Ya es imposible sentirse solo un domingo. El regalón del partido, el publicista irreverente, la justiciera del pueblo, el lobbysta profesional, el chico de la tele, el cura buena onda, la periodista con sentido común, el pierdeteuna que repite en el diario lo que dijo en la radio, el experto en estadísticas, y tantos, tantos otros,  aterrizan a la hora del desayuno como si fueran una bandada de pájaros. Fernando Villegas es el primero en mover sus alas, a izquierda y derecha, y luego se pone a cantar que vivimos en una cultura de apariencias. El auto, la casa, la ropa, el calzado. Ojalá todo de marca. También, ahora, el rostro, el peinado, la belleza. En fin y otra vez, la buena presencia. No contar con esas cosas equivale a no tener posibilidad ninguna de hacer carrera. Rafael Gumucio se pone nervioso. Aletea. Interrumpe. No se explica por qué a los hombres les cuesta entender que una mujer arriesgue su vida en un quirófano de mala muerte para ponerse unos pechos nuevos o unos labios más sensuales, siendo que somos precisamente los hombres quienes exigimos esa belleza permanente e inconmovible.

Apariencia, juventud, medicina. Primera sorpresa: el caso de una mujer que quedó en estado vegetal tras someterse a una cirugía estética llama la atención de dos de nuestros más prolíficos columnistas. La segunda sorpresa es mejor: el resto de la bandada parece no tomarlos en cuenta. Cada uno anda en la suya. El padre Hurtado es superstar y el sistema de pensiones no tiene otro remedio que su demolición, opina Florencia Browne en Las Últimas Noticias. Fernando Paulsen en Diario Siete dice que el problema de la desigualdad no se puede reducir a la mera estadística de la distribución del ingreso, y entrega un dato revelador: Hay un sacerdote cada 15 mil habitantes en las cuatro comunas más pudientes de la capital, y uno cada 50 mil en los sectores populares. El problema de la distribución desigual no tiene que buscarlo muy lejos el arzobispo Francisco Javier Errázuriz. Está presente en su propio mando territorial. En La Nación Domingo, Rafael Cavada sigue sacándole punta al conflicto en Irak, María Eugenia Camus recuerda el asesinato de Pepe Carrasco, y Guillermo Tejeda, a propósito del Plan Transantiago, advierte que gobernabilidad, transparencia o funcionamiento de las instituciones se hace añicos a bordo de una 247 en hora punta.

Hay más, claro, pero ya se fue la mañana del domingo y todavía quedan columnistas o aves o escritores o periodistas o políticos o intelectuales que quieren entregar su opinión. ¿De dónde salió esta bandada?, se pregunta el lector desprevenido. ¿Tiene que ver con los ciclos migratorios? ¿Se trata simplemente de una moda? ¿Es, como dicen las encuestas, una señal de que el país ha cambiado?

Cualquiera sea la o las respuestas, hay un hecho indesmentible: además de las editoriales, cartas de los lectores y de las opiniones que acompañan reportajes específicos, cada domingo hay una treintena de columnistas estables invadiendo los hogares chilenos. Junto a su firma, una foto o una ilustración que los identifica y los vuelve más cercanos. Compañía dominical. Y en la semana la cosa sigue: hay cerca de 70 columnas permanentes.

Para los jóvenes, este florecimiento del periodismo de opinión es una sorpresa. Sin embargo, el género más subjetivo y radical y sabroso de la prensa escrita tiene una larga historia. Es más: no resulta exagerado afirmar que el periodismo nacional fue concebido como una extensión de la plaza pública, ese espacio virtual en que se debatía (y se luchaba) por las ideas. Las noticias eran un mero agregado, mientras que las opiniones eran la carne de los periódicos.

Cátedra, tribuna y barricada

Carrera, Portales, Bello, Bilbao, Vicuña Mackenna, Lastarria y Barros Arana fueron algunos de los hombres públicos que comprendieron, en los orígenes de la República, la importancia política de los periódicos. La imprenta de La Aurora de Chile, por ejemplo, la adquirió Carrera, consciente de que era necesario difundir las ideas patriotas, consolidar el nuevo orden social y, claro, afianzar su propio poder. El periódico, autodefinido como político y ministerial, se publicó entre febrero de 1812 y abril del año siguiente. A cargo de la dirección estaba fray Camilo Henríquez, quien debió asilarse en Argentina después del desastre de Rancagua. Más allá de la disputa entre carreristas y o’higginistas, el exilio del director del primer periódico chileno revela que las opiniones en letras de molde eran de cuidado. O de temer.

Junto al debate ilustrado, a la exposición de ideas sobre temas tan esenciales como la necesidad de contrapesar el poder del Ejecutivo, la libertad de culto o la restricción del gasto militar, corrían las opiniones destempladas, los ataques despiadados y hasta la descalificación personal hacia ministros, candidatos, gobernantes e intelectuales. Los mismos nombres de los periódicos develan su intencionalidad: Guerra a la Tiranía, El O’Higginista, La Asamblea Constituyente, El Valdiviano Federal y El Canalla. Este último le declaró la guerra a El Hambriento, periódico satírico fundado por Diego Portales en 1827, con el objetivo de defender los intereses de los estanqueros, un influyente grupo relacionado con el otorgamiento y liquidación del monopolio de tabaco, naipes, té y licores extranjeros.

Como el The Clinic actual, tras una aparente frivolidad, El Hambriento difundía su opinión sobre ministros, políticos y el partido liberal con un estilo mordaz y bastante suelto para la época. El escritor Jorge Guzmán, autor de la novela La ley del gallinero, inspirada en Portales, destaca que en ese medio aparecen las gonorreas, los cuernos, las borracheras, las castraciones, en fin, los apodos, casi siempre crueles. Era un mundo bullente, a pesar de lo pacato y convencional que se mostraba en algunos aspectos. El periódico se llamaba El Hambriento porque Portales pensaba que los liberales eran unos muertos de hambre. Y los otros bautizaron su medio como El Canalla, que era la imagen que tenían de Portales. Ambos periódicos encarnan la idea de una prensa de barricada. Sus ataques, de hecho, no incluyen fundamentos ideológicos o el despliegue de un raciocinio. A modo de ejemplo, unos versos que El Canalla pone en portada: ¡Soys ladrón Hambriento! Sí. / ¿Amas a la patria? No. / ¿Saqueaste la hacienda? Sí. / ¿Callas? Pues hablaré yo, / y entonces pobre de ti.

