inglés?

A una especie de travesura con Sábato, que alguien se ocupó luego de grabar y publicar. Si Borges leyó El Quijote que tradujo Smollet, tendríamos un prodigio de paciencia. Si le dio la idea de Menard, es decir la de ver cómo se comporta un clásico en otro contexto, en otro idioma, la idea vale por muchos de los disparates que le dijo a Sábato, porque es de una identidad alarmante y meteca, como le gustaba a Couve considerar a Duchamp.

–Luis, no seas tan críptico y escurridizo y cuéntame la anécdota completa (jajaj) para entenderla. Una buena parte del mito de la lectura europeizante de Borges (más allá de los años de infancia en Europa) está en este [1].

Los mexicanos tenían una rabia especial contra el europeísmo de Borges. Mi poeta favorito, Juan Almela (Gerardo Deniz), nacido en España, detestaba las posiciones y poses de Borges. Una vez tuve una discusión en el Zócalo porque tuve que explicar por qué en la Argentina no hay novela agraria, tal como ellos entienden Pedro Páramo y José Trigo. Fundos distintos. Hubo, sí, un gran admirador de Borges, Arreola, pero al final de su vida se había convertido en un payaso. La anécdota completa está en el libro Diálogos Borges/Sábato [2]. Borges dice eso que solía decir a interlocutores proclives al enojo. En la reunión siguiente, Sábato viene con una pila de libros para probar que Borges se equivoca. Borges, tranquilo, le dice que comprobó que Sábato tenía razón.

–Luis, buen día. Mientras pensaba en cómo hacer la próxima pregunta en torno a los procedimientos de reescritura –«de ver cómo se comporta un clásico en otro contexto», según decías más arriba–, va y se nos muere María Kodama, lo que nos permite pensar en torno al affaire Katchadjian pasados ya unos buenos años. ¿Era necesario el escándalo de parte de la viuda de Borges por ese experimento? ¿No era al menos conceptualmente, más o menos, lo que hacía el propio Borges?

Sí, y así lo dije en su momento públicamente: en realidad, el problema hubiera sido que el querido Katchadjian restituyera el relato a su peso verdadero y publicara «El Aleph» tal como lo hizo Borges cuando salió la primera vez, no me acuerdo si a comienzos de los cuarenta. Duchamp le sacó el bigote a su Mona Lisa después de un tiempo y la dejó como era. Un abogado me explicó que «el caso» lo constituía el hecho de que «El Aleph» estaba completo en la edición de Katchadjian, y eso lo obligaba a pagar derechos… ¡pero un juicio penal! Se trataba de un autor libre de derechos, pero Borges pone las mismas palabras que Cervantes cuando habla del Quijote de Menard en la ficción de marras. En fin, es parte de la inescrutabilidad central de Borges el hecho de que incluso las personas que estaban más cerca de él ignoraran su genio verdadero. El propio Borges pareció menoscabar el «Pierre Menard» y no incluirlo luego en sus antologías personales, y armar modelos parecidos con Bioy en Bustos Domecq. Pepe Bianco y Michel Lafon sí advirtieron la genialidad del acto, de, como se dice hoy, «la operación».

–¿A qué te refieres cuando dices que el problema hubiera sido que Katchadjian republicara la versión original? ¿Te refieres a sus consecuencias literarias o al brazo pesado de la ley?

Era el efecto duchampiano por antonomasia. Magia y cirugía. Y «El Aleph» tal como era cuando se pensó como venganza a quien fuera modelo de Daneri. Y listo. Y la vanguardia literaria a la altura de la de las artes visuales.
Abrazo,
Lwg

 

[1] «When later I read Don Quixote in the original, it sounded like a bad translation to me», dice Borges al enfrentarse a la versión original del libro de Cervantes.
[2] Orlando Barone, ed., Diálogos de Borges y Sábato (Emecé, 1966).

 

 

 

 

Acerca del autor

Cristián Rau es periodista y máster en periodismo cultural de la Universidad La Sapienza, Roma.