Mujer, alerta

Presentación de Rodrigo Rojas

A principios del año 2010, la Real Academia de la Lengua junto a todas las academias asociadas de América, tenían cita para juntarse en la ciudad de Valparaíso y celebrar el V Congreso de la Lengua. Como ya saben todos los nativos de esta tierra ese congreso no congregó a nadie. El terremoto disuadió a todos de viajar a Chile. Para la ocasión la municipalidad de Valparaíso había dispuesto que una obra de arte se instalara frente al mar en el puerto. Esta obra se componía de mucho vidrio. Cilindros, tubos fluorescentes que formaban una oración. El artista instaló los vidrios, los cables, los generadores, accionó el interruptor y el gas encendió la frase con que el explorador Ernest Shackleton convocó 100 años antes a los voluntarios para su expedición hacia la Antártica.

Esa noche el artista satisfecho contempló la frase en neón azul contra la noche estrellada y se fue a acostar a su hotel. A las tres de la madrugada el terremoto y posterior maremoto hundió y partió ciudades, tumbó edificios, agrietó carreteras y, por supuesto, hizo añicos la frase para convocar hombres exploradores. Es extraño pensar que se quiebra una frase y también el congreso que celebra el idioma de esa frase. El terremoto, con su vocabulario de tierra sacudida hizo huir a los catedráticos. La lengua tectónica, que es la lengua del paisaje profundo, impuso su realidad, su tiempo urgente y milenario a la vez. El diccionario de la RAE, celoso de dejar que entren así como así nuevas palabras, sobre todo barbarismos que usan de este lado del charco atlántico, se cerró de sopetón y se guardó hasta una nueva ocasión. El diccionario necesita de un lector que pueda leer en reposo, algo imposible cuando el piso se zangolotea.

Hace poco leí el discurso que Claudia Piñeiro dio para el mismo congreso, pero nueve años después, en marzo de 2019, en Córdoba, donde se celebró la VIII versión de esta reunión convocada por la Real academia y la asociación de academias fuera de España. Lo siento, no lo puedo evitar, sentí ese sonido profundo que antecede a los temblores cuando leí el discurso de Piñeiro. Escuché el ruido sordo que hace aullar a los perros un par de minutos antes que empiece la primera sacudida. Claudia Piñeiro se arrojó directamente al punto cero de esta lengua para nosotros: La lengua española en las Américas es una lengua impuesta. Con estas diez palabras resitúa el congreso, le recuerda de pasada que mientras siga llamándose congreso de la lengua española estará faltando a la verdad ante quienes han nutrido con sangre a esta lengua. Porque decir que se trata de un idioma impuesto, como lo explica Claudia Piñeiro, es también decir que es una forma de narrar, de estructurar las historias, que silenció las narraciones que ya existían antes de que esta lengua se asomara al continente. Callar esas narraciones equivale a suprimir la imaginación, modificar la memoria y la identidad de una comunidad. Es dejarla sin palabras para nombrar lo propio o al menos sin palabras que puedan ser pronunciadas en voz alta y con orgullo en la plaza pública. Luego, en su discurso, Claudia Piñeiro extiende esa meditación sobre la lengua que se impone a una situación actual: estira su idea unos quinientos años para referirse al lenguaje inclusivo.

