Un verano mi abuela nos reunió a la entrada de su casa en el campo. Llevaba una pila de revistas de la década de los setenta. Éramos trece nietas y nietos que escuchábamos expectantes sus instrucciones mientras nos repartía las revistas. La misión era clara: exterminar a las moscas que llegaban a invadir su casa por culpa de la lechería vecina. ¡Las tienen que perseguir con las revistas enrolladas! ¡Está prohibido atacarlas cuando se paren sobre las murallas blancas! El Club MataMoscas era comandado por mi abuela que vigilaba estrictamente nuestros movimientos y nos hacía contar los cadáveres que iban cayendo sobre el suelo, el marco de las ventanas, los sillones, la mesa del comedor, los cubrecamas, las baldosas del baño y la radio. Cada uno mataba entre veinte a treinta moscas diarias. La ganadora o ganador de la jornada recibía una cucharada de manjar con sabor a gloria.

Yo nunca logré triunfar porque era piti y me distraía con las moscas de color azul tornasol, con las alas que quedaban pegadas en los vidrios y los moscardones que hacían un sonido de helicóptero. Me urgía entrenar.

Cuando volví a Concepción, donde vivía, tomé prestada una de las revistas de autos que mi papá coleccionaba y abrí algunas ventanas. Tuve batallas con moscas, zancudos, mosquitos de la fruta y polillas. Poco a poco mejoré mi técnica. Soñaba que mi abuela me felicitaría por mi destreza y me regalaría una capa negra estilo Batman con un bordado MM (MataMoscas) en plateado. Seguro iba a poder comandar una nueva y ambiciosa misión: atacarlas en la lechería.

Al fin llegó el verano. Entré a la casa de mi abuela feliz, mi tío que vivía en España estaba de visita y comeríamos paella y turrones. En el pasillo había dos maletas y una caja envuelta en papel de regalo. Mi abuela abrió su regalo delante de todos y vi aparecer ante mis ojos algo terrible: un moderno matamoscas eléctrico. Una malla azul fluorescente que se enchufaba y atraía a las moscas como si estuviera rellena de manjar. Apenas tocaban la superficie con sus patas flacas recibían una descarga eléctrica. El sonido daba escalofríos. El Club MataMoscas había llegado a su fin.

A los dos días de instalado el horrible aparato se desató una tormenta. Teníamos prohibido salir y la abuela ya estaba al borde de un ataque de histeria de tanto tropezarse con nosotros: Si no encuentran una entretención voy a llamar a sus papás para que los vengan a buscar mañana.

Recorrí la casa en busca de algo interesante con lo que pudiéramos jugar; estaba a punto de darme por vencida cuando vi una máquina verde media oxidada sobre uno de los libreros del living. Era una vieja máquina de coser.  Una prima propuso que les hiciéramos ropa a sus barbies. Aceptamos con la condición de que después pudiéramos jugar con ellas. Mi abuela limpió su pesadísima máquina de coser y nos enseñó a usarla.

Empezamos con pantalones y faldas diminutas. Aprendí a marcar la tela con tiza, recortarla, unir las partes con alfileres, enhebrar, hilvanar, probar el modelo en los maniquíes y usar la máquina. Un día propuse que nos hiciéramos ropa para nosotras. Mi abuela nos llevó a una ropa usada de Los Ángeles para que compráramos telas, hilos y cierres. Le pregunté si podía comprarme algo negro y plateado, aceptó. Nos enseñó a leer los moldes de sus revistas de corte y confección y nos achicó modelos que nos gustaban. Le pregunté si me podía enseñar a hacer una capa, me midió y dibujó la forma en que debía recortar. Marqué con tiza la tela negra y la recorté. Luego marqué las iniciales en la tela plateada: EMC. Mi capa estilo Batman estaba a punto de ser real. Especialista en Moscas y Costura.

 

 

 

Acerca de la autora

Alejandra Moffat, profesora de la Escuela de Cine y Realización Audiovisual UDP, es escritora y guionista. Su más reciente publicación es la novela Mambo (Montacerdos, 2022).