La fijación con Hungría me la inoculó Pali, un viejo amigo que en sus correos y sus cada vez más raras visitas intenta con insistencia introducirme al conocimiento de personajes notables, brillantes, judíos y húngaros como él.

Así conocí, entre otros, a la imbatible ajedrecista Judit Polgár y sus casi tan imbatibles hermanas; a la familia Polanyi, repleta de genios y polímatas excéntricos; a Agnes Heller, la filósofa imprescindible que murió nadando a los noventa años en el lago Balatón; a un grupo de científicos extraordinarios que en los pasillos del Proyecto Manhattan apodaron «los marcianos» y al fotógrafo Robert Capa, que dijo eso de que «no basta con tener talento, además hay que ser húngaro».

En una de sus visitas, Pali me trajo de regalo –aunque últimamente le ha dado por insistir que fue solo un préstamo– la autobiografía de un poeta del que jamás había escuchado, y que compartía con Pali un origen y un tránsito por el siglo xx perturbadoramente análogo. Un tránsito hecho de literatura y exilios, de campos de concentración y pequeñas victorias, de amores y pasiones, de viajes y retornos. Hay buenas razones para hablar de un poeta poco conocido fuera de las fronteras de su país y de su lengua. La primera: su biografía es apasionante, excesiva, compleja, y encarna la historia de un siglo del que fue testigo privilegiado.

La segunda razón es tan política y atenta a los vientos de la historia como lo son el poeta y su obra: cuando una ola de fanatismo autocrático y nacionalista recorre el mundo revisitando con versiones aggiornatas los mismos demonios del pasado, es buena idea escuchar a quien padeció, vio nacer, crecer, morir y bailó sobre la tumba de más de un totalitarismo, ya fuera fascista, nazi o estalinista.

Pero la razón principal es que György Faludy, nacido en el otoño de 1910 en el barrio de Erzsébetváros de Budapest bajo el nombre de György Bernát József Leimdörfer, fue siempre, hasta el último día de sus 95 años de vida, un poeta magnífico.

 

Judapest

Para 1919, el país en que nació, la gran Hungría de Francisco José I, había desaparecido. Un tratado leonino firmado con pompa en los salones de Versalles le acababa de arrancar dos tercios del territorio y la mitad de la población para repartirlos entre los vecinos triunfadores. La nueva nación, apenas la sombra de la anterior, está presa de lo que se conoce como síndrome de Trianón: mezcla de nostalgia por un pasado glorioso, cicatriz de la humillación del despojo y obstinación irredentista.

Mientras aún se sienten los coletazos de la guerra y la mal llamada gripe española deja un reguero de muertos más grande que el de las balas, en Hungría Béla Kun ha instaurado un sóviet siguiendo instrucciones radiales de Lenin directamente desde Moscú. El experimento dura 133 días y deja varios cientos de muertos. La respuesta está a cargo del almirante Miklós Horthy, ungido gran regente: fueron dos años de pogromos y veinticuatro de un régimen filofascista que sin ser estrictamente nazi dejará un terreno fértil para la llegada del nazismo y su filial local, la Cruz Flechada.

Hay que entender que la burguesía judía húngara era diferente de cualquier otra en Europa. Su asimilación a la nación magiar era simbiótica y –en apariencia– absoluta. «Magiares de fe mosaica» se les llamaba en las actas oficiales. Hungarizaron sus nombres hebreos y abandonaron el yiddish. Un judío húngaro era un ciudadano más. Eso por encima. Por abajo, hacía gracia el nombre de «Judapest» con que el alcalde reconocidamente antisemita de la vecina Viena, Karl Lueger, solía referirse a la ciudad.

Pero si hasta hacía poco sus retratos poblaban los salones de la Academia de Ciencias, las universidades y la Cámara Nacional de Comercio, ahora, con Horthy, se habían convertido en chivo expiatorio, acusados simultáneamente de haber perdido la guerra, del despojo de Trianón y del sóviet fallido. Las primeras leyes antisemitas, el numerus clausus que reduce radicalmente los cupos para judíos en la universidad, llegan una década antes que las Leyes de Núremberg a Alemania.

