La luz difícil

Presentación de Alejandro Zambra

Los colombianos cambian el tono cuando hablan de Tomás González. Recuerdo hace algunos años, en una visita a Bogotá, a una joven lectora que, con ese talento para la parodia que solo tenemos cuando hablamos de nuestros compatriotas, destruyó en una hora y media a todos los escritores colombianos que yo conocía y admiraba. Gracias, le dije bromeando, mientras pedíamos otra aguardiente: ya no tengo que leer a ningún colombiano más. Me miró sorprendida, tal vez consciente de que había exagerado, y entonces me dijo sí, tienes que leer a Tomás González, y yo anoté el nombre en un papel que se me perdió, pero el nombre volvió a aparecer en todas las conversaciones que luego tuve con otros bogotanos, que no aguantaban las ganas de disertar sobre la muy discutible pero para ellos tan evidente (y alarmante) crisis de la literatura colombiana, y sin embargo al final cambiaban la voz y me recomendaban, con esa seriedad conmovedora que tienen los colombianos cuando dicen algo que realmente les importa, que leyera a Tomás González.

Leí entonces la novela Primero estaba el mar y luego los poemas de Manglares, una serie de instantáneas susurrantes y límpidas. En ambos casos sentí lo que he vuelto a sentir estos días, leyendo La luz difícil, la última novela de González: un asombro difícil de describir, un asombro que en principio no sabemos localizar con certeza, porque se trata de libros simples, sinfónicos, casi transparentes, y es difícil resumir sus virtudes de un modo tajante. El tono de González es muy propio, lo mismo el ritmo sereno de sus narraciones, y esas imágenes tan precisas donde conviven, en rara armonía, el dolor y la plenitud.

La luz difícil es la historia de un pintor que rememora el episodio más triste de su vida: la muerte voluntaria de su hijo, incapaz de seguir soportando el tormento físico de una enfermedad incurable. El narrador alterna su presente solitario y residual con el relato de los pormenores de esas largas horas que la familia pasó esperando que su hijo se encontrara con la muerte. González describe, con paciencia y lucidez, una historia terrible en la que el más amargo dolor por momentos se entrevera, sin embargo, con la pureza o con la belleza.

“Vivo entre formas luminosas y vagas/ que no son aún la penumbra”, dice Borges en un poema que he recordado mucho mientras leía esta novela. La relación es obvia, porque el narrador de La luz difícil está a punto de perder definitivamente la vista, de ahí el hermoso título, también ligado al largo oficio del pintor, que se ha pasado la vida buscando el despunte de una forma entre luces y sombras. Pero también he recordado otros poemas de Borges, sobre todo los más despojados, los menos borgeanos, por así decirlo: aquellos donde prevalece el sobrio relato de una emoción y el poeta abandona o parece querer abandonar los disfraces literarios. Me parece que hay un dejo de Borges en la prosa de González, aunque en otro sentido, desde luego, no hay dos escritores más distintos: si para Borges uno de los conflictos principales consistía en el enfrentamiento entre la literatura y la vida, para Tomás González el camino es simplemente retratar la vida.

Más allá de cualquier consideración biográfica, la prosa de Tomás González nos convence de entrada, porque sabemos que hay cosas que no es posible inventar. Porque, aunque suene antiguo decirlo de este modo, sabemos que solo alguien que verdaderamente ha padecido el dolor puede retratarlo de manera tan fina, entera y poderosa. Tal vez por eso los colombianos cambian de tono cuando hablan de Tomás González: porque al recomendar sus libros ya no están hablando de literatura, sino del trabajo de un hombre que ha sabido construir una obra honesta y personalísima.

La espinosa belleza del mundo

Tomás González

El título de esta lectura apunta a una constante en mi trabajo como narrador: el horror y la belleza, la vida y la muerte, el caos y la forma, el paraíso y el infierno, como caras de una misma moneda, de un mismo territorio, donde un lado contiene siempre al otro y es contenido por él. A continuación hablaré de algunos temas que han sido importantes en mi trabajo y en los cuales se manifiesta esa constante. No va a ser una exposición científica ni académica, sino literaria, poética, y sus temas fueron elegidos de manera intuitiva, nada sistemática, y tratados de esa misma manera.