En esta prensa apasionada y pobre en noticias, los ataques personales eran moneda corriente. A José Victorino Lastarria, que podía escribir de la educación social, el rol del Estado en las ciencias o de un eclipse de sol, lo trataron en El Corsario, un periódico conservador de mediados del XIX, de huacho, roto, pícaro. Sobre este ataque, Lastarria escribió: Yo escribía a menudo en El Timón y cada artículo mío valía un millón de veces más que todos los ministeriales, porque no podían igualarme en fuego y oportunidad para ese género de guerra, a que me veía arrastrado por ellos mismos.

No hay mejor definición que la del autor de Don Guillermo: más que periodismo de opinión, se trataba de un género de guerra. Una muestra más: después que Francisco Bilbao publicara un artículo ensayístico titulado Sociabilidad chilena en El Crepúsculo, La Revista Católica se dedicó a combatir los errores morales de Bilbao en 16 números consecutivos. El 18 de junio de 1844 califican los juicios del intelectual liberal de heréticos, protestantes, inmorales y subversivos.

Como se ve, siempre ha existido un medio dispuesto a combatir la corrupción de los tiempos, como decían los editorialistas de La Revista Católica. Hoy dicen crisis moral. En su Historia del periodismo chileno, Alfonso Valdebenito recuerda que la efervescencia política era tan grande a mediados del siglo XIX que, sólo en un año, podían aparecer 15 periódicos. Estanqueros, filopolitas, liberales, federalistas y pelucones, trabados en enconadas polémicas desde las páginas de El Valdiviano Federal, El Araucano, El Intérprete, El Tamaya de Ovalle, El Alfa de Talca y demás diarios y periódicos de ese entonces, contribuyen a fijar conceptos ideológicos que informan la vida de los partidos y de los gobiernos, ilustrando, por otra parte, a la opinión pública acerca del ritmo nervioso que adquiere la vida política nacional, que ha tenido y tiene íntima relación con la labor que desarrolla la prensa en nuestro país, concluye el autor.

Mayoría de edad

Poco a poco empezaron a asomar en la escena local los espíritus templados. Además de El Mercurio de Valparaíso, fundado en 1827, se agregan en la década de 1850 El Ferrocarril, La Época, El Correo Literario y La Semana, que son los primeros medios que privilegian la noticia por sobre la lucha partidaria. Si se trata de debatir, dicen estos nuevos medios, se hará con altura de miras.

Andrés Bello, desde El Araucano, propone no enlodarse en ese borrascoso mar de debates originados por el choque de intereses diversos; La Semana promueve una discusión reposada, madura y responsable; y El Correo Literario, donde trabajó Rubén Darío, se define como ni rojo, ni pelucón, ni nacional. El Mercurio de Valparaíso se centra desde el primer día en el desarrollo comercial del puerto y la opinión queda restringida a la página editorial. Estos elementos llevan a Bernardo Subercaseaux a sostener que se aparta desde el primer momento de usos que hasta entonces habían sido habituales en la prensa chilena. Basta ver la portada del primer número para verificar este juicio: la nota principal es sobre la muerte de un comandante de guardia a manos de un marino inglés.

El Ferrocarril nace en 1855 y su lema era Libertad dentro del orden. Pretendía ser un símbolo del progreso (de ahí su nombre) y generador de opinión pública, pero guardando las distancias con el gobierno y los partidos. En una de sus editoriales, del 2 de abril de 1872, dice: Hoy los más altos dignatarios de un partido no son más que una parte de la opinión pública. Hoy un partido, para ser opinión pública, necesita acercarse a ella, empaparse en sus aspiraciones. De otra manera no alcanza sino triunfos de una hora y quebradizos. Los hermanos Justo y Domingo Arteaga Alemparte comandaron este proyecto que, en definitiva, terminó siendo uno de los más influyentes, precisamente por su distanciamiento partidario. Se permitían opinar de cultura, sociedad y costumbres con elegancia e ironía. Un texto sobre el horario de atención de la Biblioteca Nacional demuestra que apelaban a la racionalidad: Que la Biblioteca Nacional tiende a la difusión de los conocimientos, es un hecho fuera de toda duda desde que están abiertas sus puertas para todo el que quiera ir a leer o a plagiar o a hacer lo que mejor le acomode; pero que ella no satisface por entero su propósito es igualmente un hecho para todos los que hayan tenido que abandonarlo siempre que el puntero del reloj se le ha antojado pararse en la una. Protesto de la manera más formal que no ha llegado todavía a mi noticia aquel de los mandamientos de la ley de Dios que prohíba leer pasado la una de la tarde. Sobre los diez que me enseñaron cuando chico, conozco otro establecido por la prudencia, y es el undécimo “No estorbar”, pero el duodécimo “No leer”, sino durante las horas más inoportunas es, a todas luces, una relajación de la moral evangélica.

Domingo Arteaga Alemparte escribió también en La Semana, donde firmaba con su nombre (algo que no sucedía en El Ferrocarril) la sección “Ecos de la semana”, un repaso de la actualidad más diversa que, sin embargo, siempre terminaba con la última obra del Teatro Municipal o lo que se presentó en el “Círculo de amigos de las letras”. En la columna del 26 de noviembre de 1859, el autor se hace cargo de los reclamos de sus lectores, un recurso que más adelante potenciaría Joaquín Edwards Bello. El público cuestiona por qué no habla más de moda, de política o de cosas serias. Arteaga responde que en Santiago simplemente ha desaparecido la moda, pues el blanco ha perdido su sitial, sumiéndose la sociedad en una anarquía de matices. Sobre la política, su opinión es menos conservadora:… la política se parece a los hongos, o como nosotros decimos, a las “callampas”, que no todas son comestibles, y a las rosas, que no todas son buenas para dulce. Yo que, por precaución, jamás como “callampas”, ni tomo jamás dulce de rosas, tampoco hablo nunca de política. Carlos Ossandón, autor de varias investigaciones sobre periodismo del siglo XIX, postula que la prensa deja el estado de súbdito o, en términos de Kant, podría hablarse del advenimiento de la autonomía o de la mayoría de edad. Medios como El Ferrocarril o La Semana permiten suponer que cierto tipo de prensa en ese período toma conciencia de sí y de su rol en la apertura de unos espacios de discusión que requerían tanto de elementos raciocinantes como informativos.