Aunque a los trece años a György le hubiese tocado hacer el bar mitzvah, la familia Leimdörfer ha decidido cambiar su nombre y hacerse bautizar. A los dieciséis ya sabe que quiere ser poeta, un poeta admirado en un país que venera como pocos a sus vates. Su padre Joachim, que siempre lleva un ejemplar del Fausto en los bolsillos de su abrigo, ante tiempos que se anuncian tormentosos preferiría verlo de químico industrial. Faludy insiste, se rebela, no cede, desprecia el conformismo de Joachim. Pasa seis años pobres y felices estudiando en Viena, Graz, París y Berlín. Aunque para desgracia de Joachim jamás obtiene un título, lee ávidamente, recorre las calles, aprende cuatro, cinco idiomas, memoriza, recita, discute, seduce, vuelve a leer. Faludy ya es Faludy, una personalidad intelectual única, un clasicista a destiempo, un conversador cautivante y mordaz, que salta con una desenvoltura admirable de tema y de siglo.

 

Las baladas de Villon

Mientras su generación huye de una Hungría cada día más hostil, Faludy retorna. Ha traducido la Balada de los ahorcados del poeta medieval francés François Villon, o más bien las ha «recreado» y las ha puesto patas para arriba. Ha eliminado versos y agregado unos propios. Villon ridiculiza al poder de su época –el clero bien alimentado, la policía, los usureros–, Faludy lo hace por su intermedio con el poder de la suya: Hitler, Horthy y su pandilla. La publicación por entregas de las baladas en un diario de Budapest ha sido un éxito total. Indignados académicos presentan traducciones «correctas» del poema, menos licenciosas, más respetuosas, mucho más precisas, aunque completamente muertas y sin interés. Sin quererlo, Faludy ha colado a un poeta medieval francés en el canon de la literatura húngara del siglo xx.

Y no solo ha tomado prestada la escritura del francés, también lo ha hecho con la impostura del personaje bohemio, marginal y deslenguado. Pero, a diferencia de Villon, que mató a un cura a puñaladas en una riña callejera y robó 500 escudos de oro de la sacristía del Colegio de Navarra, él no tiene problemas con la justicia.
No por ahora.

Miro sus fotos y no sé si era buen mozo, como se consigna entre quienes lo conocieron, o lo que en mi país se llama un «feo tincudo». Nariz angulosa que da a su cara un perfil triangular; frente amplia, cejas tupidas, ojos redondos, pequeños y penetrantes, como confirmando la mueca sarcástica que suele formarse en su boca, como la del que sabe por adelantado el final de un chiste. En fotografías de juventud su melena negra, espesa y rebelde se adivina mantenida a raya a punta de gomina y peineta. Luego encanecerá y se disparará escarmenada hacia todos lados, hasta convertirse en el distintivo de su efigie, haciéndoles más fácil la tarea a los que alguna vez lo retrataron.

Ha conocido a Valy y se ha casado. Pronto pierde interés en ella y se sumerge en la escena de Budapest, de la que es el enfant terrible. Ha cumplido tempranamente su objetivo: es un poeta famoso, al menos en los cafés del Nagykörút.

Sus poemas son requisados, prohibidos, quemados, pero circulan en szamizdat, ese preciso término ruso –la necesidad crea el órgano– para referirse a las ediciones clandestinas que pasan de mano en mano. Cuentan que uno de ellos, con mofas al gobierno, llegó a las manos del ministro András Csilléry y le provocaron un infarto al miocardio. «Lo considero el mayor logro de mi carrera», dijo alguna vez. Poco después, con veintiocho años y su primer problema con la justicia, una condena de ocho años de cárcel por traición a la patria, partía por primera vez al exilio.