El tiempo

Soy narrador. Eso quiere decir que el tiempo, el paso del tiempo es esencial para mí. Sin él no sé moverme bien. El tiempo es para mí como el viento para las cometas o para los molinos de aspas.

El tiempo de los narradores no es el de la ciencia, donde los fenómenos que se estudian se despliegan y abren como plantas en un entorno controlado o que se considera controlable o comprensible, sino el de la gente de la calle. Es el tiempo que no perdona, el que se mueve de repente en ráfagas de caos, el que arruga la piel y tumba dientes y tumba el pelo y mata –al científico y al narrador y a todo el mundo–, pero al mismo tiempo hace posible toda maravilla.

Aunque el tiempo fluye siempre en una misma dirección, y por muchas vertientes, es reversible, fluye hacia atrás, al revés, en cuanto viaja siempre hacia el origen. Va siempre del polvo al polvo, para usar la frase bíblica. O, de manera menos lúgubre, diríamos que el agua que corre por las cloacas tarde o temprano brotará, otra vez pura, en los nacederos de las montañas. Al matar, el tiempo regenera. Y mata al regenerar.

Al narrar una historia, intento hacer que el flujo del tiempo contenga a la muerte y que esta muerte o muertes no sean nada absoluto sino manifestación del movimiento, del transcurrir del tiempo, de la vida. Pienso que si no se logra que prevalezca la vida al contar tragedias u otros hechos espantosos, la narración va a aparecer incompleta, parcial, como un árbol aniquilado por su propia sombra. Y al revés: si no se logra que las historias alegres contengan la sombra, van a quedar como débiles fantasías. Un ejemplo muy pertinente de lo anterior son aquellas historias infantiles “saneadas”, donde se evita por principio lo malo, y lo siniestro, y lo caótico, y de ese modo se vuelven irreales y lo infantil se hace pueril.

Para mí es esencial, entonces, que en la narración sea constante la presencia del caos. Sin el caos nada fluye. O fluye solo de palabra y no de hecho. Una narración en la que no estuviera contenido el caos sería superficial y en ella el tiempo sería falso, no como un río sino más parecido a una fuente de agua movida por medios artificiales.

Hace mucho tiempo que no leo Rayuela, pero si no recuerdo mal en ella la presencia vital del caos es constante. Y también en el deslumbrante deterioro y desgaste del trópico en Cien años de soledad. La locura, es decir el caos, es tema de El Quijote. Casi en todas las novelas que me han gustado, narren o no tragedias, el caos es protagonista y fuerza impulsora de la narración, a veces oculto, otras no tanto. La inminente putrefacción anima toda la narración de Mientras yo agonizo, novela que, como un exuberante árbol, hunde sus raíces en el cadáver de la madre. Evidentísimo es el caos en Tifón, de Conrad. Menos evidente, aunque muy presente, en novelas como El siglo de las luces, digamos, e incluso Lolita, para citar, al azar, obras maestras muy distintas unas de otras.

El tiempo es el movimiento con el que las formas de la existencia entran al caos al mismo tiempo que salen de él. O dicho al revés: el tiempo es el movimiento con el que las formas de la existencia salen del caos al mismo tiempo que entran en él. El trabajo artístico se mueve allí y expresa ese movimiento de luz y sombra, de Ying y Yang. Y no se trata de algo filosófico y conceptual sino que es la forma como aparece la felicidad en el corazón o en el vientre de la gente y luego desaparece. La forma como se nos pierde el calcio de los huesos. Y también la forma como todo agobio y toda tortura encuentra su final. Ese movimiento anima todo: desde el asesinato hasta la caricia más delicada de un primate al otro, o la formación de las uñas en el feto, o el relato más hermoso escrito por alguno de nosotros, los primates que escribimos relatos.

