Algunos apuntes sobre la palabra cholo

Presentación de Aldo Perán

 

Son dos caminos los que me llevaron a conocer a Marco Avilés. Uno de ellos fue cuando lo cité en una cafetería del barrio Bellas Artes en Santiago, después de algunas conversaciones por chat. Esto sucedió hace unos meses atrás, nos sentamos en las mesas de la vereda y no llevábamos ni dos minutos de hacer las respectivas presentaciones cuando apareció ante nosotros un joven peruano que pasaba por la calle y que al ver a la persona aquí a mi lado, interrumpió la conversación para decirle que era admirador suyo. Luego de decirle que había leído su libro, se tomaron una foto. Cuando pensé que por fin iba a poder hablar con Avilés, de comentarle algunas impresiones sobre ese mismo libro, el joven volvió, esta vez con toda su familia y supe entonces que ya no iba a poder hablar con él. El segundo camino en realidad fue mi primera aproximación. Llegué a saber de Avilés por un amigo que es librero y que trabaja a un costado de esa cafetería. Hace dos años estuvo en Perú y a su regreso me trajo un libro, el libro por el cual me iba a tomar un café con Marco Avilés. Parrita me dijo: «Lo leí en el avión. Te va a gustar». Me contó que en Lima todo el mundo hablaba del libro. Había dejado, en resumidas  cuentas, la escoba y que, por eso mismo, había que leerlo. Otro amigo que también había leído el libro me explicó, semanas después del encuentro con Avilés en la cafetería (o más bien, el encuentro de Avilés con sus lectores), las razones de por qué su segundo libro se había transformado en una bomba. Y es que tal y como ocurre aquí en Chile cuando a una persona lo insultan diciéndole indio, mapuche o alacalufe, en Perú proferir un insulto como cholo o serrano no tiene otra intención que la de segregar, de diferenciar la pertenencia a cierta clase, raza y herencia. Entonces me di cuenta que De dónde venimos los cholos, ese conjunto de crónicas sobre aquellos hombres y mujeres que decidieron no «bajar» a las ciudades, ese libro que es también un ensayo, y un ejercicio etnográfico y tal vez una de las indagaciones sociológicas más relevantes que se han realizado en Latinoamérica durante los últimos años, excedía su propio objetivo, a saber, el de ofrecer una lectura sobre las montañas y selvas peruanas, para transformarse, más bien, en una excusa con la cual es posible reflexionar sobre esta larga historia de racismo, mestizaje y exclusión social que ha dado forma y fondo a Latinoamérica desde que fue invadida.

Antes de leer a Marco me había encontrado con la palabra cholo en dos momentos: tenía un vecino al que le decían Cholo (y durante varios años pensé que ese era su nombre real) y cuando leí Historia de Mayta, de Mario Vargas Llosa.

En esa novela hace un retrato social de los estudiantes del colegio salesiano, uno que no era de blanquitos, sino más bien compuesto por:

«chicos de estratos pobres de la clase media […]. Había entre nosotros más cholos que blancos, mulatos, zambitos, chinos, niséis, sacalaguas y montones de indios. Pero aunque muchos salesianos tenían la piel cobriza, los pómulos salientes, la nariz chata y el pelo trinche, el único de nombre indio que yo recuerde era Mayta. Por lo demás, no había en él más sangre india que en cualquiera de nosotros y su piel paliducha verdosa, sus cabellos ensortijados y sus facciones eran los del peruano más común: el mestizo.»

Sin embargo, hoy mi memoria asocia la expresión «cholo» a Marco Avilés. Pienso que vincular a escritores con conceptos puede ser de utilidad para armar cartografías. Entonces, cuando se me viene a la cabeza el nombre de Marco pienso en «cholo», pero también aparecen palabras como «Maine», «serrano», «inmigrante», «piel blanca», «chola blanca», «vicuña» y un sinnúmero de palabras de uso popular que forman parte de sus crónicas y ensayos, como «cojudo», «cholo de mierda», «huevón», «malnacido», «negro de miércoles». Estas últimas forman parte de los registros orales que dan forma –y vida– a sus ensayos y crónicas, las que dan cuenta del sentido de la realidad, y es que Avilés, a diferencia de buena parte de los escritores latinoamericanos, se interesa no solo por las historias de los inmigrantes o de los mestizos: también registra esas expresiones, que son muchas veces el arma con el cual se hiere. En la introducción de De dónde venimos los cholos Avilés recuerda la historia de su compañero Cochachi, un joven que vivió el in erno durante la secundaria. Pachamanca de mierda, le decían. Esa escena me hizo recordar un pasaje del relato Instituto Nacional de Alejandro Zambra: cuando el profesor le dice punga a un estudiante, por ir al colegio con calcetines blancos. Un insulto que queda marcado para siempre, como una cicatriz.