 

Patriota de la lengua

Cuando en junio de 1940 los alemanes entran a París y marchan con sus tropas sobre los Campos Elíseos, Faludy sabe que debe treparse a un tren hacia el sur, siguiendo el destino de más de dos millones de parisinos. Pero antes se sienta en el altillo donde vive junto a Valy, y con ruido de sirenas y morteros de fondo escribe durante largas horas una oda al húngaro que guarda en el bolsillo interior de su chaqueta mientras abandona a la carrera una ciudad donde ya ondea la suástica

Fue un apasionado de la singularidad de su lengua, el magyar nyelv, esa isla fino-ugria en un océano latino, anglosajón, otomano y eslavo. Apenas dio con unos parientes lejanos dos mil kilómetros más al norte, los primos estonios y fineses, con los que no se entienden ni un carajo pero comparten un tatarabuelo común hace más de mil quinientos años en los Urales.

No pretendía ser neutro en cuestión de idiomas: el húngaro no era cualquier idioma; su estructura, su cadencia, la precisión de sus términos lo situaba aparte del resto. Faludy se pasó la vida traduciendo al magiar literatura universal, al tiempo que consideraba su poesía intraducible a otras lenguas. No al menos sin que el resultado fuese siempre algo decepcionante, pese al esfuerzo de sus traductores. Capturaban ideas, argumentos, tramas, pero no la melodía de la rima ni la evocación consustancial al uso de ciertas palabras. En húngaro sabía lo que erdő quería decir, y no era el woods inglés, era otro bosque, tenía otro olor, otra sombra, otro ruido, que quedaba reservado a los hablantes húngaros capaces de sentirse en casa entre esos verbos endemoniados terminados en ik, entre sus veinticinco consonantes y catorce vocales, sus mil combinaciones posibles de c, s y z.

¿Era acaso un nacionalista? No lo sé. Fue sin duda un enamorado del país que lo maltrató, y como en esos amores tóxicos, dañinos e imposibles de terminar, siempre volvió a esa comunidad que era su lengua y su diáspora. Si existe una forma ni chauvinista ni xenófoba ni antiglobalista de ser nacionalista, esa sería la fórmula de Faludy, una suerte de patriotismo democrático y multilateralista, redoblado con un compromiso inclaudicable de agitar e incomodar las convenciones que construyen una nación y su lengua.

 

En los faldeos del Atlas

Nunca debió llegar a Casablanca, debió morir junto a Valy en el naufragio del Château de Boncourt, carguero francés de dudosa reputación que resultó partido por la mitad por una explosión a la salida del puerto de Bayona. Pero ellos habían saltado de vuelta al muelle cuando el barco ya zarpaba. Esas fogatas para cocinar sobre la cubierta, en medio de tambores de combustible, le habían dado mala espina. Ninguno de los pasajeros sobrevivió. Pudieron finalmente embarcarse en otro barco y llegar a Casablanca hambreados, exhaustos, sin equipaje y con la ropa hecha jirones. Pero vivos.

Amar, joven marroquí, antiguo estudiante de filosofía de La Sorbona, algo menor que él, que ha conocido en el café, lo invita a visitar su kasbah en los faldeos del Atlas, a un par de días de viaje. Esas semanas en las montañas Faludy las vive sin preocupación por las convenciones. Una tarde, Amar le dice que Alá ha dado al hombre muchas vidas en una vida, y solo la convención le impide vivirlas. El joven le ha traducido los poemas de Al Andalusi sobre Portugal y el de Ibn Zaydun sobre Córdoba. Faludy lo ha mirado dormir sobre tapices persas en el techo fresco de la kasbah y ha admirado su cuerpo a la luz de la luna. Han visto el sol ponerse sobre las colinas del oeste y luego, por un segundo, han podido distinguir el rayo verde, un destello breve y perfecto como ese año feliz en Marruecos mientras el mundo se derrumba.

