Lo nuestro no era un club. Nunca nos reunimos con ese cometido ni hablamos de ello como una posibilidad. Creo que nos habríamos reído si alguien lo hubiera propuesto. Los otros tres miembros ni siquiera saben, ni se imaginan, que me estoy refiriendo a lo que compartimos como si hubiera sido un club. Pero siempre que leo a Karl Ove Knausgard, o cuando compro un libro suyo, o cuando simplemente veo el voluminoso bloque de volúmenes que ocupa en la biblioteca, o cuando me entero de que va a publicar algo nuevo, o me lo encuentro en Internet, o mencionado en el mail de un amigo, cosa que pasa a menudo, pienso en ellos, en nosotros, como los únicos lectores de su obra.
Leer a Knausgard no es haber leído un libro, o parte de un libro, es haber leído todo, las miles y miles de páginas, pues de otra manera no se le comprende. Lo suyo es eso, lo oceánico, la escala de la vida, no de la página, la línea interminable de pensamiento, y nosotros cuatro habíamos leído cada palabra, por eso pensaba, o pienso, que somos sus únicos lectores en esta ciudad (qué tan probable es eso, no lo sé, absurdamente me gusta dudarlo), y haberlo leído así, porque no solo eran los seis tomos de sus memorias, sino sus otros libros también, los desconocidos, los textos periodísticos, los ensayos traducidos al inglés, las entrevistas en donde habla de sus proyectos, los libros que apenas se estaban traduciendo, en fin, y discutirlo todo con emoción, siempre, en reuniones y fiestas, en recesos de clases, en mensajerías y correos, durante años, hizo que su obra se colara en nuestros días, en la manera de mirar, de observar la luz, el tiempo, la ciudad, nuestros pasos en ella.
En esas conversaciones con el club fantasma que no sabe que existe, virtuales o en persona, salía todo aquello, siempre con cierta torpeza, la única manera que teníamos de hacerlo, de dejar salir un poco de lo mucho que entraba. A veces éramos como un espejo del otro, de la emoción al hablar. Por fugaz que fuera ese reflejo, era constante, necesario y estaba lleno de fuerza. Nos regresaba al lugar de lo inocente, del descubrimiento, del secreto y de las emociones literarias, que al mezclarse con la vida suelen ser un poco absurdas, pero maravillosas por el contraste. Y si alguien presenciaba aquellos intercambios, que se extendieron por años en todo tipo de situaciones sociales, quedaba automáticamente fuera, asombrado o aburrido –no había forma de hacerlo partícipe–, intentando precisar o alejarse de esa emoción que nos desbordaba cuando hablábamos de «KOK», esa escritura, el nuevo libro, la nueva escena, lo que había hecho en nosotros.
Quizá uno no llega a Knausgard sino que se convierte, pues la resistencia es enorme. Siempre se podrá decir que de él se han leído sus obras completas, pues el libro que sale es el libro que se lee de inmediato, a veces sin esperar siquiera las versiones en español. Leemos, los cuatro, cosas muy distintas, he ahí la peculiaridad del espacio en donde se intersectan nuestros círculos. Es seguro que no hay otro autor en que coincidamos, no de esa manera, con esta urgencia. De distintas formaciones y profesiones, gustos y estados, signos y manías, son esos textos los que nos unen cuando nos encontramos. Pero a Knausgard parecemos leerlo igual. Qué inesperado, como descubrir que tuviéramos un antepasado en común. Como si esta intersección pudiera explicar, hasta ahora, las incontables coincidencias que tuvieron que suceder para llegar a esta ciudad enorme, todos de otros sitios, y de pronto irnos acercando, primero por amigos en común, luego por cuenta propia, conocernos, hacernos amigos, todo esto sin saber que había un escritor noruego que en el futuro escribiría unos libros que parecerían destinados a nuestras disertaciones, casi como si él nos hubiera elegido, y no nosotros a él.
Cuando estamos los cuatro juntos la correspondencia es más débil. Cuando somos solo dos, en cualquier combinación posible, es mucho más fuerte que cuando nos reunimos los cuatro.
Es curioso, ahora que lo pienso, que el club que formamos tiene, sí, un centro claro, ciertos libros publicados por cierto autor, pero es raro que entremos en los detalles, en lo muy específico, aunque sean libros que se pierden en los detalles y lo específico. Es como si el club fuera más sobre un concepto, sobre una idea inasible, que sobre lo pequeño, lo demostrable o lo que se puede reducir a un ejemplo. Es más sobre la imaginación que sobre la metáfora, tal vez. Los libros son en apariencia mundanos, sus temas en apariencia cotidianos, pero nuestras interacciones como lectores parecen no tener como fin ese mundo físico, real del autor, sino algo que podría ser su opuesto: lo que sentimos al leerlo. O lo que sentimos al no poder expresar lo que sentimos al leerlo.
