En algunas fincas productoras de Colombia, las recolectoras de café recuperaron la costumbre de pintarse las uñas de rojo fuerte con tintes fucsia para saber cuál es el fruto que está óptimo para ser cosechado. Con el pulgar desgranan las cerezas, que así se llama el fruto del cafetal, separándolo del grano verde o amarillo que no está listo, y lo dejan caer en los tambores que les cuelgan del cuello. En Colombia son decenas de miles las chapoleras que se levantan de madrugada y están en lo del café hasta entrada la tarde, cada una a cargo de tantas hileras de cafetales según lo productivas que sean. Cualquiera que vio la teleserie Café con aroma de mujer lo sabe.

Poniéndole la nota romántica a una práctica centenaria que remite a la esclavitud, una importante marca comercial las homenajeó en el día internacional del café con la campaña mediática #Elcolordeellas, la que incluyó obviamente un esmalte de uñas color cereza madura elaborada por una gran firma cosmética.

Con Miguel estamos en Punta Arenas, Chile, sentados entre los tambores y sacos de yute de Meraki, la sociedad que creó con su hermano Rodrigo y que es distribuidora, tostaduría, tienda y cafetería. Su barista Alonso, veintitrés años, autodidacta con un talento sensorial innato, entrenado como tantos baristas de cafetería en cafetería, prepara nuestros brebajes.

Casi siempre estamos hablando de café mientras tomamos café, yo un macchiato doble, Miguel un capuchino con azúcar y Alonso alguna preparación que está ensayando.

El dato de las uñas de las chapoleras es el primero con el que yo les sorprendo durante nuestras largas conversaciones sobre el café. Pareciera que todo lo saben: mientras más les pregunto, más conocimientos extraen. Se sorprenden con mi anécdota de folclor encantador sin detenerse en la probable precariedad laboral de las recolectoras, tan ancestral como la costumbre de pintarse las uñas, que en realidad era el punto que yo quería poner. Es que, con el fruto de la cosecha seleccionada, embalada y despachada desde sus países de origen hasta nuestras tazas, la injusticia es lejana, el malestar es fugaz y se sabe que el síndrome de abstinencia de la cafeína tiene más de diez síntomas y es horrible.

La poderosa tostadora alemana Probat, con capacidad para cinco kilos, domina el espacio, limpia y aceitada como el tesoro que es, zumbando suavemente mientras los granos dan vueltas y vueltas sobre un contenedor redondo alimentado por un horno. De nuevo el método es milenario, aunque la tecnología lo perfeccione más y más. El extractor de aire alivia la presión, se lleva el humo y deja un aroma maravilloso. Luego Alonso selecciona a mano los granos tostados, dejando fuera los que tienen imperfecciones. Pruebo de los dos, hacen crac en mi boca y el de borde irregular, o «feo» como le dicen ellos, es más amargo que el otro

 

Llévame

Buques de distintas banderas, cruceros de lujo de seis o más pisos, rompehielos antárticos, cargueros, regatas elegantes, todo tipo de embarcaciones atracan en el muelle principal de Punta Arenas, y otro tanto recala en el astillero al norte de la ciudad para reparaciones o pintura. A veces es una sola embarcación solitaria que delinea el horizonte; otras, pesqueros pequeños comandados por un patrón con nervios de acero.

«Llévame», le murmuro a este brazo de mar llamado Estrecho de Magallanes. Llévame a las orillas de Karukinka, a vivir al máximo el encuentro del Atlántico con el Pacífico, al bellísimo Onashaga, mar de yaganes. Llévame a la aventura de lo salvaje que todavía resiste en este rincón del mundo.

 

Traigan los granos

Los contenedores de la zona portuaria guardan diversas mercancías transportadas por el mar. Llegan y se van, lejos de la espectacularidad del juego de legos gigante de Valparaíso, pero su flujo, por pequeño que sea, es esencial para ciudades costeras remotas, aisladas (o extremas, que les llaman en el centro del país). Si el ferry no atraca en Porvenir, los habitantes podrían no tener balones de gas para la calefacción o bien maestros especialistas en arreglar las estufas; si no puede seguir su camino hasta Puerto Williams o hasta el diminuto Puerto Toro, por una semana podría no haber plátanos, fósforos o cecinas.