El poema siguiente es del libro Manglares y tal vez sirva para ilustrar lo que acabo de decir sobre el tiempo y el caos:

AÑO 1975
Llegando a Valdivia fumamos marihuana.
Las pilas de mango en las mesitas relumbraban,
relumbraban los mangos en los árboles.
La carretera sin asfaltar estaba empantanada.
Sin irse el sol se fueron los mangos y los guamos,
llegaron los pinos y eucaliptos;
sin irse el sol llegó la niebla, hilos primero,
después pedazos grandes, como vacas blancas,
después niebla completa
El Tiempo empezaba a confundirse,
tendían a mezclarse cielo y tierra
y ya nadie sabía si andábamos muy rápido
o muy lentos.
Aparecía a veces una porción de roca y musgo,
un árbol lejano y fantasmal, un precipicio fugaz,
un conciso matorral de tierra fría.
Y entonces no recuerdo si él lo dijo, ella,
yo lo pensé o hablamos todos
y a pesar de que estábamos contentos)
mientras el carro flotaba en el pantano:
Parece que estuviéramos ya muertos”.

La intimidad

Se considera, por lo general, que los acontecimientos externos son opuestos a los hechos íntimos. Lo exterior sería diferente de lo interior. Las terminaciones nerviosas, el corazón y demás vísceras irían así por un lado y la Historia con mayúsculas, por otro.

Sin embargo, como todas las oposiciones, esta es solo aparente, pues cuando uno mira con atención se da cuenta de que no hay experiencia alguna, sea individual o colectiva, que no se viva en la intimidad. Terremotos, avalanchas, guerras, huracanes, todo, la investigación científica, el paso del tiempo, el amor… No solo se viven todos ellos en la intimidad sino que es el único lugar donde en realidad se viven. Esos acontecimientos no existen separados de los sentidos de cada individuo, sea humano o animal, que los padece o los goza. Pues la experiencia, la realidad, sin la dimensión de recogimiento (y soledad) en que se vive y se percibe, sería nada, estaría muerta, sería una cáscara vacía, un cartón.

Aunque los ejemplos que pueden tomarse de la literatura son muchos, el primero que se me vino a la mente es de la pintura. Se trata aquí de grandes acontecimientos, del horror de la guerra. Se trata de la Historia con mayúsculas: la guerra de independencia de España contra los franceses. Se trata de Los Fusilamientos del 3 de mayo, la pintura de Goya.

Grandes acontecimientos históricos, terribles movimientos colectivos, y en algún rincón de ellos, en alguna parte de Madrid, al pie de una montaña, como un horrendo paréntesis dentro de otro, y en todo su esplendor, la muerte.

El tiempo de los narradores no es el de la ciencia, donde los fenómenos que se estudian se despliegan y abren como plantas en un entorno controlado o que se considera controlable o comprensible, sino el de la gente de la calle. Es el tiempo que no perdona, el que se mueve de repente en ráfagas de caos, el que arruga la piel y tumba dientes y tumba el pelo y mata –al científico y al narrador y a todo el mundo–, pero al mismo tiempo hace posible toda maravilla.

La matanza en la montaña llamada del Príncipe Pío se produjo de madrugada. Quienes alguna vez hayan visto el cuadro lo recordarán bien, pues la imagen se aloja muy hondo, y con mucho dolor, en la memoria. Las ejecuciones se realizan a la luz de un gran farol cúbico puesto en el suelo, mientras alrededor está la oscuridad de una noche como todas, y, al fondo, la ciudad con la gente que finge dormir tal vez, y quisiera no oír lo que está oyendo. Lo que más se recuerda del cuadro es la figura central, cuya camisa brilla tanto como el farol: es un hombre con los brazos abiertos en cruz, y que le pone el pecho a las balas.

Pero el horror más intenso no lo produce la figura central, el fusilado de gesto que es a la vez aterrado y grandioso. Ese tiene el consuelo del teatro, del heroísmo, y no produce tanta pena. El dolor lo inspiran más los otros, los que se cubren la cara o rezan y se enfrentan a la intimidad de la muerte. Y es que a todos aquellos a quienes la muerte no se lleva en el sueño o con demasiada rapidez, a los que son conscientes de lo que están a punto de vivir, seguramente les llega ese mismorecogimiento poco antes del último segundo. Y es seguro que ese momento de tremenda intimidad también le haya llegado a la figura heroica del cuadro de Goya, una vez despojado el hombre, a bala, del gesto teatral, cuando, herido de muerte y ya en el piso, le llegaría el turno de ver cómo se desvanecía la tierra en la que había nacido y sobre la que se estaba desangrando.

