Hay un club al que hubiera pertenecido con gusto. Cerró a fines de los 70 convertido en una suerte de casino clandestino y sus miembros se declaraban orgullosos representantes de un país que duró apenas tres años, pero fue un hito cuya existencia llegó a oídos de uno de los grandes líderes mundiales del siglo pasado.

Descubrí la existencia de este club durante una investigación que realizo para reconstruir la historia de mi abuelo, Abed Yuseff Jalil Braim, un inmigrante palestino que fue uno de los primeros árabes que se radicó en la Patagonia. En las pocas pistas que dejó de su pasado nunca he encontrado una respuesta para comprender por qué escogió Punta Arenas para iniciar su nueva vida, tan lejos y tan distante de todo lo que conocía, mientras que el resto de sus compatriotas echaba raíces en el centro del país, con un paisaje y un clima que les era más familiar.

Cuando llegó, en la ciudad quedaban los restos del esplendor que vivió antes que la apertura del Canal de Panamá jubilara el Estrecho de Magallanes como paso obligado del comercio marítimo. Tal vez esos tibios destellos lo atrajeron hasta donde terminaba el mapa, pese a que apenas hablaba español. Había vivido bajo el imperio otomano y luego resistió la dominación inglesa que siguió en Palestina tras la Primera Guerra Mundial, así que es razonable suponer que en Punta Arenas encontró algo de paz para convertirse en un próspero comerciante y formar una familia de cuatro hijos.

Solía juntarse con el puñado de árabes que también se había establecido en Punta Arenas, casi todos hombres, la mayoría de ellos dedicados al comercio. Eran una rareza en una ciudad construida por inmigrantes europeos, especialmente croatas, españoles, alemanes, italianos, ingleses y franceses, quienes hacían su vida social en torno a sus propios clubes. Entonces, ¿por qué no hacer lo mismo? Según los registros, el 13 de junio de 1934 fundaron el Centro Árabe, conformado por palestinos, sirios, libaneses y unos pocos griegos, invitados para hacer número.

La sede era una amplia casa, con una habitación adaptada como salón exclusivo para socios, adornado con gobelinos, cuadros de líderes árabes, diplomas y una fabulosa alfombra persa que era un lujo en esa época. En la otra sala funcionaba el bar, con una barra de extremo a extremo, y en medio una gran mesa de billar. La única señal de que adentro funcionaba el Centro Árabe era una placa de bronce atornillada en la entrada.

Si había algún musulmán en ese grupo, estaba a salvo de la mirada de Alá, porque allí se tomaba alcohol y se comía cerdo sin culpa alguna.

En sus estatutos, que ayudó a elaborar mi abuelo, se señalaba que el club tenía como fin «unir a la colonia, ayudar a los pobres sin distinción y defender el nombre árabe». Bajo esta norma, sus socios participaron activamente en varias campañas benéficas, en especial para los damnificados del terremoto de Chillán en 1939, y apoyaron con firmeza la propuesta de convertir a Punta Arenas en un puerto libre.

Conservo una foto en sepia, donde salen dieciocho de los fundadores, entre ellos mi abuelo, que muchas veces ocupó el cargo de tesorero. Todos aparecen serios y elegantes, de cuello y corbata. En la pared del fondo se ve un retrato de O’Higgins y otro de Arturo Prat en pleno abordaje, tal vez en un intento por remarcar que, ante todo, se sentían chilenos.

No era mucho más lo que sabía de ellos, salvo que sesionaban los sábados, que el plato principal de la cocina era el kubbe, que renovaban la directiva cada año y que enviaban la información a Santiago para ser publicada en el periódico Mundo Árabe. Pero hace poco, revisando viejas carpetas, encontré lo que para mí fue un descubrimiento extraordinario: una copia de una carta enviada al líder egipcio Gamal Abdel Nasser. Está fechada el 3 de junio de 1959 y representa todo el espíritu patriótico que los mantuvo unidos durante décadas. Bajo la bandera de Chile y de la recién formada República Árabe Unida (RAU), le confiesan «la admiración y el cariño del Centro Árabe de Magallanes, el más austral del mundo (…), conservando en su seno a originarios y genuinos representantes de esa tierra y a sus numerosos descendientes».

Se nota que habían enmarcado la carta, como si fuera un hito en la historia del club, cuyos socios veían en Nasser a una especie de Bolívar del mundo árabe, y a la RAU, formada por Egipto y Siria, como el inicio de la unión de todos los países árabes, tal como se sentían ellos al otro lado del planeta.

Mi padre, que conoció el Centro Árabe a los quince años, recuerda haber visto un cuadro con la foto de Nasser y la bandera roja, blanca y negra de la RAU izada en el frontis para las Fiestas Patrias, el 21 de mayo y el aniversario del club. También se acuerda de que la llevaban como estandarte cuando los socios desfilaban en actos cívicos, junto a otros clubes de colonia.

La RAU había nacido en 1958 y se acabó en 1961, pero en el Centro Árabe magallánico siguieron admirando a Nasser con sus luces y sombras, pronunciando encendidos discursos que glorificaban su figura. El día que escucharon por la radio que, bajo su liderazgo, Egipto, Jordania, Siria e Irak estaban a punto de atacar Israel salieron a celebrar a la calle, pero rápidamente los festejos se fueron apagando cuando se enteraron de que la guerra había sido un desastre y que Palestina había sido borrada del mapa.

Se diría que, con el tiempo, sin los fundadores y sin el espíritu de Nasser, el Centro Árabe fue perdiendo su fuerza. El concesionario, para aumentar las pocas utilidades que obtenía, comenzó a admitir a todo quien quisiera entrar y pronto el lugar se convirtió en un bar de mala muerte, lejos del brillo que alguna vez tuvo. El salón principal siguió un destino peor, transformado en sala de juegos de apuestas, y así hubiera funcionado por más tiempo si alguien no hubiera hecho la denuncia a la policía.

Antes de que le pusieran el letrero de «clausurado», la directiva de entonces prefirió cerrar el club para librarlo de la humillación y reinaugurarlo más adelante en otra sede, pero eso nunca ocurrió.

La puerta se cerró definitivamente a fines de los 70, sin despedidas ni ceremonia, y pocas cosas fueron rescatadas. Hoy me pregunto dónde estarán la bandera, los cuadros, la placa de bronce de la entrada y los gobelinos con motivos árabes. Sé que la mesa de billar fue donada y que el libro de actas pasó de mano en mano hasta terminar en la Universidad de Magallanes. Sé también que había una gran colección de fotos y otros documentos que están perdidos, aunque la carta a Nasser sobrevivió milagrosamente al olvido. Me fijo en quiénes la firmaron. Son doce. Allí se leen, en cuidada caligrafía, apellidos como Chelech, Selim, Arabach y, por cierto, Jalil. Jamás lo supieron, pero ellos son los protagonistas de uno de los capítulos más alucinantes de la historia de la inmigración árabe a Chile.

 

 

 

Acerca del autor

Gazi Jalil es periodista y director de la Escuela de Periodismo UDP.