 

Rumbo a América

El presidente Roosevelt le ha ofrecido radicarse en Estados Unidos y en Nueva York ha sido nombrado secretario general del Movimiento Hungría Libre y editor en jefe de Harc («lucha»), el semanario de la diáspora. Le preocupa que en el futuro sus biógrafos –confía en que los tendrá– escriban: «Durante la Segunda Guerra Mundial, Faludy permaneció en Nueva York y escribió algunos bellos poemas», y, peor aún, que agreguen luego: «… mientras frecuentemente y con entusiasmo incitaba a otros a arriesgar sus vidas en defensa de la libertad». Así, tras Pearl Harbor se enlista en la Legión Habsburgo del U.S. Navy con checos, croatas, serbios y eslovacos, y parte al frente del Pacífico.

Después de tres años movilizado ha vuelto a Estados Unidos y su primo lejano, el físico Leó Szilárd, lo lleva una tarde a conocer a Einstein, su antiguo maestro en la Universidad de Berlín. Rememoran aquella otra ocasión, verano del 39, en que Leó visitó a Einstein en Long Island, esa vez para hacer sonar la alarma. Otto Hahn, Fritz Strassmann y Lise Meitner, sus antiguos compañeros de la Universidad de Berlín, habían descubierto algo que bautizaron como «fisión nuclear». Al bombardear con neutrones el núcleo de un átomo de uranio habían obtenido bario, un elemento más liviano. Se había perdido masa, y desde E=mc2 eso significaba liberación de enormes cantidades de energía. Leó ya estaba atento a la tercera derivada: una reacción en cadena capaz de alimentar un arma de una escala hasta entonces inimaginable, que decidiera la guerra a favor de Hitler. «Daran habe ich gar nicht gedacht!» (¡No se me ocurrió pensar en eso!), lanzó un consternado Einstein tras escuchar a sus colegas. A continuación, en dos carillas perentorias, le informa a Roosevelt de este peligro y le pide hacer lo necesario, por lo pronto cortarles a los alemanes el aprovisionamiento de uranio del Congo. El resto de la historia es conocida como Proyecto Manhattan y es la base material de la Guerra Fría en la que tanto Einstein como Szilárd tendrían roles importantes como activistas contra la proliferación nuclear. A Faludy, esa tarde, Einstein le habló de lo mal que hacen los calcetines para la circulación de la sangre y de cómo eso indefectiblemente afecta la claridad de nuestros pensamientos. Por el resto de su vida, incluso durante el invierno canadiense, Faludy no volverá a usar calcetines.

 

Poemas como programa

Después de la guerra viaja de vuelta a Hungría y en su equipaje van mil poemas traducidos de lo que considera la mejor poesía del mundo. Un legajo de hojas disparejas con textos de autores tan diversos como el chino Wang Wei o Robert Frost, el japonés Enomoto Seifu, el persa Abu Nuwas, Baudelaire y Ósip Mandelstam. Es su obsequio a la Segunda República –la alianza entre socialdemócratas y comunistas en la que aún tiene fe–: poesía universal para atemperar los ánimos nacionalistas y autorreferentes de sus compatriotas, para poner las cosas en perspectiva. Es también el programa político de un humanista bañado en las fuentes clásicas y conocedor de los meandros de la historia, consciente del péndulo de los horrores y de quienes siempre salen perdiendo, sabedor de que ninguna época ni tiempo ha sido en vano y que mantener la brasa de esa frágil memoria universal, barrida, olvidada, quemada mil veces, importa. Eso representa para él el legajo de poemas que, para su inmensa decepción, un soldado ruso le confisca en la frontera.

Más de medio millón de judíos húngaros, «magiares de fe mosaica» como los llamaban delicadamente hasta hace un par de décadas, han sido deportados y han muerto en Auschwitz. La operación se desarrolló en su mayoría durante los últimos tres meses de la ocupación nazi y bajo las órdenes de una eficacia aterradora de Adolf Eichmann. Miles más han sido asesinados en los pogromos de las viejas juderías. En Budapest, meses después del fin de la guerra, persiste el olor putrefacto de los cadáveres enterrados a poca profundidad. Faludy se entera de que cerca del final su hermana ha sido fusilada a orillas del Danubio por una patrulla de la Cruz Flechada. Su padre Joaquim, mal alimentado, enfermo y sin acceso a medicamentos, partiría poco después.