En todo caso, lo anterior no significa que se haya impuesto un determinado modelo periodístico. Las propias noticias seguían teniendo una buena cuota de subjetividad y el espíritu aguerrido de los medios donde escribían Portales, Vicuña Mackenna o Lastarria, por citar a algunos polemistas de fuste, fue el motor de la prensa satírica, que en la segunda mitad del XIX dio periódicos notables. En 1880, como bien ha documentado Maximiliano Salinas, estos medios reflejaban la fuerte pugna entre liberales y católicos. Rodolfo Vergara Grez, por ejemplo, escribe en El Estandarte Católico que la ley de matrimonio civil que promovía el gobierno de Santa María abre la puerta de los hogares a la inmoralidad dando facilidades a las uniones concubinarias, a la relajación de los vínculos conyugales, a la propagación de los hijos ilegítimos, con todas sus desastrosas consecuencias (…) La ley de matrimonio civil vale tanto como una ley que autorizase la prostitución. A su vez, José Joaquín Gandarillas califica a la masonería como la sinagoga de Satanás. Los medios que se reían del clero, como La Ley y Poncio Pilatos, fueron excomulgados por la Iglesia. Pero con buen humor y mucho olfato, el Poncio Pilatos publicó que esta medida permitió aumentar sus ventas: …Hágalo por su abuelita; / se lo suplica Pilatos: / Láncenos, sin perder tiempo, /Otra excomunión! Más, bajo/ La condición de que venga/ Derecho del Vaticano, / para imprimir de ese modo/ Un medio millón de diarios!…

El clímax de la opinión satírica llega con la Guerra Civil de 1891. Llama la atención El Ají, cuyo humor y afán combativo es similar al de Clarín, el diario que a mediados del siglo XX irrumpió con su slogan “Firme junto al pueblo”, hoy recuperado por The Clinic. Para Maximiliano Salinas, El Ají fue un periódico valiente y saludable en su jocosidad y consecuencia con respecto a la causa de los rotos y del Partido Democrático. Nunca perdió de vista la perspectiva crítica en torno a una elite que si bien se había escindido en 1891 tenía una unidad y una cohesión más profunda. Prueba de ello es que el medio mantuvo su neutralidad cuando se desataron los ataques al presidente Balmaceda: Se sabe que todo el pueblo en pocos días más se reunirá en un gran meeting para decirles a los especuladores del Cuadrilátero y al César de la Moneda: hasta aquí no más amiguitos, válganse Uds. como puedan, no queremos ser gobernados por especuladores ni por maricas (27 de octubre de 1890).

La mayoría de los colaboradores escribía con seudónimo (La Cebolla, El Ajo, La Coliflor, El Rábano y El Tomate), una forma de protegerse de la iglesia y la elite dirigente, sus principales enemigos. Para hacerse una idea, un fragmento de un artículo donde se denunciaba el pasado bastardo de la aristocracia criolla: El huacho Zegers, el zambo Montt, el especiero Matte, el falte Edwards, el hijo de su madre Balmaceda, el marinero escocés McIver, el aventurero escandinavo Kning, el inmigrante Walker, el chancaquero Besa, los cangalleros Varela, Puelma, Concha y Toro, el sanguijuela de Altamirano, el corredor Sanfuentes, de los cheques falsos, el de las minas despobladas Mackenna, el suche de Bañados.

Con todo, varios historiadores coinciden en que la Guerra Civil de 1891 marca un antes y un después en nuestra prensa. ¿Qué significa esto? Simplemente, que la política deja de ser la preocupación única de los lectores. Como lo explica Gonzalo Vial en su Historia de Chile: Progresivamente se iba disipando el entusiasmo público por la polémica doctrinaria. Y aparecían intereses nuevos: el deporte para sus cultores; las leyes y los reglamentos para la burocracia en desarrollo y para el núcleo asimismo creciente que formaban los afectados por una legislación cada vez más compleja; el cable extranjero para las colonias foráneas; el folletín, la moda, lo doméstico, la vida social y el cine para las mujeres; el arte y la cultura para los intelectuales; la publicidad para el comercio., etc.

En los albores de la sociedad de masas, entonces, el periodismo de opinión empieza a quedar relegado a las páginas editoriales y poco más. A continuación nos abocaremos a ese “poco más”.

El fantasma de la objetividad

En la historia del periodismo mundial han existido, según Richard Kapuscinski, dos escuelas: la anglosajona y la europea continental. La primera, nos dice el autor en Los cinco sentidos del periodista, tiene como fortaleza la objetividad: La noticia que presenta los hechos tal como sucedieron debe presentarse separada del comentario que los interpreta desde un punto de vista determinado, afirma Kapuscinski, y agrega: Cada diario que suscribe estos principios organiza a sus periodistas en dos categorías: los que escriben la noticia pura y dura y los columnistas.

La corriente periodística europea continental, la de Francia o Italia, concibe los medios como un instrumento de los partidos y gobiernos. Como hemos visto, esta escuela es, a todas luces, la que dominó nuestra prensa durante la mayor parte del XIX: la fuerza de los artículos radicaba no tanto en informar como en exponer las ideas del autor o del medio mismo.

¿Cuándo empieza a cambiar esta situación? Ya dijimos que El Ferrocarril y El Mercurio de Valparaíso pueden ser considerados como la antesala de lo que sucedería en el siglo XX, pero el medio que marcó la diferencia fue El Mercurio de Santiago, fundado en 1900 por Agustín Edwards Mac-Clure, quien había viajado a Estados Unidos a estudiar el funcionamiento de la prensa. El empresario se enroló, al decir de Roberto Merino, como simple operario en el New York Herald. Años más tarde, Eleodoro Yánez al mando de La Nación también adscribiría a la tendencia norteamericana, privilegiando la información y titulando en forma más sintética.