El sonido sordo y los perros aullando al que me referí es justamente ese; el lenguaje con una conciencia envigorizada del cuerpo, pero Cuerpo con mayúscula. Lo interesante es que una autora que ha sido una voz clara en la defensa del aborto libre, que ha explicado con precisión que la violencia implícita en prohibir el acceso al aborto es superior a la supuesta vulneración que conlleva el mismo procedimiento de aborto. La autora lúcida, que deja como cínicos a quienes usan la palabra vida como un estandarte para prohibir el aborto, pues bien, esa autora para uno, desde la vereda del prejuicio y la simplificación, sería alguien que abraza al lenguaje inclusivo como una máxima ética exigible. Sin embargo aquí es cuando une hoy y el ayer de 500 años y dice que es necesario respetar los procesos vivos de las lenguas. Que solo el tiempo podrá ver si este lenguaje se absorbe y se adopta y pasa a ser parte del habla natural. Claudia Piñeiro lo explica así: De nada sirve ni oponerse ni tratar de imponer un lenguaje atravesado por la realidad: la lengua está viva y siempre será con el tiempo lo que el uso determine. Es ese el punto en que escucho el subterráneo arrastre de las placas tectónicas de la lengua. No porque crea que es un temblor el llamado a no tratar de imponer a la fuerza este lenguaje con perspectiva de género, tampoco veo un sismo en denunciar la autoridad desde la que hablan quienes dicen que este giro en el lenguaje es un error, una expresión muy limitada de un problema que no se arregla empobreciendo la lengua. No, ese ruido subterráneo que escucho viene de su postura de laissez faire, déjalo pasar, esto no es un problema, más bien es un problema del tiempo. Me gusta eso, porque es nuevamente el paisaje que surge; sí, el paisaje, porque cuando Claudia Piñeiro habla de tiempo se refiere a uno que es más extenso que nuestra capacidad de mantener la concentración, quizás hasta más largo que nuestras vidas. De tal modo es entonces un tiempo mayor, como el tiempo geológico. Nuevamente entonces recuerdo Prats, el artista en Valparaíso en febrero de 2010 con su frase hecha trizas. La lengua en exhibición de cristal no resiste al habla de la tierra, al vocabulario de la realidad tectónica.

Hasta ahora solo he hablado de los sonidos sordos que anteceden al temblor, me falta el momento en que la tierra se mueve. Puede ser que Claudia Piñeiro sea sísmica en cierto sentido. Estudió para ser contadora, profesión que ejerció y que al parecer mientras tenía la misión de contar tornillos industriales sintió un temblor interior y dejó la contabilidad de la noche a la mañana… para nuestra fortuna. Se entusiasmó con un concurso literario, el sonrisa vertical de Seix Barral donde en 1991 quedó entre los diez finalistas con su novela

El secreto de las rubias. Desde ese momento los premios y reconocimientos se han acumulado. Entre ellos están el premio Clarín de novela el año 2005 por su libro Las viudas de los jueves o el premio Sor Juana Inés de la Cruz del año 2010 por su novela policial Las grietas de Jara. Ambas obras llevadas al cine. Estos son solo dos de al menos diez importantes reconocimientos, además de la publicación de quince obras narrativas y el estreno de cinco obras de teatro.

Aún debo llegar al temblor, este sobreviene en el tercer giro que la autora da en su discurso del congreso en Córdoba. Después de hablar delas lenguas sobre las que el idioma del conquistador se impuso, después de hacer un llamado a dejar ser y fluir libre a la perspectiva de género en el lenguaje, sin usar la fuerza para imponerla o rechazarla, saca a relucir verdaderas joyas. El temblor es un temblor de piel, como cuando se eriza todo en la base de la nuca y los antebrazos. Claudia Piñeiro comienza a citar mujeres que cantan y narran usando formas de expresión tradicional, pero que expresan la contingencia. Son ejemplos que ella propone como lengua viva, pero a la vez conectadas con la misma hebra que se intentó callar hace quinientos años. Cita versos de Mariana Carrizo, una coplera salteña. De Charo Bogarin, autora nacida en la provincia de Formosa que recopila de canciones en quom, mbya y guaraní. Finalmente de la cantante conocida como Miss Bolivia, que fusiona, entre otros estilos, la cumbia villera, el hip hop y el reggae. Aquí me permito terminar con la cita de la cita. Leeré un fragmento pequeño de una canción de Miss Bolivia que Claudia Piñeiro leyó ante el congreso:

Ovarios, garra, corazón / Mujer alerta, luchadora, organizada / Puño en alto y ni una menos / Vivas nos queremos / Paren / Paren de matarnos / Paren, paren / Paren de matar.