En la antigua casa familiar, que tras el desalojo nazi ha sido ocupada como lugar de descanso de unidades rusas, ahora solo vive su madre, recluida en un cuarto al fondo del patio. En el despacho de Joaquim ve los agujeros de los tiros en las paredes y el cielorraso: los disparaban los soldados aburridos cuando se emborrachaban. En una esquina se ha salvado el librero del padre: a nadie le importó la astronomía de Flammarion, el tratado de zoología de Haeckel, un libro de citas de Schopenhauer y el Fausto empastado en cuero azul que su padre solía llevar en el bolsillo.

 

En el filo de la navaja

Ha conocido a la periodista Szuszie Szego en el periódico liberal donde trabaja, se ha enamorado y ha dejado finalmente a Valy. Pero las cosas no pintan bien en el país. La alianza entre comunistas y socialdemócratas que alguna vez lo entusiasmó tiene corta vida. Mátyás Rákosi, secretario general del Partido Comunista, ha acuñado la expresión «táctica del salame» y va rebanando en delgadas capas las bases y las dirigencias de sus partidos aliados para hacerse con el poder total. La purga estalinista se intensifica, sus conocidos van cayendo en desgracia y ya nadie osa publicarlo.

Se mueve en el filo de la navaja, se cuida, al menos lo intenta, pero no ayudan sus odas a Stalin, que circulan en szamizdat y que de oda tienen poco, la verdad.

La AVH, la policía secreta del régimen, lo retiene en Kistarcsa, su centro de detención, con cargos de traición. En calabozos con manchas de sangre y charcos de orines, donde los alaridos de los torturados rompen cada tanto un silencio tembloroso, el aire hiede a los cuerpos que, por las noches, en las salas del fondo, los guardias disuelven en ácido clorhídrico.

Faludy mantiene la mente ocupada. Recuerda el año del tratado de Westfalia, la fórmula del volumen de una esfera, los nombres de los emperadores romanos desde Augusto a Marcos Aurelio. En las manchas de humedad de las murallas imagina las islas jónicas, las nombra, viaja de Corfú a Léucade y de ahí a Ítaca. Dice estar tranquilo, aliviado, pues ya no necesita mentir, esconderse, temer las delaciones, aparentar para no caer. Está donde debe estar moralmente un opositor al régimen de Mátyás Rákosi. Pero las torturas y amenazas de llevarse a Szuszie terminan quebrándolo, como a cualquiera, y accede a firmar una confesión. No puede evitar precisar en su declaración que había sido reclutado por el servicio secreto norteamericano a través del capitán Edgar Allan Poe y el mayor Walt Whitman. Ante sus torturadores mantiene una suerte de superioridad lacónica y despectiva, atenta a lo patético y absurdo de la situación. En su celda, en cambio, escribe con sangre y una pajita de escoba un mensaje en un trozo de papel higiénico que ha logrado guardar. Lo esconde enrollado en una grieta para los arqueólogos del futuro y el juicio de la historia: Nem vagyok bűnös («No soy culpable»).

En 1461, mientras espera la horca en un calabozo parisino, perseguido por viejos delitos, François Villon escribe su último poema. Casi cinco siglos más tarde, a Faludy tres guardias de la AVH le han traído su última cena, le han dejado lápiz y papel, y le han anunciado que a las 5:30 am le espera la horca. Escribe esa noche sobre sus muertos. Pero, al igual que a Villon, cuya sentencia conmutó in extremis Luis xi, a Faludy tampoco lo cuelgan tras esa noche de simulacro cruel y ese último poema no sería por suerte el último.