Pero en este panorama, claramente más noticioso, hay figuras que tanto por su estilo afilado como por su particular mirada de la realidad escaparon al fantasma de la objetividad. El más relevante fue Joaquín Edwards Bello, quien escribió mayoritariamente en La Nación y Los Tiempos. En palabras de Alone, contra todos y a pesar de todos, Edwards Bello se hace leer y discutir apasionadamente. Existe con innegable vigor; posee en el estilo, en el simple modo de agrupar las palabras, las imágenes y las frases, esa potencia eléctrica que no permite leer en frío. El autor de La chica del Crillón y El roto escribió cerca de doce mil crónicas en la prensa. Su viaje en el tren presidencial, un perfil de Arturo López Pérez, la presencia en un remate en Viña del Mar o el significado de la palabra siútico le permitían a Edwards Bello desplegar ese tono que la Mistral llamaba reprendedora. Una sutil aspereza se colaba entre tanto personaje que hacía aparecer y desaparecer de sus crónicas. Alérgico a cualquier eufemismo y siempre desenvuelto, el autor diseccionaba los valores y hábitos del país, llegando a decir, por ejemplo, que el chileno tenía la alegría del incendio, de la demolición, del velorio. Denunciaba a los lateros, esos que se ponen a divagar sobre la eutanasia o el comunismo, se reía de la vocación litigante del chileno (El pleito es una alegría para siempre); y describía con singular franqueza su propia naturaleza: A mí no me gusta que me lean. Parece un absurdo, pero es así. La literatura es un vicio basado en la vanidad. El periodismo es una utilidad pública. Un periodista puede ser buena persona. Un literato es casi siempre un bellaco disfrazado.

Daniel de la Vega, columnista y crítico de Las Últimas Noticias y El Mercurio, obtuvo, al igual que Edwards Bello, el Premio Nacional de Periodismo y el de Literatura. Son los únicos en ganar ambos galardones. De la Vega ejerció la crítica de teatro y cine, pero lo que más ha quedado son sus estampas urbanas, textos breves que se debaten entre la nostalgia y el descreimiento. En Refacción incompleta escribe: Se tiñe las canas. Lo sensible es que no haya podido conseguir la forma de teñirse la arteriosclerosis. En otra columna, ante la dificultad para encontrar un tema del que escribir, se propone hacer un elogio a la calle de su casa: Si cuenta con pocos árboles que no dan sombra, en cambio tiene un vasto cielo. Aquí no hay altos tejados que estorben la luz, y el mejor adorno de la calle es la claridad. En esa voz reposada y no exenta de humor se puede encontrar al antepasado de Roberto Merino y Francisco Mouat, columnistas que hablan en voz baja, que arrojan una luz muy personal sobre lo que escriben y dan cabida a la simple divagación, como quien se entrega a un camino que no sabe hacia donde conduce. Volvamos a De la Vega: Esta calle parece que está hecha para facilitarme el trabajo. No hace ruido para no distraerme. Es como una niña dócil que sabe guardar silencio mientras escribo. Tal vez para los demás será bastante monótona, pero para mí es una delicada colaboradora, que sabe comprender todo el esfuerzo que se necesita en la cacería de un adjetivo. Sus árboles son vecinos de mis sueños.

Sin poseer la mala leche de Edwards Bello (ni la mitad de enemigos), De la Vega podía ser crítico a su manera: cuando no le gustaba una obra de teatro se remitía a hablar del decorado y los vestidos de las actrices.

Por supuesto que hay más nombres destacados: Carlos Silva Vildósola, quien fuera director de El Mercurio; el satírico Joaquín Díaz Garcés, que firmaba Ángel Pino; Genaro Prieto, un conservador con mucho sentido del humor; Alone, el pope de la crítica literaria; Mario Rivas, sarcástico columnista de Las Noticias Gráficas que bautizó a Benjamín Subercaseaux como Benjamona Subercasiútica.

El incansable señor Hachepé

En 1941 entra a revista Ercilla, referente ineludible de la noticia política de las décadas de 1940, 50 y 60, Luis Hernández Parker, un ex estudiante de derecho, ex miembro del movimiento Avance (que combatía la dictadura de Ibáñez) y ex militante del Partido Comunista. Con 30 años, estaba dispuesto a ser el comentarista político más influyente del medio local.  Y lo logró, con creces, desde su columna en Ercilla y su Tribuna Política, programa radial que pasó por al menos cuatro emisoras.

Fue amigo personal de Allende (solían almorzar los miércoles) y de muchos otros políticos. Contra lo que suele esperarse de un columnista, una de las mayores fortalezas de Hachepé, como le decían, era el reporteo. Uno podía verlo en esas sesiones de comisiones del Congreso en que no había nadie. Chequeaba datos, hablaba con la gente, telefoneaba a ministros. Por eso era frecuente que diera golpes noticiosos, recuerda el escritor José Miguel Varas, que en los años 60 dirigió El Siglo.

Para hacerse una idea de su influencia, en 1954, cuando el presidente Ibáñez quiso relegarlo a Aysén por difundir una supuesta información falsa (la planificación del estado de sitio), los propios ministros del gobierno fueron a la casa de Ibáñez para que anulara el decreto.

En cualquier biografía, reportaje o reseña sobre su trabajo se resalta su independencia política, que le permitía opinar que el slogan Revolución en Libertad de la Democracia Cristiana es un percal que se fue destiñendo (1969); que el asesinato del general Schneider demuestra que hay sectores que se confabulan para matar la democracia (1970); o que Chile es una inmensa plaza acuartelada (1972). Sin embargo, a medida que el país se fue polarizando la voz imparcial de Hernández Parker perdió resonancia. Cuando vino la Unidad Popular y la pelea era a cuchillo por los dos lados, él quedó fuera de juego. Lo que hacía no gustaba ni a unos ni a otros. Evidentemente él estaba en contra de un golpe militar, porque tenía un sentido democrático muy fuerte, pero no se puede decir que fuera de la UP, comenta Varas.