La obsesión por Knausgard. No siento ese tipo de curiosidad por ningún otro escritor contemporáneo, no de esa manera. Saber que vive, que está escribiendo mientras lo leemos, que se entera del mundo como lo hacemos nosotros, al mismo tiempo, que mis dudas podrían ser las suyas, que lo que ahora sentimos juntos podría ser parte de uno de sus libros futuros. Casi todos suceden en Escandinavia, en fechas específicas, y contrasto esas fechas con mis viajes allí, y trato de imaginar la posibilidad de haber coincidido en alguna esquina, en algún bar. Que todo esto me parezca absurdo deja de serlo cuando sé que hay por lo menos tres personas más, cercanas, en la misma ciudad, en quienes también la obsesión tiene efectos similares. Amigos con bibliotecas en las que Knausgard ocupa un espacio visible. Porque, además de ser lectores activos y actuales de su obra, nos seguimos preguntando qué es lo que estamos leyendo en él. Nos seguimos formando una opinión de su escritura, pero quizá, sobre todo, de esa mirada sobre todas las cosas del mundo, de su mundo, que no es el nuestro. Es casi lo opuesto al nuestro.
Con A, una mañana, estuvimos haciendo una especie de inventario de las categorías de Knausgard: lo interior y lo exterior, lo cerrado y lo abierto, adentro y afuera, lo subjetivo y lo objetivo, lo personal y lo social, lo invisible y lo visible, lo importante y lo anodino.
En el cuarto libro de memorias, Knausgard menciona diecisiete libros de autores que en su adolescencia «deseaban lo mismo» que él. Llamé a esa lista de títulos, quizá erróneamente, el canon de juventud de Knausgard. Como el corpus de una tesis, comencé a leerlos. Le conté a B sobre esto, y que he estado consiguiendo y leyendo los libros, algunos difíciles o imposibles de conseguir, o solo en noruego. Llegué al lugar con una gran bolsa de tela con siete libros dentro. Los saqué uno por uno, contándole cómo los había leído, en dónde, qué me habían parecido. Al final saqué el volumen donde está la lista, la revisamos, ella recordaba esa página, por supuesto, cruzamos con un lápiz los que ya tengo, y hablamos de los once que faltan, y de cómo podríamos hacer una colección con esos diecisiete títulos, muchos traducidos por primera vez al español. ¿Tendría sentido? Hablamos luego de cómo ese «canon» se ha ampliado para incluir libros similares, que encajan perfectamente en ese espacio literario. La lectura de esa página había abierto un espacio en la imaginación de al menos dos lectores, y nos habíamos reunido una tarde a beber cerveza y hablar de ello, a explorar esa posibilidad.
Una noche coincidí con C en una fiesta. No sabía que iba a estar ahí. Me deslicé del grupo en el que estaba, fui hacia él y nos pusimos a charlar, más bien a gritar, por la música. No había hablado con él en meses. Lo primero que le dije es que había sucumbido a la serie de las estaciones, había comprado uno de los libros y estaba por terminarlo. Se emocionó porque él también había sucumbido, pero no había comenzado aún. De vez en cuando A le enviaba imágenes de las páginas que más le sorprendían, páginas que a su vez le sorprendían a él, hasta que al final decidió comprar el primer libro de la serie. Me preguntó qué me había parecido, le dije que había pasajes extraordinarios y otros regulares, al parecer publican todo lo que manda, no hay alguien que realmente edite. Nos preguntamos de nuevo por qué nos gustaba tanto, aun a pesar de estas cosas, y dijo C que es lo más parecido a un vicio: no hay otra manera de explicarlo.
De los cuatro, C es el que más se pregunta qué es lo que tiene que nos atrae de esta manera. Me hizo recordar a ¿Alfonso? Reyes hablando del «gran documento» de Proust hace un siglo: «Obra asfixiante y blanda, que se apodera de nosotros con todas las atracciones de un vicio secreto. Cuando cerramos uno de aquellos gruesos tomos, nos quedamos como desilusionados: después del hartazgo de lectura, vienen las náuseas de la droga. Gran tema para un moralista, el discutir hasta qué punto es honesta una lectura que sólo incita a seguir leyendo, y no a ser mejor ni a vivir mejor».
Así era nuestro club. Knausgard era un gran punto en común. En cada ciudad del mundo habrá alguno, y entre todos formarían un gran club de desconocidos reconocibles en la lectura.
El mexicano Jacobo Zanella (Guanajuato, 1976) es integrante de Gris Tormenta, un taller editorial que reflexiona sobre la intersección entre escritura, lectura y la edición actual.