Avilés bajó de la sierra peruana, de las montañas, a mediados de los ochenta, pero no por el terrorismo; su vida cambió radicalmente y vivió en Lima, en una casa que no tenía ventanas pero que sí tenía servidumbre. Estudió periodismo y trabajó desde los veinte años en El Comercio. Fue allí que empezó a registrar las historias de los excluidos. Luego pasó por varias revistas, entre ellas la prestigiosa Etiqueta Negra, de la cual fue su editor. Hoy vive en Maine y es consultor. Ha publicado en los últimos años dos libros fundamentales para entender, insisto, no solo al Perú, sino también a Latinoamérica: No soy tu cholo (Debate), un conjunto de breves ensayos sobre el racismo en el Perú y los Estados Unidos, y el conjunto de crónicas De dónde venimos los cholos (Seix Barral), publicación que el New York Times en Español consideró una de los más significativas del 2016.

Su historia de vida me recuerda a veces, la de Gabriel Lisboa, el protagonista de Contarlo todo, la estupenda novela de Jeremías Gamboa. Es, en resumidas cuentas, la historia de muchos mestizos que por mucho tiempo no quisieron ser confundidos con los indios que aún no saben pronunciar de forma adecuada las palabras en castellano. Es más, en su último libro, Avilés parte con el significado que le atribuye la RAE a la palabra cholo: Mestizo de sangre europea e indígena. Dicho de un indio: que adopta los usos occidentales.

El Diccionario de americanismos, sin embargo, tiene varias entradas. Mencionaré dos: Referido a un indígena que ha adoptado usos y costumbres urbanos y occidentales. Chile: persona de Perú y Bolivia.

«Cholo es un insulto», afirma Avilés, «una herramienta para segregar», a pesar de que algunos, como el mismo Vargas Llosa en su conversación en Princeton con Rubén Gallo quieran matizar el trasfondo despectivo de una expresión como tal. En esa conversación, el premio Nobel de literatura afirma que el significado de esa palabra depende mucho de quien la diga, a quien se la diga y de la entonación con la que se dice. En parte tiene razón, pero quienes más la utilizan, sabemos gracias a las historias recogidas por Avilés, no la utilizan con cariñosa entonación. La sacan afuera con rabia, la misma rabia de Cochachi y de todos los hombres y mujeres que han sido insultados y ninguneados por el solo hecho de ser indios. La misma situación es aplicable a Chile y su incontenible racismo contra peruanos y bolivianos. Hoy nos resultan lejanas esas historias de discriminación que ocurrieron a fines de los noventa. En mi casa celebraban por esa época a unos humoristas callejeros, los Atletas de la risa, que hacían humor con la desgracia de los peruanos que buscaban aquí un mejor futuro.

Finalmente, quisiera resaltar el hecho de que la tarea político intelectual llevada a cabo por Avilés, una tarea intelectual que tiene por fin último no solo contar historias marginales, sino una exposición de cómo opera el racismo en la sociedad contemporánea, está en la línea de lo realizado por escritores como James Baldwin o José María Arguedas, pero también en la línea de lo realizado por intelectuales como Aníbal Quijano o cronistas como Alma Guillermoprieto, Óscar Contardo y Pedro Lemebel. Todos, de algún modo u otro, han hablado sobre el color de la piel, sobre la marginalidad y sobre el racismo, los mismos temas a los que Marco se referirá a continuación:

***

Mientras escribía esta presentación me acordé de un vecino, que vivía al final de mi calle, en La Pintana. Le decíamos Cholo. Se llamaba Arturo Pinochet. Le tenía miedo porque cogoteaba por las noches y a veces se metía a robar a las casas. Fumaba pasta base en la esquina y ese era el motivo por el cual pedía monedas a la gente de la población. Tendría 17 o 18 años. A diferencia de sus hermanos, todos rubios, él era moreno, de allí su apodo. Un día, cuando entraba a mi casa, quiso quitarme la bicicleta. Yo tendría 9 o 10 años. De lo que sí me acuerdo es que me puse a llorar y que mi mamá escuchó esos gritos. Salió desespera da con un uslero y golpeó al cholo hasta dejarlo malherido en el suelo. Luego llamó a los carabineros. Estos también lo golpearon. Uno de los policías me dijo que para que el cholo no volviera a hacer lo que hizo, también le debía golpear. No alcancé a hacerlo, porque entonces apareció mi papá y cuando vio todo lo que pasaba, después de algunos charchazos, metió a patadas al cholo en la camioneta Toyota de la policía, al Z, como les decíamos entonces. El cholo volvió esa noche a la calle y de vez en cuando me gritaba cosas o me tiraba piedras. Meses después, un vecino que tenía un bazar en su casa le disparó en la cabeza cuando lo quiso asaltar. El cholo estuvo en estado vegetal algunos meses y después murió.

 

¿De qué color es la literatura?

Marco Avilés

 

A muchos nos gusta pensar que la literatura es ese paraíso inmaculado al cual entramos para cultivarnos, para abrir los ojos casi de manera instantánea. Leer te educa. Te hace mejor persona. La literatura tiene esos poderes mágicos, creemos. Cuando entras a una biblioteca, te curas, te haces más sabio, por el mero ejercicio de abrir un libro y recorrerlo con los ojos. «No importa lo que leas. Solo lee», dice el dicho.

Como toda industria, la industria de la literatura tiene su propaganda. La propaganda es cool. «Leer te hará libre», dicen, y entonces imaginamos que todo libro contiene una llave. Casi nunca un candado.