A la luz de las editoriales, columnas políticas y hasta de los titulares desenfadadamente opinantes, se puede concluir que a fines de los 60 y principios de los 70 la opinión volvió a campear por los diarios nacionales como lo había hecho en los inicios, cuando la prensa era menor de edad.

Opiniones militantes

Toda la compostura del modelo de prensa que diferenciaba la información de la opinión empezó a hacer aguas o fuego en las postrimerías del gobierno de Frei Montalva. Hasta los titulares eran opinantes y en muchas ocasiones, siguiendo la línea impuesta por el exitoso Clarín (que con Volpone a la cabeza vendía 150 mil ejemplares diarios en los 60) se cayó en el insulto, la injuria y en un compromiso ideológico tan militante como lo fuera la prensa de la época de la Independencia.

La izquierda y la derecha crearon medios especiales para la lucha: las revistas Qué Pasa y Sepa, más el diario Tribuna, se oponían a Allende. Y Puro Chile, fundado en abril de 1970, atacaba con humor y desenfado a los momios. Por ejemplo, cuando Allende ganó la elección de 1970 Puro Chile tituló Les volamos la ra… ja-ja-ja-ja-ja-ja-ja. Clarín, en tanto, había bautizado al candidato Jorge Alessandri como La Señora.

En este contexto, El Mercurio y El Siglo eran los periódicos serios, aunque su postura quedó clara desde el principio. En octubre de 1970, cuando la Democracia Cristiana aceptó respetar la mayoría relativa de Allende, El Mercurio afirmó: es indispensable que se comprenda por la ciudadanía que los verdaderos peligros para Chile no residen en el conjunto de los partidos o fuerzas que componen la Unidad Popular, sino en los comunistas que obedecen a la política de una superpotencia imperialista como la Unión Soviética y en los castristas que siguen las directivas de Moscú y pretenden seguir organizando y estimulando los movimientos guerrilleros en el continente americano.

En medio de la tensión, el humor colindaba con la ofensa, el ataque personal, la injuria. El periódico Tribuna, a propósito de la visita de Fidel Castro, escribió Fidel es un hijo de P… unta Arenas. Ayer atracaron Castro y Chicho. Clarín, a su vez, no se tomaba muy en serio las protestas por desabastecimiento: ¡Oye momia pituca, cocíname esta diuca!

En este ambiente de opiniones extremas, quien sobresale como un periodista pura raza es Eugenio Lira Massi, más conocido como El Paco Lira, pues había comenzado su carrera como escribiente de carabineros. Alberto Gato Gamboa se lo llevó a trabajar como caricaturista a Clarín, pero al poco tiempo se fue, ya como periodista, a Puro Chile, diario que llegó a manejar a voluntad con su amigo José Gómez López.

Además de sus ingeniosos titulares, Lira Massi era autor de La Columna Impertinente, un espacio lleno de ingenio, desenfado y buena pluma. Sobre Edmundo Pérez Zujovic asegura: Era reaccionario como él solo, pero muy hombre, de una sola línea y de una hebra. Seguramente por eso nunca mostró la hilacha. En un texto en que habla de lo rápido que andan los autos de la comitiva presidencial, demuestra su talento para mezclar el drama y el humor en un solo párrafo. Las amenazas de terminar bruscamente con la vida del compañero Presidente se asocian a los peligros que hay en cada esquina, más aún si los vehículos andan a 120 kilómetros por hora: El que va adelante le deja el paso al de atrás y el tercero toma el lugar del segundo, todo, muy rápido. Es una especie de “Pepito paga doble” hecho con automóviles en vez de cáscara de nuez.

Después fue difícil encontrar un periodista que aportara tanta frescura y verdad como lo hizo Lira Massi. Los tontos graves, ya nos lo había advertido Edwards Bello, abundaban. Y en los años del Paco, como recordara Raúl González Alfaro, comenzaban a hacer, más que escuela, nata.

Silencio

Poco antes del Golpe, las editoriales y reportajes de casi todos los medios contribuían a agudizar las contradicciones entre el gobierno y la oposición. De la descalificación se pasaba a la exageración y la amenaza. Fue una bola de nieve que arrastró a todos. El Mercurio llegó a decir que el Partido Comunista, en su afán de conquistar todo el poder, ha empezado por tomar el control económico del país. Un primer efecto del control comunista de la economía es el mercado negro. En otra editorial, el diario definía su posición en la vanguardia de los que luchan por mantener el país libre de la tiranía totalitaria. Era junio de 1973. Faltaban tres meses para que la libertad de prensa y la opinión y el debate y el disenso públicos cayeran en el oscuro pozo de la dictadura.

Arturo Fontaine pasaría a escribir unas columnas en El Mercurio que hoy nadie recuerda. Eran tan opacas como esos años. Como explica el historiador Patricio Bernedo en su ensayo sobre la prensa durante la Unidad Popular (1973: La vida cotidiana de un año crucial), el quiebre de la democracia significó también el fin de la libertad de prensa como se conoció en Chile prácticamente durante todo el siglo XX. La prensa sufrió en carne propia una tormenta que había ayudado a levantar. Los medios cercanos a la UP fueron cerrados y estatizados y sus periodistas perseguidos y encarcelados, muchos torturados y asesinados. Pero la prensa opositora a Allende también comenzó a vivir momentos difíciles: algunos medios cerraron (en especial los desleales con el sistema democrático y que consideraron que habían cumplido su objetivo con el derrocamiento de Allende), y los que siguieron funcionando fueron sometidos primero a una férrea censura y luego al control indirecto y a la autocensura por temor a suspensiones o cierres definitivos.

Pasarían más de 10 años antes de que la prensa intentara volver a ocupar un lugar de debate público. Nunca antes las revistas habían jugado un rol tan trascendente en la historia del periodismo. Y del país.