A la sexta semana de encierro ha descubierto que papel y lápiz no son de la esencia de la poesía, que tiene todo el instrumental de su oficio dentro de la cabeza y puede «fabricar» poesía sin escribirla. Siente que está engañando a sus celadores. Sonríe. Huye de sus desgracias cotidianas escribiendo de memoria sobre aquello que le importa: el sexo, la naturaleza, la buena comida, la literatura clásica. Rabelais era, después de todo, su autor favorito.

Memoriza cincuenta líneas diarias. Repite veinte veces cada línea, luego cuatro veces el resto del poema desde el inicio y finalmente dos veces todos los poemas que ha escrito en su cabeza desde que lo encarcelaron. Sus guardias pensaban que rezaba, y en cierto modo es lo que hacía.

 

Poeta y picapiedras

Lo han transferido al gulag secreto de Recsk para cumplir una sentencia eterna picando piedras de la cantera cercana. Esmirriado y débil por la falta de alimentación, apenas logra levantar la picota lo suficientemente alto para arañar la roca. Además, no descansa. A los 1.700 prisioneros del campo solo les queda aferrarse a las pocas horas de sueño para descansar los músculos doloridos y el cuerpo hambreado sobre un tablón con paja húmeda. No a Faludy. Durante el día fabrica poemas y los repite veinte veces al ritmo de la picota, y por las noches organiza en torno a su camarote una verdadera universidad abierta. Ante un puñado de prisioneros murmura lecciones de filosofía, historia y literatura. Otros se suman, ya son un par de docenas sigilosas. Un exministro conoce de memoria Sueño de una noche de verano y lo recita por capítulos. Un profesor de matemáticas enseña los teoremas de Gödel. Un coronel de la antigua nobleza sabe silbar Aída de principio a fin. Pero Faludy es el centro de la atención. Su charla más exitosa se llama «Personajes femeninos en la literatura de los que he estado enamorado».

 

La revolución de 1956

Ha muerto Stalin, Nikita Jrushchov ha dado su «discurso secreto» ante el Politburó en el xx Congreso en febrero. Rákosi sale del gobierno y su sucesor, Imre Nagy, cierra los campos y pide disculpas a los sobrevivientes. Antes de dejarlos partir, sin embargo, se les advierte que en caso de revelar dónde han estado volverán a meterlos en prisión. Faludy abandona Recsk con las secuelas físicas de tres años de encierro, un libro completo de poemas en la memoria y la incómoda certeza de que conocer la bajeza del ser humano, explorar el acantilado de sus propios miedos y experimentar la debilidad de sus límites lo ha convertido en una mejor persona.

En la casa en el campo donde pasa la mayor parte del tiempo con Szuszie y su hijo, el pequeño Andras, le llegan las primeras noticias de protestas universitarias. El sindicato de escritores de Hungría, del que es socio fundador, es el puntal intelectual, político e ideológico detrás del movimiento estudiantil que acaba de estallar. Escribe, firma declaraciones, observa con vértigo a una generación que no es la suya reunirse en las calles por centenas de miles, combatir tanques con bombas mólotov y tumbar un gobierno en una sucesión vertiginosa de eventos. Pero Faludy es escéptico, conoce al enemigo, sabe de su crueldad y sangre fría, la ha sentido en sus huesos.

Tiene razón: a doce días de iniciadas las protestas contra el autoritarismo comunista, las orugas de los tanques soviéticos han retomado con extrema dureza el control del país. Veinte mil húngaros han muerto combatiendo en las calles, otros tantos terminan en prisión, 250.000 dejan el país, Faludy entre ellos.