En esas personas que se cubren la cara se expresa lo inexpresable. Es el miedo sin límites que se vive en la soledad más profunda. Allí la pintura nos transmite lo que parecía incomunicable. Es por eso que las obras de arte, y no menos las terribles, como esta, nos quitan la soledad, pues levantan por un momento aquel peso de nuestras espaldas. Decir lo que no se podía decir porque era demasiado íntimo, y por tal inexpresable, es algo que siempre se busca, sea en poesía, o en pintura, o en novela. De eso se trata, a mi modo de ver, y es lo más difícil.

Juan Rulfo lo logra siempre en sus narraciones, sea que hable de bandidos al galope o del primer vuelo de las golondrinas en el amanecer. En él la intimidad es permanente. Rulfo narra como si estuviera hablando dentro del lector. Para mí, el momento más profundo de la novela Pedro Páramo llegó, tal vez, cuando el escritor se detuvo a describir una gota que cae sobre una hoja de laurel. No es en la maldad grande de Pedro Páramo ni en el caos magnífico de la Revolución Mexicana donde se alcanza la mayor profundidad en la narración, sino allí, donde lo pequeño se vuelve grande y lo grande pequeño, donde lo uno contiene a lo otro, donde los conceptos de pequeño y grande dejan de tener sentido y solo queda lo que Es: aquello que algunos llaman la ‘mismidad’, es decir, la intimidad última.

Dice Rulfo: “El agua que goteaba de las tejas hacía un agujero en la arena del patio. Sonaba: plas, plas, y luego otra vez plas, en mitad de una hoja de laurel que daba vueltas y rebotes metida en la hendidura de los ladrillos”. Allí, en ese plas plas está todo: la historia humana contenida íntegra en esa intimidad de la gota que hace bambolear a la hoja de laurel. Y también la historia inhumana, aquella que es narrada por la Naturaleza, o por el Vacío, o por Dios.

Después, buscando al azar lugares de intimidad profunda entre los escritores que he admirado, pasé por la poesía de Jorge Luis Borges, que hacía muchos años no leía. Y me asombré de que en tantos libros de poemas, en aquel mundo abundante de menciones de nombres y obras, de erudición falsa y verdadera, los momentos de intimidad fueran tan pocos.

Pero allí estaban. Y como se habían mantenido muy vivos en mi memoria, me resultó fácil encontrarlos. “El recuerdo de una antigua vileza vuelve a mi corazón. Como el caballo muerto que la marea inflige a la playa, vuelve a mi corazón”, dice Borges en el poema que se llama Casi juicio final. Aquí no hay conocimientos cifrados, ni menciones de Espinoza, ni de Milton, ni de Baltazar Gracián, ni elegante desapego. Aquí hay desgarramiento, intimidad, aquí también se logró decir lo que hasta ahora no habíamos sido capaces de articular y nos causaba tanto sufrimiento.

Y también encontré fácilmente aquellos otros versos en los que Borges dice (o dice que otro dijo): “Yo, que tantos hombres he sido, no he sido nunca aquel en cuyo amor desfallecía Matilde Urbach”. Ese es el poema completo: diecisiete palabras. El título del poema está en francés y se llama Le regret d’Héraclite o El lamento de Heráclito. Allí está la elegancia de Borges, con la pedantería, o falsa pedantería, que supo convertir en gran arte; pero aquí hay una tristeza que atraviesa como un cuchillo la frialdad estética y el desapego. “Yo, que tantos hombres he sido, no he sido nunca aquel en cuyo amor desfallecía Matilde Urbach”.

En tantos libros de poemas los escasos momentos de intimidad que tiene el poeta Borges bastan para hacernos saber que el hombre que los escribió era capaz de sentir con toda la fuerza y expresar aquello que está clavado demasiado hondo en el corazón. En mi opinión son esos momentos de intimidad los que hacen de él un poeta. Esos instantes son los que hacen que para mí todo lo demás sea verosímil y se sostenga; gracias a ellos puedo disfrutar, incluso, de la mención de grandes nombres y obras, que por lo general me deja indiferente.

En cuanto a mí, es decir a la literatura que trato de escribir, puedo decir que nunca tuve el propósito de hacerlo de una manera expresamente intimista. Me interesa, como a todo el mundo, la Historia con mayúscula, y sé bien que nos movemos en ella, pero también sé que por grandes que sean los hechos, solo se viven en el corazón propio. La intimidad en primer plano, y la Historia en el trasfondo.