La opinión secuestrada

En las páginas de Apsi, Análisis, Cauce, Hoy, Pluma y Pincel, Fortín Mapocho y La Bicicleta aparecieron las primeras voces disidentes a la dictadura de Pinochet. No es éste el espacio para revisar la trayectoria de cada uno de estos medios, pero vale la pena consignar algunos puntos comunes: era frecuente que el gobierno suspendiera su circulación; las dificultades económicas hacían difícil prever cuántos números más saldrían; sus periodistas y colaboradores eran constantemente llamados a declarar, encargados reos o, en las situaciones más extremas, asesinados. Fue el caso de José Carrasco, periodista de Análisis.

Apsi fue uno de los primeros medios de oposición, que nació como boletín en 1976. La mejor prueba de los malabares conceptuales que había que hacer para burlar la censura la da el propio nombre de la revista, Apsi: Agencia de Prensa de Servicios Internacionales. Sí, porque el medio no tenía autorización para publicar noticias nacionales. Recién en el número 60 (1978) apareció una columna del cardenal Silva Henríquez y en agosto de 1979 la primera portada nacional: El regreso de Frei. Aun así, la mayor parte de la revista estaba dedicada a la actualidad internacional, con temas como Nicaragua y la democracia en América Latina, Afganistán en cables, Kabul: el revés de la trama.

A pesar de ser abiertamente opositora, la editorial y las columnas tenían un lenguaje cuidadoso, al punto de hablar de pronunciamiento militar. También era frecuente tomar una situación externa para arrojar luces sobre el Chile de los años 80. Arcoíris político, por ejemplo, es una editorial sobre la realidad brasileña que hablaba de nuestro país y, de paso, prefiguraba el logo de la campaña del NO. Entre los columnistas figuraban Tomás Moulián, Augusto Varas, José Joaquín Brunner y otros pensadores de la izquierda de entonces. Eugenio Tironi, en septiembre de 1979, escribía Transición: una nueva obra, columna donde afirmaba que era urgente tomar una posición ante el irremediable proceso de apertura. Las opciones políticas son dos: la primera sería proseguir sin variaciones con el actual estilo de desarrollo y, en base a sus éxitos, dar curso a un proceso de descompresión política que desemboque en una democracia protegida legitimable ante un frente social y político más amplio. ¿Qué tal? Tironi ya se plegaba al esquema cívico-militar definido por Pinochet en 1975 como una vía sin regreso.

Tras revisar varios números de Apsi queda la sensación de que la opinión o el punto de vista estaba plasmado en los reportajes, abiertamente interpretativos y jugados. Los riesgos, por supuesto, fueron aumentando con el tiempo: Derechos Humanos: ¿Un problema resuelto? (1980), Así se tortura en Chile (1984), Pinochet, o el puro gusto de gobernar (1986) y Qué hacer con un león sordo (después del plebiscito de 1988). Apsi era quizá el medio con más humor e irreverencia. Si hasta en la izquierda se molestaron cuando se publicó un reportaje sobre “Los amores de Marx” o un original “Diccionario de Zoocialismo”.

En los últimos seis o siete años ha emergido una banda de columnistas que aletean como pueden. La mayoría está consciente de que el lector actual suele estar apurado, asediado por innumerables distracciones, de tal modo que se acerca a los textos institivamente, olfateando por dónde corre la sangre. Por lo mismo, hay que buscar frases llamativas y títulos pegadores. Una sola idea que quede dando vueltas. No importa la verdad o la voluntad de la verdad.

Mención aparte merece el número “Las mil caras de Pinochet”, suerte de antología de los mejores chistes de la dictadura en la que el propio dictador aparecía como Luis XIV, el rey sol. Eso refleja el terror al humor que había dentro de la dictadura. Lo más peligroso era que al viejo lo agarraran para el hueveo. El chiste y la caricatura las iban a entender todos, mientras que la columna de Correa sobre el proceso de apertura en Bulgaria era algo para un grupo más reducido, dice Antonio Gil. El 19 de agosto de 1987 las autoridades ordenaron requisar los 30 mil ejemplares del especial y a sus directores (Marcelo Contreras y Sergio Marras) los enviaron a prisión y les realizaron un análisis psicopolítico cuyo resultado fue, a todas luces, más divertido que el número requisado.

Un año después de Apsi nació Hoy, revista ligada a la Democracia Cristiana que también partió hablando de temas internacionales (el regreso a la democracia en España y la política exterior de EE.UU. fueron los primeros números), aunque rápidamente dieron el giro. Pinochet hacia la democracia autoritaria fue la tercera portada. Las editoriales de Emilio Filippi, su director, tenían un tono que si bien no podemos llamar optimista, era al menos esperanzador. Como él mismo lo explica en Hoy: 1.108 ediciones con historia, pensábamos en la necesidad de conceder el beneficio de la duda a quienes propiciaban una política que quizá parecía muy atrayente para algunos, en tanto otros, le cantaban himnos triunfales. Si bien no creíamos en el éxito económico del régimen, y siempre dudamos acerca de los principios morales que lo sustentaban, quisimos pensar que, a lo mejor, las cosas mejorarían con el tiempo. Poco a poco la revista fue subiendo el tono. En 1980, poco antes del plebiscito para aprobar la Constitución, Abraham Santibáñez escribía: El diagnóstico es sombrío. Los peores temores que se anticiparon al comienzo de esta minicampaña electoral, se han visto confirmados. Las escasas golondrinas no han hecho verano. Por ello, interpretando a millones de chilenos, encajonados en una disyuntiva trágica, con todas las reservas que nos merece este plebiscito, sus formalidades y su significado, nos sentimos en la obligación moral de dejar estampado nuestro rechazo. Pública y categóricamente nos pronunciaremos por el NO.

Un año antes habían suspendido a la revista por entrevistar a Clodomiro Almeyda  y a Carlos Altamirano. Y cuatro años más tarde, el gobierno llegó a prohibir la circulación no sólo de Hoy, sino también Análisis, Fortín Mapocho, Apsi, Pluma y Pincel, Cauce y La Bicicleta.