El lugar del escritor: literatura y compromiso

Claudia Piñeiro

Quisiera volver, en esta mañana, sobre ciertos conceptos en los que vengo trabajando desde hace un tiempo. Algunos ya aparecieron en varios trabajos y conferencias anteriores. En especial en la apertura de la Feria del Libro de Buenos Aires en el año 2018. En esa ocasión titulé mi conferencia: El conflicto con la autoridad y la disidencia como estado de alerta. Sobre esos conceptos quiero trabajar hoy también. Porque es en ese lugar, en el del conflicto con la autoridad y la disidencia como estado de alerta, donde me siento más cómoda. Allí es donde elijo pararme, como escritora, dentro de la sociedad a la que pertenezco.

Pero antes de arrancar, me gustaría pedirles un ejercicio de simulación. Que se sacudan un poco, que aflojen músculos, articulaciones y estructuras internas. Y que luego volvamos al título de mi conferencia.

El lugar del escritor: literatura y compromiso.

Lo primero que quiero hacer es cambiar el título que yo misma puse adrede y con el objetivo de que el cambio posterior tuviera un significado.

Lo cambiaría por el siguiente: El lugar de la escritora: literatura y compromiso. Y no es que quiera dejar afuera a los hombres al pasarlo del masculino al femenino, sino que lo que pretendo es que los varones se sientan incluidos en la versión femenina del sustantivo que surge a partir de verbo escribir. Así como a nosotras nos han entrenado durante siglos para sentirnos incluidas en el modo masculino de sustantivo: escritor, y de tantos otros, quiero intentar que los hombres hoy hagan lo mismo que las mujeres hemos hecho durante siglos: aceptar una convención. ¿Se puede? ¿Cuesta sentirse parte del universal «las escritoras» siendo hombre? ¿Tanto?

Desde niñas, desde que aprendimos a hablar, supimos que si alguien decía «alumnos pasen al aula», aunque se tratara de una clase donde el setenta y cinco por siento del alumnado estuviera compuesto por mujeres, también nos estaban llamando a nosotras. Y, por lo tanto, entrábamos. Si nuestros padres hablaban de sus «hijos» aunque tuvieran cinco niñas y un varón, sabíamos que en ese universal estábamos nombradas. En el colegio, como alumnas o como madres, cuando mandaban comunicaciones encabezadas por «queridos padres» –y a pesar de que la nota la leyera irremediablemente solo la madre entendíamos perfectamente que el masculino se refería a ella, o sea, a nosotras»–.

Así nos educaron, sumisas frente algo que no es más que una norma establecida desde el poder, en este caso el poder de quien decide el uso de una lengua. Lo aprendimos, lo aceptamos y marchamos por el mundo sin cuestionarlo. Hasta que desde hace algunas décadas, esta convención empezó a incomodar. Porque, por fin, nos dimos cuenta de que no es una convención ingenua que se limita solo a elegir una forma de nombrar el mundo. El lenguaje construye realidad y no es necesariamente cierto que el «padres» siempre incluye a las mujeres, ni el «ciudadanos», ni el título universitario que figura en el diploma de tantas de nosotras: «arquitecto», «abogado», «contador». Mi abuela, por ser mujer, no podía votar; por lo tanto, no estaba incluida en el «ciudadanos». Mi madre, por ser mujer, no tenía la patria potestad de sus hijos ni disponía de los bienes del matrimonio; así que tampoco estaba incluida, a los efectos legales y económicos, en ese «padres». Yo, egresada de la universidad de Ciencias Económicas con el título de contador (en masculino), no estuve incluida en la selección de personal para el mejor estudio de auditoría de Buenos Aires, filial de un estudio americano, hasta que desde EE.UU obligaron a la empresa a cumplir con una ley de minorías y tomar disidencias; entre ellas, mujeres. Recién entonces, gracias a una ley de cupo y extranjera, fui alguien que podía ser contratada por el más selecto estudio; antes no, aun teniendo el mejor promedio de la Universidad de Buenos Aires y medalla de honor.

