No es que me importen mucho los números, pero digamos que, a veces, ayudan; sobre todo si es para esbozar algunos rasgos de un país de características muy particulares e insólitas como Uruguay.

El asunto de los números es así: en Uruguay somos tres millones. Es una frase que nos gusta decir, repetir, es uno de esos lugares comunes que subrayamos con cierto orgullo, un guiño sarcástico en momentos álgidos, como cuando nos va pésimo en el mundial de fútbol (ver, por ejemplo, la insignificante actuación de Uruguay en Qatar). Ahí somos tres millones de directores técnicos. También somos, casi siempre, tres millones de opinólogos.

Hace diez años, los uruguayos estábamos muy enfrascados en discutir y opinar sobre un proyecto de ley sobre el cannabis. Uruguay es un país peculiar, tan peculiar que, en 1974, un año después del inicio de la dictadura cívico-militar, se legalizó el consumo de drogas. Estaba permitido consumir, pero cultivar, comprar, vender y distribuir no. Ahora, la nueva ley pretendía regular la producción, distribución y venta de marihuana en el país.

Los comentarios eran de lo más variopintos: que la ley legalizaba el estigma, que al fin se dejaba atrás el prohibicionismo, que el mercado negro iba a seguir, que era urgente combatir el narcotráfico, que iban a andar todos drogados, que fumar porro tiene riesgos irreversibles a largo plazo. Más de la mitad de los tres millones de uruguayos estaban preocupados; según una serie de encuestas publicadas en el segundo semestre de 2013, entre 58% y 63% de la población estaba en desacuerdo con la nueva legislación. El entonces presidente José Mujica intentó calmar los ánimos con su habitual contundencia: «La ley que se intenta es una regulación. No es un viva la pepa».

El martes 10 de diciembre de 2013, después de trece horas de discusión, el Senado uruguayo aprobó la ley 19.172 que regula la compra, producción, distribución y venta de cannabis. Esa madrugada muchos bailaron de alegría. Al día siguiente la noticia recorrió buena parte del planeta. La nota del diario británico The Guardian decía, por ejemplo, que era la ley de cannabis de más largo alcance del mundo.

Desde ese entonces, los uruguayos –siempre y cuando se hayan registrado y le hayan dado todos sus datos al Estado– pueden tener hasta seis plantas de cannabis en su casa, comprar marihuana en las farmacias (por si todavía quedaban dudas sobre las particularidades del país) o abastecerse a través de los clubes cannábicos de membresía.

 

Un club normal

Este era un texto sobre clubes así que finalmente aquí llegamos al núcleo del asunto. Pero antes un paréntesis más. En Uruguay tenemos algo con los clubes. Hay clubes sociales, deportivos, de cine, de lectura, de fotografía, de señores y señoras que se juntan a discutir sobre música clásica, de reparadores de objetos que de lo contrario iban a ir a parar a la basura. Y hay, por supuesto, clubes de fútbol. Demasiados. Están los grandes, los que llenan estadios con sus hinchadas, y los que reúnen a un puñado de fanáticos cada fin de semana, son clubes de fútbol de ligas menores, de niños, de universitarios, de los papis del colegio y de fútbol femenino. Y, desde hace una década, también hay clubes de cannabis.

Vuelvo entonces a los números del país pequeño: en Uruguay hay 283 clubes cannábicos de membresía, con 9.400 socios. Según datos del Instituto de Regulación y Control del Cannabis los clubes cannábicos son el sector que más creció dentro del mercado regulado. Y, en los últimos años, el crecimiento fue muy significativo; en 2020 se registraron 28 clubes; en 2021 lo hicieron 54 y en 2022 el número creció hasta los 70. Y para no abandonar los números, un club de cannabis puede tener 99 plantas, entre 15 y 45 socios y vender hasta 40 gramos de marihuana a cada integrante del club por mes. El precio de la membresía depende del club, pero a grandes rasgos los 40 gramos van desde los 80 hasta los 200 dólares. No es un precio demasiado amable para muchos bolsillos, pero los integrantes de los clubes son consumidores sofisticados y sibaritas, usuarios que buscan nuevas variedades y que están dispuestos a pagar una considerable suma de dinero por tener marihuana de muy buena calidad.

Advertencia: la marihuana en Uruguay está regulada y eso quiere decir que en los clubes, como en las farmacias, sólo pueden comprar cannabis ciudadanos legales o naturales o también los que tienen residencia permanente. Así que hasta ahora no hay buenas noticias para el turismo cannábico, aunque en algunos círculos se está dando la discusión del acceso universal. Mientras tanto, un integrante del legislativo de Montevideo propuso en marzo que se prohíba el consumo de marihuana en espacios abiertos.

Uruguay puede ser un país estable, amable y feliz. Y otras veces puede ser todo lo contrario.

Juan Pablo y Matías siguen estas discusiones, pero se mantienen al margen. No son activistas de la marihuana, pero como tienen un club integran la Federación de Clubes Cannábicos de Uruguay. «Es un entorno muy macanudo el del cannabis. Tenemos un grupo de whatsapp donde intercambiamos información, nos consultamos dudas, compartimos genética», cuenta Matías.

Hace cinco años Juan Pablo trabajaba en una agencia de publicidad y Matías estudiaba Psicología. Matías vivía con su madre fuera de Montevideo y tenía un cultivo ilegal de cuatro plantas en su casa. Un día su madre se hartó y le dijo algo más o menos así: Te vas vos y tus plantas. Juan Pablo y Matías son hermanos. Un día estaban en la playa y entre chistes y números en el aire pensaron que tal vez podrían hacer un club en una casa que era de ambos y estaba inhabitada. Así que aprendieron de cultivos indoor con tutoriales de internet, invirtieron lo que tenían que invertir para acondicionar la casa, compraron deshumidificadores, aires acondicionados y toda la tecnología necesaria para que las plantas crecieran, trajeron del exterior distintas variedades genéticas de marihuana y finalmente montaron el club. De pronto el espacio dejó de ser una casa y se convirtió en algo que se parece más a un laboratorio.

El club de Juan Pablo y Matías ofrece entre cinco y diez variedades, pero siempre depende de la época del año, de la cosecha y de la demanda. «Algunas se agotan antes porque a la gente le gustan mucho», dice Matías. Los hermanos explican, sin embargo, que la gracia es fumar variedades distintas; cada genética es un sabor, una sensación y un efecto diferente. Aunque a la variedad más pedida, como suele suceder con el plato más taquillero de un restaurante, es difícil sacarla de la carta. El club de Juan Pablo y Matías no es un club de amigos, ni un club que se formó desde el activismo; es un club de integrantes que no se conocen, que jamás se vieron las caras, pero que mes a mes se trasladan hasta un lugar de Montevideo para recibir su paquetito de 40 gramos de cannabis y nada más. Y, claro, tienen un gusto evidente en común: el porro gourmet.

 

 

 

Acerca de la autora

Pía Supervielle es periodista de la Universidad Católica del Uruguay.