 

Vitalismo irreductible

En Londres escribe sus memorias y se une así a un canon trágico: el de la vida y la muerte en los campos. En Si esto es un hombre, Primo Levi se atrevió no solo a hacer un recuento temprano de los horrores de Auschwitz sino a realizar un esfuerzo de enorme altura, en el lenguaje conciso y preciso de los químicos, para intentar entender lo humano tras el horror del Holocausto. Charlotte Delbo escribió antes incluso que Primo Levi –en Auschwitz y después– un relato intimista, compasivo, cortante y descarnado, al que decidió sumarle treinta años de espera antes de darlo a conocer, para asegurarse de que su descripción del horror resistiera el paso del tiempo. Aleksandr Solzhenitsyn, con una pluma bastante menos privilegiada y difusión de best seller, cumplió la función más prosaica de describir y denunciar con persistencia los horrores silenciados del gulag soviético. Las memorias de Faludy, en cambio (Días felices en el infierno)[1], narran el horror desde un lugar insospechado: el de la irrefrenable preferencia por lo absurdo sobre lo grave, y la invocación rabelesiana de los placeres en medio del horror.

«Nunca supe muy bien cómo sufrir, ese fue siempre mi talón de Aquiles», reconoce. Para Faludy el sufrimiento es más un instrumento que una virtud, dado que provee material para escribir buenos poemas, y quizá por eso en su escritura persistentemente autobiográfica hay una falta absoluta de victimismo, y abunda en cambio un vitalismo irreductible.

 

Eric

Mientras termina de escribir, Szuszie se apaga por el cáncer. Andras tiene nueve años y será enviado a un internado privado. Su padre recibe invitaciones a conferencias, viaja, pasa un tiempo en Florencia, luego se traslada a Malta, a vivir en las afueras de La Valeta.

A la puerta ha golpeado un día Eric Johnson, estadounidense, excombatiente de Corea, bailarín de ballet profesional, veintiocho años menor que él y capaz de presentarse en un húngaro sorprendentemente comprensible. Ha leído sus memorias y, sin conocerlo en persona, cree haber encontrado su alma gemela y ha partido a buscarlo a Budapest sin saber que ya no estaba ahí. Se ha quedado unos meses, ha trabajado en una radio y ha aprendido los rudimentos del magiar antes de continuar su búsqueda por Alemania y terminar aterrizando en La Valeta, donde, preguntando, ha logrado dar con su casa. Por los próximos treinta años Eric será su pareja, su numen, su cable a tierra, su alumno, su corrector, su mayordomo en un departamento de cincuenta metros cuadrados, el encargado de sus horas al médico y de recoger las ayudas fiscales. Fuera de su círculo cercano (que es extremadamente amplio en todo caso), Eric es presentado como «el secretario», así como la pareja por cuarenta años de Marguerite Yourcenar, Grace Frick, fue siempre presentada como «su traductora».

En 1967 se instala en Canadá. «Vivo en un país excelente con personas aburridas en vez de en un país horrible con personas interesantes», dice de Canadá, aunque sí se rodea de personas interesantes. En su departamento en St. Mary St., en Toronto –un centro de la numerosa diáspora húngara– se reúne un grupo de hombres: ingenieros, contadores, taxistas, carpinteros. Ahora en voz alta, continúan las discusiones que tuvieron en susurros veinte años atrás en Reszk, alrededor del camarote del poeta. Este da entrevistas esporádicas en la radio pública, es objeto de jornadas académicas en su honor, es traducido y publica en pequeñas tiradas. Y sobre todo cuenta con la corte que necesita para repetir la liturgia de la conversación grande y trascendente que tan bien oficia.

 

Y ahora la gloria

Ha muerto János Kádár, la figura de proa del régimen por los últimos treinta años, se anuncian vientos de glasnost y perestroika en el país que para entonces ya es de todos modos el más «abierto» de Europa del Este. Faludy ha visto nacer el «siglo corto», ha conocido sus mejores momentos y sus peores miserias, y lo quiere ver morir en Hungría. Tiene 78 años y en su equipaje viajan esta vez 1.400 poemas traducidos, cuatrocientos más que los que el soldado ruso le requisó hace casi 45 años.