Lo más llamativo es que ninguno de los ejemplos mencionados fue hace tantos años: ni el de mi abuela, ni el de mi madre, ni el mío.

Por eso es que hoy propongo hacer el esfuerzo contrario: que al decir escritora los hombres que escriban se sientan incluidos, se sientan nombrados. Si nosotras lo hemos soportado durante tantos siglos, sin duda los varones, también lo lograrán.

Ahora bien, apuesto que si en el anuncio original de esta conferencia yo hubiera titulado «el lugar de la escritora», muchos habrían pensado que se trataba de una charla solo para mujeres. Al poner el título no quería ni confundir ni develar mis intenciones, por eso preferí usar el universal masculino al que tanto estamos acostumbrados. Pero quiero dejar claro que cuando se enuncia «el lugar del escritor» yo no me siento más representada como hasta hace poco, ya no me siento cómoda si se me nombra de esa manera. Sé que estoy incluida; pero algo me inquieta, me raspa, me retuerce las tripas. Esta sumisión ancestral a una forma de uso del lenguaje que formateó el mundo a favor de los varones, dejó de funcionar para muchos de nosotros/nosotras. ¿Por qué? Porque elegimos pararnos en el lugar donde está el conflicto con la autoridad y la disidencia como estado de alerta.

Cuando el lenguaje incomoda, entonces muta, cambia, crece. Nadie usa palabras que no nombran lo que queremos nombrar. Si la palabra escritor deja de nombrar a mujeres y hombres que escriben, terminaremos encontrando otra forma de nombrarnos que nos incluya a todos, todas, ¿todes?. Usaremos aquellas palabras con las que nos encontremos más cómodos y se impongan a fuerza de uso. Mientras tanto propongo este cambio, solo por hoy, como señal de apertura a un nuevo e irremediable cambio de paradigma. Tal como en un partido de fútbol a los 45 minutos los jugadores cambian de arco para que el encuentro sea más justo, juguemos a que en este segundo tiempo les toca a los varones sentirse incluidos cuando decimos «escritoras».

Ahora propongo otro ejercicio, todas las escritoras, hombres, mujeres o no binarios, elijamos una batalla que se libra hoy día, en nuestra sociedad en su conjunto. Y preguntémonos si como escritoras (escritores, para el que aún no pudo relajar y dejarse nombrar por el femenino) queremos dar esa batalla, si queremos intervenir de algún modo o no, ya sea con la escritura o como activistas. Sin dudas, uno de los movimientos políticos y sociales más vivos –en América, en Europa, y probablemente en muchas otras partes del mundo– es el movimiento de mujeres. Ese movimiento está hoy está en conflicto con la autoridad. Pero, ¿quién es la autoridad contra la que nos revelamos las mujeres? Como ha dicho tantas veces Rita Segato, ese otro contra el que tenemos que pelear no son los hombres, sino el patriarcado, entendiendo por tal la forma de organización social que reserva la autoridad más que al hombre al sexo masculino. Y cito a Segato: Es, en ese sentido, que el ejercicio de la crueldad sobre el cuerpo de las mujeres, pero que también se extiende a crímenes homofóbicos o trans, todas esas violencias, no son otra cosa que el disciplinamiento que las fuerzas patriarcales imponen a todos los que habitamos ese margen de la política, de crímenes del patriarcado colonial moderno de alta intensidad, contra todo lo que lo desestabiliza.

Hoy, nosotras, somos desestabilizadoras de un orden establecido y eso asusta a quien quiere mantener el estado anterior de las cosas, aterra al que siente que va a perder su lugar de privilegio. Ese poder desestabilizador nos pone en un lugar de riesgo, en el que nos tenemos que cuidar entre todas. La llamada sororidad, que viene de sor o hermana, palabra que surgió porque tampoco nos sentíamos más incluidas en la palabra fraternidad –que viene de frattelo o hermano–. Otra vez, palabras que ya no incluyen lo que pretenden nombrar.