Cuando era más joven solía creer a ciegas en ese mito liberador. Trataba de leer todo lo que estaba a mi alcance. Yo solo leía. Y leía. Y leía.

De Vargas Llosa a Faulkner. De Faulkner a Joyce. De Joyce a D.H. Lawrence a Flaubert a Miller a Rilke a Mailer a Kafka a Borges a Cortázar a Moro a Ribeyro. Y así. Estoy siendo bastante honesto. La literatura era esto cuando yo pasaba de la escuela a la universidad, a mediados de los años noventa, en Lima. Casi todos los autores que leía eran hombres.

La literatura tenía un sexo y también un color. Pero yo era ciego a esos detalles. No los veía. No me importaban. La literatura era un Olimpo y para entrar a él, tú, joven aspirante a escritor, solo debías leer y leer y leer y escribir y escribir y escribir.

Acabé la universidad. Me hice periodista. Luego cronista. Luego editor. Como editor de la revista Etiqueta Negra no solo publicaba a los autores que admiraba sino que accedí también a una dimensión del oficio más social: a las estas después de, a las cenas en honor de y en casa de, a ese mundo donde ya no solo había escritores y escritoras sino también agentes, ejecutivos, empresarios, diplomáticos y muchos personajes que compartían un estatus similar de privilegio. Y allí estaba yo, un chico de clase popular que había hecho bien su tarea de ascender, codeándome con la crema y nata, y trabajando duro para ser un día parte de ese Olimpo sin negros ni indígenas.

Una noche de julio de 2007, durante la Feria del Libro de Lima, unos colegas y yo fuimos a una discoteca. Por esos días yo había publicado mi primer libro. Tenía un carro. Un gato. Un pequeño nombre. Pero nada de esto importaba demasiado cuando me acerqué a la puerta, unos segundos después de que mis colegas hubieran ingresado. El vigilante se plantó delante de mí y me dijo que la fiesta era privada. Yo no podía entrar. La anécdota parece ridícula pero se trataba de la misma experiencia que por entonces algunas personas comenzaban a denunciar. Como todos los países de América, el Perú es una sociedad racista y no importa cuánto te esfuerces ni trabajes, el cholo sigue siendo cholo, es decir, un forastero, así sea el editor de la revista más linda del continente.

Esa noche, de regreso a casa, decidí que iba a escribir sobre lo ocurrido. No era la primera vez que me ocurría algo así. No era la primera vez que había tocado la muralla que separa el país. Pero sí sería la primera vez en que hablaría del tema en público. El asunto no era tan sencillo pues implicaba reconocer una serie de cosas que a lo largo de los años yo había aprendido de manera obediente a poner en un cajón con llaves. Decir que eres cholo es como salir desnudo a la calle. En un país donde la escuela te educa para creer que «todos somos mestizos», contar que te han discriminado es admitir la posibilidad de que algo hiciste mal. Dar pie a que muchos te digan «eres un acomplejado», «qué poca autoestima», «te discriminan porque te dejas discriminar».

Hablar de ti en primera persona, escribir de tu experiencia en primera persona, cuando eres cholo, cuando eres indio, es un ejercicio que supone vencer varios mecanismos de censura y autocensura. El blanco no habla de que es blanco porque no lo necesita. El cholo no dice que es cholo por vergüenza, por negación, porque el silencio es su sacrificio para tener éxito.

Aquella madrugada después de la fiesta, escribí una carta que luego envié a un diario. Pero también comenzó un proceso lento de redescubrimiento. ¿Quién era yo? ¿Qué era yo? ¿Por qué tenía estos dilemas mentales? Hoy puedo responder esas preguntas con relativa facilidad, pero en aquella época tuve que viajar al pasado. Hablar con los muertos.

Este es el inicio de mi libro De dónde venimos los cholos:

Papá conduce el carro a través de una montaña. Ha bebido. Mamá. lo reprende. Yo tengo dos años y, en la siguiente imagen, estoy sentado en una roca al lo del barranco observando a mis dos padres. Él está parado en medio del camino, su ropa cubierta en polvo, el rostro regado en sangre, la mirada perdida, el gesto de quien quiere gritar y no puede. El carro está hecho añicos al fondo del precipicio, y entre los fierros está ella, su cuerpo inmóvil, como si durmiera. Ese es mi primer recuerdo.

Nos mudamos a Lima después del accidente, y dejamos sepultada nuestra historia anterior, en esa pequeña ciudad de los Andes llamada Abancay, donde hasta entonces vivíamos. Mis hermanas, que no estuvieron en el carro ese día, me criaron. Mi padre dejó de beber. Nunca se volvió a casar.