Desde que Magallanes existe en el mapa de Chile, el mar fue la enorme carretera que trajo todo. Gente, materiales, víveres, ovejas. Los primeros colonos llegaron desde Chiloé a bordo de la goleta Ancud, los inmigrantes europeos lo hicieron desde distintos puertos de Europa. El legendario Beagle, bergantín inglés de Su Majestad, y otros buques militares-expedicionarios tuvieron que pasar por este puerto. En la segunda década del siglo xx no había cómo dar la vuelta al mundo. La década de oro de Punta Arenas como la verdadera perla del fin del mundo duró hasta la apertura del Canal de Panamá, lo que recordará cualquier magallánico de cierta edad que se respete.

Hasta hace unos años, Miguel probó importar directamente de África Oriental, la cuna del café, donde la mayoría de las cooperativas de Etiopía, Ruanda o Nigeria prefieren separar las cerezas de distintos orígenes antes de quitarles la pulpa para potenciar sus notas cítricas o florales. Este proceso es el lavado. Pero recibir la mercancía en el puerto después de una espera de meses, como un inmigrante de los primeros tiempos, no resultó rentable. Las semillas de países exóticos todavía llegan en barco, pero hasta Valparaíso, donde un distribuidor las retira y reparte a sus compradores. Junto con el cargamento latinoamericano de Brasil y Colombia, los sacos de yute siguen el viaje por tierra hasta llegar a dar a Magallanes a las manos de no más de cinco importadores de café verde, Meraki uno de ellos.

Ahora estamos esperando 500 kilos de grano brasileño que han generado expectación porque se trata, me explican, de una cosecha de este año y no de 2022, como la mayoría de lo que se comercia. Se sabe que el camión dejó Santiago. El resto lo dirán la frontera, la aduana, la nieve, la escarcha y otros imponderables del camino que obligan a tener paciencia. Pero en cuanto llegue ese café vendrán a probarlo de a uno todos los miembros del club de adictos cafeteros de la Patagonia.

 

Los Toppins

Reinaron por una década en una mesa larga y arrejuntada del café Vegalafonte, clásica cafetería del centro de Punta Arenas. Entre ellos había un exintendente, militantes de la Democracia Cristiana, periodistas, escritores, estancieros, médicos y otros elevados personajes de la escena magallánica. Predominaba el fenotipo croata en la altura, colores y vozarrones. Con lluvia, viento o nieve, lo que en Magallanes es más que un decir, se instalaban a mediodía a pedir sus cortados en vaso, capuchino con harta crema o café negro instantáneo, atendidos por la garzona de siempre. En una hora, ataban y desataban los nudos del panorama regional, compartían copuchas políticas, criticaban al gobierno de Chile –un país distinto del de Magallanes–, conspiraban, especulaban y recordaban las peripecias familiares.
Les decían Los Toppins.

Era el principio de los años noventa, llenos de promesas. Me encantaba ir al centro de Punta Arenas a la hora del «cafecito» después de los trámites bancarios. Daba prácticamente lo mismo el sabor del brebaje. La máquina de espresso del Vegalafonte no garantizaba la calidad del café, que requiere hasta de la calidad del agua y de la limpieza de las piezas para salir pasable, pero dudo que alguien la exigiera. Yo me juntaba con mi padrino, dueño y socio de una distribuidora de frutas y verduras, a compartir un churrasco en pan de molde cortado en cuadraditos que quedaba perfecto como picoteo antes de almuerzo.

El Vegalafonte tenía paredes de colores claros, manteles rojos sobre fondo blanco, servilletas de papel brillante y suelo embaldosado. Funcionó por más de cuarenta años, generación tras generación de la misma familia detrás de las finanzas, hasta que declinó junto con el resto del comercio de esa zona y terminó por cerrar. Como Punta Arenas a principios del siglo pasado, tuvo su década de oro. Más de alguno de los movimientos culturales opositores a la dictadura de Pinochet, en los que destacaron profesores, ingenieros, abogados y jueces, lo usó de centro de reuniones. También inspiró el café de la novela Un adiós al descontento, de Eugenio Mimica Barassi, en el que un grupo de amigos regionalistas se juntaba a diseñar el plan para fundar un país en la Patagonia.