Entonces repasemos nuestras acuerdos hasta ahora:

  1. Si digo escritoras, los hombres que escriben deben sentirse incluidos en el sustantivo; porque hoy, al menos hoy, queremos que nos den el gusto de que el universal se arme a partir de lo femenino y no de lo masculino.
  2. Asumimos que uno de los movimientos más vivos política y socialmente, en lo que va del siglo XXI, es el movimiento de mujeres. Se trata de urgencias. Para quienes viven en otras latitudes la desigualdad entre hombres y mujeres no se lleva puestas vidas, porque ya han superado esa instancia. En cambio por estas latitudes sí. Tomo el caso de Argentina que es el que más conozco. En un país como el mío, donde matan una mujer por cuestiones de género cada 24 horas, donde una mujer que aborta en clandestinidad, si sobrevive, puede ir presa de 1 a 4 años, la agenda de las mujeres tiene una urgencia insoslayable.

La rebelión a esa autoridad constituida surge de la consciencia de que el campo de batalla es nuestro cuerpo. La vehemencia y violencia con la que fuimos atacadas las mujeres que nos manifestamos a favor de la ley de aborto, durante los debates de 2018, demuestra que hay quienes piensan que tienen propiedad sobre nosotras y que la pueden ejercer en nombre de la religión, las buenas costumbres, o de lo que sea. Y que no están dispuestos a perder esa propiedad.

Ahora volvamos a la pregunta que surge del título de esta charla: ¿Debe una escritora (escritor) intervenir en estos hechos sociales? ¿Cuál tendría que ser su papel? Si la respuesta a la primera pregunta es afirmativa tenemos dos caminos para responder la segunda, que pueden no ser excluyentes: la literatura y el activismo. Sin embargo, hay diferencias. Cualquier intervención política que hacemos desde la literatura no necesariamente es voluntaria; no escribimos con el afán de cambiar el mundo, sino de contarlo. Escribimos para modelar el lenguaje como si fuera arcilla, para narrar historias, para crear personajes, para inventar mundos. Si alguna de esos textos mueve levemente alguna cuestión real en una sociedad, en un tiempo y en un espacio determinado, seguramente no habrá sido por voluntad de quien la escribió. Pero sí es cierto que la literatura de una época contribuye a la educación sentimental de las personas incluidas en esas generaciones. Y la educación sentimental que hemos tenido hasta hace poco nos hizo aceptar como «normal» una serie de reglas que muchas veces fueron y son injustas. Quienes se educaron leyendo a la extraordinaria poeta uruguaya Idea Villariño, habrán aprendido los versos que dicen, quisiera morir de amor para que supieras cómo y cuánto te he querido. Será muy diferente a lo que reciba quien se eduque sentimentalmente leyendo Ser palestina o Contra los hijos de Lina Meruane, Distancia de rescate de Samanta Schweblin o Matate amor de Ariana Harwicz. Madame Bovary estuvo a punto de no publicarse por pleitos en los que se argumentaban delitos de ultraje a la moral pública y religiosa y a las buenas costumbres, pero Flaubert seguramente no tuvo esa intensión cuando lo escribió. Con una novela como Orlando, Virginia Woolf, revolucionó la sociedad inglesa de comienzos del siglo XX, pero es probable que no haya sido la intensión de Wolf al escribirlo. Toda novela, lo desee o no, configura un relato de la historia y del estado de las cosas. Aunque el texto en cuestión puede ser inocuo, complaciente con las reglas del mundo establecidas hasta entonces, o subversivo.