Una vez levantada la censura los medios debían mandar los artículos y columnas a DINACOS (Dirección Nacional de Comunicaciones), que al cabo de dos o tres días devolvía las pruebas con párrafos, líneas, fotos o artículos enteros destacados con amarillo. Era la señal de lo que había que eliminar.

A pesar de todas las dificultades, es indudable que estos medios ayudaron a formar un concepto democrático y, ya sea por la vía de las columnas o de los reportajes, se fueron transformando, número a número, obstáculo a obstáculo, en centros de opinión gravitantes. Y paradójicamente, no fue la dictadura la que puso fin a estas revistas. Algunos dicen que al llegar la Concertación perdieron su razón de ser; se quedaron sin enemigo y no supieron adaptarse a las nuevas demandas del mercado. Otros, como los autores de Historia del siglo XX chileno (2001), señalan que con la llegada de la política de los acuerdos se llegó al convencimiento de que la mejor política comunicacional es no tener política comunicacional. Así se facilitó el cierre de las revistas en los primeros años de la década pasada y, posteriormente, del diario La Época. Juan Pablo Cárdenas, Premio Nacional de Periodismo 2005, ha señalado que incluso hubo ofrecimientos del extranjero para cancelar la deuda de revista Análisis, pero la oferta fue rechazada porque ya estaba en los planes del gobierno la desaparición de Análisis y todos los medios que habían sido opositores a Pinochet.

Opino, luego existo

A comienzos de los años 90 el periodismo cayó en el más absoluto adormecimiento. Muy cómodo, consensuado, yendo de una conferencia de prensa a otra. Si se entrevistaba a un DC había que contrastar la opinión con un RN. Si era UDI, con un PS. Y así, para que fuera todo muy equilibrado. Eso a  nivel de reportajes. Respecto a los columnistas, parecía que les corría agua de porotos por las venas. ¿Quién puede nombrar a tres o cuatro columnistas de aquella época? ¿Alguien que desatara el malestar suficiente como para enviar una carta del director? ¿A qué periodista, abogado, sociólogo o político había que leer?

Es difícil recordar columnistas de la primera mitad de los 90. Por ahí aparecen Rafael Otano y Alfredo Jocelyn-Holt, pero se difuminan pronto… hasta que de repente salta Villegas, un melenudo sociólogo que las hacía de entrevistador-opinador (sus preguntas eran más largas que las respuestas del entrevistado) en un programa de televisión (Domicilio Conocido). De ahí pasó a escribir en revista Qué Pasa y luego en La Tercera, donde todavía permanece. Además opina en radio Duna, Chilevisión y revista Capital. En ésta última tiene, actualmente, una página completa, “El Diario de la Nada”, donde intenta satirizar la actualidad. Los estrategas de la campaña de Joaquín Lavín preparan el lanzamiento de un nuevo tema para la próxima semana. Dicho lanzamiento será oficialmente inaugurado sólo luego de haberse ideado un tema. Logrado esto, se llevará a efecto un cóctel durante el cual el candidato hará suya la ocasión para agradecer la atención e interés con que el público siguió los avatares de su campaña anterior centrada en la delincuencia. En La Tercera no es tan inofensivo. Fue de los pocos, por ejemplo, que denunció a los cuatro vientos la frescura que implicaba rechazar el royalty a las mineras. Quizá lo hizo no porque lo piense, sino porque sabe que su mejor capital es la empatía con el ciudadano medio. Si a eso sumamos la impostación de cierta irreverencia y una capa de conocimientos superior al promedio, tenemos que el columnista Villegas es percibido como inteligente, independiente y osado.

Villegas lleva más de una década firmando semana a semana. Quizá lo supera Filebo (Luis Sánchez Latorre), que cada semana escribe en Las Últimas Noticias unas columnas que nos retrotraen a un Chile en sepia, con palabras como bochorno, castizo o distinguido. Un ave en extinción, como podría ser Hernán Millas, actualmente enclaustrado en revista Ercilla, y Enrique Lafourcade, representante del opinador de amplio espectro.

Mención aparte merece Hermógenes Pérez de Arce, uno de los pocos que se lee con pasión y con odio. Su visión podría comparársela con la de un halcón que, desde la altura, no deja de observar a su enemigo. Ataca los miércoles. Un dato que revela su popularidad: en la página web de El Mercurio se contabiliza cuántos lectores le escriben a los columnistas de la página editorial. Una mezcla de crueldad y democracia. Digamos que la media es de unos 15 mensajes, mientras que Pérez de Arce cuando anda bajo llega a 200. Y en una semana contundente, con encuesta CEP de por medio, el nivel de popularidad supera los 300. Su éxito pareciera estribar en su radicalidad: es más pinochetista que Pinochet. En “Picardías y miserias criollas” concluye: En fin, la burla sangrienta de la izquierda contra la ex Primera Dama, de avanzada edad, enferma y en desgracia, acredita el odio congénito de que aquélla se nutre. Y mientras los delincuentes entran y salen por la puerta giratoria de la justicia para herir o matar gente honrada; y los terroristas de izquierda son indultados o, si todavía no lo han sido, ni siquiera respetan la reclusión nocturna “única pena que cumplen”, la Corte, muy preocupada de protegernos, resuelve que el hijo del general, acusado de evadir impuestos, no tiene derecho a libertad provisional, pues constituye un peligro para la seguridad de la sociedad.

A estos columnistas se han sumado en los últimos seis o siete años una bandada que aletea como puede. La mayoría está consciente de que el lector actual suele estar apurado, asediado por innumerables distracciones, de tal modo que se acerca a los textos instintivamente, olfateando por dónde corre la sangre. Por lo mismo, hay que buscar frases llamativas y títulos pegadores. Una sola idea que quede dando vueltas. No importa la verdad o la voluntad de verdad. Un maestro de esta tendencia es Rafael Gumucio, columnista de tres medios escritos y número puesto en cualquier quién es quién de la opinología nacional. El problema de jugar al filo se produce cuando el truco no resulta, es decir, cuando la frase no se sostiene dentro de una lógica mínima. Un caso reciente: Sergio Gómez, en Diario Siete, fundamenta su opción de votar por Michelle Bachelet en las últimas elecciones así: Que una candidata a la presidencia lleve el nombre de una canción de los Beatles, es un buen motivo para votar por ella. Frases de este tipo desbarrancan cualquier capacidad de tener razón, una expresión que Robert Musil usaba para definir el talento de un crítico.