Conseguí sentarme en la mesa del club de los Toppins a propósito de un reportaje sobre regionalismo. Estuve tan callada como el azucarero mientras los oía discutir a gritos sobre quién llevaba más años en la región. Las cifras eran de tres numerales: 100, 110, 114, refiriéndose al primero de sus antepasados que pisó la tierra de Magallanes, probablemente desde las islas dálmatas de Split y Brac. Mientras tanto, se les enfriaba el café que les habían servido negro, hirviente, con el tueste italiano amargo o el argentino quemado con azúcar, y hasta el borde en tazas blancas comunes. Pero a la una de la tarde, como llamados por un megáfono, la concurrencia se ponía de pie y salía en estampida a almorzar.

 

Pioneros

Según la Organización Internacional del Café, Chile es el tercer país de América Latina que más consume café detrás de los productores Brasil y Colombia. Si bien el té sigue siendo por lejos la bebida más consumida, los chilenos se toman 0,4 tazas de café al día, principalmente instantáneo, para botarse de la cama, activarse antes de trabajar, resistir la jornada de la tarde o el trabajo nocturno, pasar el frío con la taza entre las manos, compartir una conversación y usándolo como eufemismo –¿tomémonos un café?– para reunirse con alguien por trabajo, negocios o recuperar una amistad o un amor.
Ninguna de estas variables es excluyente.

Dicen los entendidos que el mercado nacional está recién incorporándose a la «tercera ola», la del café de especialidad, que en el mundo empezó a principios de los 2000 y predica la compra basada en el origen, la valoración de una cadena de producción artesanal y la posibilidad de trazar el producto en todas sus etapas, desde la finca hasta la taza.

El minúsculo 3% de café importado de especialidad se hace notar de todas formas en la proliferación de distribuidores y cafeterías que de a poco instalan su cultura sin reemplazar, necesariamente, a las tradicionales. Ahora tomar café puede ser una ceremonia, una clase de química o el equivalente a un plato de alta gastronomía o a un perfume francés, lo que dependerá del entusiasmo específico de cada barista.

Más que si está caliente o tibio, cargado o como agua con barro, se busca la combinación de cuerpo, acidez, dulzor, sensación en la boca, etc. También se discute con qué tipo de bocadillo queda mejor, si dulce, si salado, si algo ácido. Dibujar con leche sobre su superficie se considera, ahora, un arte.

Me tomo mi macchiatto mientras escribo esta nota porque es una mañana de lunes después de una nevazón que dejó las calles cubiertas de escarcha. Tengo los pies helados y necesito cafeína para enfrentar el comienzo de la semana. Francisco, «Mincho», barista del muy bien ubicado Simple Café & Gelatto, me acaba de servir mi brebaje levantamuertos sin preguntarme lo que quiero porque lo tiene claro desde que me vio entrar. Lo escucho conversar/educar a la clientela sobre el origen de los granos, ventajas del filtrado, opciones de extracción y preparaciones recomendadas.

Él y Danko, barista en formación que me sirvió a mí el primer macchiato que hizo solo, hacen café, sirven y se ocupan de la caja.

En poco más de un mes de funcionamiento, el Simple tiene una clientela fiel compuesta por aficionados al «buen café» y transeúntes que pasan por la calle y vuelven sobre sus pasos al descubrir este lugar medio escondido entre un hostal y un banco. Piden un café con leche y, pese a las entusiastas explicaciones de Mincho sobre la cosecha almacenada en barriles con mandarina y chocolate, se van poco convencidos con un latte, un cortado o un americano.

En el sector norte de la ciudad, Cristóbal, veintisiete, barista del Café Tostado II, toma café desde los doce. Pasó del instantáneo a las cápsulas hasta que probó un moka sin azúcar en un local del centro que ardió hasta los cimientos al principio de las protestas masivas de 2019. Aprendió a usar la máquina de espresso mientras trabajaba de garzón, piletero y cajero en el Tostado I, la primera cafetería que tuvo la audacia de ofrecerle a la clientela, acostumbrada a una bebida larga y negra, un espresso como es debido: no más de 30 ml de grano tostado en Meraki.