Pasemos al rol de la escritora (escritor) como activista. Y permítanme contar como ha sido esta toma de posición con mi propio ejemplo. Si bien siempre me sentí un ser político y una escritora con postura política, no intervine en la esfera pública abiertamente hasta el año pasado. Antes tuve participaciones aisladas, en la mayoría de los casos relacionadas con los derechos humanos y con situaciones que podían poner en peligro el «nunca más» que como sociedad asumimos con respecto a los crímenes aberrantes perpetrados durante la dictadura militar en la Argentina. Pero el año pasado se abrió en mi país el debate sobre la ley de interrupción voluntaria del embarazo y eso me dio la oportunidad de participar en un debate cuyo tema ya estaba en mi literatura, sin voluntad de cambiar el mundo, pero desde muchos años atrás. En Tuya, mi primera novela, una joven que vive en una familia tipo –con roles de madre, padre, «somos todos felices» se plantea la posibilidad de hacerse un aborto. En Elena Sabe, mi tercera novela, una mujer que no desea ser madre es obligada por otra mujer a seguir adelante con un embarazo y tener un hijo. Mi novela Una suerte pequeña, trabaja sobre el deseo de la no maternidad. Uno de los cuentos incluidos en mi último libro, Quien no, llamado «Basura para las gallinas», narra una situación de aborto en condiciones de máxima vulnerabilidad. Todas estas historias las escribí hace varios años atrás. Por lo tanto, cuando se abre el debate sobre el aborto en la Argentina, lo que se me plantea es participar o no en la esfera pública, para debatir un tema en el que venía trabajando en la literatura, desde hacía rato. Y al tema especifico del aborto podemos agregarle la hipocresía, el silencio, el qué dirán, el rol impuesto la mujer, el deseo de no ser madre, la mentira. Todos estos temas presentes en mi literatura también tienen que ver con la prohibición del aborto. Así que cuando la «Campaña por el aborto legal seguro y gratuito» me pidió que fuera a hablar al Congreso a las comisiones donde diputados y senadores se informaban antes de votar o no la ley, me pareció que tenía la oportunidad de llevar a la acción una reflexión de años. Y una responsabilidad, la de aceptar un rol público desde donde hablar, lugar que me otorgaba la sociedad a la que pertenezco por el hecho de ser escritora. Por esas comisiones del Congreso habían pasado médicas y médicos, abogadas y abogados, especialistas en distintos aspectos relacionadas con el aborto. Pero la Campaña sentía que necesita que fueran a exponer personas que, por el campo de donde venían, tuvieran más posibilidades de ser escuchadas por congresistas. Hasta entonces se encontraban con que, mientras un extraordinario orador especialista en la materia exponía, los parlamentarios estaban hablando por teléfono, pidiendo un café, o conversando. Así es como aparecimos en el Congreso, escritoras, actrices, periodistas, conductores de tv, cantantes, etc.

En esa oportunidad, acepté. Y a partir de allí, cada vez que se me dio la posibilidad de poner la palabra en función de esta causa, la tomé como una responsabilidad cívica.

Por último me gustaría hacer el camino inverso. En lugar de pensar a la escritora saliendo a lo social y actuando en ese plano, quiero ir desde la situación de la mujer en la sociedad de hoy hacia la situación particular de las escritoras mujeres.

Ya hablamos de cuál es el conflicto y cuál la autoridad en la sociedad toda. Pero déjenme repetir algunos conceptos. Sin dudas, el conflicto se provoca por el atrevimiento de las mujeres, al exigir compartir un espacio de poder que, desde las reglas que han manejado el mundo hasta hoy, le ha sido negado. Por convención llamemos a esas reglas: el patriarcado. Es evidente que las mujeres hoy estamos dando un batalla contra esa autoridad. Una autoridad que durante siglos dijo cómo teníamos que vivir, sentir, utilizar nuestro cuerpo, amar, procrear, ser madres o no serlo, cuidar a los otros. Y al rebelarnos contra esa autoridad, lejos de sentirnos solas tomamos consciencia de la fuerza que supone el movimiento de mujeres.

¿Se replica esta lucha de la sociedad en su conjunto dentro del campo literario?