Eran los años ochenta, en el Perú, y millones de personas abandonaban las provincias y se refugiaban en la capital. La guerra producía muertos, heridos y migrantes. Nosotros no nos marchamos por ese motivo, pero nos instalamos en un barrio popular cuyos vecinos llegaban desde todos los rincones del país. Ser de provincias, en la Lima de esos años, te tatuaba con un estigma: los provincianos creábamos barriadas en los cerros, nos adueñábamos de las calles para vender baratijas y, por supuesto, éramos terroristas. En las escuelas, los niños vejaban a los serranos. Les llamaban cholos, alpacas, cochinos. Si eras de provincias y no se te notaba mucho en la cara o en la manera de hablar, quizá, podías ocultar la verdad sobre tu origen y aparentar que eras de la ciudad. Seguí este camino durante mucho tiempo: me escondí.

El accidente nos volvió una familia esencialmente pobre. Mi padre había sido un profesional próspero en Abancay, pero tuvo que liquidar sus negocios para pagar su tratamiento médico y nuestra mudanza. Con el dinero que le quedaba construyó una casita de ladrillos muy parecida a las otras del barrio: piso de cemento, paredes sin pintar, columnas inconclusas. El dinero no alcanzaba para instalar ventanas en la cocina; sin embargo, nos dábamos el lujo de tener empleadas a tiempo completo o cama adentro. Se trataba, por lo general, de una adolescente de provincias, que hablaba mal el español y que trabajaba en casa mientras intentaba terminar la primaria en la escuela nocturna. Su habitación era un baño auxiliar que nunca funcionó y donde apenas cabía un catre plegable. La empleada tenía que hacer las compras, cocinar, limpiar las habitaciones, lavar la ropa. Su trabajo no era sencillo: en casa éramos cinco y no teníamos lavadora.

La familia se encariñó con varias de esas muchachas. Mi padre les aumentaba el sueldo. Mis hermanas les daban regalos en sus cumpleaños. Pero el afecto tenía límites estrictos. La empleada no podía sentarse en el comedor. Su lugar estaba en la cocina, donde no había una mesa, y ella debía comer de pie. Tampoco podía sentarse en los sofás de la sala. Si quería ver la telenovela, tenía que jalar una silla y mirar el programa desde un rincón, incluso cuando no había nadie en casa.

Un día encontré a una de mis hermanas y a la empleada conversando como amigas en el sofá de la sala. Yo tenía unos seis años y, aunque no entendía nada de la vida, sabía que algo no estaba bien. Fui donde la muchacha y la empujé. Ella esquivó mis manos y no me hizo caso. Volví a la carga. Empujé con ahínco una y otra vez, enojado hasta las lágrimas, hasta que, por fin, ella se puso de pie y se marchó. Aquella reacción debió saberme a victoria: yo era el pequeño soldado de las normas de la casa.

Ahora intento recordar el rostro de ese niño que fui y me pregunto: ¿Por qué me comportaba de esa manera?

***

Muchos años después, voy al trabajo en un autobús, cuando escucho el siguiente diálogo:

–Permiso, por favor. Bajo en la siguiente estación. Muévanse.

–No hay sitio, señora. ¿Adónde me muevo?

–No sé. Deberías pensar en eso antes de pararte en la puerta.

–Usted debería pensar en que el bus está lleno antes de sentarse tan lejos de la puerta.

–Muévete y no seas malcriado.

–Ya no grite.

La mujer luce molesta. Cuando por fin llega a  la puerta, mira a su interlocutor con el odio que se reserva a un enemigo.

–Qué te voy a enseñar de valores a ti, malcriado –le regaña y enseguida alza la voz–. Negro de miércoles.

El hombre no contesta. Baja la mirada. Se pone rojo de la vergüenza. Debe tener unos treinta años y viste como oficinista: pantalón café, camisa celeste, chaleco azul. Su piel es de un tono marrón caoba, como la de los nativos de la costa norte del país. No es negro. Es un cholo oscuro. La mujer parece una secretaria madura: traje, cartera y aire de importancia. Tiene el cabello teñido de rubio, con esa textura chamuscada que confieren los tratamientos de decoloración. Es una chola blanca. Los demás pasajeros parecen ensimismados en su cotidiana tragedia de llegar tarde adonde deben llegar. Nadie interviene en la conversación aunque la onda expansiva de la disputa crea una energía incómoda que impacta los rostros de los testigos. Todos parecemos debatir mentalmente con nuestros propios demonios: ¿Soy blanco? ¿Soy negro? ¿Soy marrón? ¿Soy cholo? ¿Qué soy?

***

Soy cholo. Con cierta luz, tiro para blanco, pero soy cholo al fin y al cabo. Nací en los Andes y viví allí. hasta los dos años. Mis abuelos, mis padres y mis hermanas mayores hablaban quechua. Jamás conté esto en mi escuela, pues cualquiera que viniera de los Andes se convertía en una víctima potencial. Los cholos blanquiñosos nos camuflábamos. Los cholos oscuros sufrían. Serrano de mierda –les decían–. Alpaca conchetumadre. Báñate, indio apestoso. Hueles a queso. Comequeso. Vicuña. Vicuñita. Me da pena tu vida, serrano. Eso no se quita con nada. Yo tengo malas calificaciones pero puedo estudiar. Tú eres un serrano. Se-rra-no. ¿Me entiendes? ¿Cómo vas a cambiar eso, ah, huevón? Añañáu ¿Qué? ¿Te pones a llorar como mariquita? O sea que eres serrano y encima cabro? Puta, yo que tú me suicido.