Es de esa forma como he tratado de ocuparme, cuando he tenido que hacerlo, del tema de la violencia en mi país, la de los años 50, la de Laureano Gómez y Ospina Pérez (violencia que, dicho sea de paso, nada tuvo que envidiarle a la que presenció Goya) y también de la de ahora, la del sicariato, el narcotráfico, los paramilitares y demás bandidos. Para mí es importante que todo eso esté allí, en la narración, pero como un aguacero, una tempestad, como telón de fondo. Y trato de que en primer plano esté siempre la intimidad de los personajes, es decir, las resonancias de la Historia en la gruta acuática de sus almas.

Y es que la vida es así: en eso consiste. No es pública, es íntima.

Para ilustrar lo anterior, y también para concluir el tema de la intimidad, voy a leer el poema del libro Manglares, en que hablo de la corneada que sufre un hombre en una corraleja que se celebró en la costa atlántica colombiana, en el pueblo de Tolú, en 1957, o algo así, cuando yo tenía siete años. Para quienes no lo sepan, las corralejas son corridas en las que se sueltan al ruedo varios toros, generalmente cebú, y la gente, el que quiera, se lanza a torearlos. El poema dice:

Recuerdo el circo hecho de guadua.
Recuerdo la violencia del sol, los cebúes enloquecidos,
los borrachos como trapos
que toreaban con pañuelos a los toros.
El espectáculo, sin forma, era explosivo.
A un botellazo en la tribuna seguía un remolino
donde bien habrían podido brillar las puñaladas.
A una cornada benigna, una ovación,
saludos, payasadas,
billetes que volaban sobre el ruedo.
Corraleja en Tolú, hace mucho tiempo.
Hubo una cornada fea, marginal, que pocos vieron.
Y nunca supe si al hombre
que sacaron entre cuatro cargadores
que al mismo tiempo cargaban y bebían,
lo sacaban del ruedo solo herido<
o si aquellos ojos que giraban,
aquella cal de tapia en las orejas,
aquella boca abierta que el sol iluminaba
eran porque la muerte llegaba
(pálida siempre, íntima, atenta,
indiferente a cualquier otra fantasía)
en mitad del descarrío total,
en medio de la más desenfrenada algarabía.

La memoria y el olvido

Este es el tema más vasto que puede tocarse en cualquier conversación. La vida y la muerte, es otra manera de plantearlo, o el ser y la nada. Es tan vasto que aquí no somos nosotros en realidad quienes nos ocupamos de él sino más bien el tema es el que se ocupa de nosotros y de nuestra mesa: primero nos vamos de aquí todos y poco a poco somos olvidados, antes que agotarse.

Habría dos maneras de entendérselas con el asunto de la memoria y el olvido: libros gruesos donde se narren de manera sistemática hechos históricos impersonales, o narraciones en las que haya personajes que simplemente vivan sus memorias y sus olvidos. Yo elegí la segunda, por mi oficio y también porque pienso que los acontecimientos humanos solo tienen existencia en lo más íntimo de la gente en la que viven. Hablar de ellos separándolos de la manera como los individuos los viven es como consumir azúcar sola, o sal sola, y a mi modo de ver nos aleja aún más de lo que está tratando de recordarse.

Dicho lo anterior, pienso que el olvido en literatura es parecido al espacio vacío en el dibujo. Es la nada, pero no la nada original sino la que se va adueñando de todo durante la aparición y desaparición de las cosas o de los hechos. En el principio había una nada pura; después aparecieron las cosas y con ellas el olvido de las cosas. Lo que existe se dibuja contra el telón de fondo de lo que dejó de existir; lo que ocurre se dibuja contra el telón de fondo del olvido. Lo que ocurre y el olvido de lo que va ocurriendo son simultáneos.

Es imposible hablar del olvido o entenderlo sin que existan hechos que se olviden. El olvido en estado puro es para nosotros imposible, del mismo modo que nos es imposible imaginarnos la muerte, pues cualquier representación de la muerte es solo manifestación de vida. Pienso en el final de Germinal, de Emilio Zolá, y otra vez en Pedro Páramo. Cuanto más se acercan a la nada, al olvido total, al vacío, más intensa y viva aparece la narración. Más abrumadora nos llega la sensación del olvido. Cuanto más intensos o grandes sean los hechos que se olvidan, más poderosa será la pintura del olvido.