Sin dudas.

El mundo de la literatura es aún un mundo falocéntrico, entendiendo como tal la definición de Derrida que hace referencia a la existencia de un privilegio de lo masculino sobre lo femenino. Y en la marginalidad, en lo que queda de nido en las orillas y fuera de esa élite, no están solo las mujeres, sino los hombres que no se ajustan a ese modelo falocéntrico y las personas no binarias.

Me parece interesante que reflexionemos acerca de un acontecimiento que se dio en el mundo literario a principios de este año 2019. Cientos de escritores ibero americanos firmamos una carta: «Contra el machismo en la literatura». Esa carta enunciaba una desproporción entre invitadas e invitados, jurados mujeres y hombres, y finalistas mujeres y hombres en la bienal «Vargas Llosa» que se llevó a cabo en la ciudad de México. La carta la firmamos hombres y mujeres, escritoras/escritores; algunos muy conocidos, otros menos conocidos, algunos muy exitosos, otros menos exitosos. Era una llamado a la reflexión acerca de la desproporción de mujeres en estos eventos no solo en la bienal en cuestión. Lejos de producir en los organizadores esa reflexión lo que produjo fue una cerrada resistencia a mirar siquiera ninguna de estas cuestiones, canalizada a través de contestaciones vehementes, desacreditando por distintas vías lo expresado pero, sobre todo y especialmente, a las y los firmantes. Han respondido a esta carta algunos de los responsables de la Bienal Vargas Llosa, y varios escritores y escritoras con posturas a favor o en contra. Me gustaría compartir algunos de los argumentos que me parecieron más interesantes en el debate.

Primero, los defensores de no revisar el estatus quo dicen que «mentimos» quienes firmamos la carta en cuanto a la cantidad de hombres de mujeres y varones. Los invito a entrar a la página de la bienal y revisar tanto su home page como el programa y verán que coinciden con los expresados en la carta original. Si hubo otras mujeres, habrán estado en tareas administrativas, habrán servido café, o no les pareció interesante anunciarlas.

Segundo, tal como previa en la carta original, el primer argumento esgrimido por uno de los responsables de la bienal –antes de llegar a los insultos– fue: «No seguimos otro criterio más que la calidad literaria». Esta simple oración tienen varios aspectos para analizar. Por un lado, está diciendo que si no hay mujeres es porque no tienen calidad literaria suficiente. Pero además, pasa por alto la subjetividad de la construcción de esa «calidad». La calidad literaria, históricamente, es un valor de nido en un mundo comandado por hombres. O que lo fue hasta ahora. La frase utilizada suena a frase de clausura: recurre al valor de lo supuestamente indiscutible. Es como cuando en la lucha por la legalización del aborto se nos contesta que quien está en contra lo hace porque está a favor de la vida. ¿Y quién puede estar en contra de la vida? ¿Y quién puede estar en contra de la calidad literaria? Definamos vida: ¿La vida de un embrión de dos semanas vale más la de una niña de 11 violada por su padrastro a la que los antiderechos le negaron un aborto legal? Definamos calidad literaria: ¿Estamos absolutamente seguros de que la calidad de los hombres del boom era superior a la de Elena Garro, por solo mencionar un ejemplo de una de sus contemporáneas?

Dice Matilde Sanchez en su artículo «El canon y sus guardianes de hierro»: Es una crítica generalizada e irrefutable que los escritores del boom no ayudaron a promover a contemporáneas tan excepcionales como las mexicanas Rosario Castellanos y Elena Garro (…) Tampoco proyectó a las brasileras Clarice Lispector y Nélida Piñón y, entre nosotros, a Sara Gallardo y Silvina Ocampo, contemporáneas de Cortázar.

