Algunos malintencionados dirán que es una secta. La Agencia Nacional de Inteligencia quizá los tenga en algún expediente con el rótulo de sospechosos. Para sus vecinos no deben ser más que un inofensivo grupo de universitarios desnutridos de los muchos que llegan a la Universidad Austral. Ellos se hacen llamar a sí mismos El Club de los Destructores de Puentes y –según leí en un fanzine encontrado en un paradero–, «más que una banda de noise y rap, somos una agrupación de resistencia cultural contra el avance de ese monstruo de mil cabezas que es la civilización occidental en su versión winka».

Un amigo antropólogo me contó que los escuchó tocar en una sede social y vio cómo la gente abandonaba el lugar con un rictus de desprecio. Querían incomodar a todo y a todos, al parecer incluso a los que los invitaban a sus eventos en solidaridad con causas varias. Porque gritarle a un micrófono mientras tu acompañante amplifica y modula el ruido blanco de una radio china quizá esté muy lejos de la canción de protesta en su versión cuerdas de náilon o el reguetón con letras ácratas.

Lo de agrupación, por cierto, es también un epifenómeno de su evidente y sostenido alejamiento de la realidad: el Club de los Destructores de Puentes es en realidad un dúo. En los pocos videos disponibles en YouTube vemos a dos jovencitos vestidos de negro, sus rostros cubiertos con pasamontañas, que frotan cables, destruyen juguetes electrónicos y gritan, por sobre todo gritan, consignas contra su principal y ubicuo enemigo: el monstruo de mil cabezas, etc. A simple vista, nadie con dos dedos de frente podría temer en serio que lograran algo más que hacer música experimental, descargar emepetrés en softwares peer to peer, estudiar alguna carrera de ciencias sociales y practicar el robo hormiga en algún supermercado. Nadie salvo una persona: el detective Flores.

Así se hacía llamar en las muchas cartas al director que envió al diario El Austral entre marzo y junio del 2022. Allí advertía a los valdivianos del inminente peligro que significaban para «la muy noble y muy leal ciudad sureña y su clima republicano, de sana convivencia entre chilenos y alemanes» la presencia de «grupos que envidiaban el progreso de nuestra urbe, con su pujante expansión y diversificación».

Según pude averiguar tras seguirle la pista, Flores temía que, tras «la asonada izquierdista» de octubre del 2019, habitantes del sector Las Ánimas, «con evidentes influencias de carácter anarquista», pusieran en peligro las principales obras de conexión vial que conectaban a Valdivia con la carretera 5 sur. Había encontrado además, en el Bandcamp del grupo, la prueba definitiva: una canción que llamaba a «cogotear turistas /dinamitar el Calle Calle y el Cruces / el Caucau y el Santa Elvira / volver sin freno a lo salvaje».

Difícil averiguar si era paranoia, una tomadura de pelo o los delirios de un carabinero jubilado. El caso es que, para Flores, el Club de los Destructores de Puentes era un peligro evidente para la calidad de vida de la ciudad. Debo decir que la sola imagen de un jubilado escuchando las canciones abrasivas de dos chicos alucinados con crear el ruido más ominoso del sur de Chile me llena de ternura y emoción. De alguna forma, Flores y el Club de los Destructores de Puentes son dos estrellas menores que se alimentan mutuamente, solitarios armando trincheras en medio del mar de indiferencia que imponen los días con su curso implacable.

Al cierre de esta edición, ningún puente salió dañado y la civilización occidental en su versión chileno-sudamericana continúa intacta, pecho hinchado, avanzando hacia el futuro esplendor que el detective Flores anhela ver antes de dar su último respiro.

 

 

 

Acerca del autor

Jonnathan Opazo ha publicado Ruina, Cangrejos, Cian, Junkopia y Movimiento de traslación.