Cochachi era cholo hasta la punta del cabello. Lo tenía grueso como un erizo. Su español andino estaba marcado por erres notorias como montañas. Y, acaso porque el quechua había sido su primer idioma, confundía la e con la i. Lo olvidé se convertía, por ejemplo, en Lo olvidí. Cochachi era tímido y nervioso, y estoy seguro de que todo lo que deseaba en la vida era pasar inadvertido. Los apodos lo volvieron célebre. Pachamanca, le decíamos en referencia a ese plato andino que se cocina bajo tierra. Torreja, Cachanga, Añañáu. Cochachi no sabía defenderse. Cargaba su mochila a todos lados para evitar que los demás la destruyeran. Una vez la dejó en el salón, y alguien la arrojó por la ventana a la azotea de una casa. Si traía un sándwich, los malhechores encontraban la manera de sazonarlo con goma. Él era un mártir en el sentido cristiano: resistía con honor todas las vejaciones. Pachamanca de mierda. Serrano huevón. Ven para acá, oye, cabeza de tuna. Y Cochachi venía. Varias veces lo vi llorar. La cabeza gacha. Caminaba deprisa raspando las paredes. Era difícil advertir lo que expresaba su mirada.

No recuerdo si llegó a graduarse en mi promoción o si se marchó a otra escuela para terminar la secundaria. Lo encontré de casualidad muchos años después, en la época de la universidad. Cochachi estaba sentado en una sala de la Biblioteca Nacional. No había cambiado mucho. Su cabello era el mismo pajar rebelde. Me acerqué para saludarlo. Cochachi copiaba frases desde un diccionario etimológico hacía un cuaderno rayado y forrado con plástico. Manejaba con destreza maniática cuatro colores de lapiceros: azul para los textos, rojo para los signos de puntuación, negro para los títulos, verde para resaltar las palabras importantes. Tuve un repentino flashback. Las carpetas del colegio. Los lapiceros de colores que algunos chicos se empeñaban en usar y que otros nos empezábamos en lanzar a través de las ventanas.

–Cochachi –susurré parándome al costado. Cochachi continuó escribiendo.

–Cochachi –repetí–, compadre.

No mostraba intenciones de dejar sus libros. –Cochachi, ¿te acuerdas de mí? –insistí tocándole un hombro.

Entonces levanté la cabeza. Sus ojos hervían de rencor. Era la mirada de alguien que odia sin miedo a ocultarlo.

–Lárgate de aquí –exclamó.

Cerró su cuaderno y empuñó el lapicero rojo como un cuchillo.

–Lárgate, imbécil.

El silencio de la sala era denso como el de una misa. Cada quien parecía concentrado en sus problemas. Obedecí. Ya en la calle, me detuve a tomar agua en una tienda, y recordé los años de colegio, ese infierno al que el cholo Cochachi había sobrevivido.

***

Mis abuelos maternos eran una pareja de cholos blancos. Tenían una hacienda, una montaña, parte de un río. Todo lo que se hallaba en su territorio les pertenecía, incluidos los indios. Los indios, sus indios, no tenían nada. Vivían para trabajar las chacras. Parecían esclavos.

Mi padre solía contarme historias sobre ese mundo antiguo, donde conoció a mamá. Mi bisabuela, por ejemplo, era una viuda de carácter fuerte que recorría sus propiedades resguardada por un séquito de indios desnudos. La cargaban en andas como a una reina medieval.

Cuando llegaba la hora del almuerzo, ella bajaba a tierra por un momento. Un indio se arrodillaba como una silla, otro se reclinaba como una mesa, y mi bisabuela comía usando a esas personas como si fueran muebles.

Un mundo así no podía terminar bien. El gobierno militar de los años sesenta castigó a los hacendados quitándoles sus tierras y se las entregó a los indios. Algunos señores intentaron retener sus propiedades a balazos. Mi abuelo materno no fue uno de ellos. Era un hombre culto, adicto a la lectura. Antes de marcharse, mandó abrir un hoyo inmenso en la tierra y ocultó allí su fortuna personal: miles de libros antiguos que habían pasado de generación en generación. Él tenía la ilusión de volver y recuperarlos pero jamás lo consiguió. Lejos de su tierra, en un mundo con otras reglas, se volvió loco.

Creí que esta era una leyenda familiar adornada por el talento fabulador de mi padre hasta la noche en que hablé con una de sus protagonistas. Mi tía Yony era una niña pequeña cuando su padre enterró la biblioteca. Ahora tenía sesenta años y vivía en un barrio residencial de Lima con muchos parques y automóviles modernos estacionados en la orilla de las calles. Yony tiene los ojos verdes, el cabello negro ensortijado y habla con el acento elegante del Cusco. Después de confirmar la historia, abrió un armario de madera y extrajo dos volúmenes de tapas de cuero, tan viejos y apolillados que temí que se deshicieran entre sus dedos. Pasé las hojas con cuidado. El primero era una edición de los Salmos y no tenía fecha. El segundo se llamaba Recreación filosófica o Diálogo sobre la filosofía racional para instrucción de personas curiosas que no frecuentaron las aulas, y fue impreso en 1787, cuando el Perú no era el Perú sino una colonia más de España.

