Todavía recuerdo a Carolina Arregui en portada bajo el título: Separarme es lo más honesto que he hecho. Ocurrió hace varios años, cuando yo era subdirectora de la revista Caras, y esa tapa hizo historia. Se agotó a las pocas horas, y hubo que reabastecer a los kioscos. ¿Qué había pasado? Por primera vez y con este impacto, una celebridad criolla contaba su separación. Atrás quedaron los padecimientos de Lady Di y Carolina de Mónaco. Desde ese momento en adelante, las penas y alegrías íntimas de nuestro propio star system comenzaron a vender revistas como pan caliente. Fue una constatación sorprendente por su magnitud, que rápidamente significó fuertes aumentos de circulación.

Una buena noticia que venía, sin embargo, acompañada de otras no tan buenas. O, al menos, más complejas. Hasta entonces, muchos querían contar sobre su vida personal, en particular para mejorar su imagen. Pero, ¿qué pasaría cuando los hechos privados no fueran buenos para la imagen de esa persona? ¿Hay derecho a publicarlo? Y si, por el contrario, sólo publicamos noticias personales positivas para la imagen de los personajes públicos, ¿nos transformamos en parte de su maquinaria de relaciones públicas? En otras palabras ¿cuál era el límite a este boom de interés que despertaba la vida privada en nuestro país?

Dudas como esa le planteé, por esos años, al editor de la revista norteamericana People, que quedó desconcertado con mis preguntas. Hallaba obvia la respuesta: Si a un personaje público lo reporteas feliz con sus hijos, luego no puedes omitir si está borracho en la calle… no estarías haciendo periodismo real. Era un buen punto, pero no el final.

A lo largo de los años que siguieron, varias veces nos enfrentamos como equipo a esta encrucijada cuando teníamos historias privadas cuyos protagonistas no querían dar a conocer. Las veces que publicamos esas crónicas sin consentimiento, nunca dejamos de tener dudas. Aunque fuera legal, aunque fuera exitoso, ¿era ético?

Finalmente, en el pleno apogeo de la celebridad que fue la prehistoria de la farándula de hoy decidimos publicar esas historias con consentimiento de los personajes, entendiendo que el terreno de la intimidad sólo le pertenecía a su dueño y no era expropiable, salvo contadas excepciones.

Yo diría que dos fueron las razones esenciales para esta decisión: la calidad de medio que queríamos ser y lo que podríamos definir como dignidad de la profesión. Violar la privacidad sin que mediara relevancia pública alguna era un camino directo al desprestigio y a la tabloidización. Por tanto, hasta ahora, pienso que la relevancia de esos datos privados sobre la vida de un personaje público es la única justificación para violar la intimidad. Si no la hay, el que pierde no sólo es el sujeto cuya intimidad es ventilada, sino también el medio que lo difunde.

He aludido a la dignidad del periodismo. Pienso que nadie quiere estudiar cinco años para vivir detrás del quién-anda-con-quién. Y así como veo que hoy existe una infrafarándula en la televisión con personajes grotescos cuya fama no dura ni 15 segundos, podría llegar a existir un infraperiodismo, dedicado a hurgar en la intimidad y sólo en eso de esas personas que han hecho, justamente, de la exposición de su intimidad su profesión.