Un poco más de argumentos. Se ha refutado desde la organización de la Bienal que «hay un tipo de escritora que nunca se queja, que no firma manifiestos –obviamente no se las invita– y que no opta a ningún premio. Son las autoras que venden». Gracioso argumento porque con solo leer alguna de las cientos de firmas a la carta contra el machismo en la literatura uno se encuentra con Rosa Montero, con Jorge Volpi, con Juan Villoro, conmigo, todas escritoras (escritores) que vendemos.

Más aún, otra vez de parte de organizadores de la bienal se propone que supongamos que somos el director del Festival Ñ de Madrid y que siendo sinceros con nosotros mismos respondamos, por ejemplo, esta pregunta: «¿No llevaría (al festival) a ese autor o autora con el que se acuesta o con el que quiere acostarse?». Y la verdad que no, señor.

Por último, la frase que puede ser la clave de todo: «Yo creo que la mayoría de los directores de festival no saben cuántos hombres y cuántas mujeres han invitado hasta que no se lo dicen en un manifiesto». Y es que de eso se trata, justamente, de cambiar un paradigma, de que si hasta ahora algún director de festival no se fijó, se fije. ¡Por favor, que se fije, eso estamos pidiendo! Y que encuentre esas mujeres que como Garro tenían tanta calidad literaria como los hombres de su generación y a las que no se las veía.

Por supuesto no queremos que nos traten como ingenuas a las que hay que darle espejitos de colores para que nos quedemos tranquilas. Sí, queremos dejar claro que no aceptamos el argumento falaz de la calidad porque la calidad literaria es una construcción donde ciertos hombres han tenido más peso que el resto de todos nosotros.

Para finalizar, quiero traer algunas frases de la columna del escritor español José Ovejero al respecto de esta discusión «El ataque de los hombres cuota»: Es cierto que las cosas están cambiando, que hoy el desequilibrio es mucho menor que hace diez años. No hace tanto yo constataba que en las estanterías de mis amigos –y amigas– muy rara vez el número de títulos escritos por mujeres rebasaba el 20% –me dediqué mucho tiempo a contarlo–. Ya sé que esto no tiene un valor estadístico, pero les pido que piensen si en las suyas esto era diferente hace unos años. Y si hoy la diferencia no es tan grande es precisamente gracias a las protestas y reivindicaciones de las escritoras. (…) Como si la excelencia fuese un criterio objetivo; como si el poder no desempeñase un papel en quién participa en qué actos; como si las amistades y las relaciones fuesen un asunto menor. Como si el canon estuviese libre de interferencias debidas al género, a la raza, al país de procedencia, a la clase social. (…) Esto es lo más llamativo. La defensa a ultranza de sus decisiones por parte de todos estos señores que imperan en el mundo literario. En lugar de detenerse un momento a reflexionar, inmediatamente lanzan epítetos que impiden cualquier análisis: feministas radicales, deshonestas, inquisidoras. (…) El feminismo radical es el mayor enemigo de la cultura, llegan a afirmar, y obviamente cualquier movimiento que se vuelve hegemónico tiene sus riesgos, pero estamos muy lejos de haber llegado ahí. Quizá sería más urgente examinar el riesgo que supone para la cultura que hombres como ellos tengan el poder que tienen y lo repartan entre sus amigos y afines.»

Espero que esta mañana, traer estos asuntos, estos debates, y hasta estas quejas, nos haya ayudado para pensar. Algo similar hemos tratado de hacer como jurados del premio Manuel Rojas que nos trajo a Chile, Cynthia Rimsky, Fabian Casas, Javier Vásconez, Alberto Fuguet y yo: incluir. Pensar la literatura desde los márgenes, honrar al escritor chileno que da nombre al premio dibujando un mapa literario honesto y más allá de las definiciones del poder que lo incluya. Por eso premiamos a María Moreno. Pero podríamos haber premiado a: Marcelo Mellado, Tomás González, Roberto Merino y tantos otros. No porque fueran hombres o mujeres, sino porque nos obligamos a poner la atención en la literatura que está en los márgenes, allí donde no hay siempre luces de colores que señalen el camino.