La memoria, por su parte –la otra cara de la moneda–, es el eco de los hechos; pero es también un hecho. Del mismo modo que el eco de un grito es tan real como el grito, la memoria es tan real como los hechos que la originaron.

Creo que las obras literarias están siempre formadas por memorias, es decir, por ecos de hechos. Esto sin excepción. Incluso en aquellas que se habla de marcianos.

Las hordas invasoras que H.G. Wells describe en la novela La guerra de los mundos se basan en el recuerdo de invasiones de hordas destructoras, no de marcianos sino de seres humanos, por supuesto, y no de seres humanos en general sino que las hordas originales que inspiraron al escritor fueron las de los mismos británicos, quienes, ya lo sabemos bien, no lo han hecho nada mal a la hora de invasiones y matanzas. Al leer sobre la invasión de la Tierra por parte de los marcianos, nos viene a la memoria, y es muy probable que justamente eso se haya propuesto el autor, el tratamiento que dieron los ingleses a los territorios de las colonias.

Los marcianos de Bradbury, por su parte, nos recuerdan refinadas civilizaciones no europeas, como aquellas que los ingleses encontraron y avasallaron en China y en la India. En las Crónicas marcianas, los nativos de Marte son avasallados y destruidos por seres humanos cuyo estilo de violencia y pillaje tienen mucho parecido con del de los anglosajones.

Eso en cuanto a invasiones de marcianos.

En los relatos de náufragos, por otra parte, escritos por autores que nunca naufragaron –por lo menos no en el agua– es también la memoria la que construye siempre el relato. La materia prima de Robinson Crusoe la conforman memorias de náufragos de los que el escritor se enteró porque le contaron sobre ellos o porque las leyó, a las que se sumó el recuerdo del peso de la soledad que seguramente vivió en carne propia o cercana, y a las que se agregó por último –me gustaría creerlo así, pues de esa manera es como yo mismo lo siento– un amor infinito por la naturaleza sola, es decir sin la basura que hacen los humanos, nostalgia que sentiría con mayor intensidad al caminar por las abigarradas calles que lo estrujaban y abrumaban.

Y en la novela El Chancellor, obra maestra de Julio Verne, lo que se recrea no es otra cosa que la balsa de la naufragada fragata Medusa, tragedia de cuyo recuerdo saldría también la pintura maestra de Théodore Géricault.

Como en las que acabo de mencionar, en todas las obras artísticas es posible seguir el rastro de las memorias hasta encontrar los hechos que las originaron. Y eso es así porque a los seres humanos nos es posible elaborar pero no inventar. Creo que solo la naturaleza, o Dios, puede inventar; y que a nosotros nos corresponde trabajar sobre lo ya inventado y recrearlo, reinventarlo.

Es decir, recordarlo.

Poesía y horror: el problema del mal

Cuando existía el diablo todo lo que tenía que ver con el mal era más sencillo. No importaba el horror de lo que ocurriera, la peste bubónica, los incendios de hospitales o las quiebras con suicidio, la explicación era rápida, eficiente: “Cosa del diablo”. Y aunque había quienes seguían admirándose o indignándose porque en este mundo existiera la maldad, también había los muchos que les respondían que por supuesto: la maldad existía y ya sabíamos muy bien de quién era la culpa.

El médico Elías, uno de los personajes de mi novela La historia de Horacio, nos transmite con estas palabras su visión de lo que es la situación humana en este valle de lágrimas. Dice Elías: “¿Para qué dar tantas vueltas, si todo está tan claro? Dios es Dios; Satanás es jodido, cojea y tiene rabo prensil. Y uno hace lo que puede”.

Con la muerte o la desaparición del diablo, cosa que fue ocurriendo poco a poco en los últimos siglos y como por inanición, todo se complicó, pues la maldad quedó como responsabilidad, ya sea de Dios, ya sea de la Naturaleza. Y como la muerte de Dios no está nunca muy lejos de la del diablo, se murió también Él y la maldad quedó en última instancia como responsabilidad de la Naturaleza misma o, dicho en términos filosóficos, de Lo que Es.