La recepción fue pésima. Miguel, Jeanette, Enzo, Cristóbal, Carito y otros que estuvieron en los primeros tiempos le pusieron el pecho al asombro y la aversión de los clientes, que no podían entender la insignificancia de taza que les estaban sirviendo. Pedían la otra mitad del café, que les calentaran aparte la leche, preguntaban si los estaban hueveando, se paraban y se iban con portazo. A todos se les explicaba pacientemente que el espresso era pequeño y que si querían algo más grande tendría que ser un americano o un capuchino, por último un cortado o latte. Costó, pero no se dieron por vencidos.

 

El flechazo del café

Cuando la reacia comunidad se fue adaptando a nuevos tipos de café, partiendo por aceptar el espresso, lentamente se constituyó un grupo de fieles que empezó a seguir el grano de origen por toda la ciudad. En este club espontáneo hay de todo: artistas, amantes de la vida outdoor, personas interesadas en productos orgánicos o naturales, veganos, no pocos biólogos. Gente común y corriente que podría no tener nada en común salvo el entusiasmo por el buen café.

Pero no habría club sin los baristas, apasionados hasta la obsesión con granos nuevos, tuestes, extracciones, preparaciones, latte art y accesorios de diseño. En Punta Arenas no son más de diez, que llevan años coincidiendo en las mismas cafeterías o restoranes, formándose y probándose los unos a los otros, pasándose el dato de los locales nuevos y dedicando horas a hablar de café, además de tomarse varios al día.

El flechazo del café los hizo dejar o pausar estudios universitarios. Erick, que emprendió en el Guanacoffee con poco más de veinte años, renunció primero a la carrera de Administración de Empresas y después a su trabajo de garzón en un gran hotel de Punta Arenas para tomar un curso en el Instituto Chileno de Café, de Santiago. A Mincho, del Simple, le falta solo el examen para titularse de compositor y arreglador musical. Alonso piensa retomar la Ingeniería en Informática cuando vuelva de pasar un año en Australia preparando café.

Mincho es competitivo: en julio fue uno de los representantes de la región en el campeonato nacional Latte Art Grading de la Expo Café 2023, que consistía en duelos uno a uno sacando distintos patrones de dibujo en un ambiente barista buena onda, donde precursores y mentores del café de especialidad lo trataban de colega. Con la experiencia se dio por satisfecho, por ahora, porque sigue estudiando.

Quien sí obtuvo un lugar en la competencia fue el talentoso Sony, de la cotizada cafetería Holaesté! De Puerto Natales, un lugar pequeño y de diseño cuidadoso en el que el cliente no siempre tiene la razón. Los granos premium que compran a fincas de excelencia no están para vulgaridades como el americano, favorito de muchos, que simplemente, no preparan y así lo dirán. Lo de ellos, aparte del espresso, son los elegantes filtrados preparados con la tecnología alemana de la cafetera Chemex, de vidrio, madera y filtro de papel. Y sin conversación.

En Meraki, Miguel, que no es purista, está por darle al cliente lo que él quiera y no le cuesta explayarse sobre historia, procesos, proyecciones y avances de la industria cuando capta que tiene un oyente interesado. Los clientes conversadores van pasando de a uno a hacerle compañía en la pequeña barra o en su escritorio improvisado entre barriles y sacos. Pero como barista es severo: no hay excusa para entregar un café malo, entendiendo por malo el que esté amargo, quemado, insulso o excesivamente ácido. Hay que estudiar la física y la química de las preparaciones, leer libros de papel o revisar tutoriales de YouTube, tomar los cursos que se pueda y practicar todos los días y todo el día.

 

Satélite

A Enzo, treinta y tres años, se le debe mucho durante la pandemia. El confinamiento, que en Punta Arenas se sintió más severo y largo que en otras regiones, se hizo más soportable gracias al maravilloso café en grano, tostado en Meraki, que repartía en moto y nos entregaba desde lejos y con mascarilla.