Mi tía Yony, niña traviesa, había tomado esos volúmenes antes de dejar la hacienda, y ahora, medio siglo después, me permitió tocarlos.

Los acaricié una y otra vez como si fueran dos animales dormidos, y los olí con el deseo inconsciente de que el aroma húmedo me trasladase en el tiempo. Ella me observó en silencio. Intenté devolvérselos.

«Guárdalos tú», me dijo. Parecía un acto de generosidad familiar pero tiempo después iba a entender que había algo más profundo en esa renuncia: una liberación, un encargo. Algún día lo sabré.

***

Mis abuelos paternos eran una pareja rarísima que apenas se expresaba afecto. Cada cual vivía en su propio mundo. Cuando los conocí, ella estaba perdiendo la memoria y ya no era capaz de recordar si había comido o no. Por el contrario, se quejaba de que sus nueras intentaban matarla de hambre, pero casi nadie le hacía caso porque ella solo hablaba en quechua. Era indígena. Él prefería pasar el tiempo en la calle; se sentaba en la tienda de su hijo mejor y conversaba con los clientes sobre sus años de gloria. En una época en que casi no había carreteras en las montañas, él había tenido la osadía de llevar el primer vehículo a motor a Huancarama, una especie de Macondo en los Andes del sur. El acceso al pueblo era tan difícil que el camión se malogró a mitad del camino y una cuadrilla de cholos tuvo que empujarlo para que pudiera llegar. Cuando mi abuelo hablaba de los cholos, lo hacía con un tono despectivo como si se refiriese a animales de carga. Él era blanco. Mi abuela era india. ¿Cómo había sido ese matrimonio? Años después, cuando ambos habían muerto, mis parientes solían comentar con orgullo las fotografías de mi abuelo.

Oh, mira qué blanco era. Tenía los ojos azules. Era guapo, rubio, y su naricita tan bonita.

Nunca escuché ningún elogio equivalente sobre mi abuela. Todo lo contrario. Muchos estaban de acuerdo en que era fea y lo peor, su nariz.

A veces me veo en el espejo y me entretengo pensando en el origen de mis rasgos. ¿De dónde viene mi color? ¿De quién heredé esos ojos? ¿De quién esta narizota? Mi nariz es grande como un pepino y el tabique está adornado por un coqueto morrito que recuerda la nariz quebrada de los incas. Mis narinas son enormes y parecen las asas de una olla de barro. Es la nariz de mi abuela paterna, mi abuela indígena quechua hablante. Soy un indio como ella.

***

Una vez fui a una discoteca de Lima junto a unos amigos y colegas escritores. Me retrasé estacionando el carro y llegué a la puerta cuando ya todos habían entrado. Intenté cruzar, pero un vigilante enorme y temible se plantó delante cerrándome el paso.

–Perdón, la fiesta es privada.

Le expliqué que mis amigos acababan de ingresar.

–¿Sí? Entonces llámelos por celular y que salgan.

Era la primera vez que alguien me negaba el ingreso a un local público porque no encajo en el molde cien por ciento blanco. O, en otras palabras, porque soy cholo. Lo que pasó después no importa tanto. Escribí una carta en un diario. Muchas personas se quejaron de la segregación, el racismo, la discriminación que caracterizan la vida en el Perú. Ese local cerró poco después. Pero el problema no acabó allí. Historias similares ocurren todo el tiempo. Un artesano indígena, de visita en la capital, intenta entrar a un cine y el empleado del local no se lo permite. Una mujer enfadada le grita serrano de mierda al vigilante del supermercado. La estudiante universitaria le dice color puerta a un compañero. Y así. Cada tanto un peruano humilla a otro porque desprecia el color de su piel, su origen, su historia. ¿Es tan malo ser un cholo?

***

Este es un texto de 2016, y muchas cosas han ocurrido desde entonces. Están la reconciliación o recuperación de mis orígenes: no solo soy cholo, soy quechua; es decir, indígena. Mi literatura es el periodismo, la autobiografía, el testimonio, el ensayo. Pero también es una pelea.

Principalmente, contra el silencio, que es el estado en que viven los indígenas en nuestros países. Soy un indígena de la ciudad y por eso vivo y escribo en la ciudad. Soy un indígena con educación occidental y ese privilegio también contrae cierto desarraigo.

Perdí el quechua, mi lengua materna, a los tres años. Pero gané el inglés, que es el idioma en que vivo en los Estados Unidos, adonde migré hace cinco años.

En este país aprendí que la literatura, como la sociedad, como el poder, como la belleza, en este mundo colonial o poscolonial, tiene colores. Algunos son más visibles que otros. La literatura escrita por personas blancas, sobre todo hombres, por ejemplo, es o ha sido tan apabullante que muchas veces no deja espacio a que otras literaturas se muestren. En el peor de los casos se volvió la única literatura visible. Y le llamamos literatura nacional. O universal.