Ahora, en la Hungría postsoviética, ha recibido su primer reconocimiento literario, el prestigioso premio Kossuth. Luego se suceden los honores y las condecoraciones: la Orden de la Bandera de la República de Hungría decorada con rubíes, la cruz central y la gran cruz de la Orden al Mérito, Ciudadano de Honor de la Ciudad de Budapest. Se publica todo lo que escribe, y se escribe sobre él, ya no en ediciones clandestinas sino en unas muy cuidadas. Más importante aún: le ha sido asignado un pequeño departamento amoblado en el centro de la ciudad. Su poema a la lengua húngara escrito durante la ocupación de París cinco décadas atrás se recita en las escuelas.

Le horroriza ser parte del currículum.

Se rodea de jóvenes estudiantes de literatura que quieren leerle poemas, escuchar sus historias, estar cerca y de ser posible fotografiarse con esta nueva figura pop de la transición democrática. Lo entrevistan en los programas de televisión, lo reconocen en la calle, lo llaman «tío Gyuri»[2].

Y algo que había ocurrido vuelve a ocurrir. Fanny Kovacs golpea la puerta del pequeño departamento que Faludy comparte con Eric. Tiene veinticinco años, está nerviosa, se presenta como fan, le pide leer unos poemas que ha escrito. Es atractiva, lo admira, lo visita seguido, cada vez se queda más tiempo, hasta que finalmente Eric decide hacerse a un lado y parte a Nepal. Aunque no ha dicho nada, se sabe enfermo. Durante un par de años se dedicará a labores humanitarias, pero el cáncer a los huesos le hace todo más difícil. Tras repartir sus últimos bienes entre los pobres, se suicida en un hotel de Katmandú.

El escritor se casa a los 92 años. Nombra a Fanny como la persona responsable de sus archivos. Posan desnudos para la edición local de Penthouse y una Hungría crecientemente conservadora se indigna: una cosa es «soportar» con estoica discreción su bisexualidad y su poesía impertinente, pero este escándalo de papel couché es demasiado. A Faludy no le importa. Celebra su cumpleaños número 95 en el Teatro Nacional ante una multitud de admiradores; sentado en una butaca sobre el escenario, responde preguntas amables y escucha los homenajes con la misma mueca burlona de siempre. Como de costumbre, no lleva calcetines.

Sus críticos ya no podían esquivar la evidencia: era el poeta vivo más importante de Hungría. Para los poetas húngaros esa denominación no es un detalle, menos si son longevos y vanidosos. Existía otro consenso: pudo ser un poeta universal –como los que solía traducir– si no hubiese escrito empecinadamente en magiar. Pero para Faludy eso era intransable, su poesía no tenía sentido en otra lengua, como sus huesos no tenían sentido en otro lugar que no fuera el cementerio Kerepesi de Budapest.

«Leer, pasear, amar» llamaron a la celebración de su centenario, en 2010. Ese mismo año Viktor Orbán ganaba las elecciones con holgura encabezando una alianza de ultraderecha muy distante del tono liberal de su anterior mandato. A paso firme y con un talento perverso pero innegable, ha sentado las bases de una autocracia electoral, iliberal, xenófoba y cleptocrática que funciona como un reloj. Admirado por Trump, aliado de Putin, figura de culto de los movimientos de ultraderecha, Orbán se ha convertido en un modelo para el asedio a las debilitadas democracias europeas.

Faludy, por su parte, supo retirarse a tiempo, con elegancia, antes de que la fiesta degenerara. Murió en 2006. Poeta de sonetos, sabía que si la historia efectivamente rima, como dicen, aún quedaba una última estrofa en la que reviven los viejos fantasmas despóticos y totalitarios, que él hubiese desnudado con la pluma afilada y el desprecio lacónico que reservaba para los de su estirpe.

 

Notas

[1] Traducción de Alfonso Martínez Galilea. Logroño, Pepitas de Calabaza y Fulgencio Pimentel, 2014.
[2] Gyuri es diminutivo de György en húngaro.

 

 

Acerca del autor

Florencio Ceballos es sociólogo. Vive en Canadá y es un gran admirador de la intelectualidad húngara.