Antes del encierro, Enzo fue finalista de una recordada competencia de baristas en el Wake-Up Coffee & Brunch, otro local pionero en el que se tuesta, sirve y vende café de especialidad y cuyo socio fundador, Alejandro, también fue escuela de los preparadores jóvenes.

Wake-Up es, además, el café favorito del Presidente de la República y de algunos de los ministros que han llegado dateados por él.

Lo de Enzo son los fierros. Tiene estudios de Mecánica, por lo que nadie como él para reparar de una máquina de espresso o una tostadora, con la mejor disposición y, a veces, cero costo. Aunque prepare cafés ricos de memoria como un experto y haya entrenado a varios, él mismo admite que no tiene talento sensorial o sensibilidad para distinguir las cualidades de distintos granos. El café lo toma caliente, varias veces al día, con harta azúcar. Le sirve para despertar, pasar el frío y conversar, por el puro gusto de difundir, como dice él, «la palabra del café».

Este evangelio consiste, más o menos, en que el cliente no se sorprenda cuando vea los granos verdes, lavados y despulpados, que sepa que después se tuestan en el gran horno. O que, si no le importa la mecánica del proceso, valore que le están ofreciendo la posibilidad de un vínculo más allá de un servicio de compraventa. Que sepa que el barista no es una máquina, sino que un día va a saber su nombre y qué tipo de café toma y eso lo va a hacer volver, siempre.

Yo orbito alrededor de este club como he hecho con otros. Me encanta la ñoñería. He sido satélite de jugadores de rol, otakus, dibujantes de comic, peleadores MMA y ornitólogos. Hace años me obsesioné con leer los muros rayados de Valparaíso hasta encontrar, entre grafitis y tags, a «La técnica», «Utopía», «Sexo Devil», «Cometa», «Pasas que cosan». Pequeñas firmas con un signo o una caligrafía especial, dibujada con determinación. Los llamé Los Hermosos porque así me los imaginaba: desastrados, anarcos, llenos de poesía, rebeldía y magia con olor a humedad de puerto, que dejaban la marca de su existencia en las paredes para demostrar que estas eran suyas y no del Estado capitalista.

Yo no soy de clubes pero no me resisto a vitrinearlos en cuanto los olfateo cerca de mí. He desarrollado un radar que se activa ante ciertas señales: grupo variopinto, entusiasmo ruidoso, escucha selectiva, monotema, desinterés por el contexto inmediato, orgullo de ser ñoños o pegados. Y ahí voy.

En los clubes puedo estar sin pertenecer, porque tampoco molesto y se me permite ser curiosa, pero también callar y escucharlos hablar. ¿Por qué están juntos? Si no existieran las estampillas, el ajedrez o el tejido, ¿se conocerían? ¿Se hablarían? Me agradan porque se juntan sin más interés que eso, juntarse, y se aprecian sin apenas conocerse, pues no necesitan saberse la vida del otro para tenerle estima o respeto. En mis clubes, he visto cómo las personas que se acercan con ánimo de pelear o de sobresalir se alejan decepcionadas y aburridas, como expulsadas de un campo magnético.

Me abrigo en ellos. «Llévenme», murmuro, cómoda en el espacio que me abren y arrullada por el ruido blanco de una conversación que escucho con un solo oído. Llévenme a la calidez de una conversación junto a la estufa, en un día frío. A la inocencia de los juegos de infancia, cuando comandaba mi cuadrilla de niños del barrio y nos deslizábamos en trineo durante el invierno y jugábamos al tómbol en los días bonitos. A las aguas mansas de mi soledad esteparia, que a veces se deja acompañar.

Y si es con un café de origen, tostado hace una semana, extraído atentamente hasta conseguir que sus notas exploten y que encima lleve un dibujo de gatito, mucho, pero mucho, mejor.

 

 

 

Acerca de la autora

Claudia Urzúa es periodista de la Universidad Andrés Bello y magíster en historia por la Universidad de Chile. Publicó Chile en los ojos de Darwin. Vive en Magallanes.