Un día, en uno de mis primeros viajes a Maine, me encontré husmeando en los anaqueles de una librería de viejo. La librería estaba dividida por sectores como «Guerra Civil», «Historia», «Autores estadounidenses»,«Literatura afroamericana». Era interesante que la literatura escrita por personas negras se mostrara en un espacio separado. Allí encontré mis primeros libros de James Baldwin, ese escritor inmenso que habla de identidad y libertad. Y al leerlo, al leerlo a lo largo de estos años, me he preguntado, por qué demonios no lo leí antes. Me habría ahorrado tantos años.

La respuesta a una pregunta así es compleja. Algunos querrán hablar del mercado, de la calidad, de los nichos. Los libros de Baldwin no se encuentran en Lima. No son traducidos ni exportados como sí lo son los de Faulkner, Roth, Atwood, por ejemplo. ¿Por qué? Faulkner es un autor canónico, universal. Al menos así lo empaqueta la industria. Baldwin, a pesar de ser tan universal como Faulkner, es etiquetado como autor afroamericano. Es decir, un autor que no le va a interesar a todos, se cree, sino sobre todo a los negros y a los que se interesan en su historia particular.

Lo blanco, en literatura, tiende a la universal. Lo negro (lo indio, lo cholo) al nicho, es decir, al silencio.

Hace poco escuché un diálogo al respecto. El periodista Evan Ratli entrevistaba al escritor Kiese Laymon en el podcast Longform. Ratli es blanco. Laymon es negro. Y ambos habían puesto esto sobre la mesa.

El libro de Laymon se llama Heavy y es su memoria sobre cómo se hizo escritor, sobre ser negro, sobre ser gordo.

Evan Ratli : Una de las cosas que me pasó cuando leía tu libro es que me preguntaba si estaba destinado para mí. Había momentos en que pensaba, no es que no tengo el derecho de leer esto, pero es que quizá no está destinado a mí. Y tengo la oportunidad de leer algo que no debería.

Kiese Laymon: Todos nosotros leemos cosas que no son para nosotros. O que no están destinadas a nosotros en primer lugar. Yo, por ejemplo, leo toneladas de cosas que no están dirigidas necesariamente a mí: libros de cómics, dibujos animados, canciones… Tengo amigos negros que aman Game of Thrones. ¿Esa serie fue hecha teniéndonos en cuenta como consumidores?

Al final, aprendemos a encontrar valor en cosas que no fueron creadas originalmente para nosotros.

Los escritores negros y marrones tienen que pensar mucho sobre qué significa descentrar a la gente que hemos aprendido a ver en el poder. Descentrarlos también en el proceso de escritura. Es difícil porque, aún si encuentras una manera de hacerlo en tu práctica cotidiana, la realidad es que alguien que luce como tú, o alguien que luce como tu padre, dirige los medios y las editoriales.

No puedo directamente señalar a hombres blancos ricos, pero los hombres ricos blancos tristemente tienen mucho que ver en si lo que escribo sale publicado o no, o si tiene publicidad, o si es promocionado de la manera correcta. Ellos no dictan completamente lo que ocurrirá, pero sus manos están metidas en eso.

Esa es la diferencia. Cuando escribes un libro, como autor blanco, tú no tienes que preocuparte de lo que la gente negra con poder hará con tu libro. Ellos no existen. No existimos en masa dentro de la comunidad literaria en este país.

La mayoría de nuestros escritores son blancos, nuestros profesores son blancos, las autoridades son blancas…

O como ocurre en nuestros países, son blancos o son mestizos. Y escribimos para ellos. Para ser criticados por ellos. Para ser premiados por ellos. Para ser etiquetados por ellos.

Hace unas semanas, un escritor joven me contó en un correo que aspira seriamente a ser el mejor de su generación. La promesa daba miedo. La industria editorial etiqueta a los autores como a juguetes de supermercado:

El mejor escritor de su generación

La mejor escritora latinoamericana

El escritor más maldito

La escritora más secreta

La literatura vista así parece una competencia de espermatozoides donde todos queremos llegar a las mismas metas; o acaso el torneo de fútbol donde los autores nos disputamos el botín de oro. Los premios y festivales literarios alientan ese mito del «mejor escritor», y la idea de que la literatura es un Olimpo donde solo se mueven los dioses que ganaron el Nobel y los semidioses que aspiran a él. El Olimpo es real, es decir, una metáfora del elitismo de la industria: los “mejores escritores” solo alternan con quienes han hecho méritos suficientes para estar con ellos. En cuanto ganan un laurel, muchos autores se elevan como ángeles por los aires. Y pierden contacto con la tierra. Perdemos. Eso quiero decir.

Qué aburrido, ¿no? La literatura no siempre parece un terreno libre para explorar distintos territorios reales o imaginarios, sino un campeonato donde los escritores peleamos unos con otros para obtener etiquetas de edición limitada. A la industria le encantan las etiquetas. Poner «el mejor de su generación» en la biografía del autor, vende. Poner «ganador del premio» en la funda del libro, vende. Para vender más tienes que haber hecho más, no solo en la escritura, sino fuera de ella. Ejemplos para dummies: 1) Enviar tu libro a un concurso y ganarlo. 2) Tener la suerte de que un agente quiera representarte. 3) Tener el privilegio de que tu mejor amigo sea ahora ese editor importante. 4) Cenar con los «mejores» y tomarte un selfie para que su luz te irradie. Nada de esto es literatura pero así funciona la literatura. El que no juega con esas reglas pierde o se pierde. Y el que ni siquiera sabe que esas reglas existen, pobre, a ese tenemos que despertarlo.

