Desde chico he sufrido el llamado insomnio dominical, esa desagradable sensación de tarea no cumplida que a algunos nos embarga los domingos por la noche para arrebatarnos sin piedad algunas horas de sueño. Afortunadamente, hoy las cosas son mejores que antaño y existen varias maneras de solucionar esos desvelos: baños de tina, alprazolam, alcohol, novelita histórica, infomerciales. Cuando era niño la única alternativa posible era contar ovejitas o tratar de memorizar la tabla del 8 para la prueba global de matemáticas.

Hace muchos años atrás un señor llamado Arturo Moya Grau escribió una teleserie nocturna. Antes que Pantanal o Los treinta y en los años más cruentos de la dictadura, el eximio autor de La madrastra le entregó a canal 13 una historia truculenta, como deben ser las historias para adultos, sobre una mujer madura enamorada de un hombre más joven. El resultado se llamó La señora y el entonces canal del angelito la exhibió durante los 80 los domingos en el trasnoche con gran promoción como la primera teleserie para adultos, categoría que automáticamente me dejó fuera de su público objetivo. Alertados por la escabrosa publicidad que mentirosamente prometía epidermis al desnudo y contenidos de alto calibre, mis padres me prohibieron verla. Está claro, yo era chico y con suerte adivinaba algunas de las llamadas cosas de la vida, mucho menos me imaginaba que un Gonzalo Robles flaco y sin un centavo era capaz de llevarse a la cama a una actriz argentina que podía ser su madre y que nunca más volvió a aparecer por la tele.

La casa de mi familia estaba siendo ampliada, razón por la cual a mí me tenían recluido en una diminuta habitación con baño donde obviamente no había televisión. Desde el dormitorio de mis padres se escuchaba claramente el audio de la tele de trasnoche. Recuerdo el estridente ruido de cadenas que era algo así como la cortina musical para los dramones llorosos de Moya Grau en La señora. Gonzalo Robles embarazaba a su novia pobre, Sonia Viveros, y era perseguido por esta dama separada que quería probar el sabor de un romance otoñal. Corte comercial.

No sé si fueron las inexplicables ansias de ver la teleserie o la curiosidad propia de un púber, pero nunca logré olvidar esos comerciales de la segunda franja nocturna. Seguí la teleserie domingo a domingo sin ver jamás una sola escena, sólo escuchando los relamidos diálogos de amor y redención a través de los cuales Moya Grau tejía el melodrama. Estamos presentando…, La señora, e irrumpía un nuevo sonido de cadenas para dar paso a la tanda publicitaria. Gracias a la prohibición parental, memoricé la música y las voces de la televisión, los diálogos teleséricos y sus golpes de efecto. En medio de toda esa mezcolanza de audios, descubrí la publicidad prohibida, comerciales de dudosa factura que jamás se emitían a la hora de los monitos sino en un horario, supongo, más barato.

Jean-Paul, la fragancia internacional, era un spot grabado en betacam (¿por qué la publicidad perfumística siempre promete lo mismo: seducción, estilo y modernidad?), pero en un registro que para esa época ya era lamentable. En un Santiago/Vitacura grisáceo, dos modelos descendían de un mercedes para asistir a reuniones ejecutivas y toparse con otras modelos rubias en un tour de force de 30 segundos al corazón mismo de la clase dirigente, aquella a la que estaba destinada toda la publicidad ochentera y que, con el dólar a 39 pesos, podía tomar un avión y comprar en el extranjero cualquier perfume, menos Jean-Paul. Varias veces escuché el comercial de Jean-Paul y pasaron algunos años hasta que, una noche de fiesta familiar, logré colarme entre los adultos hasta tarde y apoderarme del televisor. En las paupérrimas imágenes del comercial me parece que encontré el primer antecedente de lo que más tarde pasaría a comprender como kitsch o camp.

Cuando empecé a cambiar la voz y se levantó la prohibición también cambiaron radicalmente mis hábitos televisivos. Ahora podía quedarme hasta muy tarde, la medianoche, lo que me permitió ver los deliciosos clásicos de Grandes Eventos como Regreso a Edén, Vientos de guerra o las barrocas dos entregas de Tres destinos. Entonces me encontré con el spot de Martini, esa apología al hedonismo sin límites, con yates, piscinas y puestas de sol incluidas, hombres y mujeres entregados al placer más elemental de todos: el flirteo. Todo en Martini era hermoso, desde las copas en las que se servía el apetecido brebaje hasta las sonrisas en glorioso technicolor que se dedicaban los protagonistas, todos adultos-jóvenes con plata y mucha suerte enfrentados a una noche inolvidable y presentados por un locutor en off español cuyos únicos textos eran: Martini Te invita a vivir.

Tres años más tarde, el 9 de noviembre de 1989, decidí seguir el modelo de conducta establecido por la televisión y, a la hora de experimentar mi primera bor-rachera, escogí Martini. Quería ser un hedonista. Con unos amigos nos pasamos la tarde bebiendo dos botellas, sin copas lindas ni yates ni hielo, directo de la botella. El sabor químico dulzón me cayó pésimo. Mientras vomitaba en el baño pensé si los chicos y chicas del spot de Martini también se encerraban a vomitar después de la fiesta. Cuando volví con mis amigos apenas podía abrir los ojos. Todos estaban consternados junto a la televisión. Era un extra de canal 7. En ese mismo instante estaba cayendo el muro de Berlín. Definitivamente, el mundo y yo estábamos cambiando.