La tentación de seguir con el quién es quién es inevitable. Están Ascanio Cavallo y Héctor Soto, dos cinéfilos que opinan sobre los avatares de la Concertación y de la Alianza respectivamente; Patricio Navia, el concertacionista autoflagelante; Nibaldo Mosciatti, quizá la pluma más independiente de toda la bandada junto a Antonio Gil; Larry Moe, que habla de la sociedad chilena bajo el disfraz de crítico de televisión; Carlos Peña, un ejemplo de cómo extremar la argumentación para irritar a los bienpensantes. La lista podría extenderse tanto como una lectura de domingo. Y faltaría tiempo. Y espacio. Una señal, a fin de cuentas, de que la prensa entendió que la industria no podía continuar tan atada de manos, tan parecida a una plaza enrejada.

Opinión y democracia en la tradición liberal siempre han caminado juntas. A la prensa nacional le costó despercudirse de la política de los acuerdos, pero a fines del gobierno de Frei se vieron las primeras sacudidas. Un hecho simbólico fue la detención de Pinochet en Londres a fines de 1998. Para El Mercurio y La Tercera era un suceso de la mayor gravedad, mientras que para otros resultó ser la ocasión precisa para dejar que aflorara la risa y el desenfado. Nació The Clinic, cuyo nombre se debe precisamente a la clínica donde estaba preso Pinochet. Como explica Patricio Fernández, su director, el diario viene a ser un chillido en una época en que nadie dudaba que el viejo era intocable. Pero cuando uno lo ve cojeando y que se hace en los pañales por fin se permite la burla. Resulta que el diablo era un viejo mañoso, alguien que se convierte en opinable. El quincenario le dio un amplio espacio a la opinión por un asunto casi práctico: primero, la mayoría de sus colaboradores no venía del periodismo, sino de la literatura. Segundo, no tenían plata para mandar a reportear al lugar de los hechos o para investigar un tema. Así, el medio optó por reinterpretar la noticia que publicaban los medios tradicionales. Por ejemplo, si un diario titulaba “Diferencias al interior de la derecha”, The Clinic decía:  Está la cagada en la derecha. Además, este medio se permitió retomar la antigua práctica del ataque a otros medios (con los suplementos El Merculo, Cosas-Caras, Qué Facha) y la revitalización del seudónimo (Carolina Errázuriz Mackena, Chupete Aldunate, Pulidor Carroña) como una estrategia no sólo de proteger la identidad, sino de aumentar el voltaje de las columnas. De tarde en tarde, incluso, The Clinic se permitió un golpe noticioso: Felipe Avello, quintaesencia de la opinología actual, fue uno de los primeros entrevistados de la sección Los 100 personajes menos influyentes de Chile.

La pérdida del miedo a Pinochet viene aparejada con el alejamiento de la propia derecha respecto a la dictadura y, por otro lado, con la creciente influencia de la televisión en la vida cotidiana. Hacia fines de los 90 era frecuente comentar sin pudor los detalles del Viva el Lunes de la noche anterior. Poco a poco la prensa escrita, con Las Últimas Noticias en la vanguardia, empieza a atender esta nueva demanda. Cristóbal Marín piensa que en la base de este fenómeno hay un cruce de públicos que redunda en una forma distinta de concebir la política: La prensa escrita ha entendido que está actuando en un mercado, es decir, que se mueve en un escenario regido por el público. Y ese público ha cambiado también. Igual que la política. Lavín fue el primero que entendió esto, pero ahora Bachelet se apropió de esta fórmula de hacer política sobre la base del carácter y la confianza.

En un escenario cada vez menos ideologizado y una televisión hegemónica, el terreno para lo opinólogos estaba más que abonado. Las columnas que hoy se le dedican a la televisión, de hecho, superan con creces a las de deporte, cultura, economía o internacional. Y Las Últimas Noticias, el medio de mayor venta en kioscos de nuestro país, dedica la mayoría de sus portadas a líos amorosos, judiciales o laborales de las figuras de la televisión. Los mismos políticos han debido entrar en ese juego.

Todo indica que las diferencias políticas ya no pasan por la derecha o la izquierda, como se empecinan en creer ciertos medios. Temas como la criopreservación, la píldora del día después, los abusos de las grandes tiendas, la venta de carne vencida en los supermercados o el derecho de los homosexuales a tener hijos develan este cambio. Se requiere escuchar opiniones sobre cuestiones que antes la elite volvía invisibles o mantenía en el espacio privado. Pero eso, claro, eso es una distinción política que no es fija. Los debates más contundentes del último tiempo, los que provocan división, están más relacionados con la familia y la apertura social que con el modelo económico, agrega Marín.

Con todo, seguir los cambios que se producen en nuestros columnistas es una forma de sentir el aliento de la sociedad. Porque al ver volar a la bandada, nos damos cuenta de qué lado sopla el viento. El pasado domingo 20 de noviembre, por ejemplo, Gumucio dedicó su columna a defender a los flaites; Ángel Carcavilla develó cómo es un casting publicitario con puros pobres; y Carlos Peña definió a Pinochet como un posmoderno que cancela de una plumada la idea de que nuestras palabras están atadas a alguna realidad que las excede.

Vale la pena detenerse aquí: si las palabras están atadas a la realidad, esa bandada que escribe y vuela y aterriza cada día estaría entregándonos una verdad. Una verdad que cada lector puede encontrar en ese gran relato polifónico que es el periodismo de opinión. Robert Walser decía algo sobre los periódicos que puede ser de ayuda: Su plumaje es blanco y está recubierto de incontables puntos negros, pero estos puntos cobran vida y se mueven, se convierten en hechos y acontecimientos tan pronto como uno los observa más de cerca y con más atención.  Una invitación a leer; a completar con puntos negros la realidad agujereada.

Álvaro Matus es periodista de Revista de Libros de El Mercurio.