Por más grande que parezca, la industria editorial es una esta bien pequeña. Pueden existir decenas de escritores buenísimos e inéditos ahora mismo, pero el sistema solo tiene espacio para descubrir y promover a unas pocas «estrellas» al mismo tiempo. No saberlo es frustrante cuando eres joven. Que no te consideren uno de los «mejores escritores» de tu aldea equivale a portar la etiqueta del fracaso o del autor al que no lee nadie. Pero es mentira. La literatura siempre bulle fuerte fuera del Olimpo y el Olimpo lo olvida.

¿Qué podemos responderle a ese chico? ¿Qué significa ser «el mejor» en literatura? ¿Que te lo diga tu editorial? ¿Que te inviten a ese festival? ¿Que te celebren en la portada de la revista? ¿Que mucha gente te lo comente o que te lo comenten más que a tus colegas? ¿Que cuando mueras tus libros se sigan imprimiendo mientras que los de tus colegas no? Ser «el mejor» implica cierto egoísmo infantil. Yo sí. Tú no. El bichito capitalista.

Hay algo triste en la ilusión de querer ser mejor que otros, en una disciplina como la literatura, donde la pelea central es con uno mismo. Escribir es explorar es perderse es adentrarse es iluminar es quedar ciego es recuperar la visión y eventualmente salir de vuelta al mundo con algo que mostrar. Unos suben montañas. Otros se van al mar. Otros se quedan en casa mirándose el ombligo. La exploración es literal y también una metáfora del ejercicio mental de fatigar tu propia imaginación. De exprimir tu propio talento, como dice Valdano, el exfutbolista reencarnado en gurú multiusos. Cada escritor es un explorador único e irremplazable de su propia imaginación. En la literatura, como en la naturaleza, la diversidad de voces es una señal de salud del ecosistema. Y la falta de ella (de mujeres, de cholos, de indígenas, de afrodescendientes y más), un indicador de problemitas sociales serios.

Querer ser «el mejor» en este oficio es emprender la batalla equivocada. Sirve para ganar premios, quizá para vender más libros ahorita, pero ese tipo de «éxito» efímero exige demasiado a cambio. Los premios te integran a las élites de los premiados, al Olimpo de los «mejorcitos», una fantasía que puede distanciarte de tus colegas jóvenes y menos privilegiados, de aquellos que pelean con menos armas en terrenos más adversos. O a quienes la literatura marca con etiquetas que parecen tatuajes carcelarios: «literatura femenina», «escritor de provincias», «escritor amazónico», «escritor de color». Cuando estás clasificado en cualquiera de estos «subestándares», para comenzar, no siempre vas a aspirar a que el sistema te considere el «mejor». Que te traten como a escritor ya es un logro.

Los escritores actuamos como pensadores libres y democráticos y criticamos aquí y allá las cosas criticables de la vida. Sin embargo, si traemos nuestra mirada afilada más cerca de casa, nos daremos cuenta de que formamos parte de un gremio bien piramidal, discriminador y elitista. Muchas escritoras de Colombia y el Perú han explicado cómo funciona la marginación contra su género. Y es espantoso porque, entre otras cosas, ni es algo nuevo ni le ocurre solo a ellas. La discriminación en la literatura es similar a la que existe en la sociedad porque se origina en ella: reina el macho-blanco-urbano-novelista, donde la novela es el Everest, y el novelista es el emprendedor romántico que ha llegado a la cima. La industria editorial glorifica la narrativa del individualismo en las biografías de los autores. Todo aquel o aquella que se distancia del eje de privilegio (macho-blanco-urbano-novelista) sufre más para lograr lo mismo. La crónica, por ejemplo, es el género cholo de la literatura. Es mestiza. Ornitorrinca. Pero hay quienes aún dudan de que sea literatura.

Los escritores latinoamericanos no tenemos espacios reales para estrechar lazos entre nosotros, de manera horizontal, y discutir de estos temas. Lo hacemos en los festivales, cuya agenda y protagonistas los arma la industria, o en Facebook, donde más que conversación, reina la guerra civil. En esa plataforma inútil para el diálogo, los autores terminamos sospechando unos de otros y, al final, nos enemistamos todos. Ojalá tuviéramos más voluntad, espacios y armas para apoyarnos mutuamente, ¿no? Y que, como resultado de este trabajo, en las vitrinas donde se muestra la literatura, se exhibiese una mayor diversidad. Más mujeres. Más cholos. Más negros. Más indígenas. Más cronistas. Más poetas. Más de lo que no conocemos o de lo que conocemos mal. ¿No trata también de eso la literatura?

Quizá la respuesta a ese joven escritor podría ser: No busques ser el mejor. Sé único. Y ayuda a que otros lo sean.