Soy muy consciente de que acabo de pasar rapidísimo por la muerte de Dios. Eso porque no quiero empantanarme en una discusión muy difícil sobre su existencia o inexistencia, primero, y luego sobre Él como el más probable originador del mal, discusión que no me permitiría llegar pronto a lo que busco plantear, esto es, el mal como cosa que está ahí de la misma manera que están el planeta Marte, las palmas que, al momento de escribir estas palabras, había frente a mi ventana, o esta mesa desde la cual estoy leyendo ahora.

El mal está y ha estado desde siempre plantado aquí, en el ser mismo de las cosas. El cocodrilo cierra sus fauces sobre el terso vientre de la gacela y se la lleva al fondo del río. La Guardia Civil entra a saco a la ciudad de los gitanos y la muerte, con su capirote y su guadaña, se sienta a mirar la matanza desde una piedra –y después, poco después y no lejos de allí, se sienta en otra piedra a mirar como fusilan al aterrorizado poeta–. Si el Diablo estuviera vivo lo estaríamos maldiciendo. Si Dios estuviera por ahí, lo estaríamos odiando. Blasfemaríamos. Todo sería sencillo.

No lo es.

Las enfermedades no van a acabarse. Los terremotos no van a dejar de ocurrir. Las sombras de maldad en el corazón del hombre no van a desaparecer y en cada ser humano habrá siempre la posibilidad de un Francisco Franco o un Charles Manson. Esto quiere decir que la felicidad solo es posible en los momentos en que el horror está alejado de nosotros; y eso a su vez quiere decir que no vinimos a este mundo para ser felices y ni siquiera para buscar la felicidad, pues esa no es “buscable” y llega cuando quiere, esto es, cuando el dolor y el horror, que siempre vuelven a desaparecer, se lo permiten.

Y es en este momento cuando aparece la pregunta que más se ha hecho el ser humano desde que tiene memoria.

¿Para qué, entonces, vinimos a este mundo? Vinimos a admirarlo, digo yo.

¿Qué hace el poeta cuando ve a la Guardia Civil entrar a saco en la ciudad de los gitanos? Admira la belleza, la armonía que hay en todo, en este caso en el horror. Dice García Lorca:

Tercos fusiles agudos
por toda la noche
suenan. La Virgen cura
a los niños con salivilla
de estrella.
Pero la Guardia Civil
avanza sembrando
hogueras, donde joven
y desnuda
la imaginación se
quema. Rosa la de los
Camborios, gime
sentada en su puerta
con sus dos pechos
cortados puestos
en una bandeja.
Y otras muchachas
corrían perseguidas por
sus trenzas, en un aire
donde estallan rosas de
pólvora negra.
Cuando todos los
tejados eran surcos en
la tierra, el alba meció
sus hombros en largo
perfil de piedra.

Versos de una belleza tal que el horror casi se olvida, y ese quizás sea el único defecto que pudiera atribuírseles. La armonía que aparece en los poemas de Poeta en Nueva York, en cambio, es más dura y desapacible, y en tanto que lo nombra y lo describe, vence al horror, pero también nos acerca más a él.

Debajo de las multiplicaciones <
hay una gota de sangre de pato.
Debajo de las divisiones
hay una gota de sangre de marinero.
Debajo de las sumas, un río de sangre tierna;
un río que viene cantando
por los dormitorios de los arrabales,
y es plata, cemento o brisa
en el alba mentida de New York.

Pero no podemos siempre superar el caos o vencer a la muerte. A veces no logramos encontrar belleza alguna en lo que ocurre y la muerte nos desborda. Hay hechos tan horrendos que nos dejan mudos. O hechos tan horrendos que nos dejan muertos, como le sucedió justamente a Federico García, que fue acribillado por la mismísima Benemérita de cuyos horrores con tanto genio había hablado.

Entonces, a los que sigamos vivos solo nos resta esperar en silencio que, con el paso del misericordioso tiempo, el misericordioso olvido nos traiga alivio y nos devuelva la alegría y la voz. Y cuando eso de nuevo ocurra –y siempre ocurre de nuevo– admiraremos otra vez la belleza de mundo en todo el esplendor de su caos y de su armonía.